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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

Текст книги "Destinos Truncados"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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Aunque hay que decir que se enamoró de F. Sorokin siendo ya mujer. Ella nunca dijo con quién le ocurrió aquello la primera vez, y a él nunca se le ocurrió preguntarlo.

Un cálido día a principios de septiembre, F. Sorokin regresaba de la escuela, y pasó por casa de Anastasia Andreievna, en el piso número 19. No la encontró, pero había una nota donde decía que la llave la tenía Katia, la vecina. En el pasillo semioscuro, lleno de cacharros diversos, encontró la puerta de Katia y llamó. La puerta se abrió al instante. Y él la vio y sintió un estremecimiento.

A fin de cuentas, el fin justifica los medios. Y dicen que en el amor todos los medios son válidos. Por supuesto, ella lo esperaba y estaba preparada. Y él no estaba preparado en absoluto. Después, él se dio cuenta de que, un poco más (¿un poco más qué?), y habría salido corriendo o se hubiera desmayado.


Me levanté con un esfuerzo, gimiendo, metí la mano bajo el diván y saqué del rincón más alejado y oscuro la colilla de la que llevaba un año entero acordándome. Me fui a la cocina, la encendí de pie junto a la ventana, y por un instante me asombré del hecho de que el humo de tabaco no actuaba sobre mí de ninguna manera, como si en lugar de humo estuviera absorbiendo un aire cálido y aromático.


Katia era delgadita, de hombros y caderas estrechos, con senos redondos, protuberantes. Vestía una batita gris de orfanato, que parecía un saco. Sin decir palabra, tomó de la mano a F. Sorokin y lo hizo entrar en su pequeña habitación, regresó a la puerta y la cerró quedamente, hizo chasquear el pestillo, y después se volvió hacia él y se puso a mirarlo, con las manos colgando al lado del cuerpo. La batita estaba abierta y debajo se veía la piel desnuda, pero lo primero que vio F. Sorokin fue que ella era roja, desde la frente hasta los senos, y sólo después vio el resto. ¡Qué espectáculo para un mocoso sexualmente maduro, que hasta ese momento sólo había visto mujeres desnudas en reproducciones de Rubens! Bueno, y también en postales pornográficas, se las había enseñado Borka Kutúzov (destrozado por un proyectil en agosto del cuarenta y uno).

Se veían con bastante regularidad. Exactamente el día acordado, a la hora convenida. F. Sorokin subía sin hacer ruido hasta el piso número 19. Por lo general, eso ocurría por la tarde, a las tres o las cuatro, tras regresar de la escuela. Por supuesto, él no llamaba ni apretaba el timbre. La puerta se abría. Katia, vistiendo su batita de orfanato sobre el cuerpo desnudo, lo agarraba de la mano, lo llevaba a su pequeña habitación y se encerraban allí para gozar el uno del otro con ansias y prisa, y unos veinte minutos después F. Sorokin salía al pasillo semioscuro, silencioso y alerta como indio apache en un sendero de guerra, abría al tacto la cerradura francesa y salía al descansillo de la escalera. Hablaban poco, sólo en susurros, y durante toda aquella historia de amor, monótona pero intensísima, nunca pudieron estar juntos más de media hora seguida...

Y la historia resultó increíblemente intensa, sin duda fue así para F. Sorokin, pero seguramente también para Katia. Tan pronto bajaba las escaleras al salir del piso número 19, F. Sorokin comenzaba a sentir añoranza de ella. Uno o dos días después, la añoranza era sustituida por una tensa impaciencia. Llegaba el momento acordado y una alegría febril lo inundaba, causada también por cierto miedo a que el encuentro no tuviera lugar (eso ocurría a veces). Entonces se encontraban, y después venía la añoranza, la impaciencia, la alegría mezclada con miedo, y de nuevo el encuentro. Así una semana tras otra, otoño, invierno, primavera y finalmente, el maldito verano del cuarenta y uno. Y ni una vez F. Sorokin se sintió cansado de Katia, ni una vez sintió deseos, antes del encuentro, de que éste no tuviera lugar. Y al parecer, a ella le ocurría eso mismo.

