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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

Текст книги "Destinos Truncados"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—¡Ay, qué harta estoy de ti! —dijo Lola con rabia inesperada—. Si supieras cuan harta estoy de ti...

«Es hora de irse —pensó Víktor—. Comienza la sagrada ira materna, la furia de la mujer que ha sido abandonada, etcétera. De todos modos, hoy no le voy a responder nada. Ni le voy a prometer nada.»

—No se puede contar contigo para nada —seguía diciendo ella—. Inútil como marido, una nulidad como padre, ¡vaya, un escritor de moda! No ha sido capaz de educar a su hija. ¡Cualquier paleto entiende a las personas mejor que tú! ¿Qué puedo hacer ahora? No es posible esperar nada de ti. Estoy sola, agotada, soy incapaz de emprender nada. Para ella soy un cero, para ella cualquier mocoso es cien veces más importante que yo. ¡Pero no importa, ya te arrepentirás! ¡Si no la educas tú, ellos la educarán! Llegará el momento en que ella te escupirá a la cara, como a mí...

—Basta, Lola —dijo Víktor, con el ceño fruncido—. De todos modos, tú siempre... Es verdad que soy el padre, pero tú eres la madre. Para ti, todos a tu alrededor tienen la culpa...

—¡Lárgate!

—Bueno. No tengo la intención de discutir contigo. Lo pensaré. Y tú...

Ella estaba ahora de pie, muy erguida, temblando casi, saboreando por adelantado los reproches, dispuesta a lanzarse a la pelea con pasión.

—Y tú, intenta no ponerte nerviosa —prosiguió él—. Algo se nos ocurrirá. Te llamaré.

Pasó al vestíbulo y se puso el impermeable, que aún estaba mojado. Metió la cabeza en la habitación de Irma para despedirse, pero la niña no estaba. La ventana se encontraba abierta de par en par, y la lluvia repiqueteaba en el antepecho. De la pared colgaba una tela, donde estaba escrito, con letras hermosas: ruego no cerrar nunca la ventana. La tela estaba arrugada, mostraba agujeros y manchas oscuras, como si la hubieran arrancado y pisoteado varias veces. Víktor cerró la puerta.

—Hasta la vista, Lola —dijo, pero Lola no le respondió.

La calle estaba totalmente a oscuras. La lluvia le golpeaba los hombros y el capuchón. Víktor se encogió y metió las manos en los bolsillos.

«En esta plazuela nos besamos por primera vez —pensó—. Entonces, ese edificio no existía, había un terreno baldío, y más allá un basurero, allí cazábamos gatos con tirachinas. En la ciudad había una cantidad exagerada de gatos, pero ahora no veo ninguno... En aquellos tiempos no leíamos nada, sin embargo Irma tiene su habitación llena de libros. En mis tiempos, ¿cómo eran las niñas de doce años? Seres patilargos, que soltaban risitas por cualquier cosa, llenos de cintas, muñecas, cuadros con liebres y florecitas blancas, que andaban en grupos de dos o tres, susurrando, con caramelos en el bolso y dientes echados a perder. Limpias, quejicas, y las mejores entre ellas eran exactamente como nosotros: las rodillas llenas de arañazos, ojos salvajes, como de lince, aficionadas a poner zancadillas. ¿Será que han llegado los nuevos tiempos? No —se respondió—. No se trata de los nuevos tiempos. Bueno, estos tiempos tienen algo que ver... ¿No será que Irma es una niña prodigio? Existen los niños prodigio. Yo soy padre de una niña prodigio. Algo honroso, pero complicado, no tan honroso como complicado, a fin de cuentas, de honroso no tiene nada... Y siempre me ha gustado esta callejuela porque es la más estrecha. Un tropezón, y comenzaba la pelea. Es así, no podemos vivir sin eso, de ninguna manera. Desde el inicio de los tiempos. Y dos contra uno...»

