Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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El doctor honoris causa, bajando la cabeza, lo arrastró velozmente por los pasillos, por la escalera de servicio, le hizo atravesar la cocina, oscura y fría, lo empujó a través de la puerta hacia el aguacero, hacia una impenetrable oscuridad, y salió detrás de él.
—¡Gracias a Dios que hemos salido! —dijo—. ¡Vámonos corriendo!
Pero no podía correr. Le faltaba el aire, y estaba tan oscuro que casi había que caminar al tacto, apoyándose en las paredes. Lo único que quizá se podía adivinar con la ayuda de las farolas callejeras que ardían a media potencia era la dirección del camino. Por algunos lugares escapaban destellos rojizos a través de grietas y cortinas. La lluvia caía con ferocidad, pero se veían algunas personas en la calle. A veces intercambiaban unas palabras a media voz, o gemía un niño de pecho, en dos ocasiones pasaron camiones grandes, un carretón con ruedas metálicas atronó sobre el asfalto.
—Todos huyen —balbuceó Kvadriga—. Todos se largan. Sólo nosotros nos arrastramos...
Víktor callaba. Caminaban por los charcos, se les había empapado el calzado, por la cara les corría un agua tibia. Kvadriga se agarraba como unas tenazas, todo aquello era tonto, algo idiota, tendrían que arrastrarse a través de toda la ciudad y no se veía cómo terminaría todo aquello. Víktor tropezó con una tubería de desagüe y algo crujió.
—Bánev, ¿dónde estás? —gritó lastimeramente Kvadriga en cuanto se separó de él.
Mientras se buscaban mutuamente en la oscuridad, sobre sus cabezas se abrió un ventanuco.
—¿Qué se dice? —susurró una voz.
—Pues nada, todo está oscuro —respondió Víktor.
—¡Exacto! —asintió la voz, con entusiasmo—. Y tampoco hay agua... Me alegro de que llenásemos un bidón.
—¿Y qué va a pasar? —preguntó Víktor, mientras retenía a Kvadriga, que intentaba seguir adelante.
—Anunciarán la evacuación —dijo la voz tras un corto silencio—. ¡Qué vida ésta! —Y el ventanuco se cerró.
Siguieron caminando. Kvadriga, que se agarraba a Víktor con ambas manos, comenzó a narrarle a tropezones cómo despertó asustado, bajó y vio aquel conciliábulo... Se dieron de bruces con un camión, lo rodearon a ciegas y tropezaron con un hombre que llevaba un bulto. Kvadriga gritó de nuevo.
—¿Qué pasa? —preguntó Víktor con furia.
—Me ha golpeado —le informó Kvadriga, ofendido—. Me ha pegado en el hígado con una caja.
Sobre las aceras, en cualquier posición, había coches abandonados, neveras, aparadores, jardines enteros de plantas en sus macetas. Kvadriga chocó con un armario, cuyas puertas de espejo estaban abiertas. Después se enredó con una bicicleta. Víktor se enfurecía paulatinamente. En una esquina los detuvieron, les iluminaron el rostro con una linterna. Hubo un destello de cascos militares mojados.
—Patrulla militar —informó una voz grosera, de acento sureño—. Sus documentos.
Por supuesto, Kvadriga no tenía documento alguno y al instante se puso a gritar que era doctor, que era un laureado, que conocía personalmente a...
—Paisanos —dijo despectiva la voz grosera—. Dejadlos pasar.
Cruzaron la plaza urbana. Delante de la jefatura de policía se amontonaban coches con los faros encendidos. De un lado para otro, sin sentido, se paseaban los camisas doradas, haciendo brillar el latón de sus cascos de bomberos, se escuchaban órdenes estentóreas, indescifrables. Era obvio que aquél era el centro del pánico. El resplandor de los faros iluminó el camino durante cierto tiempo, y después retornó la oscuridad.
