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Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—Mañana tienes un encuentro con los estudiantes del gimnasio.
—Eso termina rápido. ¿Y después?
Diana no respondió. Miró detrás de él. Víktor se volvió. Un leproso se acercaba a ellos, un leproso con todos sus atributos: negro, empapado, con una venda en la cara.
—Hola —le dijo a Diana—. ¿Gólem no ha vuelto?
A Víktor le asombró el cambio que había tenido lugar en el rostro de Diana. Como en un cuadro antiguo. No, un cuadro no, un icono. La extraña inmovilidad de los rasgos. Y uno se pregunta si eso era lo que quería el pintor o si fue por incapacidad del artesano. Ella no respondía. Callaba, y el leproso también la miraba sin decir nada, y en aquel silencio no había nada incómodo: ellos estaban juntos, mientras Víktor y todos los demás estaban en otra parte. A Víktor no le gustó aquello.
—Seguramente Gólem vendrá ahora —dijo él, en voz alta.
—Sí —dijo Diana—. Siéntese, espérelo.
La voz de ella era la de siempre y le sonreía al leproso con una expresión de indiferencia. Todo era como siempre, Víktor estaba con Diana, mientras el leproso y todos los demás estaban en otra parte.
—¡Por favor! —dijo Víktor con alegría, indicando el butacón del doctor R. Kvadriga.
El leproso se sentó y puso sobre sus rodillas las manos, enfundadas en guantes negros. Víktor le sirvió coñac. El leproso, con un gesto descuidado y habitual, tomó la copa, la sacudió, como si la estuviera sopesando, y la volvió a poner sobre la mesa.
—Espero que no lo haya olvidado —le dijo a Diana.
—Claro. Por supuesto, ahora se lo traigo. Víktor, dame la llave de la habitación; vuelvo enseguida.
Tomó la llave y se dirigió con rapidez a la salida. Víktor encendió un cigarrillo. «¿Qué te está pasando, amigo? —se dijo—. Últimamente tienes demasiadas visiones. Te has vuelto sensible, demasiado... celoso. Y no vale la pena. Eso no tiene la menor relación contigo: todos esos antiguos maridos, todos esos conocidos extraños... Diana es Diana, y tú eres tú. ¿Que Roscheper es impotente? Pues es impotente. A ti, eso no te importa.» Sabía que todo aquello no era tan sencillo, que ya había recibido una dosis de veneno, pero se dijo: «ya basta», y ese día, en ese momento al menos, logró convencerse a sí mismo de que, verdaderamente, ya bastaba.
El leproso seguía sentado frente a él, inmóvil y terrible como un espantapájaros. Olía a humedad y a medicamentos. ¿Se me hubiera ocurrido pensar que alguna vez estaría sentado a la misma mesa con un mohoso en un restaurante? El progreso, chicos, avanza poco a poco. O será que nos hemos vuelto omnívoros: ¿acaso nos hemos convencido finalmente de que todos los hombres son hermanos? La humanidad, amigo mío, estoy orgulloso de ti... Y usted, caballero, ¿le entregaría su hija a un mohoso?
—Mi apellido es Bánev. —Víktor se presentó y decidió preguntar—: ¿Cómo está de salud vuestro... lesionado? Me refiero al que cayó en el cepo.
El leproso volvió rápidamente la cabeza hacia él. «Mira como desde una aspillera», pensó Víktor.
—Bien —respondió el leproso con sequedad.
—En su lugar, yo hubiera hecho una denuncia en la policía.
—No tiene sentido.
—¿Por qué? —insistió Víktor—. No está obligado a dirigirse a la comisaría local, puede ir a la regional...
—No tenemos necesidad de ello.
—Cada crimen impune genera un nuevo crimen —dijo Víktor encogiéndose de hombros.
—Sí. Pero eso no nos interesa.
Los dos callaron.
—Me llamo Zurzmansor —dijo el leproso al rato.
—Un apellido famoso —repuso Víktor con cortesía—. ¿No es usted pariente del sociólogo Pável Zurzmansor?
—Ni siquiera su tocayo —replicó el leproso entrecerrando los ojos—. Bánev, me han dicho que mañana va a hablar en el gimnasio...
