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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

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Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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Escribían, diciendo que yo imitaba los peores modelos norteamericanos. (Ahora, esos modelos son considerados los mejores.) Escribían que yo ponía a la gente en un segundo plano y a las máquinas en primero. (En mi libro no había máquinas, quizá sólo autocares.) «¿Dónde ha visto el autor a semejantes héroes?», le preguntaban a alguien. «¿Qué puede enseñarle ese tipo de literatura a nuestro lector?», se preguntaban. «La publicación del escuálido libro de Sorokin ha sonado como una nota falsa en el trabajo de la editorial...»

Y después, como un trueno, apareció la crítica de Gagashkin y el artículo humorístico de Brizheikin en El Informador Voluntario;yo aterricé en el hospital, y sólo entonces mis benefactores de alto nivel se dieron cuenta de que estaban haciendo trizas a una buena persona delante de sus ojos, a una persona que quizá se había colocado en una posición absurda, pero buena de todos modos, y tomaron medidas. No me gusta recordar ese episodio.

En aquella época aún no había leído las Crónicas marcianas,ni siquiera sabía de la existencia de ese libro. Escribí mis Cuentos infantiles modernossin tener la menor idea de que estaba creando unas Crónicas marcianasal revés: un ciclo de historias cómicas y tristes sobre cómo colonizaban nuestra Tierra los extraterrestres. Para mí, lo fundamental del libro era intentar echar una mirada a nosotros, a nuestra vida cotidiana, a nuestras pasiones y esperanzas, con ojos de extraños, y no de unos extraños malévolos, sino únicamente indiferentes, con pensamientos y percepciones diferentes. Creo que salió algo divertido, por Dios, pero hasta ahora hay críticos que me consideran un renegado de la gran literatura, y resulta que hay lectores que me toman por uno de los protagonistas de aquel libro...

El camarero me trajo la carne en cazuela de barro, pedí otra jarra de cerveza y me puse a comer.

—¿Me permite? —se oyó una voz queda, algo ronca.

Levanté los ojos y vi a mi lado, de pie, con la mano sobre el respaldo de la silla libre, a un jorobado corpulento que llevaba un jersey y unas bambas gastadas, de rostro pálido y estrecho, enmarcado en rizados cabellos dorados que le llegaban a los hombros. Asentí con un huraño movimiento de cabeza y el hombre se sentó de lado. Al parecer, la joroba le molestaba. Se acomodó, colocó ante sí una delgada carpeta negra, y se dedicó a tamborilear sobre ella con las uñas. El camarero trajo mi cerveza y miró interrogativamente al jorobado.

—Si es posible, me trae lo mismo —dijo.

Terminé de comer la carne, agarré la jarra de cerveza y entonces me di cuenta de que el jorobado me miraba atentamente, en sus grandes labios jugueteaba una sonrisa que yo hubiera clasificado como cortés, de no ser tan poco decidida. Me di cuenta de que se pondría a conversar conmigo, cosa que hizo.

—Se trata de que me han aconsejado hablar con usted.

—¿Conmigo?

—Pues, sí. Precisamente con usted.

—Bien. ¿Y quién se lo ha aconsejado?

—Pues... —Se puso a examinar el entorno estirando mucho el cuello, como si quisiera ver por encima de las cabezas—. Qué raro, ahora mismo estaba sentado allí... ¿Dónde está?

Lo miré. Iba algo guarro. De las mangas de su jersey, algo sucio, asomaban los puños ennegrecidos de su camisa, cuyo cuello también estaba sucio y grasiento; sus manos de dedos largos no se habían lavado en mucho tiempo, al igual que sus cabellos dorados o el rostro pálido, con una barba blanquecina de varios días en las mejillas y el mentón. Y olía a nido de pájaros, un olor ácido, levemente desagradable. Era un tipo raro: un aspecto demasiado respetable para ser un alcohólico, pero demasiado abandonado para ser lo que se llama una persona decente.

—Se ha ido —dijo, con voz culpable—. Al diablo con él... Mire, me dijo que usted podría entender, si no creer.