Kvadriga había dejado de mascullar, se limitaba a jadear y gemir. Tropezó y cayó varias veces, arrastrando consigo a Víktor. Estaban enfangados, como cerdos. Víktor estaba completamente atontado y ya no se quejaba, una manta de apatía y sumisión envolvía su cerebro, solamente tenía que andar, andar y andar, ese día y el siguiente, echar a un lado a las personas invisibles con las que se tropezaba, levantar del suelo a Kvadriga una y otra vez agarrándolo por el cuello de la bata empapada, lo único que no se podía hacer era detenerse, y en ningún caso volver atrás. Un recuerdo le pasó por la mente, algo ocurrido mucho tiempo atrás, algo vergonzoso, amargo, inverosímil, sólo que en aquella ocasión se veía un resplandor, las calles estaban llenas de personas hechas papilla, a lo lejos se escuchaban truenos y estallidos, el horror estaba a sus espaldas y en derredor sólo había casas abandonadas con ventanas cruzadas por tiras de papel engomado, el aire estaba lleno de cenizas, olía a papel quemado y un coronel alto, que llevaba el uniforme de gala de los húsares de la guardia, salió al porche de un hermoso chalet donde ondeaba la bandera nacional, se quitó la gorra y se pegó un tiro, mientras nosotros, andrajosos y ensangrentados, fieles y traicionados, vestidos también de húsares, pero entonces casi desertores, silbábamos, nos burlábamos, chillábamos y alguien clavó lo que quedaba de su sable en el cuerpo del coronel...
—¡Deténganse! —susurró alguien en la oscuridad y algo muy conocido se apoyó en el pecho de Víktor, que al instante levantó las manos.
—¡Cómo se atreve! —chilló R. Kvadriga a espaldas del hombre.
—Silencio —ordenó la voz.
—¡Socorro! —gritó Kvadriga.
—Cállate, imbécil —le dijo Víktor—. Me rindo, me rindo —se dirigió a la oscuridad, desde donde alguien respiraba pesadamente y le apuntaba el cañón de un fusil automático.
—¡Voy a disparar! —avisó la voz, asustada.
—No es necesario —dijo Víktor, que tenía seca la garganta—. Nos rendimos.
—¡Quítese la ropa! —ordenó la voz.
—¿Qué dice?
—Quítese los zapatos, el impermeable, los pantalones...
—¿Para qué?
—¡Rápido, rápido! —siseó la voz.
Víktor miró con atención, bajó las manos, se echó a un lado, agarró el fusil y levantó el cañón con brusquedad. El asaltante chilló, dio un tirón, pero por alguna razón no disparó. Comenzaron a empujarse, quitándose mutuamente el arma.
—Bánev, ¿dónde estás? —chilló Kvadriga, desesperado.
Al tacto y por el olor, el hombre del fusil era un soldado. Se resistió un tiempo, pero Víktor era mucho más fuerte.
—Basta ya —masculló Víktor entre dientes—. Basta... Quédate quieto o te parto la cara.
—¡Déjeme ir! —chilló el soldado, que aún se resistía débilmente.
—¿Para qué quieres mis pantalones? ¿Quién eres?
El soldado se limitaba a jadear.
—¡Víktor! —gritaba Kvadriga, ahora más lejos.
Por la esquina apareció un coche, que iluminó por un segundo con sus faros un rostro pecoso conocido y unos ojos redondos de terror, y desapareció enseguida.
—Yo te conozco —dijo Víktor—. ¿Por qué andas asaltando a la gente? Dame las municiones. —El soldado, enredándose con el casco, se quitó el correaje—. Dime ahora para qué necesitas mis pantalones. ¿Vas a desertar? —El soldado resopló. Era un soldadito simpático, pecoso—. Habla.
—De todos modos, a mí ya... —balbuceó el soldadito entre sollozos, se había echado a llorar—. De todos modos, me fusilarán. He abandonado mi puesto. He huido, no sé dónde meterme ahora... ¿Me deja ir, señor? No soy malo, no soy un criminal, no me entregue.
Lloraba, daba sorbetones y seguramente se limpiaba las narices en la oscuridad con la manga del capote, lastimero como todos los desertores, asustado como todos los desertores, dispuesto a todo.
—Está bien —dijo Víktor—. Vendrás con nosotros. No te entregaremos. Ya encontraremos algo de ropa. Vamos, no te retrases.
