Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
сообщить о нарушении
Текущая страница: 9 (всего у книги 24 страниц)
—Quien tiene ojos, ve —decía Pavor—. No nos dejan entrar en la leprosería. Alambradas, soldados... Pero aquí, en la ciudad, se puede ver algo. He visto a los mohosos conversando con los niños, y cómo se comportan esos niños en ese momento, cómo se convierten en ángeles, pero pregúntales cómo llegar a la estación de trenes y te mirarán de la cabeza a los pies, con tal desprecio...
«No nos dejan entrar en la leprosería —pensó Víktor—. Hay alambradas, pero los mohosos se pasean libremente por la ciudad. Aunque no fue Gólem el que inventó esto... Canalla, ha sido el padre de la nación. Miserable. Quiere decir que eso también es idea suya... El mejor amigo de los niños... Sí, puede ser, se parece a las cosas que hace. Y sabe usted, señor Presidente, en su lugar yo trataría de variar mis métodos. Resulta demasiado fácil descubrir su cola entre muchas otras colas. Alambradas, soldados, pases: eso quiere decir el señor Presidente; significa, sin duda alguna, otra canallada...»
—¿Para qué demonios está esa alambrada? —preguntó Víktor.
—¿Y qué sé yo? Antes no había alambradas en ese lugar.
—Eso quiere decir que ya ha estado allí.
—¿Por qué lo dice? Todavía no he estado. Pero no soy el único inspector sanitario... y el problema no es la alambrada, como si no hubiera alambradas por todo el mundo. Dejan pasar a los niños sin problemas, dejan salir a los mohosos sin problemas, pero a nosotros no nos dejan entrar, eso es lo sorprendente.
«No, no se trata del Presidente —pensó Víktor—. El Presidente y las obras de Zurzmansor, y para colmo, Bánev, eso no es compatible. Y esa ideología destructiva... Si yo escribiera semejante cosa, me crucificarían. No lo entiendo, no lo entiendo... Es algo diabólico. Le preguntaré a Irma. Simplemente le preguntaré y veré qué hace... A propósito, Diana también debe saber algo.»
—No me está oyendo —dijo Pavor.
—Perdón, estaba pensando.
—Digo que no me asombraría que la ciudad tomara medidas. Además, crueles como corresponde a la ciudad.
—Yo tampoco me asombraría —masculló Víktor—. Si hasta a mí me dieron ganas de tomar ciertas medidas.
Pavor se levantó y fue hacia la ventana.
—Qué tiempo —dijo, angustiado—. Me largaría de aquí al instante... ¿Me va a dar un libro o no?
—No tengo libros —dijo Víktor—. Todo lo que traje conmigo está en el sanatorio... Oiga, ¿y para qué necesitan los mohosos a nuestros chicos?
—Son enfermos. ¿Cómo vamos a saberlo? Nosotros estamos sanos.
Llamaron a la puerta y Gólem entró, corpulento, empapado.
—Preguntémosle a Gólem —dijo Pavor—. Gólem, ¿para qué necesitan los mohosos a nuestros chicos?
—¿A vuestros chicos? —dijo Gólem, mientras leía la etiqueta de la botella de ginebra—. ¿Tiene hijos, Pavor?
—Pavor asegura que sus mohosos azuzan alos niños de la ciudad contra sus padres. ¿Qué sabe de eso, Gólem?
—Hummm... ¿Tiene vasos limpios? Aja... ¿Los mohosos azuzana los niños? Pues, ¿qué vamos a hacer?... No son ellos los primeros y no serán los últimos. —Sin quitarse el impermeable, se dejó caer sobre el diván y se puso a olisquear la ginebra servida en el vaso—. Y por qué, en nuestros tiempos, no se debe azuzar alos niños contra los padres, si azuzan alos blancos contra los negros, a los amarillos contra los blancos, a los tontos contra los listos... ¿Qué es lo que les sorprende?
—Pavor asegura que esos enfermos suyos vagan por la ciudad y le enseñan cosas extrañas a los niños —repitió Víktor—. Yo también me he dado cuenta de algo parecido, aunque por ahora no aseguro nada. Así que no me asombro y le pregunto: ¿es verdad eso o no?
