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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

Текст книги "Destinos Truncados"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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Tras apartar el manuscrito y dejarlo a mi espalda, me dediqué a meter todo lo demás a empujones en el pequeño armario, y en ese instante cayó en mis manos una libreta corriente, de cubierta marrón, hinchada por multitud de cuartillas que asomaban entre sus páginas. Sonreí, alegre, y dije: «¡Conque estás aquí, palomita!», porque aquella libreta era sagrada, preciosa: se trataba de mi diario de trabajo que había perdido el año pasado, cuando por última vez intenté poner orden en mis papeles.

La libreta se abrió por sí sola en mis manos y apareció mi amado lapicero checo, un lapicero nada corriente, sino afortunado; debía escribir todos los guiones con este lapicero y con ningún otro, aunque debo aceptar que era bastante incómodo, porque el plástico estaba roto por dos lugares y si presionaba mucho, sin cuidado, la barra de grafito se metía hacia dentro.

Resulta que me había olvidado totalmente de que la libreta comenzaba un 30 de marzo, casi exactamente once años atrás. En aquellos tiempos yo estaba escribiendo el relato Familia de acero,sobre los ocupantes de los carros de combate contemporáneos, pacíficos, por así decirlo. Lo escribía con dificultad, aquel relato costaba sangre y lágrimas. Recuerdo que visité en varias ocasiones unidades militares, en comisión de servicio; se me congeló la oreja derecha y no saqué nada en claro de todo aquello. Me rechazaron el relato. Al menos doy las gracias porque no tuve que devolver el anticipo.

Hojeé las páginas, con anotaciones casi idénticas:


2/04. Hice 5 págs. Noche 2 págs. Total 135 págs.

3/04. Hice 4 págs. Noche 1 pág. Total 140...


En mi caso, esto es un indicio seguro: si las únicas notas que aparecen son estadísticas, eso significa que el trabajo va muy bien o muy mal. A propósito, la nota del 7/04 decía algo extraño:


Remití una queja al senado del gobierno.


Está también la del 19/04:


Asqueroso, como una colilla en un urinario.


Y la del 3/05:


Nada vuelve a uno tan adulto como la traición.


Y éste es el día en que comencé a crear los Cuentos infantiles modernos:


21 de mayo de 1972. La historia habla de un obrero que se muda a un piso nuevo. En el piso trabajan un entarimador, un estibador y un fontanero, todos son candidatos a doctores en ciencias. Y todos se quedan encerrados en el apartamento. El entarimador se ha dañado un dedo con el parqué; el estibador ha quedado atrapado bajo un armario; el fontanero, en lugar de alcohol, se bebió un trago de elixir y se ha vuelto invisible. También está el duende hogareño. Y el constructor, emparedado en el pozo de ventilación. Y en eso llega Katia.


Pero esto todavía no eran los Cuentos infantiles modernos,para llegar a ellos faltaba mucho aún. No llegué a ninguna parte con esta trama y ahora ni siquiera recuerdo por qué hablaba de uno que se mudaba a un piso nuevo, qué hacía allí un duende casero y de qué elixir estaba hablando.

Otra trama de la misma época:


28/10/72. Un hombre (un mago) al que todos consideraban un extraterrestre venido del Cosmos.


En aquellos tiempos todos parecían haberse vuelto locos con los platillos voladores. Sólo se hablaba de eso: hermanos de raciocinio, terrazas de Baalbek, dibujos del Tassili. Y entonces se me ocurrió aquello: vive tranquilo un hombre, no piensa en nada de eso, es mago de profesión, un mago muy bueno. Y percibe en torno suyo una atención dirigida a él que lo inquieta. Los vecinos del mismo piso hablan con él de forma extraña, el miliciano del sector pasa a verlo, muestra interés por su equipamiento profesional y emite nebulosas opiniones sobre la ley de conservación de la energía. «Ese huevo que desaparece, ciudadano, no corresponde a los conceptos actuales relativos a las leyes de conservación.» Finalmente, lo citan al departamento de personal y allí, con el jefe, está un ciudadano que le parece conocido, pero que solamente tiene un ojo. Y el jefe de personal se pone a preguntarle a nuestro héroe cuántas iglesias hay en Zabubensk, su pueblo natal, a quién está dedicado el monumento en la plaza central de la ciudad, y si no se acuerda de cuántas luces tiene la fachada del soviet local. Por supuesto, el protagonista no se acuerda de nada de esto, la atmósfera de suspicacia se va haciendo más densa, y hay quien comienza a hablar de una revisión médica forzosa... No fui capaz de imaginar cómo debía terminar toda aquella historia: se me fue enfriando. Y ahora me da mucha lástima que se me enfriara.