—Lo escucho —dije, suspirando abiertamente.

—¡Entonces... aquí está! —Empujó su carpeta hacia mí por encima de la mesa e hizo un gesto con la mano, invitándome a abrirla.

—Perdone —le dije con firmeza—, pero nunca leo manuscritos ajenos. Diríjase...

—No es un manuscrito —repuso con presteza—. Quiero decir, no es lo que usted piensa.

—Me da igual.

—No, por favor... ¡Esto le interesará! —Y al ver que yo no tenía intenciones de tocar la carpeta, él mismo la abrió delante de mí.

Se trataba de partituras.

—Oiga...

Pero no quería oír. Bajando la voz e, inclinándose hacia mí por encima de la mesa, se puso a contarme en qué consistía todo, realizando movimientos propios de un orador con la mano derecha y haciéndome llegar los complejos aromas de un nido de pájaros y un barril de cerveza.

El asunto que lo había llevado a mí era que quería venderme, sólo por cinco rublos, la auténtica y única partitura de las trompetas del juicio final. Él mismo había traducido el original a la notación musical contemporánea. ¿Dónde la había obtenido? Era una historia muy larga, que resultaba difícil de exponer en términos entendibles por todos. Él... cómo decirlo..., bueno, era un ángel caído. Estaba aquí abajo sin medios para la subsistencia, únicamente lo que tenía en los bolsillos. Era prácticamente imposible encontrar trabajo porque, claro está, no tenía documentos... soledad... inutilidad... falta de perspectivas. Sólo cinco rublos, ¿acaso era caro? Bien, digamos, que sean tres, aunque le habían ordenado no volver con menos de cinco...

Muchas veces había escuchado historias más o menos lagrimosas sobre billetes de tren perdidos, pasaportes robados, pisos que habían ardido hasta los cimientos. Esas historias habían dejado de despertar en mí no solo la compasión, sino ni siquiera el asco más elemental. En silencio, metía dos monedas en la mano tendida y me alejaba del lugar del encuentro con la mayor celeridad posible. Pero la historia que me había tratado de vender aquel jorobado de cabellos dorados me parecía asombrosa desde un punto de vista puramente profesional. ¡El guarro ángel caído tenía mucho talento! Aquella invención hubiera sido digna del propio H.G. Wells. El destino del billete de cinco rublos estaba decidido, por supuesto. Pero quería comprobar cuan sólida era aquella historia. Más bien, cuan compleja era.

Tomé la partitura y le eché un vistazo. Nunca había entendido absolutamente nada en aquellos garabatos y comas.

—Bien. Usted asegura que si se toca esta melodía, digamos, en el cementerio...

—Sí, por supuesto. Pero no se debería hacer. Sería demasiado cruel...

—¿Para quién?

—¡Para los muertos, claro! Usted los condenaría a vagar miles y miles de años, sin un lugar de reposo, por todo el planeta. Además, piense en sí mismo. ¿Está dispuesto a ver semejante espectáculo?

—Entonces, ¿para qué podría servirme la partitura? —pregunté. Su razonamiento me había gustado.

Se asombró muchísimo. ¿Acaso no me interesaba tener semejante cosa a mi disposición? ¿No me gustaría tener el clavo con el que clavaron la mano de Cristo en la cruz? ¿O, por ejemplo, la losa de piedra en la que Satanás había dejado las huellas fundidas de sus cascos mientras estuvo en pie sobre el féretro del papa Gregorio VIl Hildebrandt?

Me encantó aquel ejemplo con la losa de piedra. Eso sólo podía decirlo una persona que no tuviera la menor idea de lo que era un piso de reducidas dimensiones.

—Bien —le dije—, ¿y si tocamos esta melodía no en un cementerio, sino en otro lugar, digamos que en el Parque Gorki?

—Seguramente, eso no debe llevarse a cabo —dijo el ángel caído encogiéndose de hombros con indecisión—. ¿Cómo podemos saber qué hay en ese parque bajo el asfalto, a tres metros de profundidad?