—Por lo que sé —dijo Gólem, mientras sorbía ginebra del vaso—, desde hace siglos los leprosos tienen libertad total para andar por la ciudad. No sé de qué está hablando cuando dice que enseñan cosas extrañas, pero permítame preguntarle a usted, nativo del lugar, si conoce un juguete llamado «peonza rabiosa».
—Por supuesto —respondió Víktor.
—¿Tuvo usted un juguete parecido?
—Yo, no, por supuesto, pero había chavales que lo tenían... —Víktor calló un momento—. Sí, es verdad, los chavales decían que ese juguete se lo había regalado un leproso. ¿Es eso?
—Sí, precisamente. Y el «marcador del tiempo», y la «mano de madera»...
—Perdón —intervino Pavor—. ¿Sería posible que yo, recién llegado de la capital, supiera de qué hablan los aborígenes?
—No —repuso Gólem—. Eso no es de su competencia.
—¿Cómo sabe lo que entra o no en mi competencia? —preguntó Pavor con expresión ofendida.
—Pues lo sé. Me lo imagino, porque quiero imaginarlo... Y deje de mentir, usted le compró a Teddy un «marcador del tiempo» y sabe perfectamente de qué se trata.
—Váyase al infierno —dijo Pavor, caprichoso—. No estoy hablando del «marcador del tiempo»...
—Espere, Pavor —dijo Víktor con impaciencia—. Gólem, no ha respondido a mi pregunta.
—¿De veras? Pues yo creía que sí... Mire, Víktor, los leprosos son gente muy enferma, sin esperanzas. Se trata de algo terrible, de una enfermedad genética. Pero conservan la bondad y la inteligencia, así que no hay razón para ofenderlos.
—¿Quién los ofende?
—¿Acaso usted no los ofende?
—Por ahora, no. Por ahora, es al revés.
—Bien, entonces todo está en orden —dijo Gólem y se levantó—. Vámonos.
—¿Adonde? —preguntó Víktor, mirándolo atentamente.
—Al sanatorio. Yo voy al sanatorio, veo que usted también se dispone a hacerlo, y usted, Pavor, métase en la cama. Deje de propagar la gripe.
—¿No es demasiado temprano? —Víktor miró su reloj.
—Como le plazca. Pero tenga en cuenta que han cancelado el autobús desde hoy. Por no ser rentable.
—¿Y no sería mejor si comemos antes?
—Como quiera —repitió Gólem—. Yo nunca como. Y no se lo recomiendo.
Víktor se palpó la panza.
—Sí —dijo, y miró a Pavor—. Mejor me marcho.
—Y yo, ¿qué? —dijo Pavor, con aire ofendido—. Tráigame algunos libros.
—Sin falta —prometió Víktor y comenzó a vestirse.
Cuando entraron en el coche y se sentaron bajo la húmeda lona embreada, en la cabina apestosa a tabaco, gasolina y medicamentos, Gólem se volvió hacia Víktor.
—¿Capta las alusiones?
—A veces —respondió Víktor—. Cuando sé que se trata de alusiones. ¿Qué ocurre?
—Pues preste atención: es una alusión. Deje de hacer el charlatán.
—Hummm —gruñó Víktor—. ¿Y cómo quiere que lo entienda?
—Como una alusión. Deje de darle a la lengua.
—Encantado —repuso Víktor; calló y se puso a meditar.
Atravesaron la ciudad, dejaron atrás la fábrica de conservas, pasaron a un lado del desierto parque urbano, abandonado, marchito, lleno de plantas podridas por la humedad, cruzaron frente al estadio, donde los Hermanos de Raciocinio, enfangados hasta la nariz, pateaban tercamente balones hinchados con botas hinchadas, y salieron a la carretera que llevaba al sanatorio. En torno a ellos, tras la cortina de la lluvia, se extendía la estepa mojada, plana como una mesa, que alguna vez fue seca, quemada por el sol, espinosa, y ahora se convertía lentamente en una ciénaga.
—Su alusión me ha recordado una conversación —dijo Víktor—, con un consejero del señor Presidente, el que se dedica a temas de ideología estatal. Su excelencia me convocó a su modesto despacho, de treinta por veinte metros, y me preguntó: «Víktor, ¿quiere seguir teniendo un pedazo de pan con mantequilla?». Naturalmente, mi respuesta fue afirmativa. «¡Entonces, deje de armar ruido!», gritó su excelencia, y me echó con un gesto de la mano.