Echó a andar y el soldadito lo siguió, sollozando todavía.
Encontraron a Kvadriga por sus aullidos perrunos. Ahora, Víktor llevaba un fusil automático colgando del cuello, de su brazo izquierdo se agarraba, temblando aún, el soldadito sollozante, y del derecho Kvadriga, que aullaba en voz baja. Qué locura. Claro que podía devolverle el fusil sin balas al chiquillo y darle un par de bofetadas. Pero no, lo compadecía. Sentía lástima por aquel mocoso y seguramente el fusil les sería útil. Hemos consultado con el pueblo y existe la opinión de que es prematuro desarmarse. En los futuros combates, el fusil automático podría ser de gran utilidad...
—Dejaos de lloriquear. Van a venir las patrullas.
Ambos callaron, y cinco minutos después, cuando las luces mortecinas de la estación de autobuses aparecieron delante de ellos, Kvadriga dio un tirón al brazo derecho de Víktor.
—Hemos llegado —susurró con alegría—, gracias a Dios...
Por supuesto, Kvadriga había olvidado la llave del portón en los pantalones abandonados en el hotel. Maldiciendo, treparon la cerca; maldijeron también, mientras atravesaban los arbustos empapados y estuvieron a punto de caer en la fuente. Finalmente, llegaron al portal, echaron abajo la puerta y entraron en el salón. Buscaron el interruptor, y el recinto se llenó de un resplandor rojizo. Víktor se dejó caer en el butacón más cercano. Mientras Kvadriga corría por la casa en busca de toallas y ropa seca, el soldadito se desnudó hasta quedarse en paños menores, hizo un bulto con el uniforme y lo escondió bajo el sofá. Después de eso se tranquilizó un poco y dejó de sollozar. Kvadriga regresó a los pocos minutos, y los tres estuvieron un rato frotándose encarnizadamente con las toallas y cambiándose de ropa.
En el salón reinaba el caos. Todo estaba vuelto del revés, tirado por todas partes, encharcado. Los libros yacían entremezclados con trapos polvorientos y lienzos enrollados. El vidrio crujía bajo los pies, había tubitos arrugados de pintura, el televisor mostraba el rectángulo vacío de la pantalla y la mesa estaba cubierta de vajilla sucia con restos de comida descompuesta. En general, había de todo tirado por los rincones, en la oscuridad no se podía distinguir claramente. El olor reinante en la casa era tal que Víktor no pudo aguantar y abrió la ventana de par en par.
Kvadriga se dedicó a poner orden. Primero agarró el borde de la mesa, la levantó y lo tiró todo al suelo. Después, limpió la mesa con la bata mojada, fue corriendo a alguna parte, regresó de allí con tres copas de cristal que harían las delicias de un anticuario y con dos botellas cuadradas. Temblando por la impaciencia, retiró los tapones y llenó las copas.
—A vuestra salud... —balbuceó confuso, agarró su copa y se la llevó a los labios, con los ojos entrecerrados previamente por el deleite presentido.
Víktor, burlándose con condescendencia, lo miró mientras intentaba encender un cigarrillo húmedo. En el rostro de Kvadriga apareció de repente un asombro indescriptible mezclado con agravio.
—Aquí también... —pronunció, con repugnancia.
—¿Qué pasa? —se interesó Víktor.
—Agua —dijo el soldadito con timidez—. Agua pura. Fría.
Víktor bebió de su copa. Sí, se trataba de agua, pura, fría, destilada incluso.
—¿Qué nos estás dando de beber, Kvadriga?
R. Kvadriga, sin decir palabra, tomó la segunda botella y bebió un trago. Su rostro se torció. Escupió, dijo «Dios mío», se inclinó y salió de la habitación de puntillas. El soldadito sollozó de nuevo. Víktor miró las etiquetas de las botellas: ron, whisky. Bebió otro trago de su copa: agua. El aire comenzó a oler mal, los tablones del suelo crujieron y la piel de su nuca se erizó bajo la mirada atenta de unos ojos. El soldadito escondió la cabeza dentro del cuello del enorme jersey de Kvadriga y metió las manos dentro de las mangas. Sus ojos eran muy redondos, miraba fijamente a Víktor.
