Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Aguardando aquel desarrollo de los acontecimientos, que me parecía inevitable, me dediqué a revisar los rostros, mi entretenimiento preferido en asambleas, reuniones y seminarios. Y un minuto después, para mi asombro, descubrí en la quinta fila, directamente delante de la mesa presidencial, el rostro escamoso de mi querido Trepa Nacional, Petia Skorobogátov, y el triste perfil de su amigo, el jugador de billar. Ambos tenían el aspecto de estar allí sentados desde el inicio, y de que tenían derecho a estarlo. El jugador de billar no se movía, sólo clavaba los ojos en la mesa: obviamente, el paño verde del mantel le hacía evocar gratas asociaciones. Pero Trepa Nacional estaba muy agitado. Constantemente se volvía hacia su vecina de la derecha, le decía algo con insistencia, sacudiendo su grueso dedo índice; después inclinaba todo el cuerpo hacia delante, su cabeza asomaba entre las cabezas de sus vecinos del frente, les decía algo con insistencia mientras su gordo trasero llevaba a cabo complejas evoluciones; a continuación, como si estuviera totalmente satisfecho de la capacidad de comprensión de sus interlocutores, se recostaba en el respaldo de su asiento, cruzaba los brazos sobre el pecho y, volviendo la oreja hacia el vecino de atrás, escuchaba atentamente lo que éste le decía.
—...y en días como éstos, cuando cada uno de nosotros debe entregar todas sus fuerzas para el desarrollo de investigaciones lingüísticas concretas —tronaba el orador desde la tribuna—, para el desarrollo y profundización de nuestros vínculos con áreas multidisciplinarias, en estos días es particularmente importante que seamos capaces de fortalecer y elevar la disciplina laboral de todos y cada uno, el nivel moral de todos y cada uno, la pureza espiritual, la honestidad personal...
—¡Y la zootecnia! —gritó repentinamente Petia Skorobogátov, en tono exigente, levantando su mano extendida con el dedo índice apuntando al techo.
Un murmullo incomprensible recorrió la sala. El orador se turbó.
—Por supuesto... claro que sí... y también la zootecnia... Pero con relación al camarada Zhujovitski, no debemos olvidar que es nuestro compañero...
¡Ay, nuestro Trepa Nacional! Decid lo que queráis, pero en él hay algo humano, algo que se escribe con mayúsculas. A pesar de sus ojos de cerdo, siempre enrojecidos. A pesar de su hedor a licor rancio, que forma algo así como una atmósfera propia. A pesar de la falta de talento y la chapucería incomparables de sus obras para escolares. A pesar de su hábito de sentarse a mesas ajenas y servirse licor sin preguntar... (A propósito, en esto no tengo razón. Por supuesto, Trepa siempre anda sin dinero porque siempre está reponiéndose de una borrachera. ¡Pero cuando tiene dinero...! Puedes comer y beber hasta hartarte, y llevarte un paquete a casa.) Es un fantasioso, eso es lo que lo excusa. Materializa en la práctica las fantasías más inverosímiles, cosas que ocurren sólo en los chistes.
Una vez, en la casa de creación de Murashí, el tonto de Rogozhin regañó públicamente al Trepa por aparecer en el comedor totalmente ebrio, y para más inri le soltó una moraleja sobre el perfil moral del hombre soviético. Trepa lo escuchó todo con sospechosa sumisión, y por la mañana, en un enorme montón de nieve directamente delante del portal de la casa, había un letrero: ¡Rogozhin, lo amo! El letrero había sido hecho con un chorro amarillo que salpicaba, bastante caliente a juzgar por lo profundo que había penetrado en el montón de nieve.