—¿Y qué ruido era el que armaba? —Gólem sonrió, burlón.
—Su excelencia aludía a mis ejercicios con la mandolina en clubes juveniles.
—¿Por qué está tan seguro de que yo no soy un provocador? —preguntó Gólem, inclinándose hacia él con ojos entrecerrados.
—Pues no estoy seguro de eso —objetó Víktor—. Simplemente, me da lo mismo. Además, ahora no se dice «provocador». Es un arcaísmo. Ahora, todas las personas cultas dicen «trompeta».
—No percibo la diferencia.
—Prácticamente, yo tampoco. Entonces, no le demos a la lengua. ¿Se ha restablecido su paciente?
—Mis pacientes nunca se restablecen.
—¡Tiene usted una reputación excelente! Pero yo le pregunto por aquel pobre hombre que cayó en un cepo. ¿Cómo tiene la pierna?
—¿De cuál de ellos me habla? —preguntó Gólem tras un corto silencio.
—No entiendo. Por supuesto, del que cayó en un cepo.
—Fueron cuatro —dijo Gólem, con la vista clavada en el camino, cubierto por la lluvia—. Uno cayó en un cepo, al otro lo trajo usted cargado, al tercero me lo llevé en el coche, y por el cuarto, hace poco armó usted una pelea en el restaurante.
Víktor, anonadado, quedó en silencio. Gólem también callaba. Conducía con mucha destreza, eludiendo los numerosos baches del viejo pavimento.
—Bueno, no se ponga tan tenso —dijo, finalmente—. Era una broma. Fue uno solo. La pierna se le curó esa misma noche.
—¿Eso también es una broma? —preguntó Víktor—. Ja, ja, ja. Ahora entiendo por qué sus enfermos nunca se restablecen.
—Mis enfermos nunca se restablecen por dos razones. Primero, como todo médico decente, no sé cómo curar enfermedades genéticas. Y segundo, no quieren restablecerse.
—Es curioso —masculló Víktor—. He oído tantas cosas de esos leprosos que ahora le juro por Dios que estoy preparado para creer cualquier cosa: en la lluvia, en los gatos, en que un hueso fragmentado puede soldarse en una noche.
—¿En los gatos? —preguntó Gólem.
—Sí. ¿Por qué no quedan gatos en la ciudad? Los mohosos tienen la culpa. Teddy se está arruinando a causa de los ratones... Usted debería aconsejarles a los mohosos que se llevaran también los ratones de la ciudad.
—¿Como el flautista de Hamelin? —preguntó Gólem.
—Exactamente. Así mismo —respondió Víktor con ligereza, pero al momento recordó cómo terminaba la historia del flautista—. Esto es muy serio. Hoy he tenido un encuentro en el gimnasio con los niños. Y he visto cómo recibían a un mohoso. Ahora no me asombraré si un día aparece un mohoso con un acordeón en la plaza de la ciudad y se lleva a los niños al diablo.
—No se asombrará. ¿Y qué más hará?
—No sé. Podría quitarle el acordeón.
—¿Y tocar usted mismo?
—Sí —Víktor suspiró—. Seguramente. No tengo nada que atraiga a esos niños, eso lo he comprendido. Sería interesante saber cómo los atraen. ¿Usted lo sabe, Gólem?
—Víktor, deje de armar ruido.
—Como quiera. Usted se esfuerza por eludir mis preguntas y lo hace muy bien, eso lo he notado. Qué tontería. De todos modos, me enteraré y usted perderá la posibilidad de darle a esta información el tinte emocional que desee.
—¡Secreto médico! —pronunció Gólem—. Además, yo no sé nada. Solamente puedo tratar de adivinar.
Pisó el freno. Delante de ellos, tras el telón de la lluvia, aparecieron unas figuras que se encontraban de pie en el camino. Tres figuras grises, y una señal gris, con un indicador: leprosería, 6 km, y sanatorio manantiales cálidos, 2,5 km. Las figuras bajaron al arcén: eran un hombre adulto y dos niños.
—Deténgase —dijo Víktor, que se había vuelto ronco de repente.