—¿Qué miras? —preguntó Víktor con voz ronca.
—¿Qué le pasa? —preguntó a su vez el soldadito en un susurro.
—A mí, nada, pero tú, ¿qué miras con esos ojos desorbitados?
—Nada, pero usted... Me da miedo... No es necesario...
«Tranquilidad —se dijo Víktor—. No pasa nada. Son los superhombres. Los superhombres pueden hacer cosas más extrañas aún. Hermano, pueden hacerlo todo. Convertir el agua en vino, y el vino en agua. Están sentados en el restaurante y convierten las cosas. Subvierten los cimientos, la piedra de la base. Y están por la sobriedad, su puta madre...»
—¿Has tenido miedo? —le dijo al soldadito—. Eres un cagón.
—¡Mucho miedo! —replicó el soldadito, más animado—. A usted, todo le da igual, pero yo he tenido que soportar cada cosa... Estaba de guardia por la madrugada y uno salió volando de la zona, mirándonos desde arriba... Uno de nuestros cabos se cagó en los pantalones... El capitán repetía todo el tiempo: «Ya se acostumbrarán, es el servicio, el juramento...». No es posible acostumbrarse. A veces llegaba volando, se sentaba sobre la caseta de guardia, miraba, miraba... con ojos rojos, no eran humanos, brillaban, apestaba a azufre...
El soldadito sacó las manos de las mangas y se santiguó.
Kvadriga regresó de lo profundo de la casa, caminando todavía inclinado y de puntillas.
—Solamente agua —dijo—. Víktor, larguémonos. Tengo el coche en el garaje, con el tanque lleno, nos montamos en él y ¡al diablo! ¿Sí?
—No te rindas al pánico. Siempre habrá tiempo de huir. Pero haz lo que quieras. Yo no pienso irme ahora, pero tú, lárgate. Y llévate al chico.
—No —dijo Kvadriga—. No me iré sin ti.
—Entonces deja de temblar y trae algo de comer —ordenó Víktor—. Tu pan todavía no se ha transformado en piedra, ¿no?
El pan no se había transformado en piedra. Las conservas seguían siendo conservas, y bastante buenas. Comieron, y el soldadito contó el terror que había experimentado en los últimos dos días. Habló de los leprosos voladores, de la invasión de gusanos de lluvia, de los niños que se habían vuelto adultos en dos días, de su amigo, el soldado Krupman, un chico de diecinueve años, que del miedo se pegó un tiro... y de cómo les habían llevado la comida al puesto de guardia, la pusieron a calentar, dos horas la tuvieron sobre el hornillo pero no se calentó, se la comieron fría... Y aquel día, cuando entró a su guardia, a las ocho de la noche, llovía torrencialmente, con granizo, y sobre la zona volaban unas luces incomprensibles, sonaba una música sobrenatural, se escuchaba una voz no humana y otra, que hablaba, y hablaba, y hablaba, pero no se entendía una palabra de lo que decía. Y después, de la estepa habían salido unas columnas que giraban, y se habían metido en la zona. Y apenas habían entrado en la zona cuando se abrieron las puertas y salió de allí el señor capitán en su coche. No tuve tiempo ni de saludar, sólo vi que el señor capitán estaba en el asiento de atrás, sin impermeable, sin gorra, golpeaba al conductor en la nuca y gritaba: «¡Vamos, hijo de perra, vamos!». Sentí que algo se rompía dentro de mí, como si alguien me hubiera dicho corre, piérdete, que si no, ni tus huesos van a aparecer. Salí corriendo. Pero no por el camino, sino por la estepa, campo a través, cruzando las cañadas, estuve a punto de caer en el pantano, dejé el impermeable en alguna parte, era nuevo, los repartieron ayer, pero llegué a la ciudad y allí vi las patrullas. La primera vez apenas logré escapar, la segunda por poco me pescan, llegué hasta la estación de autobuses, vi que dejaban pasar a los civiles, pero a los soldados les pedían la autorización. Por eso hice lo que hice.