Víktor no tuvo tiempo de responder. A sus espaldas alguien arrastró un butacón.
—¡Tú, asqueroso, lárgate de aquí! —se oyó una joven voz de barítono.
Víktor se volvió. Encima de él estaba la mole de Flamin Yuventa, o como quiera que se llamara, en una palabra, el sobrino. Víktor lo había visto durante un instante, pero ya sentía una irritación tremenda.
—¿Con quién está hablando, joven? —preguntó.
—Con su amigo —respondió gentilmente Flamin Yuventa, y de nuevo rugió—: ¡Es contigo, pellejo sarnoso!
—Un momento —dijo Víktor, y se levantó.
Flamin Yuventa lo miraba desde su altura con una sonrisa burlona. Un joven Goliat con chaqueta deportiva, llena de insignias de todo tipo, nuestro Sturmführer [7]nacional del modelo más corriente, fiel puntal de la nación con una porra de goma en el bolsillo trasero, flagelo de la izquierda, la derecha y el centro. Víktor extendió la mano hacia la corbata del jovenzuelo, con aire preocupado y curioso.
—¿Qué es esto que tiene aquí? —preguntó.
Y cuando el joven Goliat bajó maquinalmente la cabeza para ver de qué se trataba, Víktor le agarró con fuerza la nariz entre el índice y el pulgar.
—¡Eh! —gritó asombrado el joven Goliat e intentó liberarse, pero Víktor no lo soltó y estuvo un rato dedicado a retorcer aquella nariz descarada, con un gélido placer y un profundo celo.
—Pórtate bien —dijo—, cachorro de hiena, sobrinito, esbirro asqueroso, hijo de perra, saco de mierda... —La posición era excepcionalmente cómoda: el joven Goliat se resistía desesperadamente, pero entre ellos estaba el butacón; sacudía el aire con sus puños, pero los brazos de Víktor eran más largos y podía seguir retorciendo, tironeando, arrancando y empujando hasta que una botella voló por encima de su cabeza. Entonces miró atrás: la banda completa, unos cinco, dos de los cuales eran muy corpulentos, avanzaba hacia él apartando mesas y tirando asientos. Durante un segundo todo quedó congelado, como en una foto: Zurzmansor, de negro, reclinado tranquilamente en el butacón; Teddy, en el aire mientras saltaba por encima del mostrador; Diana, con un envoltorio blanco en las manos, en el centro del salón; y en un plano posterior, junto a la puerta, el rostro enfurecido y bigotudo del portero; muy cerca de él, aquellas jetas rabiosas, de bocas abiertas. Al instante la foto terminó y comenzó el cine.
Víktor logró golpear al primer gorila en la mejilla y lo tiró al suelo, dejándolo fuera de combate durante cierto tiempo. Pero otro de los gorilas logró golpear a Víktor en la oreja. Alguien le pegó con el canto de la mano en el mentón; el golpe iba dirigido claramente a la garganta, pero había fallado. Otro más (¿Sería Goliat, que se había liberado?) le saltó a la espalda. Todo aquello no era más que gamberrismo callejero, puro y duro, de aquellos puntales de la nación. Sólo uno de ellos sabía boxear, los demás no tenían verdaderos deseos de pelea, lo que querían era destrozar: sacar un ojo, rasgar una boca, patear un bajo vientre. Si Víktor hubiera estado solo, lo habrían dejado inválido, pero Teddy llegó en su ayuda por la retaguardia. Teddy seguía invariablemente un principio, la regla de oro de todos los encargados de cantinas: terminar toda pelea tan pronto empezaba; por el flanco apareció Diana, Diana Enfurecida, transformada por el odio, muy distinta a la de siempre, sin el envoltorio blanco y con una enorme botella forrada de paja en la mano; también llegaba el portero, un hombre de cierta edad, pero que a juzgar por su actitud había sido soldado: trabajaba con un atado de llaves, como si fuera un cinturón con una pesada hebilla. Así que cuando llegaron corriendo dos camareros desde la cocina no tuvieron nada que hacer. El sobrinito había escapado, olvidando su transistor sobre la mesa. Uno de los gorilas yacía bajo la mesa, el que Diana había derribado de un botellazo; Víktor y Teddy, animándose mutuamente con gritos de combate, sacaron a los otros cuatro del salón a puñetazos, los hicieron correr por el vestíbulo y los echaron a patadas a través de la puerta giratoria. Por inercia, ellos también salieron fuera y sólo allí, bajo la lluvia, se dieron cuenta de que su victoria era total y se tranquilizaron un poco.