El dos de noviembre está escrito: «No he trabajado, me duele la tripa», y el día tres hay una notita: «A media máquina».

Me dediqué a revisar mi diario de trabajo, página por página, con una cálida tristeza.


El hombre no es más que una almita que lleva la carga de un cadáver. Epicteto.

Lavrenti Pávlovich Beria, flor de las perfumadas praderas. ¿Contra quién te casas? Literatura rectal.

Sólo difunden luz aquellas ciencias que contribuyen al cumplimiento de las orientaciones de los jefes. Saltikov-Schedrin.

Destilaba alcohol de las uñas de los alcohólicos.


Y aquí va otra cosa de los Cuentos infantiles modernos:


Gato Elegante. Perro, de apellidoFiel, es tambiénVierka. Un niño superdotado leeLas formas cúbicas de Yu. Manin: cuatro ojos, cuando lava los platos le gusta cantar canciones de Visotski. Doce años en sistema octal. Cita las obras de Ilich-Sviatich. El gato, cuando regresa de sus borracheras por la mañana, lava sus guantes. Al perro le enseñan que no sorba cuando come, no haga ruidos con la boca y utilice el cuchillo y el tenedor. Orgulloso, se retira de la mesa enojado y se dedica a roer ruidosamente un hueso en el portal. ElGato Elegante habla de un invitado: «Este Petrovski-Zélikovich se parece muchísimo al bulldogRamsés, a quien esta primavera, por su descarada insistencia, le arañé el hocico hasta sacarle sangre».


Otra frase:


Confundía los sentimentales con los sementales.

María Pávlovna, llevó después de Ostrovski el mismo abrigo de pieles dieciséis años, yo se lo compré, me puse a limpiarlo y encontré tres piojos, uno de ellos anciano, hablaba inglés...


Empujé el resto de las carpetas y papeles dentro del pequeño armario y regresé a la mesa. A veces me entra algo así: agarro mis viejos manuscritos o diarios y comienzo a pensar que todo esto es mi verdadera vida, cuartillas llenas de palabras, dibujos en los que mostraba dónde estaba cada cual y hacia dónde miraba, fragmentos de frases, propuestas de guiones, borradores de cartas a diferentes instancias que nunca serían enviadas, y notas monótonas, secas: «Hice 5 págs. Noche, hice 3 págs.». Y mi esposa, los hijos, las comisiones, seminarios, viajes de servicio, esturión a la moscovita, los amigos charlatanes y los amigos silenciosos, todo aquello no era más que un sueño, un espejismo en el desierto, algo que no sé si me ha ocurrido de verdad o no.

He aquí una trama interesante. Por alguna razón no aparece la fecha exacta, fue al inicio del año setenta y tres.


Pequeña ciudad balneario en las montañas. Y no lejos de la ciudad, hay una caverna. Dentro de ella (toc, toc, toc) el Agua Viva gotea en una hondonada de la piedra. En un año entero se acumula solamente para llenar un tubito de ensayo. Sólo lo saben cinco hombres en todo el mundo. Mientras beban esta agua (un dedalito al año) serán inmortales. Pero un sexto hombre se entera casualmente. Y el Agua Viva sólo alcanza para cinco personas. El sexto es hermano del quinto y amigo del cuarto desde la escuela. Y el tercero es una mujer, Katia, que está muy enamorada del cuarto y odia al segundo por su maldad. Un enredo. Además, el sexto es un gran altruista y no considera que él ni los otros cinco sean dignos de la inmortalidad...


