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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

Текст книги "Destinos Truncados"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—Por favor. —Víktor le llenó la copa—. ¿Despertamos a Kvadriga? ¿Por qué no me defendió de Pavor?

—No, no lo despierte, vamos a conversar. ¿Para qué se mete en esos líos? ¿Quién le pidió que se llevara el camión?

—Me entraron ganas de hacerlo. Retener libros es una canallada. Además, el burgomaestre me echó a perder el día. Atentó contra mi libertad. Cada vez que alguien atenta contra mi libertad, cometo alguna gamberrada... Por cierto, Gólem, ¿el general Pferd podría defenderme ante el burgomaestre?

—Se limpia con usted y con el burgomaestre juntos. Tiene sus problemas, que son muchos.

—Usted dígale que me defienda. O escribiré un artículo denunciando su leprosería, contando cómo utilizan la sangre de bebitos cristianos para curar la enfermedad de los gafudos. ¿Cree que no sé para qué atraen los mohosos a los niños? En primer lugar, les chupan la sangre, y en segundo, los corrompen. Lo llenaré de vergüenza ante el mundo entero. Chupasangre y corruptor, disfrazado de médico. —Víktor chocó su copa con la de Gólem y bebió—. Por cierto, estoy hablando en serio. El burgomaestre intenta obligarme a escribir semejante artículo. Por supuesto, usted también lo sabe.

—No —respondió Gólem—. Pero eso no tiene importancia.

—Veo que, para usted, nada tiene importancia. Tiene a toda la ciudad en contra, y no tiene importancia. Lo van a llevar a los tribunales, y eso no tiene importancia. El inspector sanitario Pavor está molesto por su comportamiento, y no tiene importancia. ¿No será que el general Pferd es un seudónimo del señor Presidente? A propósito, ¿ese general todopoderoso sabe que usted es comunista?

—¿Y por qué está molesto el escritor Bánev? —preguntó Gólem con serenidad—. Y no grite de esa manera, que Teddy se asusta.

—Teddy es de los nuestros —objetó Víktor—. Él también está molesto: los ratones lo tienen loco. —Levantó las cejas y encendió un cigarrillo—. Aguarde, ¿qué me estaba preguntando? Ah, sí... Estoy molesto porque no me permitieron entrar en la leprosería. De todas formas, realicé una acción noble. Sería tonta, pero todas las acciones nobles son tontas. Y antes de eso, llevé a un mohoso sobre mis espaldas.

—Y peleó para defenderlo —añadió Gólem.

—Exactamente. Peleé.

—Contra los fascistas.

—Precisamente, contra los fascistas.

—¿Y tiene usted pase? —preguntó Gólem.

—Pase... A Pavor tampoco lo dejan entrar, y vea cómo se está convirtiendo en un demófobo.

—Sí, Pavor no tiene suerte aquí —dijo Gólem—. En general, es un funcionario capaz, pero aquí no logra resultados. Espero que comience a hacer tonterías. Creo que ya ha comenzado.

—Así, duro —dijo el doctor R. Kvadriga levantando la cabeza despeinada—. Me voy y después veremos. Que no quede ni su aliento. —Su cabeza cayó sobre la mesa, con un golpe sonoro.

—De todos modos, Gólem —dijo Víktor, bajando la voz—, ¿de veras es usted comunista?

—Recuerdo que el partido comunista está prohibido en nuestro país —anotó Gólem.

—Dios mío, ¿y qué partido está permitido aquí? Yo no le pregunto por el partido, sino por usted.

—Como puede ver, yo estoy permitido.

—Bueno, como quiera. A mí me da igual. Pero al burgomaestre... Por cierto, a usted no le importa el burgomaestre. Pero si el general Pferd llega a saberlo...

—Pero no se lo vamos a decir —le susurró Gólem en confianza—. ¿Para qué necesita un general semejantes minucias? Él sabe que existe la leprosería, que allí hay un tal Gólem, unos mohosos, y eso basta.

—Un general extraño —dijo Víktor pensativo—. Un general de la leprosería. Por cierto, seguramente chocará pronto con los mohosos. Eso lo detecto con la elevada percepción del artista. En nuestra ciudad, el mundo empieza y termina con los mohosos.

—Si fuera sólo en nuestra ciudad...