—Mocosos de mierda —dijo Teddy, encendiendo a la vez dos cigarrillos, uno para él y otro para Víktor—. Han cogido la costumbre de armar lío todos los jueves. La semana pasada no los espanté y rompieron dos butacones. ¿Y quién tiene que pagar eso? ¡Yo!
—El sobrinito se ha ido —dijo Víktor, lamentándolo, mientras se palpaba la oreja inflamada—. No he podido echarle mano como quería.
—Eso es bueno —dijo Teddy, diligente—. Es mejor no tener nada que ver con ese cerdo. Sabes quién es su tío, y además... es uno de los pilares de La Patria y el Orden, o como se llamen ésos... Y tú, señor escritor, has aprendido a pelear. Recuerdo que eras un alfeñique, que cuando te pegaban, te metías bajo la mesa. Eres un tipo duro.
—Cosas de la profesión —suspiró Víktor—. Un producto de la lucha por la subsistencia. Ya sabes cómo es en nuestro país: todos para uno. Y el señor Presidente para todos.
—¿De verdad llegan hasta las manos? —se sorprendió Teddy.
—¿Y qué creías? Escriben un artículo alabándote, diciendo que estás imbuido de conciencia nacional, vas a buscar al crítico y él está con sus amigos, todos jóvenes, groseros, fortachones, hijos del Presidente...
—No me digas... ¿Y qué ocurre?
—Cualquier cosa. A veces es como ahora, a veces de otra manera.
Un todoterreno se detuvo ante la entrada, se abrió la portezuela y un hombre joven, cubierto solamente con un chubasquero, salió bajo la lluvia. Llevaba gafas y un portafolio. Iba acompañado por un hombre alto. Gólem salió de detrás del volante. El larguirucho miró atentamente, con interés profesional, cómo el portero sacaba a patadas por la puerta giratoria al último de los gamberros, que todavía no había vuelto en sí del todo.
—Lástima que ése no estaba —susurró Teddy, indicando con los ojos en dirección al larguirucho—. ¡Ése sí que es un maestro! Nada parecido a ti, un profesional, ¿entiendes?
—Entiendo —respondió Víktor, también en un susurro.
El joven del portafolio y el larguirucho pasaron raudos por delante de ellos y desaparecieron por la puerta. Gólem comenzó a seguirlos, sonriéndole a Víktor, pero el señor Zurzmansor, con el envoltorio blanco bajo el brazo, le cortó el camino. Dijo algo en voz baja, Gólem dejó de sonreír y volvió a montar en el vehículo. Zurzmansor se sentó en el asiento trasero y el todoterreno echó a andar.
—¡Vaya! No le pegamos al que se lo merecía, señor Bánev. La gente vierte sangre por él, y mira cómo se monta en un coche ajeno y se larga.
—No tienes razón —replicó Víktor—. Es una persona infeliz, un enfermo. Hoy van contra él, mañana contra nosotros. Ahora, tú y yo nos vamos a beber, a él se lo llevan a la leprosería.
—¡Ya sabemos adonde lo llevan! —dijo Teddy, belicoso—. No entiendes nada de nuestra vida, escritor.
—¿Me he distanciado de la nación?
—No sé si de la nación, pero no conoces la vida. Pasa un tiempo con nosotros: lleva lloviendo varios años, en los campos todo se ha podrido, los chicos ya no respetan a nadie... En la ciudad no queda ni un gato, no hay salvación de los ratones. ¡Eh! —dijo, haciendo un ademán de desesperación—. Vámonos.
Regresaron al vestíbulo.
—¿Qué, han roto muchas cosas? —preguntó Teddy al portero, que había vuelto a su puesto.