En la esquina había una farola. Al borde del espacio iluminado se empapaba un coche con techo de lona, y junto al coche, dos tipos que llevaban impermeables brillantes retenían en el suelo a otro, empapado, de negro. Los tres se revolvían sobre los adoquines, con esfuerzo, trabajosamente. Víktor se detuvo, y a continuación se aproximó. No es extraño que recuerde todo eso tan bien. Víktor descubrió entonces que sus mejillas y la punta de su nariz habían palidecido. Así era yo entonces, era fácil gritarme. Pero él, pobrecillo, no sabía que yo palidecía de rabia, como Luis XIV, y no de miedo... Pero después de la pelea, no vale. Qué importancia tiene la causa por la que uno palidece. No sigamos por ese camino. Mas para recobrar la calma, para poder acicalarme antes de aparecer en público, para recuperar el color normal de este rostro nada apuesto pero viril, debo recordarle, señor Bánev, que si no le hubiera mostrado su pañuelito al señor Presidente, tendría ahora una vida floreciente en nuestra famosa capital, y no estaría en este agujero mojado...

De un trago, Víktor se bebió la ginebra y bajó al restaurante.


—Por supuesto, puede que fueran gamberros —dijo Víktor—. Pero en mis tiempos, ningún gamberro se hubiera metido con un gafudo. Que le tiraran una piedra, eso ocurría, pero agarrarlo, arrastrarlo y, en general, tocarlo... Teníamos pánico al contagio.

—Os digo que es una enfermedad genética —intervino Gólem—. No son contagiosos en absoluto.

—¿Cómo que no son contagiosos? —objetó Víktor—. ¡Si tienen lobanillos, como los sapos! Eso lo sabe todo el mundo.

—Los sapos no contagian lobanillos —dijo Gólem plácidamente—. Los mohosos, tampoco. Qué vergüenza, señor escritor. Es verdad que los escritores son incultos.

—Como toda la gente. El pueblo es inculto, pero sabio. Y si la voz del pueblo asegura que los sapos y los gañidos contagian los lobanillos...

—Por ahí viene mi inspector —dijo Gólem.

Hacía su entrada Pavor, que venía directamente de la calle, con la capa empapada.

—Buenas noches —dijo el recién llegado—. Estoy mojado hasta los huesos, me apetece beber.

—De nuevo apesta a limo —pronunció indignado el doctor R. Kvadriga, que despertaba de un trance alcohólico—. Siempre apesta a limo. Como un estanque. O una planta acuática.

—¿Qué estáis bebiendo? —preguntó Pavor.

—¿Quién? ¿Nosotros? —respondió Gólem—. Yo, como siempre, bebo coñac. Víktor bebe ginebra. Y el doctor, de todo, por turno.

—¡Qué vergüenza! —exclamó el doctor R. Kvadriga con indignación—. ¡Escamas! ¡Y cabezas!

—¡Un coñac doble! —le gritó Pavor al camarero.

Tenía el rostro mojado por la lluvia, el cabello pegado a la cabeza, y por sus mejillas afeitadas corrían brillantes hilillos de agua. Otro rostro viril, seguramente muchos se lo envidiaban. ¿De dónde saca semejante rostro un inspector sanitario? Un rostro viril significa: llueve, los proyectores lo iluminan todo, las sombras pasan volando por los vagones oscuros, se distorsionan... Todo es negro y reluciente, solamente negro y solamente reluciente, y no hay conversaciones, no hay habladurías, únicamente órdenes y todos obedecen... Y no tiene que ser en vagones, puede ser en aviones, un aeródromo, y después nadie sabe dónde estuvo, de dónde vino... Las chicas se desmayan, y los hombres sienten deseos de hacer algo viril, por ejemplo, enderezar los hombros y meter la panza. A Gólem no le vendría mal meter la panza, pero no tiene dónde meterla, todo el sitio está ocupado. El doctor R. Kvadriga sí podría hacerlo, pero no podría enderezar los hombros, lleva encorvado demasiados días, para siempre. Por las noches está encorvado sobre la mesa, por las mañanas sobre el lavabo, y por el día se encoge a causa de su hígado enfermo. Y eso significa que aquí soy el único capaz de meter la panza y enderezar los hombros, pero es mejor que virilmente me beba un vaso de ginebra.

—Ninfómano —dijo el doctor R. Kvadriga con tristeza, mirando a Pavor—. Ondinómano. Con algas.

—Cierre esa boca, doctor —dijo Pavor, que se secaba el rostro con servilletas de papel, las arrugaba y las tiraba al suelo. Después, se puso a secarse las manos.

—¿Con quién ha peleado? —preguntó Víktor.

—Violado por un mohoso —pronunció el doctor R. Kvadriga, que a duras penas trataba de separar los ojos que se le habían cruzado sobre el puente de la nariz.