Tras contar su historia, el soldadito retornó al butacón, se hizo un ovillo y se durmió enseguida. Kvadriga, dolorosamente sobrio, se puso a repetir que era necesario huir lo más pronto posible.
—Ahí tienes a un hombre —decía, señalando con el tenedor en dirección al soldado dormido—. Un hombre que entiende... Pero tú, Bánev, eres un obtuso, tienes las entendederas como una piedra. No sé cómo no te das cuenta, yo siento físicamente cómo me presionan desde el norte... Créeme... sé que no me crees, pero créeme ahora, hace rato que os vengo diciendo: no nos podemos quedar aquí... Gólem te llenó la cabeza de aire, ese borracho narigudo... Entiéndelo, ahora el camino está libre, todos esperan el amanecer, pero más tarde habrá atascos en todos los puentes, como en el cuarenta... Eres un burro terco, Bánev. Siempre has sido así, lo eras en el gimnasio...
Víktor le ordenó que se durmiera o se fuera al infierno. Kvadriga se molestó, terminó de comerse las conservas y se acomodó en el sofá, envuelto en una manta de lana. Estuvo un rato dando vueltas, gimiendo, mascullando avisos apocalípticos, y después quedó en silencio. Eran las cuatro de la madrugada.
A las cuatro y diez, la luz parpadeó y se apagó del todo. Víktor se estiró en el butacón, se cubrió con unos trapos secos y permaneció acostado, tranquilo, mirando la ventana oscura y escuchando con atención. El soldadito gemía en sueños, el exhausto doctor honoris causa roncaba. En alguna parte, seguramente en la estación de autobuses, comenzaron a rugir los motores y se oían gritos de personas. Víktor intentó entender qué ocurría y llegó a la conclusión de que los mohosos se habían enojado con el general Pferd, lo habían echado de la leprosería, habían trasladado su residencia a la ciudad y se imaginaban que, como eran capaces de transformar el vino en agua y aterrorizar a la gente, podrían resistir a la policía moderna, peor todavía, a un ejército moderno. Idiotas. Destruirán la ciudad, morirán y dejarán a la gente sin techo. Y los niños... ¡Acabarán con los niños! ¿Y por qué? ¿Qué quieren? ¿Será otra lucha por el poder? Eh, vosotros, superhombres. Qué inteligentes, cuánto talento... la misma porquería que nosotros. Un nuevo orden más, y mientras más nuevo es ese orden, peor es, lo sabe todo el mundo. Irma... Diana... Se estremeció, buscó el teléfono en la oscuridad, se lo llevó al oído. El teléfono callaba. Una vez más no se habían puesto de acuerdo en el reparto de algo, y a nosotros, a la gente que nadie necesita, nos debían dejar en paz, pero de nuevo tenemos que abandonar nuestros hogares, pisotearnos mutuamente, huir, salvarnos, o peor todavía, elegir un bando sin saber nada, sin entender nada, sólo por lo que nos dicen, y ni siquiera por lo que nos dicen, Dios sabrá por qué... dispararnos unos a otros, matarnos unos a otros.