Recuerdo que no escribí el relato porque me compliqué. El sistema de relaciones resultaba demasiado complejo y se salía ya de mi imaginación. Pero pudo ser un relato muy bueno: la persecución del sexto, las amenazas, los ataques, y todo esto en una marinada psicológico-filosófica, para que finalmente mi pacifista-altruista se volviera una bestia salvaje, de esas que da terror ver, aunque todo surgiera de sus principios, de sus elevadas intenciones...

En el momento en que leía las notas sobre la trama, se oyó el timbre de la puerta. Me sobresalté, pero al momento una premonición alegre se apoderó de mí. Corrí hacia el recibidor, perdiendo por el camino una zapatilla y recuperándola sin detenerme, y abrí la puerta. Exactamente, allí estaba mi hada buena, tan esperada, con las mejillas rojas por la tormenta, cubierta de polvo de nieve. Klava. Entró con sus dientes brillantes, me saludó y de inmediato se dirigió a la cocina. Y yo, que seguía perdiendo las zapatillas, corrí a buscar mi carné de identidad. Y cobré ciento noventa y seis rublos, en letra de molde, y once copecs, que me pagaba la Consulta Literaria por una reseña sobre la basura que estaba de moda. Como siempre, le devolví un rublo a Klava, y como siempre, ella primero lo rechazó y después, como siempre, lo recibió con gratitud y, como siempre, la acompañé a la puerta.

—Venga más a menudo, Klava —le dije como siempre.

—Siga escribiendo —respondió ella.

Además del dinero, Klava dejó sobre la mesa de la cocina un sobre largo, salpicado de sellos y etiquetas, con la cinta roja y blanca del correo aéreo. Me escribían desde Japón. al señor Félix Alexándrovich Sorokin. Cogí las tijeras, corté uno de los bordes del sobre y saqué de allí dos cuartillas de fino papel de arroz. Me escribía un tal Ryu Takami, en ruso:


Tokio. 25 de diciembre de 1981.

Estimado señor F. A. Sorokin:

Si me recuerda, nos conocimos en primavera de 1975, en Moscú. Yo formaba parte de una derivación japonesa de escritores, usted se encontraba a mi lado y gentilmente me regaló su libroCuentos infantiles modernos. El libro me gustó mucho desde el principio. Me dirigí varias veces a nuestra editorial Hayakawa y a la revistaSF Magazine, pero los que dirigen nuestras editoriales son conservadores. Sin embargo, gracias a que su libro goza de éxito en los Estados Unidos, nuestra editorial comienza ahora a prestarle atención y al parecer tiene propósito de editarlo. Eso significa que nuestra cultura editorial se encuentra bajo fuerte influencia de la norteamericana y así es nuestra realidad. Y sea como sea, la nueva orientación de nuestro mundo editorial es alegre para usted y también para mí. Según plan de mi trabajo, termino traducción de su libro en febrero del año próximo. Pero, por desgracia, no entiendo varias palabras y frases (las encuentra en otra cuartilla). Quisiera pedirle ayuda. En principios de cada cuento hay citadas frases de obras de diferentes escritores. Si nada lo impide, le pido me diga en qué ediciones y en qué parte de ellas puedo encontrarlas. Quiero que usted conozca nuestra realidad literaria, así como nuestros lectores, pero por desgracia ahora no tengo las últimas noticias de ellos. Me sentiría muy, muy contento si usted me comunicara la situación actual de su trabajo vital y enviara su fotografía. Y deseo leer artículos y críticas sobre su literatura y saber dónde (en qué revistas, periódicos y libros) puedo encontrarlos. Quisiera pedirle me preste muchas ayudas que le pedí antes. Agradezco las ayudas por anticipado. Con todo mi respeto,(la firma está en ideogramas).