Ahora, imaginaos la siguiente escena: la mitad masculina de los habitantes de Murashí se retorcía de risa. Trepa, con expresión sombría, caminaba entre ellos y repetía: «Señores, esto es amoral. Se dicen escritores, y ved cómo actúan...». La mitad femenina hacía muecas de disgusto y exigía palear aquella porquería y cubrirla de nieve. Rogozhin caminaba de un lado a otro a lo largo del letrero, como un depredador en el parque zoológico, y no dejaba que nadie se acercara hasta que llegara la milicia. La milicia no manifestaba la menor prisa y, mientras tanto, alguien le hacía un favor a Rogozhin (y a sí mismo, por supuesto) tomando diversas fotos: el letrero, Rogozhin con el letrero de fondo, simplemente Rogozhin y de nuevo el letrero. Rogozhin le quita la película y se va corriendo a Moscú. Una tontería, cuarenta y cinco minutos en tren eléctrico.
Con el rollo fotográfico en un bolsillo y una larga queja contra Petia en el otro, Rogozhin corre al secretariado, para incoar una acusación personal por difamación. En el laboratorio fotográfico del club le preparan una docena de fotos en un dos por tres, y él, indignado, las tira sobre el escritorio de Fiódor Mijéich. El despacho de Fiódor Mijéich, está lleno en ese momento, como a propósito, de miembros de la junta directiva, que se han reunido con motivo de alguna fiesta jubilar. Muchos ya saben de qué se trata. Hay risitas. Polina Zlatopolskij, entornando soñadora los ojos, dice: «¡Pero qué chorro!».
Fiódor Mijéich proclama, con expresión pétrea, que no ve difamación alguna en el letrero. Rogozhin queda perplejo por un segundo. La difamación se encierra en el método mediante el cual se hizo el letrero, alega. Fiódor Mijéich, con expresión pétrea, declara que no ve sobre qué base se acusa específicamente a Piotr Skorobogátov. En respuesta, Rogozhin exige un peritaje grafológico. Fiódor Mijéich, con expresión pétrea, manifiesta sus dudas sobre la viabilidad de un peritaje grafológico en ese caso concreto. Rogozhin, airado, se remite a los principios de las ciencias criminológicas, que postulan al parecer que las propiedades ideomotoras son tales que las características de la persona son inmutables, no importa con qué escriba. Intenta demostrar este hecho tomando entre los dientes un bolígrafo para firmar unos papeles en presencia de Fiódor Mijéich, amenaza con dirigirse al Comité Central y se comporta en general de modo reprobable.
Finalmente, Fiódor Mijéich se ve obligado a ceder, y una comisión se dirige al lugar del suceso. Petia Skorobogátov, arrinconado y algo asustado por la envergadura que toman los acontecimientos, reconoce que fue él quien hizo el letrero. «¡Pero no como lo estáis imaginando, guarros! ¡No hay fuerza humana que pueda hacer eso!» Ya es tarde. Es de noche. La comisión completa está de pie en el portal. El montón de nieve fue paleado por el día y está totalmente limpio. Petia Skorobogátov camina lentamente a lo largo del montón de nieve, maneja con cuidado una tetera panzona y escribe: «¡Rogozhin, usted me resulta indiferente!». La comisión, satisfecha, se marcha. El letrero queda.
¡Qué tío ése, mi Trepa Nacional!
El grito estentóreo de «¡Y la zootecnia!» me hizo volver al presente. El juicio continuaba. El grito lo emitió el jugador de billar, que repentinamente se ha despertado con mucha energía. Mientras yo estaba inmerso en los recuerdos, algo ha cambiado. En la tribuna hablaban de un abrigo de pieles. Un abrigo de pieles caro. Un abrigo de pieles de importación. Habían robado el abrigo. Lo habían robado de manera descarada, retadora. Al parecer, hacían un llamamiento a la asamblea, no roben abrigos de pieles. Desde la tribuna no hablaban ya de las víctimas de la inmoralidad y las bajas pasiones, la historia con el abrigo de pieles había rehabilitado al acusado de alguna misteriosa manera. Ya no estaba allí sentado, con aspecto de someterse al destino, se había erguido, apoyaba las manos en sus rodillas separadas y miraba hacia la mesa presidencial con expresión retadora, acusadora. Los miembros de la presidencia volvían el rostro para no mirarlo, y uno de ellos estaba más ruborizado que los demás.