—Pues no. Esta vez no ha sido nada. Han destrozado una lámpara de mesa y ensuciado la pared, pero le he quitado el dinero al último; aquí lo tienes.
Teddy siguió hacia el restaurante, contando el dinero por el camino. Víktor fue detrás de él. El salón estaba en calma nuevamente. El hombre joven y el larguirucho comían melancólicamente el plato del día, con una botella de agua mineral. Diana seguía sentada en el mismo lugar, muy animada, muy hermosa, incluso le sonreía al doctor R. Kvadriga, que había ocupado su lugar y a quien habitualmente no soportaba. Kvadriga tenía delante una botella de ron, pero todavía estaba sobrio y por eso su aspecto era inusitado.
—¡Por la victoria! —saludó lúgubremente a Víktor—. Lamento no haber estado presente, aunque fuera como espectador. —Víktor se dejó caer en su asiento—. Menuda oreja —siguió diciendo Kvadriga—. ¿Dónde la has conseguido? Parece la cresta de un gallo.
—¡Coñac! —pidió Víktor y Diana le sirvió una copa—. A ella, y sólo a ella le debo mi victoria —dijo, señalando hacia Diana—. ¿Has pagado la botella?
—No se ha roto —dijo Diana—. ¿Por quién me tomas? ¡Dios mío, cómo ha caído! ¡Qué bien! Si todos cayeran así...
—Comencemos —dijo R. Kvadriga con el mismo aire sombrío, y se sirvió un vaso entero de ron.
—Ha caído como un maniquí. Como un bolo. Víktor, ¿estás bien? He visto cómo te pateaban.
—Lo esencial está bien. Lo he protegido especialmente.
El doctor R. Kvadriga, con un sorbetón, apuró las últimas gotas de ron que quedaban en el vaso, chupando de la misma manera que el desagüe del fregadero se traga los restos de agua tras la fregada. Sus ojos se animaron de inmediato.
—Nos conocemos —se apresuró a decir Víktor—. Eres el doctor Rem Kvadriga, yo soy el escritor Bánev...
—Olvida eso —dijo R. Kvadriga—. Estoy totalmente sobrio. Pero me emborracharé. Es lo único de lo que estoy seguro. Tú ni siquiera te lo puedes imaginar, pero cuando llegué aquí hace seis meses, no bebía absolutamente nada. Tengo el hígado enfermo, dispepsia intestinal y algo anda mal en el estómago. Tengo absolutamente prohibido beber, y ahora me emborracho todos los días... No le hago falta a nadie. Eso no me ha ocurrido nunca en toda mi vida. Ni siquiera recibo cartas, pues mis antiguos amigos están presos, no tienen derecho a correspondencia, y los nuevos son analfabetos...
—No me cuentes secretos de estado —advirtió Víktor—. No soy de fiar.
R. Kvadriga volvió a llenar el vaso y se dedicó a sorber el ron como si fuera té frío.
—Así sabe mejor. Pruébalo, Bánev. Lo disfrutarás... ¡Y deje de mirarme! —le dijo repentinamente a Diana, rabioso—. ¡Le ruego que oculte sus sentimientos! Y si no le gusta...
—Tranquilo, tranquilo —intervino Víktor, y R. Kvadriga puso una expresión agria.
—No entienden nada de mí —se quejó—. Nadie. Tú eres el único que entiendes algo. Tú me has entendido siempre. Pero eres demasiado grosero, Bánev, y siempre me has hecho daño. Me siento muy herido... Ahora temen insultarme, solamente me alaban. Cada vez que me alaba un canalla es una nueva herida. Otro canalla me alaba, otra herida. Pero ahora, todo eso queda atrás. Ellos todavía no saben... ¡Oye, Bánev! Qué mujer más maravillosa tienes... Te lo ruego... Pídele que venga a mi estudio... ¡No, imbécil! ¡De modelo! No entiendes nada, llevo buscando una modelo así diez años...
—Un cuadro alegórico —le explicó Víktor a Diana—: El Presidente y la nación eternamente joven...
—Idiota —dijo, con tristeza, el doctor R. Kvadriga—. Siguen pensando que me vendo... ¡Es verdad, ocurrió una vez! Pero ya no hago retratos de presidentes... ¡Es un autorretrato! ¿Entiendes?