—¿Qué ocurre? Se trata solamente de personas enfermas, que ni siquiera son contagiosas.

—No se haga el listo, Víktor. Usted sabe perfectamente que no son sólo personas enfermas. Y ni siquiera el contagio es sencillo.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que Teddy, por ejemplo, no puede contagiarse de ellos. Y el burgomaestre tampoco, y ni hablar del jefe de policía. Pero otro tipo de gente puede.

—Usted, por ejemplo.

—Yo tampoco puedo. Ya.

—¿Y yo?

—No lo sé. En general, es sólo una hipótesis mía. No me tome en serio.

—Y no lo tomo —dijo Víktor con tristeza—. ¿Qué otra cosa los distingue?

—¿Qué otra cosa los distingue...? —repitió Gólem—. Víktor, usted mismo ha podido notar que las personas se dividen en tres grandes grupos. Más exactamente, en dos grandes y uno pequeño. Hay gente que no puede vivir sin el pasado, están totalmente en un pasado más o menos lejano. Viven según las tradiciones, las costumbres, los legados, buscan en el pasado la alegría y el ejemplo. Digamos, el señor Presidente. ¿Qué haría si no tuviéramos nuestro glorioso pasado? ¿Adonde nos remitiría y, en general, de dónde habría salido él mismo? A continuación, hay gente que vive en el presente y no quieren conocer ni el pasado ni el futuro. Usted, por ejemplo. El señor Presidente le echó a perder toda imagen del pasado, y no importa a qué pasado dirija la vista, ahí estará siempre la imagen del señor Presidente. Y sobre el futuro no tiene usted la menor idea, y en mi opinión, teme pensar en él... Finalmente, hay gente que vive en el futuro. Del pasado, con toda justicia no esperan nada bueno, y para ellos el presente es sólo el material para construir el futuro, la materia prima... Pero ellos, en realidad, ya viven en el futuro, en isletas del futuro que han surgido en torno a ellos en el presente... —Gólem sonreía de manera extraña y levantaba los ojos hacia el techo—. Son inteligentes. Tremendamente inteligentes —dijo, con ternura—, a diferencia del resto de las personas. Todos tienen talento, Víktor, como si los hubieran seleccionado. Tienen extraños deseos y carecen totalmente de deseos corrientes.

—Un deseo corriente, por ejemplo, son las mujeres...

—En cierto sentido, sí.

—¿El licor, el circo?

—Sin duda.

—Extraña enfermedad. No quiero... Y, de todos modos, no entiendo... No entiendo nada. Bueno, el hecho de que a las personas inteligentes las meten tras cercas de alambre espino, eso lo entiendo. Pero por qué a ellos los dejan salir y a nosotros no nos dejan entrar...

—Aunque puede ser que no sean ellos los que estén encerrados tras el alambre espino, sino usted.

—Aguarde —dijo Víktor, sonriendo irónicamente—. Eso no lo aclara todo. ¿Qué pinta Pavor en este lío? Está bien, a mí no me dejan entrar, yo soy ajeno a todo eso. Pero ¿no debe alguien inspeccionar el estado de la ropa de cama y los sanitarios? Quizá tengan problemas de sanidad allí.

—¿Y si lo que le interesa no son las condiciones sanitarias?

—¿Bromea usted de nuevo? —Víktor miraba a Gólem con perplejidad.

—De nuevo no bromeo —respondió Gólem.

—En su opinión, ¿qué es él, un espía?

—El concepto de espía abarca demasiadas cosas —repuso Gólem.

—Aguarde. Hablemos con sinceridad. ¿Quién tendió los alambres y dispuso la custodia?

—Vaya, ese alambre. —Gólem suspiró—. Cuántas prendas de vestir se enganchan ahí. Y esos soldados siempre están enfermos de diarrea. ¿Sabe cuál es el mejor remedio contra la diarrea? Tabaco con vino de oporto... Mejor dicho, vino de oporto con tabaco.

—Está bien —aceptó Víktor—. Tenemos al general Pferd. Aja... Y a ese jovencito con el portafolios. ¡Vaya, qué cosa! Resulta que simplemente se trata de un laboratorio militar. Está claro. Y significa que Pavor no es militar. Trabaja en otra institución. ¿Y no podría ser un espía extranjero?