Precisamente en esos días, en noveno grado, F. Sorokin progresaba con éxito en matemáticas superiores y trigonometría esférica, a la par que Sasha Arónov (murió de hambre en enero del cuarenta y dos), fabricaba telescopios de aficionado, trabajaba en los talleres de la Casa de las Ciencias Recreativas y manejaba las asignaturas escolares como si de un juego se tratara. Y continuaba su romance platónico con Liusia Neviérovskaia, y después de celebrar el Año Nuevo comenzó a flirtear con Nina Jaliyáeva (desapareció durante la evacuación), y hubo muchísimas otras tonterías y cosas sin importancia. F. Sorokin llevaba una vida activa en los estudios, la ciencia, sus relaciones sociales y personales, y nunca dijo a nadie una palabra, ni siquiera hizo una insinuación, de lo suyo con Katia.

Es difícil que lo único que los uniera fuera el apetito sexual, aunque se tratara del más desencadenado posible: eso no hubiera podido durar tanto tiempo, acompañado constantemente por momentos de añoranza, impaciencia, alegría y miedo. Tampoco se trataba de un amor romántico, del que describen los grandes escritores. Había algo de eso, de lo otro, seguramente también un poco del orgullo del chaval que posee a una mujer de verdad, y de la ternura femenina hacia un hombre que no la ofende, que no se jacta. Además, también habría algo de presentimiento.

Se vieron por última vez a finales de mayo, cuando comenzaban los exámenes.

Alrededor del diez de julio, F. Sorokin regresaba de construir un aeródromo junto a Kingisepp. Había madurado, ya había matado por primera vez a un hombre, a un enemigo, un fascista, y se enorgullecía de ello. De alguna manera se enteró de que una semana antes Katia se había marchado con toda su aula a construir zanjas antitanque en Gátchina (¿o en Pskov?).

A finales de julio llegó a la administración del edificio la notificación de que Katia había muerto durante un bombardeo.


Debilidad. Es simplemente mi debilidad. No sé la razón por la que hoy me siento débil. Pero, ¿por qué siempre me prohíbo recordar esto? El nombre, sí. Katia. Katia. Pero solamente el nombre. Seguramente porque después no volví a amar a nadie. Desde aquella época, F. Sorokin tuvo unas cuantas amantes, dos o tres mujeres de verdad, pero ningún amor.

Sonó el timbre del teléfono y regresé al despacho. Llamaba Rita, por fin. Y a tiempo.

Acababa de regresar de su reino perdido y quería pasar una velada con un hombre culto, del mundo literario. Su voz era limpia, alegre y saludable, y eso era maravilloso. Sentí deseos de verla inmediatamente. Pregunté qué tal ese mismo día, y me dijo que estaba en su oficina, donde debía trabajar hasta la hora de comer, pero que entonces podría darse a la fuga. Me alegré y al instante planeamos encontrarnos en el club a las tres en punto, para caer allí en éxtasis gastronómico.

—Para comenzar —dije con ganas de jaleo.

—Eso lo veremos más tarde —respondió ella, con más ganas todavía.

Como era de esperar, esta conversación cambió radicalmente mi punto de vista sobre la realidad circundante. El ambiente pasó de hostil a amistoso, la realidad perdió su carácter lúgubre y adquirió todos los tonos posibles del rosado y el azul celeste. El patio se iluminó notablemente y la feroz tormenta se convirtió en una nevadita ligera, casi festiva. Y todo lo sombrío que me rodeaba desde hacía varios días, todos aquellos encuentros extraños y desagradables, todas aquellas conversaciones intimidatorias, todos los rumores, los problemas, abstractos hasta hacía poco, que de repente adquirían una imagen concreta, toda aquella tenebrosa desesperación que me había cercado con un doloroso seto de espinas, se rompió de repente, retrocedió, y ante mí todo se volvió de un verde esmeralda, de un sol argentado, de un cielo nebuloso con un letrero que parpadeaba, anunciando: «¡Nos libraremos de ello!». Y mi costado apenas dolía ahora...