—No —replicó Víktor—. No lo entiendo. ¿Quieres hacer tu autorretrato, tomando a Diana como modelo?
—Idiota. Será el rostro del artista...
—Mi trasero —explicó Diana a Víktor.
—¡El rostro del artista! —repitió R. Kvadriga—. Tú también eres un artista... Y todos los que están presos sin derecho a correspondencia... y todos los que están muertos sin derecho a correspondencia... y todos los que viven en mi edificio... quiero decir, los que no viven... ¿Sabes?, Bánev, tengo miedo. Te lo pedí: ven a vivir a mi casa aunque sea por poco tiempo. Tengo una villa, una fuente... Pero el jardinero huyó. Cobarde. Yo mismo no puedo vivir allí, es mejor en el hotel... ¿Crees que bebo porque me he vendido? Tonterías, eso sólo ocurre en las novelas de moda. Si vives un tiempo en mi casa lo entenderás. Quizá hasta puedas reconocerlos. Quizá no sean conocidos míos, sino tuyos. Entonces, quizá yo podría entender por qué no me reconocen... Andan descalzos, se ríen... —De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Señores, qué suerte que ese Pavor no está ahora con nosotros! A su salud.
—Salud —dijo Víktor, intercambiando una mirada con Diana que, a su vez, miró a R. Kvadriga con alarma y asco—. Aquí nadie quiere a Pavor. Sólo yo, porque soy un monstruo.
—Agua clara —pronunció R. Kvadriga—. Y una rana saltarina. Charlatán. Siempre está callado.
—Ya está totalmente borracho —le explicó Víktor a Diana—. No hay nada que temer.
—¡Señores! —dijo el doctor R. Kvadriga—. ¡Señorita! ¡Considero mi deber presentarme! Rem Kvadriga, doctor honoris causa.
Víktor llegó al gimnasio media hora antes de lo convenido, pero Bol-Kunats ya lo esperaba. A propósito, era un chico con mucho tacto. Le informó de que el encuentro tendría lugar en la sala de actos, y al momento se marchó, alegando asuntos urgentes. Víktor quedó solo y se dedicó a caminar por los pasillos, metiendo la cabeza en las aulas vacías, respirando los aromas olvidados de la tinta, la tiza, el polvo que nunca se asentaba, el olor de las peleas a primera sangre, de los agotadores interrogatorios de pie ante la pizarra, los olores de la cárcel, de la ausencia de derechos, de la mentira... elevados a principios. Todo el tiempo tenía la esperanza de despertar en su memoria dulces recuerdos de la niñez y la adolescencia: la caballerosidad, la camaradería, el primer amor puro; pero no lograba nada por mucho que se esforzara, por mucho que estuviera preparado para enternecerse a la primera oportunidad. Aquí todo seguía como antes: las aulas claras, silenciosas; los pupitres, con iniciales talladas y entintadas, e inscripciones apócrifas sobre la esposa y la mano derecha; y las paredes cuartelarias, pintadas hasta media altura de un alegre color verde, y el revoque, roto en los ángulos; todo seguía siendo como antes, odioso, asqueroso, alimentando la rabia y la ignorancia.
Tardó un rato, pero encontró su aula; encontró su puesto, junto a la ventana, aunque el pupitre era diferente, lo único que seguía igual era el emblema de la Legión de la Libertad, tallado profundamente en el antepecho de la ventana, y recordó vivamente el embriagador entusiasmo de aquellos tiempos, los brazaletes blancos y rojos, las huchas de lata para el fondo de la Legión, las peleas con los rojos, feroces y sangrientas, y los retratos en todos los diarios, en todos los libros de texto, en todas las paredes, aquel rostro que entonces parecía importante, maravilloso, y que en este momento era marchito, brutal, parecido al hocico de un jabalí, con su enorme boca babeante de grandes colmillos. Eran tan jóvenes, tan grises, tan idénticos... Y tontos, y uno no se alegra de reconocer esta tontería, por saber que es ahora más inteligente, sólo siente una vergüenza ardiente por lo que era entonces, un polluelo gris, diligente, que imaginaba ser brillante, insustituible y muy especial... Hubo otros penosos recuerdos infantiles, el agobiante miedo frente a la chica de la que tanto te habías jactado y ante la cual no podías retroceder; y al otro día, la ira aplastante del padre, las orejas ardientes de vergüenza. A todo eso se le daba el nombre de «época feliz»: un tiempo gris, salpicado de entusiasmo y concupiscencia...