—¡Dios nos libre! —dijo Gólem, horrorizado—. Faltaría más...

—Aja... ¿Y sabe él quién es ese joven con el portafolios?

—Creo que sí.

—¿Y ese joven sabe quién es Pavor?

—Creo que no —respondió Gólem.

—¿Usted no le ha contado nada?

—¿Y eso qué me importa a mí?

—¿Tampoco se lo ha contado al general Pferd?

—Ni se me ha ocurrido.

—Eso es injusto —pronunció Víktor—. Habría que decírselo.

—Oiga, Víktor —dijo Gólem—. Me he permitido hablar con usted sobre este asunto únicamente para que se asuste y no se meta en líos ajenos. Eso no tiene la menor relación con usted. Ya destaca demasiado, lo pueden eliminar sin que tenga tiempo ni de chistar.

—No es difícil meterme miedo —dijo Víktor con un suspiro—. Estoy asustado desde que era niño. Pero, de todos modos, no puedo comprender qué quieren ellos de los mohosos.

—¿Quiénes son ellos? —preguntó Gólem, en un tono donde se mezclaba el cansancio y el reproche.

—Pavor. Pferd. El joven con el portafolios. Todos esos cocodrilos.

—Dios mío. En nuestro tiempo, ¿qué quieren los cocodrilos de la gente inteligente y de talento? Yo no entiendo qué quiere usted de ellos. ¿Por qué se mete en todos estos líos? ¿No le basta con sus problemas? ¿No le basta con el señor Presidente?

—Estoy harto de ellos —asintió Víktor—. Hasta el gaznate.

—Excelente. Vaya al sanatorio, llévese una resma de papel... Si quiere, le regalo una máquina de escribir.

—Yo escribo a la antigua —explicó Víktor—. Como Hemingway.

—Excelente. Le regalaré un montón de lápices. Trabaje, hágale el amor a Diana. ¿No quiere que le regale una trama? ¿O será que ya no puede escribir?

—Las tramas salen de los temas —dijo Víktor con solemnidad—. Yo estudio la vida.

—Por Dios. Estudie la vida cuanto quiera. Pero no se entrometa en sus procesos.

—Eso es imposible —objetó Víktor—. El instrumento influye inevitablemente en el experimento. ¿O se ha olvidado de la física? No observamos el mundo como tal, sino el mundo más la influencia del observador.

—Ya lo golpearon en una ocasión con un puño americano, la próxima podrían pegarle un tiro.

—En primer lugar, quizá no fue con un puño americano, sino con un ladrillo. En segundo, ¿qué importancia tiene el sitio donde me han sacudido la calavera? En cualquier momento pueden colgarme, así que no sé qué hacer ahora, ¿no salir de la habitación?

—Escúcheme, instrumento —dijo Gólem después de morderse el labio inferior. Sus dientes eran grandes y amarillentos, como los de un caballo—. En aquella ocasión intervino en el experimento de modo totalmente casual, y al momento recibió un golpe en la cabeza. Si ahora interviene conscientemente...

—Yo no intervine en ningún experimento —dijo Víktor—. Salí tranquilamente de casa de Lola y de repente vi...

—Idiota. Camina tranquilamente y ve. ¡Debería haber cruzado a la otra acera, urraca descerebrada!

—¿Y por qué debo cruzar a la otra acera?

—Pues porque uno de sus buenos conocidos se dedicaba a cumplir con sus obligaciones directas, y usted, como un carnero, se metió en medio.

—¿De qué buen conocido habla? —Víktor se irguió—. Allí no había ni un conocido.

—Ese conocido lo agredió por la espalda, con un puño americano. ¿Tiene conocidos que lleven puños americanos?

Víktor bebió su coñac de un trago. Recordó con toda claridad cómo Pavor, con la nariz roja por la gripe, sacaba del bolsillo un pañuelo y el puño americano caía estruendosamente al suelo, pesado, grueso, pavonado.

—Qué tonterías dice. —Víktor tosió un par de veces—. Pavor no pudo...

—No he mencionado ningún nombre —objetó Gólem.

—¿Y cuáles son esas obligaciones que él cumplía? —preguntó Víktor, que había puesto las manos sobre la mesa y se examinaba los puños muy apretados.

—Alguien necesitaba un leproso vivo. Un secuestro.