—Derechos de autor —le dije, sacando cinco rublos y poniéndolos ante el jorobado—. Siga así. Tiene imaginación.

—Yo no tengo nada —respondió el jorobado con angustia en la voz.

Se guardó al descuido los cinco rublos en el bolsillo de los vaqueros, se levantó y, sin despedirse, echó a andar entre las sillas.

—¡Llévese las notas! —le grité.

Pero no se volvió.

Me quedé allí sentado, esperando al camarero para pagar, y mientras tanto me puse a revisar la partitura. Eran sólo cuatro hojitas, y en el reverso de la última descubrí una nota precipitada:


av. Granovski 19. La Perla, abr. cuadros.


Seguramente, en los últimos días mis nervios andaban disparados, los acontecimientos eran excesivos y aquel que controlaba mi destino se había excedido en su generosidad. Por eso, apenas leí las palabras «abr. cuadros», me levanté de un salto como si me hubieran clavado un punzón, y miré por la aspillera que servía de ventana, primero a la izquierda y luego a la derecha. Estuve a punto de perderme la escena: el tipo aquel del abrigo reversible a cuadros apretaba con fuerza el codo del jorobado de cabellos dorados que vestía una desaliñada capa de lona. Ambos desaparecieron de mi campo de visión.

Me dejé caer en la silla y me puse a beber.

Semejante final de aquella historia divertida, aunque no tan agradable, me causó tan mal efecto que sentí deseos de regresar inmediatamente a casa y no ir ese día a parte alguna. En mi imaginación giraban sospechas incoherentes, aparecían y desaparecían tramas repulsivas, pero finalmente triunfó la idea más saludable y realista: «¿Qué podré decirle a Fiódor Mijéich?».

Llegó el camarero y pagué sin chistar mi carne, mi cerveza y la cerveza que el ángel caído no había terminado de beber. A continuación, recogí mi carpeta, metí en ella la partitura, dejé sobre la mesa la carpeta del jorobado y fui al guardarropa, a ponerme el abrigo.

Mientras iba a la calle Bánnaia, estuve vigilando sigilosamente a ver si aparecía la figura del abrigo reversible a cuadros, pero no la vi.

Esta vez, la sala de conferencias estaba vacía y sumida a medias en las tinieblas. Pasé entre las filas de asientos, llegué a la puerta con el letrero de «Escritores aquí» y llamé. Nadie me respondió, abrí con sigilo la puerta y entré en un recinto bien iluminado, parecido a un pasillo corto. Al final de aquel pasillo había otra puerta, sobre la cual se veía un pequeño semáforo, semejante a los cacharros de vidrio que se ponen habitualmente sobre la entrada a los gabinetes de rayos X. La mitad superior del pequeño semáforo estaba iluminada, mostrando un letrero: ¡no entrar! La mitad inferior estaba a oscuras, pero en ella se podía leer sin dificultad otro letrero: entrar. Había varias sillas colocadas a lo largo de la pared derecha del pasillo, y en una de ellas, hecho un auténtico nudo y apoyando las manos sobre un cartapacio que descansaba de canto sobre sus rodillas flacas, estaba el mismísimo Grano Purulento.

Al verlo, algo se agitó dentro de mí, en la boca del estómago, y como siempre pensé: «¡Mira eso, si está vivo! ¡Sigue vivo!».

Lo saludé. Él me respondió e hizo como una masticación con su mandíbula caída. Me senté a dos sillas de él y comencé a mirar la pared que tenía delante. No veía nada que no fuera aquella pared, bastante descascarillada, pintada chapuceramente de un aceitoso color verde amarillento, pero percibía físicamente cómo los ojos desteñidos de aquel anciano me palpaban de lado, atenta y detalladamente, cómo a un paso de mí se desarrollaba una ardua labor intelectual: a una velocidad de ordenador se revisaban las tarjetas en las que todo estaba escrito: fue o no fue, participó o no, todos los hechos, todos los rumores, todos los cotilleos y todas las interpretaciones posibles de los rumores, y los indispensables comentarios a los rumores, y se estructuraban esquemas, se obtenían ciertos resultados, se llegaba a conclusiones que, con toda probabilidad, se necesitarían más tarde.