—Por ahora, con nadie —respondió Pavor y miró atentamente al doctor, pero R. Kvadriga no se dio cuenta de ello.

El camarero trajo la copa. Pavor se la bebió lentamente y se levantó.

—Voy a lavarme —dijo, con voz calmada—. Fuera de la ciudad sólo hay fango, todo está hundido en la mierda. —Y se fue, tropezando con una silla por el camino.

—A mi inspector le ocurre algo —dijo Gólem, que con un movimiento de los dedos tiró una servilleta al suelo—. Algo de escala mundial. ¿No sabréis por casualidad de qué se trata?

—A usted le resultaría más fácil saberlo —replicó Víktor—, él lo inspecciona a usted, y no a mí. Y además, usted lo sabe todo. A propósito, Gólem, ¿de dónde lo sabe usted todo?

—Nadie sabe nada —objetó Gólem—. Algunos adivinan. Muy pocos, sólo los que quieren hacerlo. Pero no es posible preguntar de dónde lo adivinan, sería violar el idioma. ¿Adonde va la lluvia? ¿Con qué sale el sol? Si Shakespeare hubiera escrito algo por el estilo, ¿se lo perdonaría? Seguramente a Shakespeare se lo perdonaría. A Shakespeare le perdonamos muchas cosas, pero a Bánev... Oiga, señor literato, tengo una idea. Yo me bebo el coñac y usted termine con esa ginebra. ¿O ya no bebe más?

—Gólem —dijo Víktor—, ¿sabe que soy un hombre de hierro?

—Lo adivino.

—¿Y qué conclusión saca de ello?

—Que teme oxidarse.

—Supongamos —dijo Víktor—. Pero no hablo de eso. Quiero decir que puedo beber mucho y largo rato, sin perder el equilibrio moral.

—Ah, se trataba de eso —dijo de repente el doctor R. Kvadriga, con voz clara—. ¿Me he presentado ya, señores? Tengo el honor: Rem Kvadriga, pintor, doctor honoris causa, miembro de honor... A ti te conozco —le dijo a Víktor—. Tú y yo estudiamos juntos y también... Pero usted, perdóneme...

—Me llamo Yul Gólem.

—Es un placer. ¿Escultor?

—No. Médico.

—¿Cirujano?

—Soy el médico principal de la leprosería —explicó Gólem con paciencia.

—¡Ah, claro! —respondió el doctor R. Kvadriga, sacudiendo la cabeza como un caballo—. Por supuesto. Perdóneme, Yul... Pero ¿por qué lo oculta? Usted no es médico allí. Usted cría mohosos... Me hago una idea. Necesitamos personas así... Perdone —dijo repentinamente—. Ahora vengo.

Se levantó del butacón y se dirigió a la salida, moviéndose entre las mesas vacías. El camarero se le acercó presuroso, y el doctor R. Kvadriga le echó el brazo al cuello.

—Todo es debido a la lluvia —dijo Gólem—. Estamos respirando agua. Pero no somos peces: o nos morimos, o bien nos iremos de aquí. —Miró a Víktor con aire serio y triste—. Y la lluvia caerá sobre una ciudad vacía, lavará el pavimento, goteará a través de los techos, de los techos podridos... después lo barrerá todo, disolverá la ciudad en la tierra primigenia, pero no se detendrá, seguirá y seguirá cayendo.

—El apocalipsis —masculló Víktor, por decir algo.

—Sí, el apocalipsis... Lloverá y lloverá, la tierra rebosará agua y crecerá una nueva cosecha, diferente a las de antes, y entre las espigas de trigo no habrá malas hierbas. Pero tampoco estaremos nosotros para gozar del nuevo universo...

Si no tuviera esas bolsas grisáceas bajo los ojos, si no fuera por esa panza colgante y gelatinosa, si esa portentosa nariz semita no se pareciera tanto a una carta topográfica... Aunque si se piensa en ello, todos los profetas fueron unos borrachos, pues aquello era demasiado angustioso: uno lo sabe todo, pero nadie lo cree. Si en la plantilla de los departamentos introdujeran el cargo de profeta, tendrían que ponerlo a un nivel no inferior al de consejero secreto, para reforzar su autoridad. Pero, con toda seguridad, eso tampoco ayudaría...

—Por pesimismo sistemático que conduce a subvertir la disciplina del servicio y la fe en un futuro razonable, ordeno: lapidar al consejero secreto Gólem en la plaza del cadalso.