—¿Y yo interferí?

—Intentó interferir.

—¿Quiere decir que, de todos modos, lo atraparon?

—Y se lo llevaron. Dé las gracias de que no lo llevaron a usted también, para evitar filtraciones de información. A ellos no les interesa el destino de la literatura.

—Por lo tanto, Pavor... —comenzó a decir Víktor lentamente.

—No mencione nombres —le recordó Gólem con severidad.

—Hijo de puta. Bien, veremos... ¿Para qué les hacía falta un leproso?

—¿Cómo que para qué? Información... ¿De dónde pueden sacar información? Usted mismo lo ha visto: la cerca de alambre, los soldados, el general Pferd...

—¿Eso quiere decir que lo están interrogando ahora? —masculló Víktor.

—Murió —dijo Gólem después de un largo silencio.

—¿Lo mataron a golpes?

—No. Al contrario. —Gólem volvió a quedar en silencio durante unos minutos—. Son unos imbéciles. No le permitieron leer y murió de inanición.

Víktor lo miró en ese momento. Gólem sonreía con tristeza. O lloraba de pena. De repente, Víktor sintió horror y angustia, una angustia asfixiante. La luz de la lámpara de mesa se volvió opaca. Era algo parecido a un ataque al corazón. Víktor se ahogaba, y se desató con dificultad el nudo de la corbata.

«Dios mío —pensó—, qué porquería de persona, qué miserable, bandido, asesino a sangre fría... y después de esto, una hora después, se lavó las manos, se perfumó, calculó las alabanzas que recibiría de sus jefes y se sentó a mi lado, brindó conmigo, me sonrió y conversó conmigo como se conversa con un colega, y cuando yo me volvía se burlaba, tapándose la cara, seguramente se hacía guiños a sí mismo y después, con simpatía, me preguntó qué me había pasado en la cabeza...» Como a través de una niebla negra, Víktor veía cómo el doctor R. Kvadriga levantaba lentamente la cabeza, abría la boca reseca en un grito silencioso y comenzaba a buscar algo sobre el mantel con manos temblorosas, como un ciego, con los ojos como los de un ciego, volvía la cabeza a un lado y a otro y gritaba, gritaba, pero Víktor no oía nada... «Es correcto, yo también soy una mierda, una persona insignificante que nadie necesita, me pueden pisar la jeta con sus botas mientras me aguantan los brazos para que no pueda limpiarme, ¿para qué demonios podría necesitarme alguien? Debió pegarme más duro para que no me levantara, y yo me sentía como en un sueño, mis puños no causaban daño alguno. Dios mío, ¿por qué razón vivo, por qué razón vivimos todos? Es tan sencillo, aproximarse por la espalda y reventarme la cabeza con una barra de hierro, y nada cambiaría, nada cambiaría en el mundo, a mil kilómetros de aquí, en ese mismo segundo, nacerá otro anormal como yo...» El rostro grueso de Gólem se puso aún más fofo y se ennegreció a causa de la barba que le crecía, los ojos se le hundieron y quedó inmóvil en el butacón, como un odre de aceite rancio, sólo se movían sus dedos cuando agarraba lentamente una copa tras otra, arrancaba una pata sin hacer ruido, la dejaba caer y arrancaba otra, y otra más, y la dejaba caer... «Y no amo a nadie, no puedo amar a Diana, qué importa que duerma con ella, todos duermen con cualquiera, pero ¿acaso es posible amar a una mujer que no te ama? Y una mujer no puede amarte si tú no la amas, y todo da vueltas así en este maldito círculo de la vida, da vueltas como una serpiente que persigue su cola, se acoplan y se separan como animales, pero los animales no inventan palabras ni componen versos, simplemente se acoplan y se separan...» Mientras, Teddy lloraba con los codos apoyados sobre el mostrador, con el mentón huesudo sobre sus puños huesudos, su frente calva brillaba con tonos azafranados bajo la lámpara, y por las mejillas hundidas le corrían las lágrimas una tras otra, y las lágrimas también brillaban bajo la luz de la lámpara... «Y todo eso porque soy una mierda, porque no soy un escritor, qué clase de escritor puedo ser si no soporto escribir, si escribir es un tormento, una tarea vergonzante, desagradable, algo parecido a un enfermizo envenenamiento fisiológico, a una diarrea, a apretar un grano para que salga el pus, lo odio, es terrible pensar que tendré que dedicarme a eso toda la vida, que ya estoy condenado y que ahora no me soltarán, sino que van a pedirme que siga, que siga, y yo seguiré, pero ahora no puedo, ni siquiera puedo pensar en ello, porque vomitaría...»