Yo me daba cuenta de que todo aquello no era más que mi psicosis. Era difícil que aquel miserable anciano me conociera, pero si me conocía, nada de eso se hacía de esa forma, los tiempos habían cambiado, era un hombre anciano, que nadie necesitaba y no constituía un peligro para nadie. No pasa un año sin que corra el rumor de que ha estirado la pata; ahora era más un personaje de relatos históricos que una persona viva, una sombra infecta que se había arrastrado a través de los años hasta llegar a nuestro tiempo. Y, de todos modos, no podía tranquilizarme. Tenía miedo.

Entonces, el anciano habló. Su voz chirriaba, apenas se entendía, seguramente a causa de una prótesis dental de mala calidad. Pero pude entender que él consideraba que aquel invierno estaba nevando en exceso, y decía algo más sobre el estado del tiempo.

Había hablado conmigo por primera vez en mi vida. Sus palabras eran totalmente banales, cualquier persona habría podido pronunciarlas. Pero, como en un chiste, yo sentía el deseo de cruzar los brazos delante de mí para protegerme, y gritar: «¡Pero si habla...!».

Hace muchos años, cuando yo era relativamente joven, con una honestidad interior absoluta y una estupidez a toda prueba, se me ocurrió de repente (como si me hubieran echado encima un balde de agua helada) que todos aquellos protagonistas lúgubres y repulsivos de los rumores más horribles, los epigramas más sucios y las leyendas más sangrientas, no vivían en el espacio abstracto de los relatos, de eso nada. Vi a uno de ellos sentado a la mesa vecina, rozagante y algo bebido, que soltaba tacos y pescaba una aceituna en la sopa. Y otro, cojeando de la pierna afectada por la artritis, bajaba a su encuentro por las escaleras de mármol blanco. Y aquél redondito, siempre sudado, que corría por los pasillos del soviet de Moscú, agitando listas de escritores que necesitaban una vivienda...

Y cuando todo aquello llegó hasta mi conciencia, surgió una pregunta dolorosa: ¿Cómo tratarlos? ¿Cómo tratar a aquellas personas que, según todas las reglas morales y éticas conocidas por mí, eran unos delincuentes sin remedio, unos verdugos, peor todavía, unos traidores? Los rumores decían que a veces les daban una bofetada, les echaban por encima un plato de sopa en un restaurante o les escupían al rostro públicamente. Según los rumores. Yo, en persona, nunca había visto nada de eso. Según los rumores no les daban la mano, volvían la cara al tropezárselos, les decían duras palabras en reuniones y asambleas. Sí, algo de eso había, pero no he sido testigo de ningún incidente semejante en cuya base no hubiera algo carente de nobleza: un viaje de vacaciones que le habían quitado a alguien, un adulterio banal, una reseña interna que se había filtrado al público.

Ellos se paseaban entre nosotros con los brazos manchados de sangre hasta los codos, con su memoria putrefacta llena de detalles inconcebibles, con la conciencia asfixiada o quizá ya muerta, herederos de pisos mostrencos, de manuscritos mostrencos, de puestos mostrencos. Y no sabíamos qué hacer con ellos. Éramos jóvenes, honestos y ardientes, deseábamos abofetearlos, pero se trataba de ancianos, y sus mejillas marchitas, fláccidas, estaban llenas de arrugas y no era decente pisotear a los caídos; queríamos clavarlos al poste del escarnio, pero parecía que ya los habían clavado y escarnecido, ya estaban en el basurero y nunca levantarían la cabeza. ¿Ejemplo edificante para las nuevas generaciones? Pero aquella pesadilla nunca se volvería a repetir, ¿acaso las nuevas generaciones necesitaban esos ejemplos edificantes? Y, en general, parecía que uno o dos años después, ellos desaparecerían en el abismo de la historia y no sería necesario preguntarse si al tropezárselos había que darles la mano o volver demostrativamente la cara...