—¿Qué pasa? —Gólem frenó.
Víktor no respondió. Miraba a la gente de pie junto a la señal: al corpulento leproso de negro, que vestía un chándal empapado; al chico que iba también sin impermeable, con un trajecito del que chorreaba agua y unas sandalias, y a la pequeña, descalza, con el vestido pegado al cuerpo. La lluvia y el viento le golpearon el rostro, tragó agua incluso, pero no se dio cuenta. Sintió que era presa de una rabia incontenible, de un violento deseo de destrozarlo todo, comprendió que estaba a punto de cometer una tontería, pero esa comprensión sólo lo alegraba. Caminando con rigidez se acercó al leproso.
—¿Qué ocurre aquí? —dijo, masticando las palabras, y al momento se volvió hacia la niña que lo miraba asombrada—: Irma, monta inmediatamente en el coche. —Miró de nuevo al leproso—: ¿Qué está haciendo, demonios? —Nuevamente, se dirigió a Irma—. Vamos, al coche, no te lo voy a repetir.
Irma no se movía del sitio. Los tres seguían allí parados, como antes. Los ojos del leproso parpadeaban serenamente por encima de la venda negra.
—Es mi padre —explicó Irma después, con una entonación indefinida.
Y de repente, Víktor se dio cuenta, comprendió con claridad absoluta que allí no podía gritar ni golpear a nadie, que no podía amenazar, agarrar por el cuello del impermeable ni arrastrar a nadie... en general, no podía perder el control.
—Irma, ve al coche, estás toda mojada —dijo, muy sereno—. Bol-Kunats, en tu lugar yo también montaría en el coche.
Estaba seguro de que Irma obedecería, y eso fue lo que hizo. Pero no como él hubiera querido. No, no se trataba de que ella hubiera intercambiado una mirada con el leproso, pidiéndole permiso para irse, pero a Víktor le quedó una leve impresión como si hubiera ocurrido cierto intercambio de opiniones, cierta consulta instantánea, cuyo resultado fue que la cuestión se decidiera a su favor. Irma levantó la nariz y fue hacia el coche.
—Se lo agradezco, señor Bánev —dijo Bol-Kunats con cortesía—, pero creo que es mejor que me quede.
—Como quieras.
Bol-Kunats le preocupaba poco. Ahora tenía que decirle algo de despedida a aquel leproso. Víktor sabía por anticipado que sería totalmente idiota, pero qué podía hacer, le resultaba imposible irse sin decir nada. Era algo que tenía que ver con su amor propio.
—A usted, señor mío —dijo, con soberbia—, no lo invito. Es obvio que usted se siente aquí como pez en el agua.
A continuación se dio la vuelta, y dejando caer un guante imaginario, se alejó.
«Tras pronunciar estas palabras —pensó, con repulsión—, el conde se alejó dignamente...»
Irma se había acomodado en el asiento delantero y exprimía sus trencitas. Víktor pasó al asiento posterior, mugiendo de vergüenza.
—Tras pronunciar estas palabras —dijo, cuando Gólem puso en marcha el coche—, el conde se alejó... Estira las piernas para acá, Irma, te las voy a frotar.
—¿Para qué? —preguntó la niña con curiosidad.
—¿Quieres pescar una pulmonía? ¡Las piernas!
—Por favor —dijo Irma, se puso de lado en el asiento y extendió una pierna hacia atrás.
Presintiendo que ahora finalmente haría algo natural y útil, Víktor tomó entre las dos manos aquella pierna delgada de su hija, mojada y enternecedora, y se dispuso a frotarla hasta que estuviera toda roja por el contacto de sus fuertes manos paternas, aquellas piernas heladas y huesudas de su hijita, eternamente enferma de gripe, catarro y pulmonía doble, cuando se dio cuenta de que sus manos estaban más frías que las piernas de Irma. Por inercia hizo varios frotamientos, y después, con cuidado, soltó la pierna.
«Lo sabía —pensó de repente—, claro que lo sabía, cuando estaba allí parado delante de él sabía que aquí había alguna jugarreta, que nada amenazaba a los niños, ningún catarro, ninguna pulmonía, sólo a mí se me ocurría eso, sólo yo quería salvar, arrancar de sus manos, sentir la justa ira, cumplir el deber, y de nuevo se han burlado de mí, de nuevo soy el más tonto de los tontos, por segunda vez el mismo día...»
