Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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«Qué pijo», pensó Víktor sin estar muy seguro. Había ido a vomitar... Miró a la izquierda. Allí todo estaba oscuro.
Se quitó el impermeable, cerró la habitación y se dedicó a buscar a Diana. «Habrá que ir al dormitorio de Roscheper —pensó—. ¿En qué otra parte puede estar?»
Roscheper ocupaba tres habitaciones. En la primera habían cenado hacía poco: sobre las mesas, cubiertas por manteles manchados, se amontonaban platos sucios, ceniceros, botellas, servilletas arrugadas, y no había nadie, a no ser una calva sudorosa y solitaria que roncaba encima de un plato con áspic de pescado.
En la habitación central el humo era denso y pesado. Sobre la enorme cama de Roscheper saltaban unas chicas forasteras, semidesnudas. Jugaban un extraño juego con el señor burgomaestre, rojo al borde de la apoplejía, que metía su hocico entre las dos como un cerdo entre bellotas, y también emitía chillidos y gruñidos de satisfacción. También estaban allí otras personas: el jefe de policía, sin guerrera; el juez de la ciudad, con ojos que estaban a punto de salírsele de las órbitas del nerviosismo y la falta de aire; y una vivaracha desconocida, vestida de color lila. Los tres jugaban en una mesa de billar infantil, colocada sobre el tocador. En un rincón, recostado en la pared, estaba sentado el director del gimnasio, con las piernas extendidas, la chaqueta manchada y una sonrisa idiota en el rostro. Víktor se disponía ya a marcharse cuando alguien le agarró la pernera del pantalón. Miró hacia abajo y se apartó de un salto. Allí estaba, a cuatro patas, el diputado, caballero de diversas órdenes, autor del sonado proyecto sobre la repoblación de los embalses de Kitchingan, el mismísimo Roscheper Nant.
—Quiero jugar a los caballitos —gimió el parlamentario, implorante—. ¡Vamos, a los caballitos! ¡Arreeee! —insistía.
Víktor se liberó con delicadeza y echó una mirada a la última habitación. Vio a Diana allí. Al principio no se dio cuenta de que se trataba de Diana, y después, molesto, pensó: «¡Qué tierno!». Había mucha gente, hombres y mujeres vagamente conocidos, formaban un corro y marcaban el ritmo con las manos, y en el centro del corro Diana bailaba con el mismo pijo del bronceado amarillento, dueño del perfil aguileño. Los ojos de ella ardían, al igual que sus mejillas, el cabello volaba sobre sus hombros y se movía como una diablesa. El del perfil aguileño intentaba estar a su altura.
«Qué raro —pensó Víktor—. ¿De qué se trata? Algo está fuera de lugar. Él baila bien, en realidad baila maravillosamente. Como un profesor de danza. No baila, sino que muestra cómo hay que bailar... Pero ni siquiera como un profesor, sino como un alumno en un examen. Anhela recibir un sobresaliente. No, no es eso. ¡Escucha, querido, estás bailando con Diana! ¿Acaso no te das cuenta de ello?» Víktor aguzó su imaginación, como hacía habitualmente. El actor baila en el escenario, todo va bien, perfecto, todo marcha de la forma debida, sin falsedades, pero en casa ocurre una desgracia... no, no tiene que ser una desgracia, simplemente esperan el momento en que él regresará, y él también espera a que bajen el telón y apaguen las luces... y no hace falta que sea un actor, sino un hombre cualquiera que encarna a un actor, que a su vez encarna a un hombre cualquiera... ¿Es que Diana no se da cuenta? Es una falsificación.
Un maniquí. Entre ellos no hay nada que los aproxime, ninguna seducción, ni una sombra de deseo... Es imposible imaginarse que puedan decirse el uno al otro algo que no sean palabras vacías. ¿Ha sudado usted? Sí, lo he leído, dos veces incluso... En ese momento vio que Diana, apartando a los invitados, corría hacia él.
—¡Vamos a bailar! —le gritó, todavía a cierta distancia.
Alguien se le interpuso en el camino, otro la tomó de un brazo, pero ella se liberó, riendo, mientras Víktor buscaba con los ojos al del rostro amarillento y no lo encontraba, y eso lo preocupaba de forma desagradable.
Ella llegó corriendo junto a él, lo agarró por la manga y lo arrastró al corro.