Bol-Kunats estaba de pie a espaldas de R. Kvadriga y miraba el reloj, delgadito, empapado, con el rostro mojado y fresco, con preciosos ojos negros, emitiendo un olor fresco que disipaba el aire denso, caliente y asfixiante, un olor a hierbas y a agua de manantial, olor a lilas, a sol, a libélulas que vuelan sobre el lago... Y el mundo regresó. Tras una esquina quedaba sólo un recuerdo impreciso, o una percepción, o el recuerdo de una percepción: un grito desesperado, que se interrumpía a la mitad, un chirrido incomprensible, un golpe, el crujido del vidrio... Víktor se lamió los labios y se estiró en busca de la botella.

—No necesito nada —balbuceaba el doctor R. Kvadriga, cuya cabeza yacía sobre el mantel—, ocúltenme. Que se vayan...

Gólem, preocupado, barría de la mesa los trozos de vidrio.

—Señor Gólem, perdone, por favor —dijo Bol-Kunats—, tengo una carta para usted. —Puso un sobre delante de Gólem y miró nuevamente el reloj—. Buenas noches, señor Bánev.

—Buenas noches —dijo Víktor, que se servía coñac.

Gólem leía la carta con atención. Tras el mostrador, Teddy se sonó la nariz ruidosamente en un pañuelo a cuadros.

—Oye, Bol-Kunats —dijo Víktor—, ¿tú viste quién me golpeó aquella vez?

—No —respondió Bol-Kunats, mirándolo a los ojos.

—¿Cómo que no? —Víktor frunció el entrecejo.

—Estaba de espaldas a mí —explicó el chico.

—Tú lo conoces. ¿Quién era?

Gólem emitió un sonido indefinido. Víktor se volvió rápidamente hacia él, pero el hombre, sin prestar atención a nadie, rompía la hoja de papel en trocitos muy pequeños que, después, se guardó en un bolsillo.

—Se equivoca —dijo Bol-Kunats—. Yo no lo conozco.

—Bánev —balbuceó R. Kvadriga—, te lo pido. No puedo seguir solo allí. Ven conmigo... Me da mucho miedo...

Gólem se levantó y buscó con un dedo en el bolsillo del chaleco.

—¡Teddy! Póngalo en mi cuenta —gritó finalmente—, y tome nota de que he roto cuatro copas... Me voy —dijo dirigiéndose a Víktor—. Medite y llegue a una decisión razonable. Quizá lo mejor para usted sería marcharse.

—Hasta la vista, señor Bánev —se despidió Bol-Kunats con educación.

A Víktor le pareció que el chico había hecho un gesto de negación de manera casi imperceptible.

—Hasta la vista, Bol-Kunats.

Se marcharon. Víktor, pensativo, terminó de beberse el coñac. Se acercó un camarero con el rostro hinchado, lleno de manchas rojas. Comenzó a recoger la mesa con movimientos inusitadamente torpes e inseguros.

—¿Lleva poco tiempo aquí? —preguntó Víktor.

—Sí, señor Bánev. Desde hoy por la mañana.

—¿Qué hay de Píter? ¿Está enfermo?

—No, señor Bánev. Se largó. No resistió. Seguramente, yo también me largaré...

—Llévelo después a su habitación —dijo Víktor mirando a R. Kvadriga.

—Sí, por supuesto, señor Bánev —respondió el camarero con voz vacilante.

Víktor pagó, se despidió de Teddy con un ademán y salió al vestíbulo. Subió al segundo piso, caminó hasta la puerta de Pavor, levantó la mano para llamar, permaneció allí inmóvil durante un rato y, sin golpear la puerta, bajó de nuevo. El conserje, sentado en la recepción, examinaba sus manos con asombro: las tenía mojadas, con mechones de cabellos pegados, y en su rostro, en las dos mejillas, tenía arañazos recientes. Miró a Víktor con ojos de enajenado. Pero ahora no podía prestar atención a todas aquellas rarezas, eso sería algo cruel y carente de tacto, y tampoco podía hablar de ello, era necesario hacer como si nada hubiera ocurrido, todo aquello debía aplazarse para después, para mañana, quizá para pasado mañana.