—Solamente soy consejero colegiado —dijo Gólem con un sonido de asombro—. Además, ¿qué profetas hay en nuestro tiempo? No conozco a ninguno. Muchos falsos profetas, pero ninguno verdadero. En nuestro tiempo no se puede prever el futuro, es una violación del idioma. ¿Qué diría si leyera que Shakespeare ha escrito «prever el presente»? ¿Acaso es posible prever un armario en el dormitorio propio? Ahí viene mi inspector. ¿Cómo se siente, inspector?

—Maravillosamente —dijo Pavor, tomando asiento—. Camarero, un coñac doble. Allí, en el vestíbulo, hay cuatro tipos aguantando a nuestro pintor. Le están explicando dónde se encuentra la entrada al restaurante. Decidí no inmiscuirme, pues él no cree en nadie y se pelea... ¿De qué armarios estáis hablando?

Estaba seco, elegante y fresco, y olía a agua de colonia.

—Hablamos del futuro —dijo Gólem.

—¿Qué sentido tiene hablar del futuro? —objetó Pavor—. No se habla del futuro, se construye. He aquí una copa de coñac. Está llena. Yo la dejo vacía. De esta manera. Un hombre inteligente dijo que el futuro no se podía prever, pero se podía inventar.

—Otro hombre inteligente dijo —apuntó Víktor– que el futuro no existe, solamente existe el presente.

—No me gusta la filosofía clásica —dijo Pavor—. Esos no eran capaces de nada y no deseaban nada. Simplemente les gustaba meditar, igual que a Gólem le gusta beber. El futuro es un presente cuidadosamente neutralizado.

—Cuando en presencia mía —dijo Gólem—, un civil empieza a razonar como un militar, comienzo a sentir algo extraño.

—Los militares nunca razonan —objetó Pavor—. Sólo tienen reflejos y sienten algunas emociones.

—Es igual en la mayoría de los civiles —dijo Víktor, mientras se palpaba la nuca.

—Ahora nadie tiene tiempo de razonar —explicó Pavor—. Ni los civiles, ni los militares. Ahora hay que moverse deprisa. Si te interesa el futuro, invéntalo a la mayor brevedad, al paso, según los reflejos y las emociones.

—Los inventores, al infierno —respondió Víktor.

Se sentía ebrio y alegre. Todo estaba en su lugar. No quería ir a ninguna parte, quería permanecer allí, en aquel salón vacío, oscuro, todavía no muy antiguo, pero que ya mostraba manchones húmedos en las paredes, tenía el parqué combado y olía a cocina, sobre todo al recordar que afuera, en todo el mundo, llovía, que la lluvia caía sobre los adoquines de las calles, sobre los techos a dos aguas, la lluvia que bañaba montañas e inundaba llanuras, y en algún momento las barrería, cosa que no ocurriría pronto... aunque si lo pensaba, ahora era imposible mencionar algo que no ocurriría pronto. Sí, amigos míos, hace tiempo que pasó aquel momento en que el futuro era la repetición del presente y todos los cambios asomaban más allá del horizonte. Gólem tiene razón, en el mundo no existe futuro alguno, se ha fundido con el presente y ahora es imposible saber qué cosa es qué.

—¡Violado por un mohoso! —dijo Pavor, malévolo.

En las puertas del restaurante apareció el doctor R. Kvadriga. Estuvo parado allí varios segundos, examinando con mucha atención las filas de mesitas vacías; a continuación se le aclaró el rostro y, balanceándose hacia delante, se dirigió a su lugar.

—¿Por qué los llama mohosos? —preguntó Víktor—. ¿Están mohosos a causa de la lluvia?

—¿Y por qué no? —replicó Pavor—. En su opinión, ¿cómo debemos llamarlos?

El doctor R. Kvadriga se aproximaba. Por delante estaba totalmente mojado, al parecer lo habían lavado en el lavabo. Tenía cara de agotamiento y desencanto.

—Vaya uno a saber —dijo, todavía desde lejos, con gesto de asco—. Nunca me había ocurrido semejante cosa: ¡no había entrada! Por doquier, solamente ventanas. Me parece que les he hecho esperar, señores. —Se dejó caer en su butacón y entonces descubrió a Pavor—. Está de nuevo aquí —le dijo a Gólem en un susurro confidencial—. Espero que no les moleste. A mí, si quieren saberlo, me ha ocurrido una historia asombrosa. Me han bañado totalmente. —Gólem le sirvió coñac—. Muchas gracias, pero creo que mejor dejo pasar un par de rondas. Hay que secarse.