Pero pasó un año, pasó otro más y de alguna manera imperceptible, todo cambió. En verdad, alguno que otro desapareció, pero la mayoría no tenía la menor intención de hundirse en ningún abismo. Como si nada, soltando tacos con aire bonachón, continuaban pescando aceitunas en la sopa, se apresuraban a bajar cojeando las escaleras de mármol para asistir a reuniones, corrían agitados por los pasillos de las altas instancias, mostrando listas hechas y ratificadas por ellos mismos. Los epigramas sucios y las leyendas sangrientas se hundieron en el abismo de la historia, pero sus protagonistas (que al verlos de cerca perdían su carácter de antihéroes de manual) volvieron a mezclarse con elementos semejantes, con el medio circundante, diferenciándose de nosotros quizá por la edad, por sus relaciones y por la nítida comprensión de que ahora lo oportuno era tener paciencia y esperar.

Y nos dedicábamos a solicitarles los viajes de vacaciones y las ayudas, nos quejábamos ante ellos de la arbitrariedad editorial, escribíamos reseñas condescendientes sobre sus obras, buscábamos su apoyo en todo tipo de comisiones y ya nos parecía algo idiota pensar si al encontrarnos con el camarada tal había que darle la mano o no. Ay, ¿que en tal año condenó a muerte a Ivanov, Petrov y a dos Rabinóvich? Oigan, de eso acusan a muchos. La mitad de nuestros ancianos acusa de semejantes pecados a la otra mitad, y lo más probable es que ambas mitades tengan razón. Basta ya. ¿Acaso los de ahora son mejores?

No juzgues y no serás juzgado. Nadie sabe nada hasta que no lo vive. No hay que echarle la culpa al espejo. Y lo más seguro: no escupas en el pozo y no mees contra el viento.

Porque da miedo. Y siempre ha dado miedo. Desde el principio.

Aquel vil anciano que estaba sentado a dos sillas de distancia podía hacer cualquier cosa contra mí. Escribir una denuncia. Dejar caer una insinuación. Expresar su incomprensión. O su convicción. Aquel bicho me parecía un rudimento de una época totalmente diferente. O de otro tipo de condiciones existenciales. Cruzas la calle con la luz roja, y el bicho te devora las piernas. Escribes una palabra inadecuada en tu manuscrito, y el bicho te devora las manos. Ganas dinero con bonos del estado, y el bicho te devora la cabeza. Estás totalmente indefenso ante él, pues no conoces y nunca conocerás las reglas según las cuales caza ni los objetivos de su existencia. Alguno de los escritores de ciencia ficción, no sé si sería Efrémov o Beliáev, describió una bestia monstruosa, llamada «guishu», devoradora de elefantes en la antigüedad, que había logrado sobrevivir hasta la época humana. El hombre no sabía cómo escapar de la bestia porque no entendía su comportamiento, y no lo entendía porque ese comportamiento había surgido en una época en la que el hombre no existía ni podía existir. Y el hombre sólo podía salvarse del guishu de una manera: uniéndose con sus semejantes y matando...

Hablamos del estado del tiempo. Después de callar un rato, volvimos a hablar del estado del tiempo. Después, él comenzó a quejarse de lo mal que estaba organizado aquello, un tercer piso sin ascensor, por una escalera de caracol. Preferí callar, ese tema me parecía resbaladizo.

En ese momento se abrió la puerta del semáforo y de allí salió Petia Skorobogátov.

—Dios mío, ¿qué te ocurre? —exclamé, levantándome a su encuentro.

Petia tenía la cabeza envuelta en vendas blancas, como un turbante. Su mano izquierda también estaba vendada y era gruesa como un tronco, la llevaba en cabestrillo. La mano derecha de Petia se apoyaba en un bastón.

«¿Qué le han hecho?», pensé con horror.

Al momento quedó claro que ellos no le habían hecho nada, que el día anterior, cuando regresaba de la asamblea, se distrajo discutiendo con el presidente del comité local y nuestro Trepa Nacional resbaló en los escalones y cayó por la escalera de caracol, desde el tercer piso hasta el primero. Hubo que llevar a tres personas al hospital; allí seguían todavía. Después de la trepanación. Pero él, Petia, estaba perfectamente.