—¿Dónde vive ese... —preguntó Víktor—, sabe usted, ese joven de gafas que anda siempre con un portafolios?

El recepcionista vaciló. Como buscando una salida, miró la pizarra con las llaves de las habitaciones, y después, respondió de todos modos.

—En la trescientos doce, señor Bánev.

—Gracias —dijo Víktor, y puso una moneda sobre el mostrador.

—Pero a ellos no les gusta que los molesten —le advirtió el empleado con indecisión.

—Lo sé. No me propongo molestarlos. Sólo era una pregunta, me dije que si era un número par, todo iría bien.

El conserje sonrió a medias.

—¿Y qué problemas puede tener usted, señor Bánev? —dijo con respeto.

—De todo tipo —suspiró Víktor—. Grandes y pequeños. Buenas noches.

Subió al tercer piso moviéndose lentamente, con lentitud intencionada, como para tener tiempo de meditarlo todo, de sopesarlo, de predecir las posibles consecuencias y planificar tres movimientos por delante, pero en realidad sólo pensaba en que la alfombra que cubría las escaleras debería haberse sustituido hacía tiempo, estaba gastada y raída. Y sólo antes de llamar a la puerta de la trescientos doce (una suite: dos dormitorios y un salón, televisor, radio multifrecuencia, nevera y bar), estuvo a punto de decir en voz alta: «¿Sois cocodrilos, caballeros? Mucho gusto. Ahora os vais a devorar mutuamente».

Tuvo que llamar repetidas veces. Primero con delicadeza, sólo con los nudillos. Cuando no respondieron, golpeó con más decisión, con el puño, y cuando tampoco reaccionaron a ello, sólo chirrió el piso y alguien resopló junto a la cerradura, entonces se volvió de espaldas y pateó la puerta con el tacón, esta vez de manera totalmente grosera.

—¿Quién es? —preguntó finalmente una voz tras la puerta.

—Un vecino —respondió Víktor—. Abra un momento.

—¿Qué quiere?

—Tengo que decirle un par de cosas.

—Venga por la mañana —dijo la voz tras la puerta—. Estamos durmiendo.

—Váyase al demonio —pronunció Víktor, irritado—. ¿Quiere que me vean aquí? Abra, ¿qué es lo que teme?

Sonó la cerradura y la puerta se entreabrió. Por la ranura apareció el ojo empañado del profesional larguirucho. Víktor le mostró las manos extendidas.

—Dos palabras —dijo.

—Entre. Pero no haga tonterías.

Víktor entró en el recibidor, el larguirucho cerró la puerta a sus espaldas y encendió la luz. El recibidor era de dimensiones reducidas, apenas cabían los dos en la habitación.

—Bien, hable.

El larguirucho vestía un pijama, manchado de algo por delante. Asombrado, Víktor olfateó: el larguirucho olía a licor. Mantenía la mano derecha en el bolsillo, como era de recibo.

—¿Vamos a conversar aquí? —preguntó Víktor.

—Sí.

—Pues no. Aquí no digo nada.

—Como quiera —dijo el larguirucho.

—Como quiera —repitió Víktor—. Ya no estoy interesado.

Ambos callaron. El larguirucho, sin ocultarse, examinaba atentamente a Víktor con los ojos.

—¿Se apellida Bánev?

—Creo que sí.

—Aja —dijo el larguirucho, sombrío—. Usted no es nuestro vecino. Vive en el segundo piso.

—Vecino del hotel, no del piso —explicó Víktor.

—Aja. No entiendo qué es lo que quiere.

—Tengo que darle cierta información —dijo Víktor—. Pero creo que ya me estoy arrepintiendo.

—Está bien —cedió el larguirucho—. Vamos a las duchas.

—¿Sabe una cosa? Mejor me marcho.

—¿Y por qué no quiere ir a la ducha? ¿Qué caprichos son ésos?

—Mire, lo he pensado mejor. Creo que me marcho. A fin de cuentas, eso no es asunto mío —concluyó Víktor e hizo un movimiento.