—¡Vamos, vamos! Todos los que aquí están son de los nuestros, los borrachos, los harapientos, la escoria... ¡Muéstrales lo que es bailar! Ese chico no sabe nada.
Lo arrastró al corro. Alguien en la multitud gritó: «¡Tres hurras por el escritor Bánev!». El tocadiscos calló por un segundo, y al momento volvió a aullar y ladrar. Diana se le pegó, después dio un paso atrás, olía a perfume y a vino, su cuerpo ardía y ahora Víktor no veía otra cosa que no fuera su rostro, excitado y maravilloso, y su cabello que flotaba.
—¡Baila! —gritó ella, y él comenzó a bailar—. Qué bien que has venido.
—Sí, sí.
—¿Por qué estás sobrio? Siempre estás sobrio cuando no se necesita.
—Me emborracharé.
—Hoy te necesito borracho.
—Lo estaré.
—Quiero hacer contigo lo que se me ocurra. No tú conmigo, sino yo contigo.
—Sí.
Ella reía, satisfecha, y a continuación bailaron sin hablar, sin ver nada y sin pensar en nada. Como en sueños. Como en el combate. Así era ella ahora, como un sueño, como un combate. Diana, la posesa... En torno a ellos daban palmadas y gritaban, al parecer alguien intentaba bailar, pero Víktor lo apartó de un empujón para que no interfiriera, mientras Roscheper gritaba sin parar: «¡Oh, mi pobre pueblo borracho!».
—¿Es impotente?
—Por supuesto. Yo lo baño.
—¿Y qué tal?
—Del todo.
—¡Oh, mi pobre pueblo borracho! —gemía el diputado.
—Vámonos de aquí —dijo Víktor.
La tomó de la mano y la condujo afuera. Borrachos y harapientos, que apestaban a alcohol rancio y a ajo, les abrían paso, y en la puerta un mocoso de labios gruesos, con manchas rojas en las mejillas, se interpuso y dijo algo grosero, mientras agitaba los puños, pero Víktor le dijo: «Más tarde, más tarde», y el mocoso desapareció. Sin soltarse las manos, corrieron por el pasillo vacío, después Víktor abrió la puerta sin liberar la mano de ella, la cerró a sus espaldas e hizo calor, hizo un calor insoportable, asfixiante, y la habitación, que primero había sido amplia y espaciosa, se volvió estrecha e incómoda, y entonces Víktor se levantó y abrió de par en par las ventanas, y un aire negro y húmedo envolvió sus hombros y su pecho desnudo. Retornó al lecho, buscó en la oscuridad la botella de ginebra, dio un trago y se la pasó a Diana. A continuación se acostó, a su izquierda fluía un aire frío y a la derecha había algo sedoso y tierno. Oía la prolongación de la borrachera: los invitados cantaban a coro.
—¿Durará mucho tiempo? —preguntó.
—¿Qué? —replicó Diana, medio dormida.
—Que si van a seguir aullando mucho tiempo.
—No sé. ¿Y qué nos importa? —Se volvió sobre un lado y colocó la mejilla sobre el hombro de él—. Hace frío —se quejó.
Se metieron bajo la colcha.
—No duermas —dijo él.
—Aja —balbuceó ella.
—¿Te sientes bien?
—Sí.
—¿Y si te tiro de la oreja?
—Aja... Suelta, me duele.
—Oye, ¿no podría vivir aquí una semanita?
—Sí.
—¿Y dónde?
—Quiero dormir. Deja dormir a una pobre mujer ebria.