Leí dos veces la carta y al rato me descubrí sonriendo con benevolencia y enrollándome el bigote con las dos manos. Sinceramente, no me acordaba para nada de aquel japonés, pero de todos modos sentía ahora hacia él la más viva simpatía y quizá, incluso, agradecimiento. Así que mis cuentos infantiles habían llegado hasta Japón. Como se dice, boku-no otogibanasi-wa Nippon-madae-mo yatto tassimazta...

Me dominaban diversas sensaciones, que llegaban hasta la admiración hacia mí mismo. Y en aquella oleada de sentimientos no me costaba trabajo detectar una gélida corriente de cruel alegría malévola. De nuevo recordé las sonrisas irónicas y las perplejas preguntas retóricas, las reseñas críticas, los saludos de borrachos y los consejos groseros: «¿Qué te pasa, viejo? ¿Te has vuelto gaga?». Por supuesto, todo había quedado en el pasado, pero al parecer, yo no había olvidado nada. Ni a nadie. Y en ese momento me vino a la memoria el hecho de que cuando doy una conferencia en una casa de cultura o en una empresa, si alguno de los presentes me conoce no es por ser el autor de Camaradas oficiales,y tampoco por haber escrito innumerables artículos sobre el ejército, sino precisamente por ser el creador de los Cuentos infantiles modernos.Y a menudo me envían notitas:


¿No es usted pariente del Sorokin que escribióCuentos infantiles modernos?


Recordé que en el sobre había dos cuartillas, saqué la segunda y le eché un vistazo. Al principio, las dudas de Ryu Takami me divirtieron, pero a los pocos minutos comprendí que lo que tenía por delante no era nada divertido.

Tendría que explicar por escrito a un japonés el significado de expresiones tales como «quedar para el arrastre», «florecer, como rosa de mayo», «merienda de negros», «echarse un lingotazo» y cosas así. Pero eso era sólo la mitad del problema, y a fin de cuentas no resultaba tan difícil explicarle a un japonés que «banana», en el argot de los escolares rusos, significaba «desaprobado como nota, entre paréntesis calificación», y que «mortal» únicamente quería decir «estupendo», «magnífico». Mas ¿qué hacer con expresiones como «le hizo la higa»? En primer lugar, es necesario establecer definitivamente la diferencia entre la higa y el fruto de la higuera, para que Takami no crea que las palabras «toma una higa» significa «te traigo como regalo un dulce higo maduro». Y en segundo lugar, para un japonés la higa no significa lo mismo que para un europeo, o para un ruso al menos. Hubo una época en Japón en que las damas que hacían la calle mostraban aquel sencillo gesto a los clientes, indicando con ello que estaban disponibles para el servicio...

No me di cuenta de que aquella tarea me había cautivado.

En general, no me gusta escribir cartas y me puse como norma responder sólo aquellas que plantearan alguna pregunta. Pero la carta de Ryu Takami no se limitaba a plantear simples preguntas, sino preguntas importantes, relativas a temas en los que yo mismo estaba interesado. Por eso me levanté del escritorio sólo cuando terminé la respuesta, la mecanografié (sacando de la máquina de escribir una página a medias de un guión), la metí en un sobre y escribí la dirección.

Ahora tenía al menos dos motivos para salir de casa.

Me vestí, subí la cremallera de las botas con cierto esfuerzo, metí cincuenta rublos en el bolsillo de mi chaqueta, y en ese momento sonó el teléfono.

Siempre me decía a mí mismo: no descuelgues el teléfono cuando te dispones a salir de casa y ya te has vestido. Pero podía ser que Rita hubiera vuelto de su viaje de trabajo, ¿cómo no responder al teléfono? Lo hice, y en ese momento me arrepentí, pues no se trataba de Rita, sino de Lionia Bárinov, apodado Jerbo.