—Recoge la pierna —le dijo a Irma.
—¿A dónde vamos, al sanatorio? —preguntó Irma después de sentarse correctamente.
—Sí.
Víktor miró a Gólem: ¿no habría sido testigo de su vergüenza? Gólem, impasible, seguía mirando el camino, despachurrado en el asiento del conductor, canoso, despeinado, encorvado y omnisciente.
—¿Y para qué? —preguntó Irma.
—Para que te pongas ropa seca y te metas en la cama.
—¡Vaya! ¿Qué invento es ése?
—Está bien, está bien —balbuceó Víktor—. Te daré libros para que leas.
«Es verdad, ¿para qué demonios la llevo allí? —pensó—. Diana... Bien, ya veremos. No beberé, nada de eso, pero ¿cómo la llevo de vuelta? Ah, diablos, tomaré el primer coche que encuentre y la llevaré... Qué ganas de beber algo ahora mismo.»
—Gólem... —comenzó a decir, pero se cortó: no debía, sería violento.
—¿Sí? —dijo Gólem, sin volver la cabeza.
—Nada, nada. —Víktor suspiró y clavó los ojos en el cuello de la cantimplora, que sobresalía del bolsillo del impermeable de Gólem—. Irma, ¿qué hacíais en ese cruce?
—Pensábamos niebla —respondió Irma.
—¿Qué?
—Pensábamos niebla —repitió Irma.
—En la niebla —la corrigió Víktor– o sobre la niebla.
—¿Y para qué eso, sobre la niebla?
—Pensar es un verbo intransitivo —explicó Víktor—. Exige una preposición. ¿Ya habéis estudiado los verbos intransitivos?
—Pues eso depende —replicó Irma—. Pensar niebla es una cosa, y pensar sobre la niebla es otra... y no sé quién necesitará eso, pensar sobre la niebla; no me lo imagino.
—Espera —dijo Víktor mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía—. No se dice pensar niebla, es incorrecto. Hay verbos intransitivos: pensar, correr, andar. Siempre requieren una preposición. Andar por la calle. Pensar sobre... cualquier cosa...
—Pensar tonterías —dijo Gólem.
—Ésa es una excepción —dijo Víktor, algo confundido.
—Andar rápido.
—Rápido no es un sustantivo —repuso Víktor, molesto—. No confunda a la niña, Gólem.
—Papá, ¿podrías apagar el cigarrillo? —preguntó Irma.
Gólem pareció emitir algún sonido, o quizá fuera el motor, que gimió en una subida. Víktor apagó el cigarrillo aplastándolo con el tacón. Ascendían hacia el sanatorio, y a un lado, desde la estepa, una densa pared blanca avanzaba al encuentro de la lluvia.
—Ahí tienes la niebla —dijo Víktor—. Puedes pensarla. Así como olería, correrla y andarla.
Irma intentó decir algo, pero Gólem la interrumpió.
—A propósito —dijo—, el verbo «pensar» funciona como transitivo con oraciones subordinadas. Por ejemplo, yo pienso que... etcétera.
—Eso es diferente —objetó Víktor.
Estaba harto. Le apetecía mucho fumar y beber. Miró con ansiedad la tapa de la cantimplora.
—¿No tienes frío, Irma? —preguntó, con una oscura esperanza.
—No. ¿Y tú?
—Un poquito.
—Hace falta un poco de ginebra —apuntó Gólem.
—No vendría mal... ¿Tiene?
—Sí —dijo Gólem—, pero casi hemos llegado.