—En general, estoy a favor de todo lo antiguo y bueno —proclamó Víktor—. Que los gafudos sigan siendo gafudos. Y en general, que todo permanezca sin cambios. Soy un conservador. ¡Atención! —dijo en voz alta—. Se propone un brindis por el conservadurismo. Un minuto... —Se sirvió ginebra, se levantó y apoyó la mano sobre el espaldar del butacón—. Soy un conservador —repitió—. Y cada año me vuelvo más conservador, pero no porque envejezca, sino porque siento la necesidad de ello...

Pavor, que estaba sobrio y tenía lista su copa, lo miró de arriba abajo con marcada atención. Gólem comía lentamente sus anguilas, y el doctor R. Kvadriga parecía estar intentando entender de quién era la voz que escuchaba y de dónde venía. Todo estaba en orden.

—A la gente le gusta criticar al gobierno por su conservadurismo —proseguía Víktor—. Les encanta entonar loas al progreso. Es una nueva moda, tonta como todo lo nuevo. La gente debería rogarle a Dios para que les diera el gobierno más conformista, torcido y de miras más estrechas...

En aquel momento, hasta Gólem levantó la vista para mirarlo, y Teddy, detrás del mostrador, dejó de limpiar las botellas y comenzó a prestar atención. Pero Víktor sintió un agudo dolor en la nuca y tuvo que dejar la copa sobre la mesa para acariciarse el chichón.

—Señores, el aparato estatal siempre consideró que su tarea fundamental consistía en mantener el statu quo. No sé hasta qué punto eso se justificaba antes, pero ahora es una función estatal completamente indispensable. Yo definiría esa función de la siguiente manera: impedir, por todos los medios, que el futuro meta sus tentáculos en nuestro tiempo, cortar estos tentáculos y quemarlos con un hierro al rojo. Interferir en el trabajo de los inventores, estimular a charlatanes y escolásticos... introducir en todos los gimnasios únicamente la educación clásica. Y en los puestos superiores del estado sólo debe haber ancianos, con grandes cargas familiares y grandes deudas, no menores de sesenta años, para que recibieran sobornos y durmieran durante las reuniones.

—Qué cosas dice, Víktor —dijo Pavor, con tono de reproche.

—¡No, está bien! —intervino Gólem—. Es inusitadamente agradable escuchar discursos tan serenos y leales.

—¡Aún no he concluido, señores! A los científicos con talento hay que darles puestos de administradores, con salarios elevados. Aprobar todos los inventos, pagar poco por ellos y meterlos en el cajón de abajo. Introducir impuestos draconianos por cada novedad comercial y productiva. —«¿Y por qué estoy de pie?», pensó Víktor y se sentó—. Bien, ¿qué le ha parecido? —le preguntó a Gólem.

—Tiene usted toda la razón. Ahora, aquí todos son radicales. Hasta el director del gimnasio. El conservadurismo es nuestra salvación.

—No habrá salvación posible —dijo Víktor con amargura, tras tomar un sorbo de ginebra—. Porque todos los idiotas radicales no sólo creen en el progreso, sino que lo aman y estiman que no pueden vivir sin él. Porque el progreso es, además de todo, coches baratos, electrodomésticos y, en general, la posibilidad de trabajar menos y ganar más. Y por eso, todo gobierno está obligado a accionar el freno con una mano... bueno, no con la mano, a pisar el freno con un pie, y con el otro pisar el acelerador. Como un corredor en una curva. El freno, para no perder la dirección, y el acelerador, para no perder velocidad, o si no algún demagogo, partidario del progreso, los echará sin falta del asiento del conductor.

—Es difícil discutir con usted —dijo Pavor, con cortesía.

—Pues no discuta —replicó Víktor—. No es necesario discutir: la verdad nace del debate, que se vaya al diablo. —Se acarició suavemente el chichón y añadió—: Además, seguramente digo todo esto debido a mi incultura. Todos los científicos son partidarios del progreso, y yo no soy científico. Simplemente, soy un cupletista famoso.

—¿Por qué se toca constantemente la nuca? —preguntó Pavor.