Los pensamientos de siempre en el sentido de siempre. He pensado eso mil veces. Estamos amaestrados. Amaestrados desde la infancia. O bien gritamos «hurra», o que todos se vayan al diablo, que no creemos en nadie. No sabe pensar, señor Bánev, eso es lo que pasa. Y por eso simplifica. No importa cuan complejo sea el fenómeno social que encuentre en su camino, ante todo tenderá a simplificarlo. Por la fe, o por la desconfianza. Y si se trata de la fe, entonces llegará hasta el éxtasis, hasta el más lastimero gemido perruno. Pero si no cree, salpicará apasionadamente con su bilis envenenada todos los ideales, tanto los verdaderos como los falsos. Perry Mason decía: «Las pruebas no son temibles por sí mismas, lo temible es su interpretación incorrecta». Con la política ocurre lo mismo. Los pícaros la interpretan según les conviene, y nosotros, los simplones, nos agarramos a esa interpretación lista para usar. Porque no sabemos, no queremos y no podemos pensar por nosotros mismos. Y cuando el simplón de Bánev, que nunca ha visto en su vida otra cosa que no sean los picaros de la política, comienza a interpretar él mismo lo que ve, le entra de nuevo el tembleque, porque es inculto, porque no le han enseñado a pensar de verdad y por esa razón tan natural no es capaz de interpretar nada si no es en los términos de los pícaros. El mundo nuevo, el mundo viejo... y al momento, todo se asocia: neue Ordnung, alte Ordnung...Pero, bien, el simplón de Bánev no ha nacido ayer, algo habrá visto, algo habrá aprendido. No es un imbécil sin remedio. También existen Diana, Zurzmansor, Gólem. ¿Por qué debo creer al fascista de Pavor, o a este aldeanillo mocoso, o a Kvadriga, que hoy está sobrio? ¿Por qué tiene que haber sangre, pus, fango? ¿Que los mohosos han actuado contra Pferd? ¡Magnífico! Hace tiempo que había llegado el momento de echarlo a patadas... Y no dejarán sin protección a los niños. No son así. Y no se dan golpes de pecho, no hacen llamamientos a la conciencia nacional, no desencadenan instintos atávicos. Lo que es más natural es lo que menos adorna al ser humano, Bol-Kunats tenía razón. Y es totalmente posible que en este nuevo mundo no haya un nuevo orden. ¿Asusta? ¿Incomoda? Pero es así como debe ser. Uno crea el futuro, pero no es para él. ¡Diablos, cómo me puse cuando vi en mi piel las manchas del futuro! Cómo pedí volver atrás, a comer pulpo, a beber vodka... Me da náuseas acordarme, pero así es como debió ocurrir. Sí, odio el viejo mundo. Odio su ignorancia, su imbecilidad, su fascismo. ¿Y qué soy yo sin todo eso? Es mi pan y mi agua. Limpiad el mundo alrededor mío, hacedlo como sueño, verlo y será mi fin. No sé alabar, odio las alabanzas, pero no habrá nada que reprochar, no habrá nada que odiar, será la angustia, la muerte... El nuevo mundo es recto, justo, inteligente, limpio hasta lo estéril, pero no le soy necesario, en él soy un cero. Le era necesario cuando luchaba por alcanzarlo... pero si no le soy necesario, entonces tampoco lo necesito, pero si no lo necesito, ¿por qué combato por él? Ay, los buenos viejos tiempos, cuando se podía dar la vida por construir un mundo nuevo, y morir en el viejo. La aceleración del crecimiento, por doquier la aceleración... ¡Pero sin haber luchado a favor, no se puede luchar en contra! Entonces, quiere decir que cuando talas el bosque, la rama que peor lo pasa es esa misma sobre la que estás sentado...
...En algún sitio de un mundo enorme y desierto lloraba una niña, que repetía, lastimera: «No quiero, no quiero, no es justo, es cruel, no me importa lo que será mejor, que no sea mejor entonces, que se queden, que existan, es que no se puede hacer de manera que se queden con nosotros, qué tonto, qué falto de sentido...».
«Es Irma», pensó Víktor. «¡Irma!», gritó y se despertó.
Kvadriga roncaba. La lluvia había cesado al otro lado de la ventana y había algo más de luz. Víktor se llevó el reloj a los ojos. Las manecillas fosforescentes señalaban las cinco menos cuarto. Hacía un frío húmedo, había que levantarse y cerrar la ventana, pero ahora estaba calentito, no deseaba moverse y los párpados se le cerraron solos. En el sueño o en la vigilia se oyó el paso de coches, coches que pasaban uno tras otro, que se arrastraban por el camino fangoso y lleno de baches, a través del campo interminable y sucio, bajo un cielo gris y sucio, que pasaban por delante de los postes de teléfono medio caídos, con los cables arrancados, por delante de un cañón destruido con la boca mirando hacia arriba, por delante de una chimenea chamuscada, sobre la cual estaban posados cuervos muy gordos, y la humedad gélida penetraba bajo la lona, bajo los capotes, y tenía muchas ganas de dormir, pero no podía dormirse porque de un momento a otro pasaría Diana, y el portón estaba cerrado, las ventanas estaban oscuras, ella habrá pensado que no estoy aquí y habrá seguido adelante, y él saltó por la ventana y corrió con todas sus fuerzas tras el coche, gritando tan fuerte que estallaban sus tendones, pero a su lado pasaban los tanques con su estruendo y sus motores rugientes, él no escuchaba su voz, y Diana se había ido al cruce, donde todo ardía, donde la matarían, y él se quedaría solo, y en ese momento apareció el chillido feroz y penetrante de una bomba en sus sienes, dentro de su cerebro... Víktor se lanzó a la cuneta y se cayó del butacón.