El todoterreno entró por el portón y en ese momento comenzó algo en lo que Víktor no había pensado. Los primeros jirones de niebla empezaban apenas a filtrarse a través de la valla y la visibilidad era magnífica. Sobre el camino de entrada yacía un cuerpo enfundado en un pijama empapado. Yacía allí, y parecía que llevaba muchos días y noches en aquel lugar. Gólem lo rodeó con cuidado, dejó atrás el florero de yeso, adornado con dibujos complicados y las correspondientes inscripciones, y se detuvo junto al grupo de coches que estaban aparcados ante el portal del ala derecha. Irma abrió la portezuela, y al momento una jeta de borracho asomó por la ventana del coche vecino, e hizo una mueca: «Niña, ¿quieres que me entregue a ti?». Víktor, mareado, salió del todoterreno. Irma miró a su alrededor con curiosidad. Su padre la tomó de la mano y la condujo al portal. En los escalones, bajo la lluvia, había dos chicas en ropa interior sentadas, abrazándose y cantando con voces groseras una tonada sobre el cruel boticario que no despachaba heroína. Al ver a Víktor callaron, pero cuando pasó al lado de ellas, una intentó agarrar su pantalón. Víktor empujó a Irma dentro del vestíbulo. Estaba oscuro, las ventanas tenían cortinas, olía a humo de tabaco y a algo ácido, chirriaba el aparato de proyección, y en la pared saltaban imágenes pornográficas. Apretando los dientes, Víktor echó a andar por encima de las piernas de alguien, arrastrando detrás de sí a Irma, que tropezaba constantemente. Su paso fue acompañado por unos cuantos improperios. Salieron del vestíbulo y Víktor comenzó a subir las escaleras alfombradas, saltando los escalones de tres en tres. Irma se mantenía en silencio y él no quería correr el riesgo de mirarla.
En el rellano de la escalera lo esperaba con los brazos abiertos el diputado Roscheper Nant, azul e hinchado.
—¡Víktor! ¡Amigo! —dijo; descubrió a Irma y se sintió encantado—. ¡Víktor! ¡Tú también! ¡Te gustan las niñas, las pequeñitas!
Víktor frunció el ceño, le pisó con fuerza un pie y le dio un empujón en el pecho. Roscheper cayó de espaldas, volcando una papelera. Cubierto de sudor, Víktor siguió andando por el pasillo. Irma lo seguía a saltitos, sin hacer ruido. Empujó la puerta de Diana, pero estaba cerrada y no tenía la llave. Golpeó con furia y Diana respondió de inmediato.
—¡Vete a la mierda! ¡Impotente asqueroso! ¡Guarro, gilipollas!
—¡Diana! —gritó Víktor—. ¡Abre!
Diana calló y la puerta se abrió de repente. Tenía en las manos una sombrilla japonesa, lista para golpear. Víktor la echó a un lado, empujó a Irma dentro de la habitación y cerró la puerta a sus espaldas.
—Ah, eres tú —dijo Diana—. Creí que sería Roscheper otra vez. —El aliento le olía a alcohol—. Dios mío, ¿a quién has traído?
—Es mi hija —dijo Víktor con dificultad—. Se llama Irma. Irma, ésta es Diana.
Víktor miró fijamente a Diana, con angustia y esperanza. «Gracias a Dios, parece que no está borracha. O se le ha pasado de inmediato.»
—Te has vuelto loco —pronunció ella en voz baja.
—Está empapada —balbuceó Víktor—. Dale ropa seca, llévala a la cama...
—No iré a la cama —proclamó Irma.
—Irma, haz el favor de obedecer, estoy a punto de darle una tunda a alguien...
—No estaría mal darle una tunda a alguien aquí —dijo Diana, desesperada.
—Diana, te lo ruego.
—Está bien. Vete a tu cuarto. Lo aclararemos todo.
Víktor salió sintiéndose muy aliviado. Se dirigió a su habitación, pero allí tampoco había tranquilidad. Tuvo que echar al pasillo a una parejita de desconocidos que hacían el amor, junto con la ropa de cama manchada. Después cerró la puerta y se dejó caer sobre el colchón desnudo, encendió un cigarrillo medio húmedo y comenzó a pensar en la que había armado.
CINCO
Félix Sorokin. «¡...Y la zootecnia!»
Dormí mal, me asfixiaban pesadillas, como si estuviera leyendo un texto en japonés y todas las palabras me resultaran conocidas pero juntas no tuvieran sentido, y eso era torturante porque era necesario, verdaderamente indispensable, demostrar que no había olvidado mi especialidad, y por momentos me despertaba a medias y me daba cuenta, aliviado, de que se trataba de un sueño; entonces intentaba descifrar aquel sueño, medio dormido, y de nuevo caía en la angustia y la desesperación de la impotencia...