«Mal andan las cosas —pensó—. ¿Y si de repente, dentro de quince años, me doy cuenta de que ahora soy tan gris y carente de libertad como entonces, o peor todavía, me doy cuenta de que me considero adulto, conocedor de muchas cosas, con la suficiente experiencia para estar satisfecho conmigo mismo y para juzgar a los demás?»
Humildad, sólo una humildad que llegue a la autonegación... y sólo la verdad, nunca mientas, al menos nunca te mientas a ti mismo, aunque eso es terrible, autonegarte cuando en torno a ti hay tantos idiotas, pervertidos, mentirosos rapaces, cuando hasta los mejores están llenos de manchas, como si tuvieran lepra... ¿Quieres volver a ser adolescente? No. ¿Y quieres vivir otros quince años? Sí. Porque vivir es bueno. Hasta cuando te golpean. Lo único que necesitas es la oportunidad de devolver el golpe... Basta, es suficiente. Detengámonos en el hecho de que la vida actual es una forma de existencia que permite devolver los golpes. Y ahora, vamos a ver cómo son...
En el salón había una multitud de estudiantes y reinaba el escándalo acostumbrado, que cesó cuando Bol-Kunats llevó a Víktor al estrado y lo sentó bajo el enorme retrato del Presidente (regalo del doctor R. Kvadriga) tras una mesa, cubierta con un mantel rojiblanco. Después, Bol-Kunats avanzó hasta el borde del estrado.
—Hoy va a conversar con nosotros el famoso escritor Víktor Bánev, nacido en nuestra ciudad —dijo, y se volvió hacia Víktor—: ¿Qué prefiere, señor Bánev, que formulen las preguntas en voz alta o por escrito?
—Me da igual —respondió Víktor sin pensar—. Sólo quiero que haya muchas preguntas.
—Entonces, le doy la palabra.
Bol-Kunats saltó del estrado y se sentó en primera fila. Víktor se rascó una ceja mientras recorría el salón con la vista. Había unas cincuenta personas, chicas y chicos, con edades entre diez y catorce años, que lo miraban con serena expectación. Le pasó por la mente la idea de que todos fueran niños prodigio. En la segunda fila, a la derecha, vio a Irma y le dedicó una sonrisa. Ella le respondió con otra.
—Yo estudié en este mismo gimnasio —comenzó Víktor—, y una vez, en este mismo estrado, tuve que hacer el papel de Ozrik. No me lo sabía y tuve que inventarlo sobre la marcha. Eso fue lo primero que inventé en mi vida sin la amenaza de una mala calificación. Dicen que en estos tiempos es más difícil estudiar que en mi época. Dicen que vosotros estudiáis asignaturas nuevas, y que lo que nosotros estudiábamos en tres años, vosotros lo estudiáis en uno. Pero, seguramente, vosotros no os dais cuenta de que ahora es más difícil. Los científicos suponen que el cerebro humano es capaz de asimilar muchos más datos de lo que parece a primera vista, Únicamente hay que tener la capacidad de compactar esos datos...
«Aja —pensó—, ahora les hablaré de la hipnopedia.» Pero, en ese momento, Bol-Kunats le entregó una notita:
No es necesario hablar de los logros de la ciencia.
Converse con nosotros como con sus iguales.
Valeriance, 6° grado.