El larguirucho crujía a causa de las contradicciones que lo sacudían.

—Creo que es usted escritor —dijo—, ¿o lo estaré confundiendo con alguien?

—Escritor, sí, escritor. Hasta la vista.

—No, no, aguarde. Haber empezado por ahí. Vamos, venga usted por aquí.

Entraron en el salón, lleno totalmente de cortinas; a la derecha, a la izquierda, delante, ante una enorme ventana, sólo cortinas. Un enorme televisor en un rincón deslumbraba con su pantalla en colores, aunque el sonido estaba desactivado. Desde otro rincón, miraba a Víktor el joven de gafas, también en pijama y pantuflas, sentado en un butacón mullido bajo una lámpara de pie. A su lado, sobre la mesita de las revistas, se erguía una botella rectangular y un sifón. El portafolios no se veía por ninguna parte.

—Buenas noches —saludó Víktor.

El joven inclinó la cabeza en silencio.

—Viene a verme —dijo el larguirucho—, no le prestes atención.

El joven volvió a hacer un gesto de asentimiento y se ocultó tras un periódico.

—Venga por aquí —dijo el larguirucho, entraron en el dormitorio de la derecha y el hombre se sentó en la cama—. Ahí tiene un butacón. Siéntese y hable.

Víktor se sentó. El dormitorio olía intensamente a humo de tabaco y a agua de colonia del ejército. El larguirucho estaba sentado en la cama y miraba a Víktor sin sacar la mano del bolsillo. En el salón se oía crujir el periódico.

—Está bien —dijo Víktor; no se trataba de que hubiera logrado sobreponerse del todo a la repulsión, pero si había ido allí, tenía que hablar—. Me hago idea, más o menos, de quiénes son ustedes. Quizá me equivoque, y entonces todo está en orden. Pero si no me equivoco, les será útil saber que les están siguiendo e intentan ponerles obstáculos.

—Supongamos que sea así. ¿Quién nos sigue?

—Un hombre llamado Pavor Summan está muy interesado en ustedes.

—¿Qué? —se asombró el larguirucho—. ¿El inspector sanitario?

—No es inspector sanitario. En suma, eso es todo lo que quería decirles.

Víktor se levantó, pero el larguirucho ni se movió.

—Sigamos suponiendo. ¿Cómo sabe usted eso?

—¿Tiene importancia? —preguntó Víktor.

—Digamos que no la tiene —contestó el larguirucho tras meditar unos instantes.

—Lo suyo es comprobarlo —dijo Víktor—. Y yo no sé nada más. Hasta la vista.

—Aguarde, ¿qué prisas son ésas? —dijo el larguirucho; se inclinó hacia la mesita al lado de la cama, y sacó una botella y un vaso—. Primero, quería entrar, y ahora ya se va... ¿No le importa que bebamos del mismo vaso?

—Depende de lo que sea —dijo Víktor y se sentó otra vez.

—Escocés. ¿Vale?

—¿Escocés auténtico?

—El mejor scotch.Tenga. —Le tendió el vaso a Víktor.

—Qué bien vive alguna gente —dijo Víktor y bebió.

—Nunca como los escritores —dijo el larguirucho y bebió a su vez—. Cuéntemelo todo por orden...

—Deje eso. A usted le pagan por ello. Ya le dije el nombre, la dirección la saben, ocúpense entonces. Además, yo no sé nada más. Quizá sólo... —Víktor se detuvo e hizo como si lo hubiera recordado de repente.

—¿Qué? —preguntó el larguirucho. Había picado de inmediato—. ¿Qué?

—Sé que él secuestró a un leproso y que actuaba conjuntamente con los legionarios de la ciudad. Cómo se llama... Flamenta... Yuventa...

—Flamin Yuventa —corrigió el larguirucho.

—Exactamente.

—Lo del leproso... ¿es seguro?

—Sí. Yo intenté impedirlo, y el señor inspector sanitario me golpeó la cabeza con un puño americano. Y después, mientras yo yacía sin sentido, se lo llevaron en un coche.

—Vaya, vaya —pronunció el larguirucho—. Así que ése fue Summan... ¡Usted es un tipo duro, Bánev! ¿Quiere más whisky?

—Sí.

No importa qué se decía a sí mismo, qué argumentos enumeraba para justificarse: se sentía mal.