Tengo varios amigos que se especializan en llamadas telefónicas inoportunas. Por ejemplo, Slava Krutoiarski me llama únicamente en el momento en que estoy tomando la sopa. Puede tratarse de un borscho de una solianka.Lo fundamental es que me haya tomado la mitad, para que la otra mitad se enfríe en el plato durante la conversación telefónica. Garik Aganián escoge el momento en que estoy sentado en el water y, para más inri, espero una llamada importante. Pero Lionia Bárinov tiene otra especialidad: llama cuando me dispongo a salir y ya me he puesto el abrigo; o cuando tengo la intención de darme una ducha y estoy totalmente desnudo; o muy temprano en la mañana, a eso de las siete, llama y con una temblorosa voz de bajo pregunta: «¿Cómo estás?».

—¿Cómo estás? —me preguntó con su voz de ultratumba Lionia Bárinov, apodado Jerbo.

—Salgo en este momento —dije con sequedad, pero fue una jugada errónea.

—¿Adónde vas? —preguntó al instante.

—Lionia —ahora, mi tono era implorante—, ¿no sería mejor que te llamara más tarde? ¿O se trata de algo importante?

Por supuesto, Lionia llamaba por un asunto importante. Se trataba de que hasta él había llegado el rumor (hasta él siempre llegaba algún rumor) de que, a todos los escritores que no habían publicado nada en los dos últimos años, los iban a echar del gremio. ¿Había oído yo algo en este sentido? ¿De verdad que no me habían comentado nada? ¿Y no sería que no le había prestado atención? Porque yo nunca presto atención, y por eso los acontecimientos me sorprenden... ¿O quizá no expulsen a nadie, sino se limiten a retirar los pases de acceso al club? ¿Qué pensaba yo de eso?

Le dije qué pensaba.

—No seas grosero —repuso Lionia, conciliador—. Está bien. ¿Y adonde vas?

Le dije que iba a echar un certificado al correo, y después iría a la calle Bánnaia. A Lionia no le interesó nada de aquello.

—¿Y de ahí, adonde irás? —preguntó.

Le dije que, con toda seguridad, después iría al club.

—¿Y para qué vas hoy al club?

A punto de estallar, le respondí que tenía cosas que hacer allí: cortar leña y limpiar los conductos de la calefacción.

—Otra grosería —pronunció Lionia con tristeza—. ¿Por qué sois todos tan groseros? Todos sois unos groseros. Bueno, si no quieres hablar por teléfono, está bien. Me lo cuentas en el club. Pero ten en cuenta que no tengo dinero...

Finalmente colgué y me quedé mirando por la ventana. Se había hecho de noche, ya era hora de encender la luz. Estaba sentado junto al escritorio, con abrigo y gorro de piel, con mis botas cálidas y pesadas. Y ahora no tenía el menor deseo de ir a ninguna parte. A fin de cuentas, la carta para Japón no tenía por qué certificarla, no se perdería, bastaba con ponerle más sellos y echarla al buzón. Y la calle Bánnaia estaría ahí mañana, no iba a desaparecer... Se había desencadenado una tormenta de nieve, apenas se veía nada. El edificio de enfrente se había convertido en unas difusas luces amarillas. Pero quedarme aquí sentado, sin comer, con doscientos rublos en el bolsillo, era también una tontería y un despilfarro. Bajaría un momento; de todos modos ya tenía puesto el abrigo.

Y bajé a nuestra dulcería. A nuestra extraña dulcería, donde a la izquierda del mostrador florecen las tartas de crema, y a la derecha brillan las filas de botellas de licor. Allí, a la izquierda se amontonan las ancianas, las damas y los niños, y a la derecha, en ordenada cola, están los señores distinguidos, con portafolios o maletines, junto a otros hermanos de raciocinio, que hablan con excitación, presintiendo inminentes placeres gustativos. De la izquierda no necesitaba nada, pero compré en la derecha una botella de coñac y una botella de gaseosa Salyut.