Miré el reloj. Eran las tres pasadas. Tenía sentido buscar la cafetería, pero en aquel momento pasaron junto a mí dos jovenzuelos pálidos de ojos brillantes, salieron al pasillo y encendieron sendos cigarrillos, aspirando el humo ansiosamente. Lo que me sorprendía era lo excitados que estaban, presa de una animación y una prisa poco naturales. No se veían cansados ni aburridos; al contrario, era obvio que trataban de recibir su dosis de nicotina lo más rápido posible para retornar a la sala. En mi vida había visto gente tan absorta en una asamblea.
Les pregunté cuánto tiempo, en su opinión, duraría aquella marea oratoria. Vi que esa definición les había extrañado. Me explicaron con sequedad que la asamblea estaba ahora en su momento culminante y difícilmente terminaría antes de acabar la jornada laboral.
—Usted es escritor, ¿verdad? —preguntó después uno de ellos.
—Sí —reconocí.
—¿Su apellido? —preguntó otro con la espontaneidad propia de los jóvenes.
—Yesenin —dije, y me marché a casa.
Por el camino maldije todas las asambleas con las peores maldiciones. Fui a la tienda de juguetes de la calle Petrovka, compré un coche para cada uno de los gemelos bandidos y regresé a mi piso sintiéndome bien. Katia trajinaba en la cocina. Mi nariz hambrienta se sintió encantada y transmitió el encanto a todo mi organismo: en la cocina se preparaba un estofado de carne al vino.
Mientras me quitaba el abrigo, Katia salió corriendo de la cocina, me presentó su mejilla cálida para que la besara, y mientras mantenía las manos en alto, como un cirujano antes de una operación, comenzó a contarme algo de sus líos en el trabajo.
Al principio, la escuchaba a medias, porque de nuevo me causaba asombro el hecho de que siendo tan bella, siendo una chica joven muy coqueta, muy divertida, tuviera tantos fracasos. ¿Cómo era posible? Qué absurdo. Yo siempre había considerado que una mujer con ese toque sólo cosechaba éxitos, y ahí la tienes... Treinta años. Dos hijos. El primer marido se esfumó. El segundo es una basura, un moco pegajoso. Tiene problemas en el trabajo. Tiene su tesis doctoral terminada desde hace tres años pero no puede presentarla. Es algo que no funciona, algo inexplicable...
La seguí maquinalmente a la cocina y de repente me di cuenta de que Katia decía cosas extrañas que me atañían directamente.
Al parecer ese día, tras el intermedio para comer, la había citado el jefe de personal y la había sometido a un interrogatorio formal. La mayor parte de las preguntas eran las habituales, sobre su filiación personal, pero entre ellas, subrepticiamente, colaba preguntas inexplicables. Katia, muy sensible, las descubrió enseguida y sin demostrarlo las memorizó y ahora me las contaba, una tras otra... ¿Desde qué edad se acordaba de su padre, o sea de mí? ¿Conocía a alguno de los amigos de preguerra de su padre? ¿Había estado alguna vez en la ciudad natal de su padre, o sea en Leningrado? En tal caso, ¿se había reunido el padre con alguno de esos amigos? ¿Le había contado algo su padre del destino del edificio en Leningrado donde había crecido y vivido antes de la guerra?
Después de soltar todo esto, calló y me miró, expectante. Yo también callé, mientras me daba cuenta con horror de que mi rostro enrojecía cada vez más y mis ojos bizqueaban de la manera más sospechosa. Me sentía un imbécil total.
—Papá, ¿no habrás armado algún otro lío? —preguntó, bajando la voz.