—Pues caí dando vueltas por la escalera de caracol, del tercero al primero. Cabeza, pies, cabeza, pies. ¡Y, como ves, casi nada! Tuve suerte, me agarré al presidente, es un tipo gordito, mullido...

Se sentó a mi lado y estiró la pierna dañada. Él, como pato en el agua, nunca se mojaba con nada. Sin fijarse en tonterías tales como una oreja casi arrancada, un brazo dislocado, un esguince en el tobillo, comenzó a contarme una trola sobre cómo lo habían citado el día antes por la tarde al Comité Estatal de Editoriales y le habían propuesto publicar sus obras en dos tomos, en edición de lujo. Los libros serían ilustrados por los Kukriniksi [8]y serían impresos en una tipografía de Leipzig...

Al oír hablar de Leipzig, miré involuntariamente a mi derecha. Por suerte, el Grano Purulento no estaba.

—Y tú, ¿qué? —gritó Petia de repente, arrancándome la carpeta de las manos—. ¡Ah! ¿También te dedicas a la música? —preguntó al ver las partituras—. Deja eso, no te lo aconsejo. Es perder el tiempo. —Me devolvió la carpeta—. Ahora mismo, yo... Te juro que yo mismo me sorprendí. He recibido una calificación de locura. Simplemente, de locura. Ese tipo no me ha querido devolver los manuscritos. «No se los daré —me dice—, los utilizaré de baremo». Y yo le explico: «De qué baremo hablas, lo he escrito a la carrera, fue un pedido casual». Y él me responde: «Para usted será un pedido casual, para nosotros es un baremo». ¡No, Félix, no se puede engañar a la máquina, ni se te ocurra!

De nuevo se abrió la puerta del semáforo y el Grano Purulento regresó al pasillo. Cruzó el umbral, cerró bien la puerta a sus espaldas y se detuvo. Estuvo allí varios segundos, apoyando una mano en la pared mientras apretaba su cartapacio con la otra. Su rostro era verde, como el de un cadáver descompuesto, su boca estaba entreabierta y se le salían los ojos de las órbitas.

—¿Cómo es posible? —siseó, esta vez con toda claridad—. ¿Cómo es eso posible? Yo mismo, con mis propios ojos...

Se tambaleó, Petia y yo corrimos hacia él, para sostenerlo. Pero nos rechazó con la mano en la que llevaba el cartapacio.

—Yo mismo, personalmente... —gritó, en un chillido, mirando al espacio entre nosotros—. Yo, personalmente... ¡Yo mismo!

—Tonterías —le dijo Petia, animoso, mientras le rodeaba la cintura con la mano donde llevaba el bastón—. No ha ocurrido nada de importancia. Eso ya pasó antes y pasará muchas veces, Mefodi Kirílich...

—¿Se da cuenta de lo que está diciendo? —le preguntó Mefodi Kirílich con cierta desesperación en la voz—. ¿No será que han sonado las trompetas del juicio final?

—¡No, no, no, no, no, no! —objetó Petia—. Eso se lo garantizo. Las únicas trompetas que sonarán serán las de la banda municipal. Sentémonos, Mefodi Kirílich, hay que tomar aliento...

—¡Yo, personalmente!... —gritó ronco el anciano, mientras se sentaba, obediente—. Y después, lo leyó...

—Usted, Mefodi Kirílich, leyó las líneas, y había que leer entre líneas —explicó Petia mientras me hacía un guiño descarado—. Seguramente, había un texto oculto que usted no captó. Por consiguiente, la máquina lo ha engañado.

—¿Qué texto oculto? ¿Qué máquina? Oiga, joven, ¿acaso entiende de qué estoy hablando?

Todo aquello me resultaba penoso y repulsivo, volví el rostro y vi que en el semáforo estaba ahora encendido el letrero de entre. Me levanté de mi asiento como un sonámbulo y acepté la invitación.