R. Kvadriga chillaba. Se retorcía ante la ventana abierta, miraba al cielo y chillaba como una vieja, había luz, pero no se trataba del sol: en el suelo lleno de escombros se veían rectángulos idénticos, claros.
Víktor corrió a la ventana y miró. Era la luna, helada, pequeña, con un brillo cegador. Tenía algo horrible, insoportable, pero Víktor no comprendió en un primer momento de qué se trataba. El cielo seguía cubierto de nubes, pero en esas nubes alguien había recortado un cuadrado perfecto, y la luna estaba en el centro de ese cuadrado.
Kvadriga había dejado de chillar. Había perdido la voz y sólo emitía chirridos, gemidos débiles. Víktor respiró con dificultad y, de repente, sintió ira. ¿Qué se creen que es esto, un circo o qué? ¿Por quién me toman?... Kvadriga seguía chirriando.
—¡Cállate! —rugió Víktor con odio—. ¿No has visto un cuadrado en tu vida? ¡Pintor de mierda! ¡Lameculos!
Agarró a Kvadriga por la manta y lo sacudió con todas sus fuerzas. Kvadriga cayó al suelo y quedó inmóvil.
—Está bien —dijo de repente, con voz inesperadamente clara y nítida—. Estoy harto.
Se incorporó sobre manos y rodillas, y como si fuera un corredor, salió disparado. Víktor volvió a mirar por la ventana. En el fondo de su alma tenía la esperanza de que se tratara de una visión, pero todo seguía como antes, y pudo incluso distinguir en el extremo inferior derecho una estrella mínima, casi perdida en el resplandor lunar. Se veían perfectamente los arbustos de violetas empapados, la fuente que no funcionaba, con su alegórico pescadito de mármol, el portón con dibujos rameados, y tras el portón, la cinta negra de la carretera. Víktor se sentó en el antepecho de la ventana y encendió un cigarrillo, esforzándose por que no le temblaran los dedos. De reojo, se dio cuenta de que el soldadito no estaba en el salón: quizá había huido, o se había escondido tras el sofá y había muerto de terror. En todo caso, el fusil automático seguía donde antes y Víktor soltó una risita histérica, comparando aquel ridículo trozo de metal con las fuerzas que habían recortado una ventana cuadrada en las nubes. Un buen truco. Nada, si el mundo nuevo perecía, el viejo también tendría lo suyo. Aunque, de todos modos, era bueno tener el fusil a mano. Una tontería, pero se sentía más tranquilo. Y después de pensarlo, ya no parecía una tontería. Estaba claro que habría una gran batalla, eso se percibía en el aire, y cuando se libra una gran batalla, siempre es mejor mantenerse al margen y tener un arma.
En el patio se oyó el rugido de un motor, por la esquina dobló la limusina de Kvadriga, larguísima, interminable (regalo personal del señor Presidente por el trabajo desinteresado de un artista fiel), atravesó el jardín buscando el portón, lo arrancó con estruendo, salió a la carretera y se perdió de vista.
—Finalmente, el muy cerdo se ha largado —masculló Víktor, con cierta envidia.