¿Para qué sigues tocando la trompeta, chaval?

¿Por qué mejor no reposas en tu tumba, chaval?


Ante todo, fui al baño y me afeité con esmero. Rita no soporta ni el más leve indicio de barba. A continuación, pasé un trapo húmedo por todas las mesas y armarios. Rita no soporta el polvo sobre superficies pulidas. Cambié la ropa de cama. Rita y yo sólo aprobamos sábanas limpias, crujientes, almidonadas. Froté aplicadamente copas y vasos, examinando el vidrio a trasluz, limpié los cubiertos con un polvo especial, limpié la bañera y la taza del inodoro. Y para terminar, saqué la aspiradora y limpié el suelo de toda la casa.

Mientras me dedicaba a eso, el teléfono sonó en dos ocasiones. Una vez se trataba de Lionia Jerbo, al que no le di la oportunidad de abrir la boca después de su pregunta habitual de «¿qué tal van las cosas?», y la segunda vez volvió a respirar al teléfono aquel idiota callado, a quien le comuniqué con alegría que apreciaba su propuesta de ayuda, pero no la necesitaba ya que había concluido todos mis trabajos aquí y en un futuro no muy lejano me marcharía para siempre de este planeta y de este tiempo.

No sé qué opinaría sobre ello el idiota callado, pero no hubo más llamadas telefónicas.

Me puse el mejor de mis trajes y salí de casa a las dos menos cuarto, calculando que tendría tiempo de pasar por la comisión de admisión, a recoger mi porción de materiales de lectura. ¡Señor, sálvame, ten piedad de mí! El ascensor no funcionaba. Ni el grande ni el pequeño.

Y en ese momento vino a mi mente un cuadro homérico: Rita y yo, tras un magnífico almuerzo y un buen paseo por el Moscú nevado, subimos a pie a la decimosexta planta, en mi pecho late enloquecido el corazón, en cada descansillo me siento en uno de los banquitos, preparados para tales situaciones, sigilosamente me llevo a la boca una pastilla de nitroglicerina mientras Rita, hembra guapísima, dama del corazón, amante, mi última mujer, conversa delicadamente sobre naderías, me mira desde arriba con simpatía y algo de desprecio, repitiendo a cada rato: «No te apresures, vamos, sube más despacio...».

Espanté aquella visión vergonzosa y comencé a descender a pie. ¿Y a quién encontré en el rellano entre el piso séptimo y el octavo? ¿Quién subía raudo a mi encuentro, saltando los escalones de dos en dos y apoyándose levemente en el pasamanos? ¿Quién era aquel tipo rozagante, que silbaba una melodía de Gershwin y llevaba en sus manos un pesado maletín con alimentos, con el pedido de alimentos, a juzgar por ciertas señales?

¡Pues claro que era él! Kostia Kudínov, aquel pobretón pálido, verdoso, manchado de vómitos, que casi en sus últimos momentos lograron salvar, lavándole el estómago en el hospital de Biriuliovo.

—¡Vejete! —gritó con alegría tan pronto me reconoció—. ¡Me alegro de verte! ¿Tienes prisa? Mira, te he incluido en nuestra brigada. Iremos al BAM [15]. Veinte días, quince presentaciones, viaje especial en avión, ida y vuelta... ¿Qué opinas, eh?

En verdad, se trataba de un día afortunado. Podría parecer algo raro, pero a mí, persona mayor, callada, que en general evitaba conocer a gente nueva, conservadora y sedentaria, a mí me encantan las presentaciones públicas.

Me gusta estar de pie ante una sala repleta de gente, ver a la vez miles de rostros, unidos por una misma expresión de ansioso interés, de interés escéptico, de interés burlón, de asombrado interés, pero siempre de interés. Me encanta sorprenderlos con los secretos de nuestro oficio, descubrir ante ellos los misterios de lo que se cocina en las redacciones de las editoriales, destruir sin la menor lástima las ilusiones sobre tópicos tales como la inspiración, la iluminación, la chispa divina.