Y mientras subía en el ascensor al piso dieciséis con la botella de licor entre el brazo y el costado, me secaba de la frente la nieve derretida, sabiendo ya cómo pasaría la velada. Quizá la causa de todo fuera la tormenta de la que acababa de salir, aquella nevada cegadora que había devorado lo que quedaba de la jornada; o pudiera ser que yo, como todos mis hermanos de raciocinio, no fuera ajeno a los presentimientos agradables, pero tenía una cosa totalmente clara: si tenía que concluir aquel día en casa y mi Rita no había regresado aún, no telefonearía ni a Goga Chachua, ni a Slava Krutoiarski, sino que concluiría la velada de un modo especial, a solas, lejos de aquellos con quienes me reunía en las comisiones, en los seminarios, en las redacciones y en el restaurante del club, estaría solo con aquel a quien no conocían en ninguna parte.

Ahora, él y yo recogeríamos la mesa de la cocina, dispondríamos sobre manteles bordados las botellas y las fuentecillas de aluminio con mantequilla y carne en gelatina, traída del Hotel Progress, encenderíamos las luces de todo el piso, ¡hágase la luz!, y traeríamos la lámpara de pie del despacho, él y yo abriríamos el único cajón de la mesa que se cierra con llave, sacaríamos la Carpeta Azul y, cuando llegara el momento, desataríamos las cintas verdes.

Mientras me sacudía la nieve de encima, mientras me quitaba el abrigo y me ponía un atuendo más casero, mientras llevaba a cabo mi sencillo programa preliminar, pensaba constantemente qué hacer con el teléfono. De pronto, recordé que esta misma noche me podían llamar, peor aún, debían llamar muchos, incluso gente a quien necesitaba. Pero por otra parte, cuando media hora antes me disponía a pasar la velada en el club, no me había acordado de aquello, y si lo hubiera hecho, no hubiera considerado necesarias aquellas llamadas. Inmerso en semejante combate interior, mi mano se movió y desconectó el teléfono.

De repente, todo en casa se volvió cómodo, acogedor y tranquilo, aunque al otro lado de la pared seguía sonando un piano aporreado por manos torpes, y del respiradero junto al techo llegaban los gemidos y borboteos de un bardo de grabadora.

Finalmente, llegó el momento, pero no me apresuré, permanecí unos instantes más mirando la tormenta desencadenada que desde las tinieblas golpeaba los cristales de la ventana con un susurro seco. Y lamenté que allí, en lo mío, no hubiera tormentas de nieve. A pesar de que allí ocurren muchas cosas. Sobre todo, de las que no suceden aquí.

Desaté lentamente las cintas de la carpeta y levanté la tapa. Por un instante pensé con sentimiento y alegría que no me permitía aquello con frecuencia, y ese día no me lo hubiera permitido a no ser... ¿por qué? ¿La tormenta? ¿Lionia Jerbo?

En la hoja titular no había encabezamiento. Había una cita:


Estoy en el tercer círculo, donde cae la lluvia...

aunque los condenados que aquí viven

nunca la perfección alcanzarán,

y los aguarda una plena existencia futura...


Y en esa misma hoja estaba pegada una reproducción asquerosa: bajo nubarrones nocturnos, sobre una colina, la ciudad estaba paralizada por el terror, y en torno a ella y a la colina se enroscaba una gigantesca serpiente dormida, de piel lisa con destellos húmedos.

Pero lo que veía ahora ante mí no era ese cuadro, tan conocido, sino algo que nunca había visto, y que aparte de mí nadie en el mundo podía ver. Nadie en todo el universo. Reclinado en el diván, con las manos clavadas en el borde de la mesa, contemplaba las calles empapadas, grises y vacías, los jardincillos donde la humedad mataba lentamente los manzanos... Las vallas ladeadas, la multitud de casas apuntaladas, despintadas, bajo cuyas cornisas asomaba un moho blanco, todo aquel paisaje dominado por la lluvia. La lluvia simplemente caía, bajaba de los techos convertida en polvillo, confluía en nebulosas columnas giratorias que se desplazaban de una pared a otra, brotaba rugiente por los desagües... Las nubes, de un gris negruzco, se arrastraban rozando las azoteas y no había gente en las calles, el ser humano era un huésped indeseable en aquellas calles y la lluvia no lo perdonaría.