Estaba asustada, y mi reacción ante su relato la asustó más todavía. En respuesta, yo sólo suspiraba. Miles de palabras pugnaban por escapar de mi boca, pero como a propósito, todas eran dramáticas, falsas y presuponían gestos tales como extender la mano, apartar los ojos de la desgracia y otras cosas propias de Schiller. A continuación, una idea, repentina y horrible, me estremeció: ¿y si me han vuelto a publicar en el extranjero sin el permiso de la Oficina de Derechos de Autor? ¡Pero qué canallas! Entonces, estallé.
—¡Basura y nada más! —grité—. ¡No hubo nada, nada de nada! ¿Por qué me miras así? Seguramente, alguna maruja escribió una denuncia... Vete a saber... ¿Y para qué te había citado? ¿Te dijo para qué te había citado?
—Para conversar —dijo Katia—. Es posible que me marche a Ganda.
—¿A Ganda? ¿A África? ¿Y dónde dejarás a los bandidos?
Pero resulta que ella lo tenía todo bien planeado. Klara se llevaría a los bandidos, le alquilaría el piso a los Schukin, yo le compraría las obras completas. Nada de eso me gustó ni un poquito. Si los bandidos vivían con Klara, ¿cómo podría ir a verlos? No quiero tropezarme con Klara ni con su general. No quiero comprar unas obras completas... Y además, ¿qué haría con Albert? ¿También se lo llevaría Klara? Ah, de todos modos trasladan al marido a Sizran. ¡Excelente! ¡Enhorabuena! Como siempre, sigues tras las huellas de tu madre. Pero todo eso es asunto tuyo. Y no te olvides que ahora se combate en Ganda.
Ella sabe cómo tratarme. Mientras yo hervía y me evaporaba, ella me servía un buen plato de estofado de carne con setas en vino tinto, me servía dos dedos de coñac y me acomodaba a la mesa. Yo me senté, bebí, me ablandé, le eché una última mirada llena de reproche paternal y agarré el tenedor.
—Y tú, ¿qué? —Como siempre, me di cuenta cuando tenía la boca llena.
—Yo ya he comido —respondió ella como de costumbre, se puso de rodillas en la silla y sacando su redondo trasero, apoyó los codos en la mesa y con gesto de complacencia se puso a mirar cómo yo comía.
—Pues si te vas a Ganda —dije entre bocados—, no te metas en líos. Sencillamente, el de personal ya no sabe qué va a preguntar. ¿Te preguntó sobre tu madre?
—Sí.
—¿Ves? Dame un pedazo de pan.
—Preguntó sobre mamá, por qué se divorció de ti —respondió Katia mientras cortaba la barra de pan.
Me contuve a duras penas para no tirar el cuchillo y el tenedor contra la mesa. Qué cochinada, ¿qué demonios le importaba eso? Pero después pensé: que se vayan todos a la mierda, ¿qué me importan? Y si no envían a Katia a Ganda, donde se combate y bandas numerosas de negros se atacan mutuamente con napalm...
—Todas las preguntas eran extrañas —pronunció Katia en voz baja—. Poco habituales. Papá, ¿está todo en orden? ¿No me ocultas nada?
Ésa es la razón por la que nunca le daré a mi hija, única y muy querida, ni una sola paginita de la Carpeta Azul para que la lea. El terror la dejó escaldada tras aquel artículo de Brizheikin sobre los Cuentos infantiles modernos,cuando me llevaron al hospital tras mi primer ataque de estenocardia; hasta hoy ha quedado como dañada. Y ahora sonríe, hace chistes, su coleta oscila de un lado a otro, pero en los ojos continúa el mismo terror. Recuerdo esos ojos, cuando permanecía sentada junto a mi lecho en el hospital...