Tras despertarme del todo no sentí ningún alivio. Yacía en el dormitorio oscuro, mirando al techo, al cuadrado de luz producido por un proyector callejero que iluminaba el aparcamiento de pago allá abajo. Escuchaba el ruido de vehículos tempranos que circulaban por la ciudad y pensaba, con angustia, que esas tristes y largas pesadillas me perseguían desde hacía poco, sólo dos o tres años, y que antes soñaba sobre todo con tías. Al parecer, la auténtica vejez me alcanzaba, no eran ataques temporales de apatía; sino un nuevo estado permanente del que ya no podría salir.
La rodilla derecha me dolía, me ardía el estómago, el hombro izquierdo me molestaba, todo me molestaba y por eso sentía aún más lástima de mí mismo. Durante esos ataques de decaimiento previos al amanecer, que me ocurrían cada vez con mayor frecuencia, fue inevitable que comenzara a pensar sobre mi falta de perspectivas: no tenía nada más por delante, en los años que me quedaban no tenía nada en aras de lo cual tuviera sentido sobreponerme a mí mismo y levantarme, arrastrarme hasta el baño y luchar con la cisterna rota, meterme después en la ducha y, sin ninguna esperanza, lograr aunque fuera algo parecido a mi animación anterior, y después ponerme a desayunar... Y no importa que me diera asco pensar en la comida: antes, me esperaba un cigarrillo después de cada comida, comenzaba a pensar en él apenas me frotaba los ojos, pero ahora ni siquiera contaba con eso...
Ahora no tenía nada. Bien, escribiré ese guión, lo aceptarán, y en mi vida aparecerá un realizador joven, enérgico e ineludiblemente tonto, que enseguida se pondrá a decirme que el cine tiene su lenguaje, que lo fundamental son las imágenes y no las palabras, y sin falta comenzará a soltar aforismos tópicos, tales como «Sirve como concepción del mundo», o «La tierra natal no se deja filmar»... Y qué me importará él o sus míseros afanes de trepador, cuando de antemano sé que la película será una basura y que en la exhibición interna, en los estudios, me torturará el deseo de levantarme de mi asiento y pedir que quiten mi nombre de los créditos...
Y soy tonto por dedicarme a esto; hace tiempo que sé que no debería hacerlo, pero está claro que desde el principio no he sido más que un vendedor de carne de perro y lo sigo siendo, y ahora ya no me convertiré en otro diferente aunque escriba cien Cuentos infantiles modernos,porque me resulta imposible saber si la Carpeta Azul, mi orgullo callado, mi incomprensible esperanza, no será ternera, sino la misma carne de perro, sólo que de otro matadero...
Bien, supongamos que se trata de ternera, de solomillo de ternera. ¿Y qué? Mientras yo viva nunca la publicarán, porque no veo en mi horizonte ni un editor al que le pueda meter en la cabeza que mis visiones tienen valor aunque sea para diez personas en el mundo, además de mí mismo. Pero después de mi muerte...
Sí, después de la muerte del autor es habitual que aquí publiquen obras suyas bastante extrañas, como si la muerte las limpiara de ambigüedades trémulas, de alusiones innecesarias y entrelineas malévolas. Como si las asociaciones arbitrarias murieran con el autor. Quizá, quizá. ¿Y a mí qué me importa todo eso? Hace tiempo que dejé de ser un joven ardiente, la época en que pensaba que cada obra mía haría feliz a la humanidad, o por lo menos la haría más ilustrada. Hace mucho tiempo que dejé de entender para qué escribo. Me basta con la fama que ya tengo, no importa cuan dudosa sea, es mi fama. Es más fácil ganar dinero con chapuzas que con la honesta labor del escritor. Y eso que denominan alegría creativa, nunca la he percibido en la vida. ¿Qué queda después de todo esto? El lector. Pero yo no sé nada de él. Se trata, sencillamente, de muchísimas personas desconocidas que me son ajenas. ¿Por qué debe preocuparme lo que crean de mí personas desconocidas y ajenas? Sé perfectamente que, si desapareciera en este instante, ninguno de ellos lo notaría. Peor aún, si yo no existiera o si hubiera seguido siendo un traductor de estado mayor, nada, nada en absoluto cambiaría en sus vidas, para mejor ni para peor.