Me place responder a las notas, burlarme de los tontos con finura para que ningún patán, si hay tales en la sala, pueda ofenderse; me encanta caminar por el filo de la navaja, escurriéndome entre lo que pienso de verdad y lo que, según la opinión general, se supone que pienso.

Y más tarde, cuando la presentación termina, me encanta estar de pie entre el público, rodeado por auténticos adoradores que me valoran, firmar ejemplares de los Cuentos infantiles modernos,leídos hasta caerse a pedazos, y mantener un diálogo de iguales, sin imbéciles, debatir duro, con encarnizamiento, sintiéndome constante y asombrosamente protegido de ataques burdos o groserías, sin temor a dar un paso en falso, cuando incluso lo que es una obvia tontería dicha por uno, se deja pasar sin prestarle atención...

Pero sobre todo, eso me gusta fuera de Moscú, fuera de otras capitales administrativas, científicas e industriales, me encanta que ocurra en lugares lejanos, en la frontera de la civilización, donde todos esos ingenieros, técnicos y operadores, todos esos estudiantes de ayer sienten hambre de cultura, de Europa, de una conversación inteligente.

Por supuesto, le di mi asentimiento a Kostia, le pregunté cuándo partíamos, quién más estaba en la brigada y dónde tendríamos la conversación preparatoria, y ya le tendía la mano para despedirme cuando de repente me agarró por el pulgar e hizo un guiño pícaro.

—Eres un tío arriesgado, Félix Alexándrovich —susurró bajando la voz con cierta coquetería—. ¡Qué bien te salió aquello! ¿No temes que te lo recuerden? ¿En algún momento inoportuno, eh?

Repitió el guiño y sacudió mi mano, ahora blanda, en el aire, mientras yo asimilaba aquellas palabras pronunciadas por Kostia. No sé. Pero al momento pensé que aquella historia idiota con el... con la... con ese elixir del demonio que yo mismo me había inventado, no había concluido. Por supuesto que no había concluido, no importa que hubiera olvidado totalmente a aquel mirón de chaqueta reversible a cuadros, ellos no se habían olvidado de mí, aquello seguía, y resultaba que yo había hecho una jugada audaz, al parecer había engañado a alguien, idiota de mí, ¡y ahora me lo podrían recordar! Y por supuesto, me lo recordarían, claro que me lo recordarían.

¡Jesús, María y José! ¡Que aquel maldito Kostia Kudínov se marchara a algún lugar sin retorno! ¡Que se largara con sus gestos misteriosos, sus insinuaciones y sus palabras a medias! Pero tras un minuto de guiños, gestos y sacudidas de mi mano, se aclaró que se trataba de algo muy diferente.

A principios de diciembre, un conocido mío, redactor del Playboy Moscovita,me entregó un manuscrito de Babajin, el presidente de nuestra comisión de vivienda, para que le hiciera una reseña. Me dio el manuscrito y me dijo: «Dale duro en los morros, sin miedo, es una reseña interna y nuestro redactor jefe está a punto de tener un infarto a causa de ese Babajin». La novela era verdaderamente monstruosa, y le di lo más duro posible. En la jeta. Con placer. Y días antes de Año Nuevo, a Babajin lo destituyeron de su puesto de presidente con un sonado escándalo.

Por supuesto, no se trataba de que escribiera novelas capaces de causarle un infarto a un hombre tan templado como el redactor jefe del Playboy Moscovita.No, lo echaron por «comer el pan de la ilegalidad y beber el licor de la apropiación ilícita». Y ahora este idiota, el poeta Kostia Kudínov, cree que yo lo había previsto y me había arriesgado a lanzarme contra Babajin a principios de diciembre, cuando aún no se sabía cómo podía resultar todo...