La tranquilicé como pude y nos pusimos a beber té. Katia me hablaba de los gemelos bandidos, yo le hablaba de Petia Skorobogátov, de la asamblea, nos sentíamos muy cómodos y era molesto pensar que dentro de un cuarto de hora Katia recogería sus cosas y se marcharía. Después me acordé y le di los coches para los bandidos y la invitación para el concierto del bardo. Le encantó la invitación y se puso a hablarme de aquel cantante, de lo famoso que era en ese momento; y yo la escuchaba y pensaba cómo decirle, de la manera más delicada, que no me había olvidado de la sastrería y el abrigo de pieles (¡otra vez un abrigo de pieles!), que me acordaba de eso, aunque Katia nunca me lo recordaba, sencillamente tenía que hacer acopio de voluntad para ir allí... De pronto asomó la cabeza la esperanza de que, debido al viaje de servicios a Ganda, la cuestión del abrigo de pieles se olvidaría. En verdad, ¿qué falta le hacía un abrigo de pieles en Ganda?
Ella se estaba poniendo el abrigo cuando sonó el teléfono. Hubo que despedirse precipitadamente. Levanté el teléfono. ¡Kirye eleison!¡Señor, ten piedad de nosotros! Llamaba O. Oreshin.
Me llamaba para que yo, en ese momento y de manera unívoca, le manifestara mi posición favorable a su lucha, la de Oreshin, contra el descarado plagiario Semión Kolesnichenko. Armado con mi posición favorable, y no ocultaba que yo no era la primera persona a la que llamaba en busca de ayuda, otros miembros destacados del secretariado ya le habían prometido su apoyo total en el combate implacable contra los plagiarios, sin el cual, por supuesto, era inconcebible la menor esperanza de éxito en el desenmascaramiento de la mafia de plagiarios...
Yo esperaba, con curiosidad enfermiza, ver cómo Oreshin podía salir de aquella espiral sintáctica, estaba dispuesto a apostar que ya se le había olvidado dónde comenzaba aquella interminable oración subordinada, pero el tío era más duro de lo que yo creía.
Así que, armado con mi posición a su favor, él, Oreshin, podría plantear en la próxima reunión del secretariado la cuestión relativa a la mafia de plagiarios con la claridad y agudeza que siempre nos falta cada vez que hablamos de personas que formalmente parecen ser colegas nuestros, mientras que moral y éticamente...
Coloqué cuidadosamente el auricular sobre la mesa. Me serví un vaso de agua y tomé mis pastillas. Oleg Oreshin seguía zumbando. Intenté una vez más comprender su psicología. Honestamente, un mes atrás, en el momento en que se había armado todo aquel lío, lo había clasificado como un antisemita zoológico común y corriente, algo así como uno de los guardias imperiales. Pero ahora me daba cuenta de que estaba equivocado. No era un antisemita. Peor aún, ni siquiera era un demagogo político. Al parecer, estaba trastornado por el hecho de que había parido con dolor, quizá en un momento de inspiración divina, una situación ético-moral, clavando al poste del escarnio a unos osos feroces, groseros y codiciosos, así como a unas liebres, picaras y taimadas, y de repente, ¡helo aquí!, aparecía un tal Kolesnichenko, un tipo astuto, un parásito literario por vocación, que no sabía qué era crear ni sentir la inspiración, que simplemente tenía una visión muy aguda y unos brazos que le permitían rebañar todo lo que estaba mal puesto, meterlo en el zurrón con presteza y salirse con la suya. Y para que nadie pudiera encontrar la pista de sus nefastos hechos, presentaba su papelucho como una traducción de una lengua exótica, confiando en el hecho de que, de todas maneras, nadie podría leer el supuesto original.
El tal Oreshin era tonto. Y no simplemente tonto en el sentido habitual de la palabra, sino un representante de una tipología psicológica particular. Se encontraba entre nosotros como un extraterrestre: con un sistema de valores totalmente ajeno, una psicología extraña y desconocida, con otros objetivos para su existencia, y lo que nosotros, mirándolo desde arriba, considerábamos un complejo de inferioridad terminal, una desviación enfermiza de la normalidad psicológica, era en realidad el núcleo saludable de su visión del mundo.
—...y en caso contrario, ninguno de nosotros, los escritores honestos, que somos mayoría, a propósito, los Kolesnichenko solamente sobresalen, pero la mayoría está compuesta por personas como nosotros, para quienes lo fundamental es el trabajo honesto, el estudio detallado de los materiales, el nivel artístico-ideológico...