En alguna ocasión había visitado un centro de informática, por lo que los grandes armarios grises, los paneles llenos de lámparas parpadeantes, las pantallas y medidores no llamaron mi atención en aquel recinto grande y bien iluminado. Lo más extraño e interesante era el hombre que estaba sentado tras el escritorio, revisando carpetas y rollos de papel.

Tenía mi edad al parecer, era flaco, de cabellos castaño claro, ralos, de rasgos corrientes, en los que a la vez había detalles imperceptiblemente significativos. En aquel rostro algo causaba alarma, había algo en él que concitaba una necesidad interior de centrarse y hablar poco, hablar literariamente y sin la menor jactancia. Vestía una bata azul de laboratorio, puesta por encima de un traje gris, una camisa de blancura nívea y una corbata pasada de moda, discreta, con un nudo también pasado de moda.

—Por favor, cierre bien la puerta —pronunció con una voz suave y agradable.

Miré a mis espaldas y vi que había dejado la puerta entreabierta, me disculpe y la cerré. A continuación me presenté. Algo cambió en el rostro del hombre y me di cuenta de que conocía mi nombre. Por cierto, él no dijo el suyo.

—Mucho gusto —se limitó a responder—. Si me permite, echemos un vistazo a lo que nos ha traído. Venga para acá, siéntese.

En estas palabras, tan simples y corrientes, me pareció oír cierta superioridad, tan clara que de repente sentí la necesidad de explicarme, de justificarme, de decirle que no estaba eludiendo nada, que así de complicadas habían sido mis circunstancias en los últimos tiempos, que en general yo había estado allí el día anterior, literalmente a veinte pasos de su puerta, de nuevo por causas que no dependían de mí.

Por cierto, aquel ataque agudo, casi fisiológico, de respeto culpable pasó enseguida y por supuesto, no le dije nada semejante, simplemente me acerqué a su escritorio, le puse delante mi carpeta y me senté en un cómodo butacón de respaldo bajo. De repente, sentí un impulso en dirección contraria, un deseo de repantigarme, de cruzar las piernas, de mirar distraído a mi alrededor y decir alguna banalidad frívola, como: «¡Qué bien viven los científicos, mira cómo se lo han montado!».

Mas, por supuesto, no dije nada así, no crucé las piernas, y estuve allí sentado en una postura adecuada, mirando cómo tomaba mi carpeta, abría con cuidado las cintas, sonreía con sus labios finos y, al parecer, me miraba por entre los cabellos que caían ahora delante de su cara, con curiosidad, con picardía, pero obviamente con benevolencia.

Abrió la carpeta y vio las partituras. Sus cejas se alzaron levemente. Balbuceando una disculpa, estiré la mano para recoger aquellas páginas, pero él, sin quitar la vista del pentagrama, me detuvo con un leve gesto de la mano. Indudablemente, sabía leer las notas y lo que había leído le había interesado, porque cuando finalmente me permitió retirar de la carpeta el manuscrito del ángel caído, me miró con ojos grises y serios.

—Hay que decir que aparecen papeles curiosos en las viejas carpetas de los escritores —pronunció.

No supe qué responder, y él tampoco esperaba mi respuesta. Ahora hojeaba con cuidado las copias de mis reseñas sobre manuscritos vulgares que ya se habían podrido en los archivos de las editoriales, las copias de los resúmenes de patentes japonesas, los manuscritos de mis traducciones de revistas técnicas japonesas y otros desperdicios, recuerdo de mis años duros, cuando me dejaron de publicar y se dedicaban a calumniarme...

Él lo revisaba todo, al parecer con la esperanza de hallar en aquel montón de basura algo que tuviera una mínima utilidad, y sentí una horrible vergüenza, me sentí como un cerdo, porque delante de mí estaba una persona seria y rigurosa, no un chapuzas cualquiera, no un oportunista, que al parecer había leído a Sorokin, que esperaba de Sorokin un material serio que pudiera servir de apoyo en el trabajo, que esperaba de Sorokin una decencia elemental, pero Sorokin le había entregado un saco de porquería, lo había vaciado sobre su escritorio, y ahí tienes, trágatelo.