Y, lo que es peor, el idiota de Kostia Kudínov consideraba que mi reseña había sido un acto irracional aunque heroico, ya que consideraba, y en eso no carecía de fundamento, que los Babajin no morían, que siempre regresaban y nunca olvidaban nada.

¿A quién le gusta, en nuestros días, caer bajo la sospecha de que comete actos heroicos irracionales? Pero le estaba tan agradecido a Kostia por haber olvidado, al parecer, todas mis aventuras con el elixir de la vida que me limité a palmearle el hombro con condescendencia y darle a entender que todo aquello era una insignificancia y que con mis relaciones no temía a ningún Babajin. Seguí bajando las escaleras sin prisa, con cierto aire de magnificencia, y lo dejé allí pensando qué ventajas podría obtener él por conocer tan bien a una persona tan importante.

Pero de todos modos la chaqueta reversible a cuadros apareció de nuevo, aunque de forma algo inesperada.

Tras salir de la estación de metro Kropótkinskaia, vi junto al quiosco de tabaco uno de los más grandes logros del siglo XX, la furgoneta rojo y gualda de los servicios médicos de urgencia. Sus puertas traseras estaban abiertas de par en par y dos milicianos introducían en su interior la chaqueta reversible a cuadros. La chaqueta se resistía, dando patadas, o quizá no se resistía sino buscaba dónde apoyarse. No le vi el rostro. En general, no vi nada más, a no ser las gafas. La montura metálica de las gafas, que llevaba agarradas diligentemente entre dos dedos un tercer miliciano, que pasó por delante de mí y desapareció tras la furgoneta. A continuación, las puertas se cerraron, el vehículo expulsó de sus entrañas un metro cúbico de hedores asquerosos y se alejó lentamente. En eso consistió toda la aventura, no había a quién preguntar lo ocurrido allí, porque habían quedado atrás los tiempos en que la gente se congregaba ante incidentes de ese tipo. Y yo seguí mi camino.

Como había planeado, entré en el club a las tres menos cuarto. Esta vez la que se encontraba de guardia en la entrada no era la cegata de María Trofímovna, sino una jubilada todavía joven, que llevaba casi un año trabajando allí y ya conocía a todo el mundo, o en todo caso a mí. Nos saludamos con una reverencia, le advertí que esperaba a una dama, me quité el abrigo y subí a la comisión de ingreso. Zinaída Filíppovna, de rostro blanco y cabellos negros, estaba como siempre muy atareada y muy preocupada. Me indicó un armario donde había tres baldas ocupadas por las obras de los pretendientes, agrupadas en montoncitos independientes. ¡Qué cosa, eran apenas ocho y ya habían escrito tantas obras!

—Se las he escogido, Félix Alexándrovich —pronunció Zinaída Filíppovna, mientras me sonreía distraída—. ¿No es verdad que usted prefiere los temas patriótico-militares? Es el montón del extremo. Un tal Jalabúiev. Ya se lo he anotado.

El aspecto del montón de revistas que reunía el espíritu y el pensamiento del desconocido Jalabúiev era triste y lastimero. Tres escuálidos números de la revista Alférez,de los que salían las colitas de marcadores de papel, y un tomito solitario de la editorial Siberia Norte, una novela corta titulada ¡Preservamos el cielo!

«Y quién será ése que te ha recomendado, Jalabúiev —pensé—. ¿Quién es ése que se ha precipitado a entregarte a las fieras, para que fueras devorado con tus tres cuentos y tu novela corta? Y ni siquiera se trata de una novela, más bien será un reportaje novelado sobre la vida de los pilotos o las tropas de misiles antiaéreos. Pobre Jalabúiev, nuestros guardias imperiales te masticarán con un diente, a no ser que cuentes por adelantado con su benevolencia. Pero incluso así, Jalabúiev, nuestros especialistas en historia de la literatura cortesana francesa del siglo dieciocho necesitarán sólo medio diente para devorarte. Pero si tú, Jalabúiev, has tenido el tino de conseguir también la benevolencia de éstos, entonces llegarás muy lejos, y es posible que dentro de cinco años todos estemos haciendo cola ante tu puerta, rogándote que nos permitas alquilar una dacha en los alrededores de Moscú...»