—¡Y la zootecnia! —grité, instintivamente.
El teléfono quedó callado un segundo entero, quizá dos. A continuación se oyó de nuevo la voz de Oreshin, ahora indeciso.
—¿La zootecnia? Sí... la zootecnia. Sin duda alguna... Pero entienda usted, Félix Alexándrovich, cuál es la situación más importante para mí en este caso...
Y comenzó a repetirlo todo desde el principio.
En general, acordamos que yo trataría de conocer aquel asunto con más profundidad: leería la fábula, leería la novela corta, conversaría con Kolesnichenko y después nos llamaríamos para continuar aquella interesante y provechosa conversación.
¡Puf! Dejé caer el teléfono, me senté en el diván con las piernas bajo el trasero y me dediqué a rascarme con furia los sobacos y a hacer muecas horribles. En la cabeza me daba vueltas un pensamiento: no hay salvación. No tienen salvación, repetía, mientras continuaba moviéndome y rascándome. No hay ni habrá salvación para nosotros, ni ahora ni por los siglos de los siglos, ¡amén! Comencé a sofocarme, me eché de espaldas sobre el diván y abrí los brazos en cruz.
Sólo entonces me di cuenta de que la habitación estaba totalmente a oscuras. Era de noche aunque temprano aún, y pensé, no sin tristeza, que pocos años atrás, a esta hora, yo aún tenía la costumbre de sentarme ante la máquina de escribir y teclear dos o tres paginitas más, pero ahora nada de eso, camarada Sorokin, a esta hora seguro que no se le va a ocurrir nada que valga la pena, lo único que va a hacer es enfadarse...
De nuevo sonó el teléfono. Me levanté con dificultad para responder. Apenas había tenido tiempo de alegrarme con la esperanza de que se tratara de Rita, cuando oí una voz masculina.
—Por favor, con Félix Alexándrovich —pronunció quedamente.
—Soy yo.
—Perdone, Félix Alexándrovich —preguntó la voz tras una corta pausa—, ¿ha recibido nuestra carta?
—¿Qué carta?
—Ah... Seguramente no le habrá llegado todavía... Perdone, Félix Alexándrovich... Lo volveremos a llamar dentro de un par de días. Perdone. Hasta la vista.
Y colgó.
Qué demonios... Me puse a revisar en mi memoria las cartas de los últimos días y de repente recordé el sobre marrón sin remitente. ¿Dónde lo había metido? Ah, en el bolsillo del abrigo, y lo había olvidado allí... Un presentimiento incomprensible y angustioso, como el que había tenido al detectar que el sobre no tenía remitente, se apoderó nuevamente de mí.
Encendí la luz, fui al vestíbulo a buscar el sobre, me senté tras el escritorio y me puse a descifrar el matasellos. No había nada de particular allí. Moscú, G-69, ¿dónde era eso? El papel era muy denso, no se transparentaba, pero al tacto no había en el sobre otra cosa que no fuera una carta. Tomé las tijeras y abrí el sobre, cortando con cuidado al borde mismo. Dentro había un segundo sobre, también cerrado con cuidado, pero era uno habitual, con una ilustración. No tenía dirección, sólo estaba escrito: «Para Félix Alexándrovich Sorokin, personal. No abrir por otra persona».
Me sorprendí allí sentado, sacando el labio inferior, en total indecisión. La llamada por teléfono... «Le llamaremos...» El jefe de personal de Katia. La perspectiva de llevar aquel sobre al lugar adecuado, dar las explicaciones pertinentes, incluso por escrito, todo aquello me aplastó el alma. Y, en realidad... «Sí, llegó una carta. Una cosa de locos, no me acuerdo bien. Sepa usted que recibo muchas cartas, es imposible recordarlas todas...»
Con decisión, abrí el segundo sobre.