—Bien. Aquí, un tal Valeriance, de sexto grado, me propone que converse con vosotros como con mis iguales, y me sugiere que no hable de los logros de la ciencia... Debo decirte, Valeriance, que tenía la intención de hablar ahora sobre los logros de la hipnopedia. Pero me olvidaré gustoso de mis intenciones, aunque considero mi deber informarte del hecho de que la mayoría de los adultos que son mis iguales no tienen la menor idea sobre la hipnopedia. —Le resultaba incómodo hablar sentado, se levantó y comenzó a andar por el estrado—. Chicos, debo reconocer que no me gustan los encuentros con los lectores. Como regla, es totalmente imposible conocer de qué tipo de lectores se trata, qué quieren de ti y qué es lo que verdaderamente les interesa. Por eso intento convertir cada aparición mía en un encuentro de preguntas y respuestas. A veces resulta muy entretenido. Hagámoslo así: comenzaré a preguntar yo. Entonces... ¿Todos habéis leído mis obras?
—Sí —respondieron voces infantiles—. Las hemos leído... Todas...
—Magnífico —replicó Víktor, confuso—. Me siento halagado, y también asombrado. Está bien, seguimos... ¿Deseáis que os cuente la historia de cómo escribí alguna de mis novelas?
Se hizo un corto silencio, y a continuación un chico flaco, con la cara llena de granos, se levantó en el centro del salón.
—No —dijo, y al momento se sentó.
—Excelente. Eso es todavía mejor porque, a pesar de opiniones muy difundidas, no hay nada interesante en los asuntos relacionados con la escritura. Prosigamos... ¿Desea el respetado público conocer mis planes creativos?
—Verá, señor Bánev —dijo cortésmente Bol-Kunats, que se había puesto de pie—, los temas directamente relacionados con su técnica de creación sería mejor dejarlos para el final del encuentro, cuando quede claro el cuadro general.
Se sentó. Víktor se metió las manos en los bolsillos y volvió a pasearse por el estrado. Aquello se ponía interesante; al menos era inusitado.
—¿O será que os interesan las anécdotas literarias? —dijo, insinuante—. Cómo anduve de caza con Hemingway. Cómo Ehrenburg me regaló un samovar ruso. O lo que me dijo Zurzmansor cuando nos tropezamos en un tranvía...
—¿De veras se tropezó con Zurzmansor? —preguntaron desde el salón.
—No, estoy bromeando. Entonces, ¿qué, queréis anécdotas literarias?
—¿Puedo preguntar algo? —dijo el chico con la cara llena de granos, incorporándose.
—Claro.
—¿Cómo quisiera usted vernos en el futuro?
«Sin granos en la cara», fue lo primero que se le ocurrió a Víktor, pero espantó aquella idea, porque comprendió que aquello comenzaba a caldearse. La pregunta había sido dura. «Quisiera que alguien me dijera cómo quiero verme en el presente», pensó. Pero debía responder.
—Inteligentes —comenzó, a voleo—. Honestos. Bondadosos... Quisiera que amarais vuestro trabajo... y que trabajarais sólo por el bien de las personas. —Qué tonterías digo. ¿Y cómo no decirlas?—. Más o menos así...
El salón se llenó de ruidos de voces quedas.
—¿Es verdad que usted considera que un soldado es más importante que un físico? —preguntó alguien, sin ponerse de pie.
—¿Yo? —Víktor se indignó.
—Eso fue lo que entendí del relato La tragedia llega de noche.
Era un bichejo rubio, de unos diez años. Víktor soltó un «hummm». La tragediapodía ser un mal libro o un buen libro, pero bajo ningún concepto era un libro infantil. Hasta tal punto no lo era que ninguno de los críticos logró entenderlo: todos lo consideraron algo pornográfico, que conspiraba contra la moral y la conciencia nacional. Y lo más terrible, aquel bichejo rubio tenía fundamentos para suponer que su autor consideraba a un soldado más importante que un físico, al menos en ciertas circunstancias.
—El problema es —comenzó Víktor, con emoción—, que... cómo decirte... Ocurren muchas cosas diferentes.
—No me estoy refiriendo a la fisiología —repuso el bichejo rubio—. Hablo de la concepción general del libro. Quizá la expresión «más importante» no es la más adecuada...
—Yo tampoco me refiero a la fisiología —dijo Víktor—. Quiero decir que hay situaciones en las que el nivel de conocimiento no tiene importancia.