Con un suspiro metí a Jalabúiev bajo el sobaco, me despedí cortésmente de Zinaída Filíppovna y fui directamente al restaurante.

Y resultó que, aunque no había mucha gente allí por tratarse de la comida, solamente quedaba una mesa cómoda, y cuando me senté, quedó a mi derecha Vitia Koshelkov, uno de nuestros más famosos humoristas, autor de innumerables piezas cortas, que llevaba un lacito, bebía una taza de café y leía el diario Morning Star,aislándose de todos.

Tras la mesa de la izquierda susurraban, sin dejar de masticar, dos damas de edad indefinida, con un aspecto muy apetitoso, para sobar o morder, según la clasificación de Zhora Naúmov.

En la mesa que quedaba frente a mí, Apollen Apollónovich Vladímirski agasajaba a alguna de sus nietas (o quizá biznietas) con una buena comida, regada con cava. Me miró y nos saludamos.

Seguía siendo igual al que yo había conocido un cuarto de siglo antes. Una cabeza pequeña, totalmente calva, como un globo, que reposaba sobre un cuello de iguana, largo y arrugado; enormes ojos negros donde sólo había pupilas, nada de blanco; una boca blanducha, y unas mandíbulas artificiales, que chocaban constantemente como castañuelas y parecían llevar una vida independiente. Sus movimientos eran fluidos, como los de un director de orquesta, y su voz era aguda y molesta, como corresponde a una persona que no tiene en cuenta la opinión de quienes lo rodean. Además, estaba su trajecito anticuado, de principios de siglo, con mangas algo cortas, de las que sobresalían puños de una blancura rutilante. Me parecía un enviado de un pasado increíblemente lejano: era imposible imaginar que las canciones pícaras, enérgicas, alentadoras que cantaban y cantan aún en fiestas estudiantiles y manifestaciones desde los tiempos de la colectivización fueron compuestas con los versos de aquella reliquia...

Estaba allí sentado, mirando con un ojo un cuento de Jalabúiev, y con el otro a la puerta, por donde ya era hora de que apareciera Rita. Apollen Apollónovich contemplaba paternalmente cómo su jovencísima parienta devoraba una hamburguesa, y a cada momento, con un gesto elegante, hacía retroceder dentro de la manga el puño desobediente. Mientras tanto, y con el acompañamiento de las mandíbulas castañuelas, narraba otro capítulo de sus memorias orales.

En las últimas décadas había oído demasiadas veces aquellas memorias, razón por la cual mis oídos pescaban sin prestar atención los puntos más notables. Allí estaba Vladímir Vladímirovich y sus extrañas relaciones con Osia. También pasó Boris Leonídovich, que dijo algo divertido y fue sustituido al momento por Alexandr Alexándrovich, enfermo terminal, un día antes de su muerte. Y llegó Alexéi Nikoláievich, con su forma obsequiosa de hablar. Y Samuil Yákovlevich junto a Kornéi Ivánovich... Venia fue a visitar a Alexéi Maxímovich, que era demasiado joven e irritable... Isaak Emmanuílovich dio inicio a su último y más corto paseo. «Y cuando llega el momento de las inyecciones, querida mía, todos los escritores se dispersan por el jardín, se esconden tras los arbustos y entre los árboles, perseguidos por enfermeras que llevan listas las jeringuillas, y el único que está de pie junto a la ventana del hospital es Misha, que a veces decía: "Vaya, se han ido al bosque a recoger fresas..."» Konstantín Serguéievich: «Ay, algún día lo llevarán a los Grandes Almacenes, querido Vladímir Ivánovich...». Alexandr Serguéievich... (aquí me entraron temblores). Vissarión Grigórievich con su hijo lósif [16]...

Clavé la mirada en Apollen Apollónovich: era inagotable. Por cierto, su joven acompañante había permanecido inconmovible ante aquel torrente de información. Por supuesto, yo no excluía la posibilidad de que ella, al igual que yo, estuviera oyendo todo aquello por enésima vez.