En mi ciudad tengo diez mil seres humanos: tontos, entusiastas, fanáticos, desencantados, indiferentes, muchos funcionarios, lidercillos, burgueses bienpensantes, policías, chivatos. Niños. Y me ha proporcionado un placer inenarrable dirigir sus destinos, hacer que chocaran entre sí o con los siniestros milagros en los que he hecho que tomaran parte...

Hasta hace poco me parecía que los había aniquilado. Cada cual había recibido lo suyo, de cada cual dije lo que pensaba. Y seguramente fue ese determinismo lo que comenzó a ahogarme poco a poco, lo que generó dentro de mí insatisfacción, junto con una inquietud asfixiante. Tenía necesidad de algo más. Debía dibujar otro cuadro, el último. Pero no sabía cuál, y por momentos me consumía la angustia y el miedo al pensar que nunca lograría averiguarlo. Sí, puede ser que nunca termine mi obra, pero meditaré sobre ella hasta que caiga en el marasmo, y aun después seguiré meditando.

¿Juras continuar pensando e inventando tu ciudad hasta que caigas en el marasmo total, y aun después?

¿Y qué podía hacer? Sí, por supuesto, lo juro, dije, y abrí el manuscrito.


DOS




Bónev. Entre familiares y amigos.


Cuando Irma salió (delgada, de piernas largas, sonriendo con su boca grande de labios brillantes como los de su madre), cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas, Víktor se dedicó a encender un cigarrillo. «No es una niña —pensó, anonadado—. Los niños no hablan así. No se trata ni siquiera de una grosería, es crueldad, peor aún, a ella todo le da igual. Como si nos estuviera demostrando un teorema: lo ha calculado todo, lo ha analizado, comunica rápidamente el resultado y se va con absoluta tranquilidad, sacudiendo sus trencitas.» Sobreponiéndose a su incomodidad, Víktor miró a Lola: tenía el rostro cubierto de manchas rojas, le temblaban los labios como si estuviera a punto de llorar, pero por supuesto, ella no tenía la menor intención de llorar, mas hervía de rabia.

—¿Lo ves? —dijo, con voz chillona—. Esa mocosa... ¡Escoria! No respeta nada, cada palabra suya es una ofensa, como si yo no fuera su madre sino un trapo que sirve para limpiarse el fango de los zapatos. ¡Me avergüenza ante los vecinos! Canalla, miserable...

«Sí —pensó Víktor—, yo vivía con esta mujer, paseaba con ella por las montañas, le leía versos de Baudelaire, temblaba cuando tocaba su piel, recordaba su olor... Creo que hasta reñí por ella. Incluso hoy no entiendo qué pensaba ella cuando le leía a Baudelaire. Es simplemente asombroso que haya logrado escaparme de sus garras. No entiendo cómo me dejó ir. Seguramente yo tampoco era un regalo. Y ahora no lo soy, pero en aquella época yo bebía más que ahora, y para colmo me consideraba un gran poeta.»

—Por supuesto, a ti eso no te interesa en absoluto —decía Lola—. Vives en la capital, rodeado de actrices y bailarinas... Lo sé todo. No pretendas que aquí no sabemos nada de tu dinero loco, tus amantes, tus escándalos constantes... Si quieres saberlo, nada de eso me importa, nunca fui un obstáculo para ti, vivías como querías...

Lo que siempre la hunde es que habla demasiado. Cuando estaba soltera, era callada, tranquila, misteriosa. Hay chicas que saben cómo comportarse desde la más tierna infancia. Ella lo sabía. En general, todavía está bien cuando se sienta y enseña las rodillas... o se lleva la mano a la nuca y se estira. Eso debe de volver loco a un abogado de provincias. Víktor imaginaba una velada casera: la mesita junto al diván, la botella en una cubeta, el cava que burbujea en las copas, la caja de bombones atada con una cinta, y el abogado en persona, envuelto en tela almidonada y atado con un lacito negro. Como en las mejores familias, y de repente, entra Irma...

«Qué pesadilla —pensó Víktor—. Por supuesto, es una mujer desgraciada...»