«Al diablo —pensó—. Debo agradecer, por lo menos, el hecho de que no sirvo como soplón. No me causa el menor placer ni siquiera el hecho de que ahora se van a devorar mutuamente. Gólem tenía razón: no tenía por qué meterme en este lío... ¿O Gólem es más pícaro de lo que creo?»

—Por favor —dijo el larguirucho, mientras le tendía un vaso lleno.


SIETE




Félix Sorokin. Metales.


Dormí bien aquella noche, sin pesadillas. Soñé con un nombre: Katia. Sólo el nombre, nada más.

Me desperté tarde y decidí desayunar en La Perla. En nuestro barrio residencial existe esa institución para bebedores, ubicada exactamente frente a la casa regional de los pioneros. El aspecto exterior de ese establecimiento es bastante extraño, más bien recuerda el famoso blocao finlandés Millonésimo, destruido por el impacto directo de una bomba de mil kilos: trozos de aburrido hormigón gris que sobresalen sin ton ni son, salpicados de fragmentos herrumbrosos de armazón de acero, que según el proyecto del arquitecto deberían representar algas marinas, y al nivel de la acera se extienden aspilleras-ventanas. Y dentro de aquel establecimiento, bastante acogedor, nada de finezas: una entrada con un guardarropa, a continuación un salón circular, bien iluminado, donde siempre hay cerveza y tapas frías; los platos calientes habituales son strogonof y carne en cazuela de barro, pero nunca he visto que sirvieran langostinos. De vez en cuando voy allí a desayunar, siempre que me siento aburrido de los huevos duros y el yogur de frutas.

Llegué exactamente en el momento en que abrían, me quité con prisa el abrigo y me senté en una mesa junto a la ventana. El dependiente, cuya espontaneidad combinaba de manera extraña con cierto aire de sombría somnolencia, me trajo una jarra de cerveza y tomó mi pedido de carne en cazuela de barro. Había gente que conversaba y fumaba. En ayunas.

Nadie se sentaba a mi mesa, aunque ante mí el asiento permanecía libre. Por una parte, aquello era excelente, por supuesto. No soporto conversar con desconocidos. Por otra parte, se me ocurrió de repente que eso me había ocurrido antes: en los trolebuses, o en el metro, en establecimientos de ese tipo, donde nadie me conoce, el lugar que queda libre al lado mío es ocupado en última instancia, cuando no quedan más sitios libres. En alguna parte había leído que hay personas cuyo aspecto es suficiente para inducir en los extraños timidez, repulsión o un deseo instintivo de mantenerse lejos. Y después de pensar en eso, mis ideas volaron enseguida hacia la carta recibida el día anterior. Vaya, otro pequeño hecho para ratificar, aunque sea oblicuamente, que aquella carta no era una broma estúpida, que alguien había percibido en mí algo ajeno, algo que le hacía tener ideas fantásticas. Pero, de todos modos, lo fundamental no estaba de ninguna manera en esas tonterías, sino en mis Cuentos infantiles modernos.

Dios mío, aquel libro era como un auténtico bebé: causaba más molestias y amarguras que alegrías y satisfacciones. Los redactores lo picaron en juliana, lo hicieron fideos, y a no ser por Mirón Mijáilovich, lo habrían convertido en algo monstruoso. Y cuando, a pesar de todo, se publicó, los críticos se lanzaron contra él.

En aquella época, la ciencia ficción apenas comenzaba a formarse, aún era torpe, indefensa, sufría las enfermedades genéticas de los años cuarenta, y los críticos la consideraban algo así como el muñeco de arcilla que se utiliza para practicar las cargas de caballería. Leía las reseñas de Cuentos infantiles modernos,me hervía la sangre en las venas, y ante mis ojos, como en una pantalla, se levantaba un apuesto jinete pálido enfundado en una ceñida chaqueta circasiana, con la mirada muerta de un verdugo inclemente, terminaba de fumar su cigarrillo de tabaco negro, retiraba la colilla ensalivada de la boca con cuidado, utilizando dos dedos, miraba mi libro indefenso con ojos entrecerrados, sacaba lentamente el sable de la vaina, tomaba impulso con facilidad, se ponía de puntillas y alzaba sobre su cabeza la hoja de acero...


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