Bol-Kunats recibió dos notitas del público y se las entregó: «¿Es posible considerar honrada y buena a una persona que trabaja para la guerra?» y «¿Qué es una persona inteligente?». Víktor comenzó con la segunda pregunta, era más sencilla.
—Una persona inteligente es la que reconoce la imperfección y parcialidad de sus conocimientos, intenta completarlos y tiene éxito en ello... ¿Estáis de acuerdo conmigo?
—No —dijo una chica guapa, mientras se ponía de pie.
—¿Por qué?
—Su definición no es funcional. Con esa definición, cualquier idiota puede considerarse inteligente. Sobre todo, si quienes lo rodean apoyan esa opinión.
«Sí», pensó Víktor. Cierto pánico comenzaba a apoderarse de él. Vaya, aquello no era un debate con sus colegas escritores.
—Tiene usted razón en cierta medida —dijo, pasando inesperadamente a tratarla de usted—. Pero se trata, en general, de que los conceptos de «idiota» e «inteligente» son conceptos históricos y más bien subjetivos.
—Entonces, ¿usted no se atrevería a distinguir a un idiota de un inteligente? —preguntó, desde las filas traseras, un estudiante moreno, de ojos bíblicos y cabeza totalmente afeitada.
—Sí me atrevo —dijo Víktor—. Claro. Pero no estoy seguro de que ustedes siempre estarán de acuerdo conmigo. Hay un antiguo aforismo: el idiota es sólo uno que piensa diferente... —Por lo general, aquella frase causaba la risa en el público, pero ahora todo el salón esperaba en silencio a que él continuara—. O uno que siente diferente —añadió.
Percibió claramente la insatisfacción del público, pero no sabía qué más decir. No lograba establecer contacto. Por regla general, el público adopta con facilidad los puntos de vista del orador, acepta sus juicios y a todos les queda claro quiénes son los idiotas, teniendo en cuenta también que se daba por hecho que nadie era idiota en aquel salón. En el peor de los casos, el público no está de acuerdo y se vuelve hostil, pero ese caso tampoco presenta dificultad, pues siempre queda la posibilidad del sarcasmo y la ironía, y no es complicado que uno discuta con muchos, ya que entre todos esos siempre se puede detectar al más escandaloso y al más tonto, a los que se puede pisotear para satisfacción general.
—No lo entiendo del todo —dijo la chica guapa—. Usted quiere que seamos inteligentes, o sea, de acuerdo a su aforismo, que pensemos y sintamos igual que usted. Pero yo he leído todos sus libros y solamente he encontrado en ellos la negación. Por otra parte, usted quisiera que trabajáramos por el bien de las personas. O sea, por el bien de esos tipos sucios y desagradables que pueblan las páginas de sus libros. ¿Y no es verdad que usted refleja la realidad?
Finalmente, a Víktor le pareció que tocaba el fondo bajo los pies.
—Miren, cuando hablo de trabajar por el bien de las personas, quiero decir por la transformación de las personas en limpias y agradables. Y este deseo mío no tiene ninguna relación con mi trabajo creador. En los libros intento reflejarlo todo como es, y no trato de enseñar ni mostrar lo que hay que hacer. En el mejor de los casos, muestro el objeto al que hay que aplicar la fuerza, atraigo la atención hacia aquello contra lo que hay que combatir. No sé cómo cambiar a la gente, si lo supiera no sería un escritor de moda, sino un gran pedagogo o un famoso sociólogo. En general, a la literatura le está contraindicado educar o informar, proponer caminos concretos o crear una metodología concreta. Eso se puede ver en el ejemplo de los escritores más importantes. Me inclino ante León Tolstoi, pero sólo mientras sigue siendo un espejo de la realidad, un espejo particular y único por su talento reflector. Pero tan pronto comienza a enseñarme a andar descalzo o a poner la otra mejilla, soy presa de la angustia y la lástima... El escritor es un instrumento que muestra el estado de la sociedad, y sólo es una herramienta para cambiar la sociedad en un grado mínimo. La historia muestra que la literatura no cambia la sociedad, sino las reformas o las ametralladoras, y ahora también la ciencia. En el mejor de los casos, la literatura muestra contra quién hay que disparar, o qué debe ser cambiado...