¿Y quién es ese tal Sorokin, F.A.? Ya es de mañana. ¿Quién, entre los diez millones de habitantes de Moscú, ha pensado al despertar en Tolstoi, L.N.? A no ser algún escolar que no preparó su tarea sobre Guerra y paz.Estremecedor de almas. Caudillo de talentos. Espejo de la revolución rusa. Quizá huyó de Yásnaia Poliana precisamente porque le vino a la cabeza una idea semejante, tan sencilla y tan asesina.
Pero era creyente, pensé. Le resultaba más fácil, mucho más fácil. Una cosa sabemos con seguridad: no hay nada antes y no hay nada después. La angustia habitual se apoderó de mí. Entre dos nadas salta una chispa mínima, eso es nuestra existencia. Y no habrá recompensa ni retribución en el futuro. Nada, y no hay la menor esperanza de que esa chispa vuelva a saltar alguna vez y en alguna parte. Y, desesperados, inventamos un sentido para esa chispita, nos convencemos unos a otros de que cada chispita es diferente, que es verdad que unos desaparecen sin dejar huella y otros encienden hogueras gigantescas de ideas y hechos, que los primeros, por supuesto, merecen sólo lástima y desprecio, y los segundos son ejemplos a imitar si se quiere que la vida tenga sentido.
Y es tan grande y potente la euforia de la juventud que esa simple carnada funciona perfectamente con cada adolescente, en caso de que medite sobre tales temas, y solamente cuando uno deja atrás ciertas cumbres, cuando desciende por una ladera, el hombre comienza a comprender que todo esto no es más que palabrería, palabras sin sentido, justificaciones y consuelos con los que se intenta ayudar al vecino, al que la tierra se le escapa bajo los pies. Y en realidad, no importa si has construido un estado o una choza con materiales robados, ya que solamente está la nada antes y la nada después, y la vida tiene sentido solamente hasta el instante en que uno entiende esto con todas sus implicaciones...
Tengo la tendencia a esas elucubraciones lúgubres desde hace relativamente poco. Y, en mi opinión, es un aviso de la demencia senil, o al menos de la impotencia senil. En el sentido amplio de la palabra, por supuesto. Al principio, esos ataques me asustaban: me apresuraba a apelar al remedio probado contra todo luto físico o espiritual, bebía un vaso de licor y a los pocos minutos, la imagen habitual de la chispa que enciende la llama (aunque sea una pequeña, de importancia local) volvía a ganar ante mis ojos la convicción de un postulado social. A continuación, cuando esos descensos a las profundidades de la angustia universal se hicieron habituales, dejé de asustarme, y fue correcto, ya que como después se aclaró, las profundidades de la angustia tenían fondo: yo tomaba impulso en él y siempre volvía a la superficie.
Todo consistía en que la lógica lúgubre de las profundidades servía sólo para el mundo abstracto de los actos de la humanidad, mientras que cada vida concreta no consistía en actos, los únicos a los que se puede aplicar el concepto de sentido, sino en amarguras y alegrías, grandes y pequeñas, momentáneas y prolongadas, puramente personales o vinculadas a cataclismos sociales. Y no importa cuántas amarguras cayeran a la vez sobre una persona, siempre le quedaba algo en su reserva para calentar el alma.
Siempre quedan los nietos, los gemelos, esos peleones traviesos de Petka y Sashka, y la incomparable satisfacción de alegrarlos. Quedará la hija, Katia la Fracasada, ante la que uno siempre se sentirá culpable, aunque no sepa por qué: seguramente por el hecho de que es de uno, carne de su carne, con su mismo carácter y su mismo destino. Y quedará el vodka con setas marinadas en el club... Es banal, lo entiendo, el vodka, ¡banal como todas las alegrías! ¿Y la charlatanería irresponsable de borrachos en el club, acaso no es banal? ¿Y ese placer inexplicable que sientes cuando en verano sales en calzoncillos a la terraza, el cielo es azul, la carretera está aún vacía, las paredes de las casas de enfrente son rosadas y unas sombras largas, azuladas, se extienden por el terreno baldío, y los gorriones arman ruido en los arbustos de un verde exuberante? También es banal, pero nunca aburre...