—Debes entender que no se trata de dinero —seguía diciendo Lola—, el dinero no pinta nada aquí. —Se había serenado, las manchas rojas habían desaparecido de su rostro—. Sé que, a tu manera, eres un hombre honesto, algo desordenado, extravagante, pero sin maldad. Siempre nos has ayudado, en este sentido no tengo ninguna queja. Pero ahora necesito otro tipo de ayuda. No puedo decir que sea feliz, pero tampoco lograste hacerme una infeliz. Tienes tu vida, yo tengo la mía. A propósito, no soy una vieja, aún tengo mucha vida por delante...

«Tendré que llevarme conmigo a la niña —pensó Víktor—. Se ve que ya lo ha decidido todo. Si dejo a Irma aquí, esto será el infierno. Bien, ¿y dónde la meto? Sé honesto —se dijo—. Basta con ser honesto. No se trata de un juguete. —Recordó con total honestidad su vida en la capital—. Muy mal —pensó—. Claro, siempre puedo contratar a una institutriz. Lo que significa alquilar un piso permanentemente. Pero no se trata de eso, la niña debe estar conmigo y no con una institutriz. Dicen que los mejores hijos son los que han sido educados por sus padres. Además, ella me gusta aunque sea una niña muy rara. Y, en general, es mi deber. Como persona honesta, como padre. Y soy culpable ante ella. Pero todo esto no es más que literatura. ¿Honestamente? Honestamente, tengo miedo. Porque ella se parará delante de mí como un adulto, sonriendo con su boca grande, ¿y qué podré decirle? Lee, lee más, lee todos los días, no tienes que dedicarte a nada más, simplemente lee. Ella lo sabe, sin necesidad de que yo se lo diga. Por eso tengo miedo... Pero no estoy siendo totalmente honesto. El problema es que no lo deseo. Estoy acostumbrado a vivir solo. Me encanta vivir solo. No quiero cambiar. Honestamente, ésa es la cuestión. Como todas las verdades, tiene un aspecto repelente. Es algo miserable, egoísta, cínico. Honestamente.»

—¿Por qué callas? —preguntó Lola—. ¿Pretendes quedarte callado?

—No, te escucho —se apresuró a decir Víktor.

—¿Qué es lo que escuchas? Llevo media hora esperando a que tengas la bondad de reaccionar. A fin de cuentas, no es hija mía solamente...

«¿Y debo ser honesto con ella? —pensó Víktor—. No tengo el menor deseo de ser honesto con ella. Me parece que cree que puedo resolver el problema aquí mismo, sin moverme del lugar, entre dos cigarrillos.»

—Entiéndeme —proseguía Lola—, no estoy diciendo que te hagas cargo de ella. Yo sé que no lo harás, y le doy gracias a Dios por ello, no sirves para eso. Pero tienes relaciones, conocidos, eres una persona bastante famosa, ¡ayúdame a meterla en alguna parte! Hay institutos de primera, internados, escuelas especiales. Ella es una niña inteligente, tiene talento para los idiomas, las matemáticas, la música...

—Un internado —repuso Víktor—, sí, claro... Un internado. Un orfanato... No, perdona, estoy bromeando. Vale la pena pensar en ello.

—¿Y qué hay que pensar? Cualquier persona estaría satisfecha de poder matricular a su hijo en un buen internado o en una escuela especial. La esposa de nuestro director...

—Escúchame, Lola, es una buena idea e intentaré hacer algo. Pero no es tan sencillo, se necesita tiempo. Por supuesto, voy a escribirles.

—¡A escribirles! Es lo único que sabes hacer. No se trata de escribir, sino de ir personalmente, de solicitar, de hacer antesala. De todos modos, aquí no estás haciendo nada. No me digas que te resulta tan difícil, para tu hija...

«Demonios —pensó Víktor—, intenta explicárselo ahora.» Encendió otro cigarrillo, se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. Tras la ventana se hacía de noche y seguía cayendo la lluvia, una lluvia densa, pesada, lenta, una lluvia considerable que no se apresuraba a cesar.


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