Ésas eran las emociones que me estremecían cuando él cerró finalmente mi carpeta, puso sus manos pálidas sobre ella y me miró de nuevo.

—Veo, Félix Alexándrovich, que usted no siente el menor interés por el valor objetivo de su obra.

No sé si en sus palabras o en su tono había un reproche, pero mi carácter plebeyo y contradictorio me hizo ponerme en guardia.

—¿Por qué piensa eso?

—¿Y cómo no pensarlo? —Golpeó la carpeta con la uña—. De este material que me ha traído, la única conclusión es que tiene usted una pésima letra y que en Japón han trabajado muchísimo sobre las celdas de combustible.

El malvado diablillo de la disputa se agitó dentro de mí, haciendo brotar justificaciones malignas y cobardes: «No quiero saber nada, me dijeron que trajera cualquier manuscrito, ahí tiene uno cualquiera, no saben qué necesitan y después se quejan...». Pero no dije nada por el estilo.

—Pues eso es... —dije, e inesperadamente para mí mismo, añadí—: No se enfade, por favor.

—Por supuesto —pronunció, y de repente sonrió con un gesto de tristeza y ternura—. ¿Cómo puedo enfadarme con usted, Félix Alexándrovich? En esencia, usted necesita esto más que nosotros.

Y en ese momento llegó a mi consciencia algo asombroso que él había dicho un minuto antes.

—Perdóneme —dije, bajando la voz—, ¿está bromeando? ¿En qué sentido dijo lo del valor objetivo?

—En el sentido más directo —respondió y dejó de sonreír.

—Pero ¿es posible eso? Entonces, ¿significa eso que usted ha inventado aquí la Mensura de Zoilo?

—¿Y por qué no? La Mensura y muchas otras cosas.

—¡Qué dice usted! ¡Eso no tiene sentido! ¿Cuál puede ser el valor objetivo de una obra?

—¿Y por qué no? —repitió él.

—Pues... Aunque sea porque... ¡Eso es una banalidad! Por ejemplo, a mí me gusta, y usted siente náuseas ante cada palabra. Hoy hace estremecerse a todo el mundo, mañana nadie se acuerda...

—Todo eso es verdad, Félix Alexándrovich, pero ¿qué relación tiene esto con el valor objetivo?

—Pues que una obra objetivamente valiosa —dije, cada vez más airado—, debe ser valiosa para usted, y valiosa para mí, y ayer debió ser valiosa, y mañana será valiosa, ¡pero eso nunca pasa, eso no puede pasar!

Sin embargo, argumentó que yo estaba confundiendo el valor objetivo con el valor eterno. En verdad, no existen valores eternos, no hay nada en la literatura y el arte que pueda ser apreciado por todos durante todo el tiempo. Pero quizá yo no me había dado cuenta de que muchas obras, después de sonar lo suyo, renacían de repente siglos después, volvían a vivir, a resonar, y viven con más ruido y energía que antes. ¿Y puede ser que para medir el valor objetivo de una obra haya que considerar esa capacidad de adquirir vida de nuevo? Además, eso es solamente uno de los posibles enfoques del problema del valor objetivo... Hay otros, más funcionales, más cómodos para ser llevados a un algoritmo.

Yo lo escuchaba y percibía físicamente cómo mi ardor desaparecía, como agua en la arena. Me encanta discutir, sobre todo de temas elevados, ajenos a la praxis. Pero mi concepción de los debates elevados presupone inevitablemente una atmósfera bien definida: euforia ligera, grupo de amigos, una botella, por supuesto, y otra botella en perspectiva, tan pronto surja la necesidad de ella. Pero aquí, entre los grandes armarios grises, bajo la luz mortecina de las lámparas de mercurio, entre rollos de papel y gráficos, no entre amigos, sino acompañado por un hombre ante quien me sentía tímido... No, ciudadanos, en esas condiciones no soy buen polemista.


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