—Un miserable me ha golpeado —dijo Víktor—. Con un puño americano... ¿Es correcto lo que digo, Gólem? ¿Con un puño americano?

—Creo que sí. O podría ser con un ladrillo.

—¿De qué están hablando? —se asombró Pavor—. ¿Un puño americano? ¿En este rincón provinciano?

—Véalo usted mismo —dijo Víktor, en tono aleccionador—. ¡El progreso! Bebamos otra vez por el conservadurismo.

Llamaron al camarero y volvieron a beber por el conservadurismo. El reloj dio las nueve, y una pareja conocida entró en el salón. Era un joven, de gruesas gafas, y su acompañante, un tipo larguirucho. Ocuparon una mesa, encendieron la lamparita y se dedicaron a estudiar la carta. El joven llevaba de nuevo un portafolios, que dejó a su lado en un butacón libre. Siempre trataba muy bien a su portafolios. Tras dictarle el pedido al camarero, ambos se estiraron en sus asientos y se dedicaron a mirar un punto en el espacio, sin hablar.

«Qué pareja más extraña —pensó Víktor—. Una total falta de correspondencia. Es como verlos a través de binoculares estropeados: uno se difumina y el otro está enfocado, y al revés. Incompatibilidad absoluta. Con el joven de las gafas se podía hablar del progreso, mientras que con el larguirucho, no. Pero ahora los voy a hacer coincidir. ¿Cómo lograrlo? Por ejemplo, de esta manera... Un banco estatal, los sótanos... cemento, hormigón, alarmas... el larguirucho marca una combinación, la puerta de acero gira, queda abierta la entrada al tesoro, ambos entran, el larguirucho marca otra combinación, las puertas de la caja fuerte se abren y el joven mete los brazos hasta los codos en brillantes.»

El doctor R. Kvadriga comenzó repentinamente a llorar y tomó la mano de Víktor.

—Pernocta en mi casa, ¿sí? —dijo. Víktor le sirvió ginebra de inmediato. R. Kvadriga bebió y se secó la nariz—. En mi casa. Una villa. Hay una fuente. ¿Sí?

—Una fuente, es una excelente idea —comentó Víktor, tratando de eludir la invitación—. ¿Qué más hay?

—Un sótano —dijo R. Kvadriga con tristeza—. Huellas. Tengo miedo. Es horrible. ¿Quieres que te la venda?

—Mejor regálamela —propuso Víktor.

—Una lástima —dijo R. Kvadriga después de pestañear.

—Avaro —le reprochó Víktor—. Eres así desde la infancia. ¡Qué mezquino, quiere su villa! Cómetela, ojalá te atragantes.

—Tú no me quieres —constató amargamente el doctor R. Kvadriga—. Nadie me quiere.

—¿Y el señor Presidente? —preguntó Víktor, agresivo.

– El Presidente es el padre del pueblo-dijo R. Kvadriga, animándose—. Un boceto en tonos dorados... El Presidente en las trincheras.Un fragmento del cuadro El Presidente bajo el fuego en primera línea.

—¿Y qué más? —se interesó Víktor.

– El Presidente con impermeable-dijo R. Kvadriga con presteza—. Un mural, panorámico.

Víktor, aburrido, cortó un trocito de anguila y se puso a escuchar a Gólem.

—Mire, Pavor, déjeme en paz. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya le he presentado los informes —se quejaba Gólem—. Estoy listo para firmar sus conclusiones. ¿Quiere quejarse de los militares? ¡Quéjese! O si lo desea, quéjese de mí.

—No quiero quejarme de usted —respondió Pavor, llevándose la mano al pecho.

—Entonces, no se queje.

—¡Déme algún consejo! ¿Es que no puede aconsejarme nada?

—Señores, qué aburrimiento —intervino Víktor—. Me voy.

No le prestaron atención. Apartó la silla, se incorporó y, sintiéndose muy borracho, se encaminó hacia el mostrador. Teddy el calvo limpiaba las botellas y lo miraba sin curiosidad.

—¿Como siempre? —preguntó.

—Espera... ¿Qué era lo que quería preguntarte?... ¡Sí! ¿Cómo andas, Teddy?

—Llueve —se limitó a decir el barman y le sirvió una copa de licor.

—Es horrible el tiempo que hace siempre en la ciudad —dijo Víktor y se recostó en el mostrador—. ¿Qué dice tu barómetro?