—Oh, aquí está Mijaíl Afanásievich en persona —dijo de repente el anciano con alegría—. ¿Qué tal, Mijaíl?

Miré. Una noche de invierno del año cuarenta y uno, cuando regresaba a casa desde mi trabajo en una fábrica de granadas, hubo una alarma aérea y cayó una bomba sobre una casita de madera a mis espaldas. Volé por los aires, pasando por encima de la valla puntiaguda de un jardín y caí suavemente de espaldas sobre un enorme montón de nieve. Quedé allí atontado, mirando al cielo con sorpresa, contemplando cómo volaban leños ardientes por encima de mí, lentamente y dándose importancia.

Y con ese mismo asombro atontado contemplé ahora cómo atravesaba el restaurante Mijaíl Afanásievich, mi triste interlocutor de ayer, ahora sin su bata azul de laboratorio, enfundado en el mismo traje gris del día anterior. Vi cómo se movían sus labios, le respondió algo a Apollen Apollónovich y a mí no me vio, o no me reconoció, y siguió adelante, hacia la salida, hacia el vestíbulo del palacio de la vieja princesa. Y cuando se perdió tras la puerta, en el muerto silencio que tiene lugar tras un espantoso estallido resonó la voz chirriante de Apollen Apollónovich.

—Va a la biblioteca —dijo, con cierta intimidad, como en confianza—. O al comité del partido.

Pero yo, en ese momento, ya estaba de pie, listo a seguirlo. ¿Tenía preguntas que hacerle? Sí. Tenía. Por supuesto. ¿Quería pedirle consejo? Sin duda. Claro que sí. Todo lo que me había imaginado amargamente por la mañana retornó a mí una vez más, como los vapores mefíticos de una poción de brujería. Y se me hizo indispensable saber si lo había entendido correctamente, y si eso era así, qué debía hacer ahora con semejante conocimiento. Aunque fuera sólo por esa razón, valía la pena correr tras él, pero lo principal no era eso.

De repente, me di cuenta de quién era aquel triste conocido de la calle Bánnaia, quién era Mijaíl Afanásievich. Ahora todo me parecía tan obvio como increíble. Este encuentro era la culminación de mi semana estéril y fantasmagórica, durante la cual el que rige mi destino abrió ante mí todo un abanico de posibilidades, ninguna de las cuales pude o quise asumir, y todo aquello desapareció como agua entre la arena, sin dejar otra cosa que la espuma sucia del alivio filisteo. Y ahora, aquí estaba la última oportunidad. Posiblemente, la más improbable. Y no importa que lo que promete no esté por encima de mi bocadillo habitual, pero si ahora la dejo pasar, si en aras de una soliankade carne con aceitunas dejo que desaparezca, o incluso en aras de mi perfumada Rita, entonces no me quedará nada y no tendré más razones para volver a abrir mi Carpeta Azul.

—O bien yo soy un gran escritor ruso, o me comeré estas gachas... —escuché como en sueños un balido asqueado y señorial.

Y como en sueños, volví la cabeza y vi un rostro grueso y alargado con el labio inferior colgando en señal de desagrado sobre un plato humeante, que desapareció ante mi vista tras la espalda encorvada de un camarero.

En ese momento, con toda claridad, vi en la puerta del pasillo a Rita, que vestía el traje color arena que tanto me gustaba. El destello de sus pendientes se clavó en mis ojos cuando ella volvió lentamente la cabeza, buscándome en la sala. Pero me oculté, con miedo, y algo encorvado corrí presuroso por la alfombra hacia la puerta tras la cual había desaparecido Mijaíl Afanásievich. Por mi cabeza cruzó un amargo pensamiento: de nuevo estoy realizando un acto por el que tendré que justificarme y disculparme, pero espanté aquella idea porque todo eso ocurriría después, y en aquel momento tenía por delante algo inconmensurablemente más grande.