Bajó del antepecho, se colgó el fusil automático del hombro, se cubrió con el impermeable y llamó al soldadito. El chaval no respondió. Víktor miró bajo el sofá, pero sólo vio el bulto gris con el uniforme. Encendió un cigarrillo y salió al patio. Entre los arbustos de violetas, junto al portón arrancado de cuajo, descubrió un banquito de extrañas formas y muy cómodo. Lo fundamental era que desde allí se divisaba bien la carretera. Se sentó, cruzó las piernas y se abrigó lo mejor posible con el impermeable. Al principio, la carretera estaba desierta, pero después pasó un coche, luego otro, un tercero, y entonces comprendió que la fuga había comenzado.
La ciudad se vaciaba como un absceso. Los primeros en huir eran los elegidos: magistrados y policías, la industria y el comercio, abogados y accionistas, financieros y pedagogos, el correo y el telégrafo, huían los camisas doradas, todos, todos, sumidos en vapores de gasolina, acompañados por los estallidos de los tubos de escape, agitados, agresivos, rabiosos y obtusos, huían los que pagaban sobornos, los extorsionadores, los servidores del pueblo, los padres de la ciudad, acompañados por el ruido de las sirenas y los pitidos de los cláxones, sobre la carretera había un rugido continuo, pero el gigantesco forúnculo seguía vertiéndolo todo, y cuando se acabó el pus, comenzó a salir la sangre, el pueblo propiamente dicho, en camiones llenos a más no poder, en autobuses escorados, en utilitarios donde no cabía ni un alfiler, en motocicletas y bicicletas, en carretones, a pie, doblados bajo el peso de los bultos, empujando carretillas de mano, con las manos vacías, tristes, callados, perdidos, dejando a sus espaldas sus hogares, sus chinches, su inocente felicidad, su vidita acomodada, su pasado y su futuro. Tras el pueblo comenzó a huir el ejército. Pasó lentamente un todoterreno con oficiales, un transporte blindado, después pasaron dos camiones con soldados y nuestras cocinas de campaña, las mejores del mundo, y por último desfiló un blindado de orugas, con las ametralladoras apuntando hacia atrás.
Se hacía de día, la luna palidecía, el horrible cuadrado se difuminaba, las nubes se disolvían, llegaba la mañana. Víktor esperó unos quince minutos y finalmente salió a la calle. Sobre el asfalto yacían trapos sucios, una maleta aplastada, por el aspecto una buena maleta, seguramente se le había caído a algún jefe, la rueda de un carro, y un poco más lejos, en la cuneta, estaba el carro con un viejo sofá raído y una planta en una maceta. En el centro de la carretera, directamente delante del portón, había un chanclo solitario. A su alrededor todo estaba desierto. Víktor miró hacia la estación de autobuses. Allí tampoco había ni un coche, ni una persona. Los pájaros se pusieron a trinar en los jardines y comenzó a salir el sol, que Víktor no había visto en medio mes, y la ciudad en varios años. Pero ahora no había nadie aquí que pudiera verlo. Nuevamente se escuchó el zumbido de un motor y por una esquina apareció un autocar. Víktor se apartó a la cuneta. Eran los Hermanos de Raciocinio, que pasaron a su lado, volviendo todos hacia él sus rostros vacíos, sin sentido.
«Es todo —pensó Víktor—. Me gustaría beber algo. ¿Pero dónde está Diana?»
Echó a caminar lentamente de regreso a la ciudad.
El sol estaba a la derecha, a veces se escondía tras los tejados de los chalets, aparecía entre ellos, salpicaba con su cálida luz a través de las ramas de los árboles medio podridos. Las nubes habían desaparecido, el cielo estaba sorprendentemente limpio. Una niebla leve se levantaba del terreno. Había un silencio total y Víktor prestó atención a los sonidos extraños, apenas audibles, que salían como de dentro de la tierra: unos débiles chasquidos, el murmullo del follaje. Pero después se acostumbró a ellos y los olvidó. Se sintió embargado por una asombrosa sensación de paz y seguridad. Caminaba como un borracho y casi todo el tiempo miraba al cielo. En la Avenida Presidente un todoterreno se detuvo a su lado.
—Monte —dijo Gólem.
Gólem estaba agotado, con el rostro grisáceo, parecía aplastado. A su lado estaba Diana, también cansada, pero bella de todos modos, la más bella de todas las mujeres cansadas.