Allí había una hoja de papel de carta con una franja azul. Sin encabezamiento, con una caligrafía precisa, bella incluso, con tinta negra, habían escrito lo siguiente:
Hace tiempo, nos dimos cuenta de quién era usted. Pero no se preocupe, su destino nos es tan querido y comprensible que, por nuestra parte, no haremos nunca nada para desenmascararlo. Por el contrario, estamos dispuestos a hacer todos los esfuerzos necesarios para disipar los rumores que comienzan a difundirse con respecto a usted y a las causas por las cuales usted se encuentra entre nosotros. Si no le resulta posible abandonar nuestro planeta (o nuestro tiempo) por causas técnicas, sepa que nuestras posibilidades no son grandes, pero se encuentran plenamente a su disposición. Lo llamaremos. Trabaje tranquilo.
Que el diablo os lleve a todos, descerebrados.
SEIS
Bánev. Instigación a la acción.
Víktor despertó tarde, a la hora de comer. Le dolía un poco la cabeza, pero su estado de ánimo era inesperadamente bueno.
El día anterior por la noche, bajó tras terminarse el paquete de cigarrillos, logró abrir un coche con ayuda de una horquilla para el cabello, sacó a Irma por la puerta de servicio y la llevó con su madre. Al principio iban en silencio. Él se retorcía interiormente, invadido por sentimientos desagradables, pero Irma estaba sentada a su lado, limpia, vestida correctamente, peinada según la última moda, sin trencitas, incluso con los labios pintados. El tenía muchos deseos de iniciar un diálogo, pero debía comenzar reconociendo su total estupidez y eso no le parecía nada pedagógico. Todo terminó en que Irma, sin venir al caso, le dio repentinamente permiso para fumar (siempre que todas las ventanillas estuvieran abiertas), y se dedicó a contarle cuan interesante le había resultado todo, cómo se parecía a lo que había leído antes y que nunca había creído, qué bien que él le había organizado aquella aventura, inesperada y altamente educativa, que en general él era bueno, no era aburrido ni decía tonterías, que Diana era «casi de los nuestros», odiaba a todos, pero era una lástima que tuviera pocos conocimientos, que le gustaba demasiado beber, y tú les caíste muy bien a los chavales, porque hablaste con honestidad, no te hiciste pasar por el guardián de una sabiduría superior, y hasta Bol-Kunats dijo que eras la única persona de valía en la ciudad aparte del doctor Gólem, por supuesto, pero en realidad Gólem no tiene el menor vínculo con la ciudad, además él no es escritor, no irradia ideología, y qué piensas, la ideología es necesaria, o es mejor vivir sin ella, ahora muchos suponen que el futuro está por la «desideologización»...
El diálogo era maravilloso, los interlocutores se respetaban mutuamente, y al regresar al hotel (metió el coche en un patio lleno de basura), Víktor consideraba ya que ser padre no era una tarea tan ingrata, sobre todo si entiendes algo de la vida y sabes utilizar hasta sus aspectos oscuros con fines educativos. Por ese motivo bebió con Teddy, que también era padre y estaba interesado en la educación, ya que su primogénito tenía catorce años, una edad difícil, de transición, verás cuánto te hará sufrir todavía la tuya... o sea, que quien tenía catorce años era su primer nieto, y él no se había ocupado de educar a su hijo, ya que el hijo había pasado toda su infancia en un campo de concentración alemán.
«No se les puede pegar a los niños —aseguraba Teddy—. Sin tu intervención, todo el que sienta deseos de hacerlo les va a pegar a lo largo de toda su vida, y si tienes ganas de pegarles, mejor pégate tú mismo en la jeta, eso será más provechoso.»