Él calló y permaneció acostado, sin moverse. Ella dormía ya. «Eso es lo que haré —pensó él—. Aquí se está bien, hay silencio. Pero de noche, no. O quizá también de noche. No se pondría a beber cada noche, tiene que curarse... Vivir aquí tres o cuatro días... cinco o seis... y beber menos, no beber del todo, trabajar un poquito... llevo tiempo sin trabajar... Para comenzar a trabajar hay que añorarlo mucho, tanto que no se desee otra cosa... —Se estremeció mientras se dormía—. Y con respecto a Irma... Lo que haré será escribirle a Rotz-Tusov con relación a Irma. Ojalá no se asuste, ese Rotz-Tusov, cobarde. Me debe novecientas coronas... Cuando se trata del señor Presidente, eso no tiene la menor importancia, todos nos volvemos cobardes. ¿Por qué somos todos tan cobardes? ¿A qué tenemos miedo? Le tenemos miedo a los cambios. No podremos ir a una taberna de escritores y darnos un trago de algo bueno... el portero no inclinará la cabeza a nuestro paso... y, en general, no habrá portero, me harán portero a mí. Pero si me mandan a las minas, entonces me irá mal... Pero eso ocurre rara vez, los tiempos han cambiado... las costumbres no son ya tan brutales. He pensado cien veces en ello, y cien veces he descubierto que no tenía de qué sentir miedo, pero lo sigo teniendo de todos modos. Porque se trata de una fuerza bruta —se contestó—. Es terrible, cuando contra uno se lanza una fuerza bruta, un cerdo con colmillos, una bestia invulnerable, tanto ante la lógica como ante las emociones... Y no tendré a Diana...»
Se quedó dormido y se despertó de nuevo porque bajo la ventana abierta hablaban en voz alta, con carcajadas que parecían relinchos. Los arbustos crujían.
—No puedo detenerlos —decía la voz estropajosa del jefe de policía—. No hay ley que permita eso...
—La habrá —respondió la voz de Roscheper—. ¿Soy diputado o no?
—¿Y hay alguna ley que permita que haya un criadero de infecciones junto a la ciudad? —gruñó el burgomaestre.
—¡Habrá esa ley! —repitió Roscheper con terquedad.
—Ellos no infectan a nadie —intervino el falsete del director del gimnasio—. Quiero decir, médicamente hablando...
—Eh, profesor —le reconvino Roscheper—, no olvides abrirte la bragueta.
—¿Y hay alguna ley que permita arruinar a personas honestas? —chilló el burgomaestre—. ¿Hay una ley que permita arruinarlas?
—¡Tendrás esa ley! —repitió Roscheper—. ¿Soy diputado o no?
«¿Qué podría tirarles a la cabeza?», pensó Víktor.
—¡Roscheper! ¿Eres amigo mío? —dijo el jefe de policía—. Desgraciado, yo te llevé en brazos. Yo fui quien te eligió, maldito. Y ahora esos asquerosos andan por la ciudad y no puedo hacer nada. No existe una ley así, ¿entiendes?
—La habrá —dijo Roscheper—. Te digo que la habrá. Tendrá que ver con la contaminación atmosférica...
—¡Y moral! —intervino el director del gimnasio—. Moral y de las costumbres.
—¿Qué?... Digo que tendrá que ver... con la contaminación de la atmósfera, así como con la escasez de especies piscícolas en los embalses cercanos... liquidaremos las infecciones y los enviaremos a lugares apartados. ¿Es lo que hace falta?
—Me dan ganas de darte un beso —dijo el jefe de policía.
—¡Qué listo! —apuntó el burgomaestre—. ¡Qué cabeza! Yo también...
—Tonterías —dijo Roscheper—. No vale la pena... ¿Cantamos algo? No, no me apetece. Vamos a beber la última copa.
—Correcto. La última y a casa.
Los arbustos crujieron nuevamente.
—¡Oye, profesor, se te ha olvidado cerrarte la bragueta! —gritó Roscheper ya lejos.
Bajo la ventana se hizo el silencio. Víktor se quedó dormido nuevamente, tuvo un sueño insignificante, y después se oyó el timbre del teléfono.
—Sí —respondió Diana con voz ronca—. Sí, soy yo... —Tosió—. No importa, no importa... Todo ha ido bien, creo que está satisfecho... ¿Qué? —Ella hablaba, recostada sobre Víktor, y de repente él percibió la tensión que se apoderó del cuerpo de la mujer—. Qué extraño —siguió diciendo ella—. Ahora lo compruebo... Sí... Bien, se lo diré. —Colgó el teléfono, pasó por encima de Víktor y encendió la lámpara de noche.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Víktor, soñoliento.
—Nada. Duerme, ahora vuelvo.
A través de los párpados entrecerrados, la vio recoger la ropa dispersa por la habitación, con una expresión tan seria que lo hizo sentirse alarmado. Diana se vistió rápidamente y se marchó, estirándose el vestido sobre la marcha.