Teddy metió la mano bajo el mostrador y sacó el «pronosticador». Las tres espinas estaban muy pegadas al eje brillante, que parecía lacado.

—No va a aclarar —dijo Teddy, mirando atentamente el «pronosticador»—. Un invento diabólico. —Meditó un poco y añadió—: Y vaya uno a saber, es posible que se haya roto hace tiempo, ¿cómo comprobarlo? Lleva años lloviendo.

—Se puede viajar al Sahara.

—Qué tontería —dijo Teddy con un sonido burlón—. Ese amigo vuestro, Pavor, me propone doscientas coronas por este cacharro.

—Seguramente porque está borracho. No sé para qué lo necesita...

—Eso mismo fue lo que le dije. —Teddy le dio vueltas entre las manos al «pronosticador» y se lo acercó al ojo derecho—. No se lo daré —dijo, con decisión—. Que se busque uno. —Metió el «pronosticador» bajo el mostrador, miró a Víktor, que hacía girar la copa entre las manos y le informó—: Tu Diana ha venido.

—Hace rato —dijo Víktor, sin prestar mucha atención.

—Como a las cinco. Le di una caja de coñac. Roscheper sigue divirtiéndose, no para. Manda a la gente en busca de coñac, el muy jeta. Vaya diputado. ¿No temes por ella?

Víktor se encogió de hombros. De repente, vio a Diana a su lado. Había aparecido junto al mostrador, vistiendo una capa empapada, con el capuchón a la espalda, ella no miraba hacia él, que veía solamente su perfil y pensaba que de todas las mujeres que había conocido antes, ella era la más bella y que con toda seguridad, nunca tendría otra así. Diana estaba de pie, recostada en el mostrador, y su rostro era muy pálido e indiferente, y era la más bella de todas: en ella, todo era bello. Siempre. Cuando lloraba y cuando se reía, cuando se enfurecía o cuando algo no le importaba, e incluso cuando se moría de frío, y sobre todo cuando se sentía inspirada.

«Ay, qué borracho estoy —pensó Víktor—, y seguramente apesto a alcohol como R. Kvadriga.» Estiró el labio inferior y se echó el aliento a la nariz. No pudo poner nada en claro.

—Los caminos están mojados, resbaladizos —decía Teddy—. Hay niebla... Y también te diré que ese tal Roscheper seguramente es un mujeriego, un viejo cabrón.

—Roscheper es impotente —objetó Víktor, que bebía maquinalmente.

—¿Eso te lo dijo ella?

—Basta, Teddy. Es suficiente.

Teddy lo miró atentamente, después suspiró, se agachó con dificultad, buscó algo bajo el mostrador, se levantó y puso ante Víktor un frasco con amoníaco y un paquete de té abierto. Víktor echó un vistazo al reloj y se puso a mirar cómo Teddy, sin prisa, tomaba una copa limpia, vertía soda en ella, echaba algunas gotitas del frasco y con la misma lentitud lo revolvía todo con una varilla de vidrio. Después, empujó la copa hacia Víktor, que la tomó y se la bebió frunciendo el ceño y conteniendo la respiración. Fresca y repulsiva, la corriente de amoníaco golpeó su cerebro y se derramó en algún lugar tras los ojos. Víktor respiró por la nariz un aire que se había vuelto insoportablemente frío, y metió los dedos en el paquete de té.

—Bien, Teddy, gracias. Anota en mi cuenta lo que se debe. Ellos te dirán cuánto es. Me voy.

Masticando té, volvió a su mesita. El joven de gafas gruesas y su acompañante larguirucho devoraban presurosos la cena. Ante ellos había una botella con agua mineral de una marca local. Pavor y Gólem habían hecho sitio sobre el mantel para jugar a los dados, mientras que el doctor R. Kvadriga se aguantaba la cabeza con las manos y cantaba monótonamente:

– La Legión de la Libertad es el baluarte del Presidente.Mural... En el feliz aniversario de Vuestra Excelencia... El Presidente es el padre de los niños.Cuadro alegórico... —Me voy —dijo Víktor.

—Lástima —respondió Gólem—. Bien, te deseo suerte.

—Saluda a Roscheper —dijo Pavor, guiñando un ojo.

– Roscheper Nant, diputado-se animó R. Kvadriga—. Retrato. Barato. De medio cuerpo...