Sin embargo, tras la enésima copa, Víktor recordó que Irma no había dicho una palabra sobre su salvaje comportamiento en el cruce, y llegó a la conclusión de que la niña era bastante pícara y que apelar a la ayuda de tu amante cada vez que no sabes cómo salir de una situación difícil en la que tú mismo te has metido es por lo menos deshonesto. Esas ideas lo entristecieron, pero en ese momento llegó el doctor R. Kvadriga y pidió su habitual botella de ron. Se la bebieron, después de lo cual Víktor comenzó de nuevo a verlo todo con los colores del arco iris, ya que descubrió que Irma simplemente no quería molestarlo, y eso significaba que ella respetaba a su padre, quizá hasta lo amaba... A continuación, llegó alguien más y pidió otra cosa. Después, lo más probable es que Víktor se fuera a dormir... Lo más probable... Hay que suponer que a dormir... La verdad es que conservaba un recuerdo más: un piso de mosaico, totalmente cubierto de agua, pero no podía recordar de qué piso se trataba, ni qué agua era aquélla. Y no era necesario.
Después de acicalarse, Víktor bajó, pidió en la recepción los periódicos del día y conversó con el empleado sobre el estado del tiempo.
—¿Qué tal me porté ayer? —preguntó, como de pasada—. ¿Bien?
—En general, bien —respondió el recepcionista con cortesía—. Teddy le dará la cuenta.
—Aja —dijo Víktor, que había decidido no averiguar nada.
Fue al restaurante. Le pareció que la cantidad de lámparas de pie en la sala había disminuido. «Diablos», pensó asustado, Teddy aún no había llegado. Víktor saludó con la cabeza al hombre joven y a su acompañante, buscó su mesa, se sentó y abrió el diario. En el mundo todo seguía como siempre. Un país retenía los barcos mercantes de otro, y este otro país había manifestado su decidida protesta. Los países que eran del gusto del señor Presidente libraban guerras justas en nombre de sus naciones y de la democracia. Los países que, por alguna razón, no eran del gusto del señor Presidente, llevaban a cabo guerras de conquista, e incluso, hablando con propiedad, no hacían la guerra, sino que realizaban ataques criminales, actos de vandalismo. El propio señor Presidente había pronunciado un discurso de dos horas sobre la necesidad de poner fin de una vez por todas a la corrupción, y pasó con éxito una operación de amígdalas. Un crítico famoso, un canalla de los peores, alababa el nuevo libro de Rots-Tusov, y eso era enigmático, ya que el libro era bueno de veras.
Se acercó un camarero nuevo, desconocido, en tono amistoso le recomendó probar las ostras, tomó el pedido, sacudió la mesa con su servilleta y desapareció. Víktor apartó el diario, encendió un cigarrillo y, después de acomodarse bien en el asiento, comenzó a pensar en el trabajo. Qué bueno sería escribir un relato optimista, alegre... Sobre la vida de un hombre al que le gusta su trabajo, un tipo inteligente que quiere a sus amigos y sus amigos lo valoran, sobre lo bien que le va todo, un tipo excelente, original, ingenioso... Sin trama. Y como no hay trama, será aburrido. Y, en general, si escribía semejante relato habría que analizar por qué todo le iba bien a ese buen hombre, e inevitablemente se llegaba a la conclusión de que le iba bien únicamente porque hacía el trabajo que más le gustaba y el resto le importaba un comino. Entonces, ¿qué clase de buena persona era, si fuera de su trabajo, lo demás le importaba un comino? Por supuesto, se puede escribir sobre una persona cuya vida tiene sentido sólo en el amor al prójimo, por eso le va bien, porque ama al prójimo y le gusta su trabajo, pero hace dos mil años Lucas, Mateo, Juan y alguien más escribieron sobre un hombre así, en total eran cuatro. En general, eran muchos más, pero sólo esos cuatro escribieron lo ocurrido, los demás carecían de algo, unos de conciencia nacional y otros de derecho a correspondencia... y el hombre sobre el cual escribieron, por desgracia era un retrasado mental. Y sería interesante escribir cómo Cristo volvía hoy a la Tierra, pero no como lo hacía Dostoievski, sino como escribieron el tal Lucas y compañía... Cristo llega a un estado mayor general y les propone: «Vamos a amar al prójimo». Y allí, seguramente, habría algún antisemita...