Mijaíl Afanásievich no estaba en el comité del partido. Allí estaba Tátochka, golpeando estruendosamente su máquina de escribir, y a su lado, derrumbado en el butacón, con la redonda panza liberada de la chaqueta, había un sátiro de nariz y labios rojos, rozagante más bien, con la expresión en el rostro de quien está arengando en una tribuna. Le dictaba, de una hoja.

—...y debemos luchar contra el abstraccionismo en la literatura, y lucharemos contra él con la misma energía que contra el abstraccionismo en la pintura, en la escultura, en la arquitectura...

—¡Y en la zootecnia! —grité para hacerlo callar.

Se detuvo, cegado quizá por el giro que prometía la nueva temática.

—¿Ha pasado Mijaíl Afanásievich por aquí? —le pregunté a Tátochka con celeridad.

—No —respondió ella, sin dejar de atronar en su máquina—. Hoy no viene. —Volvió el rostro exigente hacia el sátiro—:...en la arquitectura y en la zootecnia... ¡Continúe!

Encontré a Mijaíl Afanásievich en la hemeroteca, donde estaba totalmente solo, leyendo atentamente el número más reciente del Celador Trimestral.Ese mismo. Con la novela corta de Valia Demchenko, viva, invicta, retadoramente viva a pesar de haber sido despedazada, recortada, tres veces amputada.

Caminé hacia él y me detuve, sin saber qué decir ni cómo comenzar. De repente se apoderó de mí la sensación de que todo lo que ocurría era absurdo, me turbé, me dispuse a irme, pero en ese momento él puso a un lado la revista, me miró con expresión interrogante y enseguida sonrió.

—¡Ah! ¡Félix Alexándrovich! —pronunció, con su voz queda y pareja—. Hola. Siéntese, por favor, ahí tiene una silla libre.

—¿De quién es eso, de Capek? —pregunté, mientras obedecía su invitación.

—No, es de Hasek. ¿En qué puedo servirle, Félix Alexándrovich?

—Veo que conoce muy bien la literatura...

—No sólo eso, adoro la literatura. La buena literatura.

—¿Y cuando le surgen dudas sobre si es buena o no, la pasa por su máquina?

—¡Por favor, Félix Alexándrovich! Eso no sería digno de mí. Por cierto, yo tengo la culpa. Dije lo que no era, por eso le pido mil perdones. Por supuesto, la literatura no es buena o mala. La literatura únicamente es buena, todo lo demás debería llamarse papel para reciclaje.

—¡Exactamente! —me apresuré a insistir con cierta desesperación amarga—. La frescura es sólo una, la primera, que es a su vez la última. Y si el esturión es de frescura añeja, eso quiere decir que está pasado.

El cerró la revista, marcando con el dedo la página que leía, y me miró en silencio durante un tiempo. Yo lo miraba y me asombraba de su parecido con el retrato en el tomito marrón, y me asombraba que a lo largo de tres meses ninguno de nuestros charlatanes pudiera reconocerlo, y yo tampoco pude hacerlo a primera vista cuando estuve allí, en la calle Bánnaia.

—Félix Alexándrovich —dijo él, finalmente—, veo que me confunde con otra persona. Incluso creo saber con quién...

—¡Permítame, permítame! —grité con ardor, porque aquel intento de eludir el reconocimiento me decepcionaba, casi me ofendía—. No me va usted a negar...

—¡Claro que sí! —pronunció, inclinándose en mi dirección—. Mi nombre real es Mijaíl Afanásievich, dicen que es verdad que tengo cierto parecido, pero juzgue usted mismo: ¿cómo puedo ser esa persona? Los muertos mueren para siempre. Eso es tan cierto como que los manuscritos arden hasta convertirse en cenizas. Y no importa que él haya insistido en lo contrario [17].

Sentí que el sudor me cubría la cara. Saqué presuroso el pañuelo y me sequé el rostro. La cabeza me daba vueltas, sentía un zumbido en los oídos, al parecer tenía una subida de presión considerable, y otra vez me sentí como en un sueño.


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