Víktor recogió su encendedor y el paquete de cigarrillos y caminó hacia la salida. A sus espaldas, el doctor R. Kvadriga pronunció, con voz clara: «Supongo, señores, que es hora de presentarnos. Soy Rem Kvadriga, doctor honoris causa, pero ustedes, señores, no sé quiénes son...». Al llegar a las puertas, Víktor tropezó con el robusto entrenador del equipo de fútbol Hermanos de Raciocinio. El entrenador estaba muy preocupado, muy mojado y le cedió el paso a Víktor.


El autobús se detuvo.

—Hemos llegado —dijo el chofer.

—¿El sanatorio? —preguntó Víktor.

Fuera había una niebla lechosa, densa. En ella se dispersaba la luz de los faros y no se veía nada.

—El sanatorio, el sanatorio —gruñó el chofer, mientras encendía un cigarrillo.

Víktor se acercó a la puerta.

—¡Qué niebla! —dijo al bajar del estribo—. No veo nada.

—Encontrará el camino —le prometió el chofer con indiferencia, y escupió por la ventanilla—. Vaya lugar para poner un sanatorio. Por el día, niebla, por la noche, niebla...

—Que tenga buen viaje —se despidió Víktor.

El chofer no respondió. El motor comenzó a zumbar, las puertas se cerraron y el enorme autobús vacío, de grandes ventanillas e iluminado por dentro como un supermercado de madrugada, giró en busca del camino de vuelta, y a los pocos minutos no era más que una mancha de luz difusa que se alejaba en dirección a la ciudad. Víktor recorrió con las manos la cerca metálica, encontró la portezuela con dificultad y echó a andar por el caminito sin ver nada. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, comenzó a distinguir confusamente las ventanas iluminadas del ala derecha y una oscuridad especialmente profunda en el lugar del ala izquierda, donde ahora dormían los miembros del equipo Hermanos de Raciocinio, agotados tras pasar el día bajo la lluvia. En la niebla se escuchaban los sonidos habituales como a través de algodón: sonaba un tocadiscos, se oía el entrechocar de platos, alguien gritaba con voz ronca. Víktor siguió adelante, intentando mantenerse en el centro del caminito de arena para no tropezar con ninguno de los jarrones de yeso. Apretaba con cuidado contra el pecho una botella de ginebra y se movía con muchas precauciones, pero a los pocos momentos tropezó con algo blando, cayó y se quedó a cuatro patas. Detrás de él, alguien dijo un improperio con voz cansada y soñolienta, y después pidió que encendieran la luz. Víktor buscó en las tinieblas la botella caída y siguió adelante, con la mano libre extendida al frente. A los pocos pasos tropezó con un coche, lo palpó para rodearlo y tropezó con otro. Demonios, allí había un montón de coches. Víktor, maldiciendo, caminaba entre ellos como en un laberinto, y durante largo rato no logró avanzar en dirección al turbio resplandor que indicaba la entrada al vestíbulo. Los laterales lisos de los coches estaban empapados por la niebla que se les depositaba encima. En algún lugar cercano se oían risitas y gemidos de rechazo.

Esta vez, el vestíbulo estaba vacío, nadie jugaba al escondite, nadie corría sacudiendo el gordo trasero, nadie dormía en los butacones. Por doquier yacían impermeables arrugados, y algún tío listo había colgado su sombrero de una planta ornamental. Víktor subió al segundo piso por la escalera alfombrada. La música retumbaba. Por el pasillo a la derecha, todas las puertas que daban a los alojamientos del diputado estaban abiertas; de ellas salían olores grasientos de comida, cigarrillos y cuerpos calientes. Víktor giró a la izquierda y tocó en la puerta de la habitación de Diana. Nadie respondió. La puerta estaba cerrada, la llave colgaba de la cerradura. Víktor entró, encendió la luz y colocó la botella sobre la mesita del teléfono. Se oyeron pasos y él sacó la cabeza y miró afuera. Por el pasillo, a la derecha, se alejaba a pasos largos y firmes un hombre corpulento que vestía un frac. En el descansillo de la escalera se detuvo ante el espejo, levantó la cabeza, se arregló la corbata (Víktor logró distinguir el perfil aguileño, de un bronceado amarillento, y la barbilla aguda), y a continuación su aspecto cambió: se encogió, se inclinó levemente a un lado y, con un grotesco meneo de caderas, se perdió por una de las puertas abiertas de par en par.


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