«Seguramente Roscheper se siente mal —pensó Víktor mientras trataba de distinguir algún sonido—. Bebió de más, ese viejo despreciable.» En el enorme edificio reinaba el silencio y se oían nítidamente los pasos de Diana por el pasillo, pero no torció hacia la derecha, cómo él esperaba, sino hacia la izquierda. Después se oyó chirriar una puerta y el sonido de los pasos se extinguió. Se volvió sobre un costado e intentó volver a dormirse, pero no lo logró. Se dio cuenta de que esperaba a Diana y que no se dormiría hasta que ella regresara. Entonces se sentó en el lecho y encendió un cigarrillo. El chichón en la nuca comenzó a latir, y eso le hizo fruncir el entrecejo. Diana no regresaba. De repente, le vino a la memoria el perfil aquilino del bailarín. «¿Y qué pinta ése aquí?», pensó Víktor. Un artista que encarna a otro artista, que hace el papel de un tercero... Ah, se trataba de que había salido precisamente del lado izquierdo, de ahí adonde había ido Diana. Había llegado hasta el rellano de la escalera y, de águila, se convirtió repentinamente en un palomo. Al principio había sido un hombre de mundo, pero después comenzó a comportarse como un petimetre malcriado... Víktor se puso de nuevo a escuchar. El silencio era profundo, todos dormían... Alguien roncaba. Después, la puerta volvió a chirriar y se oyeron pasos que se aproximaban. Diana entró, su rostro seguía serio. El asunto continuaba, aún no había concluido. Diana tomó el teléfono y marcó un número.
—No está —dijo—. No, no, se ha marchado... También lo creo... No tiene importancia, no se preocupe. Buenas noches.
Colgó, permaneció un momento de pie, mirando a la oscuridad reinante más allá de la ventana, y a continuación se sentó en el lecho, junto a Víktor. Tenía en las manos una linterna cilíndrica. Víktor encendió un cigarrillo y se lo tendió. Ella se puso a fumar en silencio mientras meditaba.
—¿Cuándo te dormiste? —preguntó después.
—No sé, no podría precisar.
—¿Pero fue después de que me durmiera?
—Sí.
—¿No escuchaste nada? —preguntó volviéndose hacia él—. Algún escándalo, una pelea...
—No. Creo que estuvieron muy pacíficos. Primero cantaron, al rato Roscheper y sus amigos mearon bajo nuestra ventana y después me quedé dormido. Estaban a punto de irse.
—Vístete —dijo ella después de tirar el cigarrillo por la ventana y ponerse de pie.
Víktor sonrió, burlón, y extendió la mano para tomar los pantalones. «Escucho y obedezco —pensó—. La obediencia es buena cosa. Basta con no preguntar nada.»
—¿Vamos caminando o tienes un vehículo?
—¿Qué?... Primero caminemos, después se verá.
—¿Ha desaparecido alguien?
—Eso parece.
—¿Roscheper? —Víktor vio que ella lo miraba con una expresión dubitativa. Se estaba arrepintiendo de haberlo despertado. Se preguntaba: «¿Y quién es él para llevarlo conmigo?»—. Estoy listo —concluyó él.
Ella seguía dudando y jugaba maquinalmente con la linterna.
—Está bien... vamos. —Pero no se movía del lugar.
—¿Quieres que le arranque una pata a la mesa? —propuso Víktor—. O, digamos, a la cama...
Ella se estremeció.
—No. Eso no sirve. —Abrió un cajón de la mesa y sacó de allí una enorme pistola negra. Se la tendió—. Toma.
Víktor estuvo a punto de rechazar el arma, pero resultó ser una pistola deportiva, de pequeño calibre. Además, no tenía cargador.
—Dame las balas.
Ella lo miró, sin comprender, después llevó la vista a la pistola.
—No —dijo—. Las balas no harán falta. Vamos.
Víktor se encogió de hombros y se guardó la pistola en un bolsillo. Bajaron al vestíbulo y de allí fueron al porche. La niebla había comenzado a disiparse y caía una fina lluvia helada. No había coches junto a la entrada. Diana tomó un caminito entre los arbustos empapados y encendió la linterna.
«Qué situación más idiota», pensó Víktor. Tenía muchos deseos de preguntar de qué iba todo aquello, pero no podía hacerlo. Habría que inventar cómo formular la pregunta. Quizá dándole la vuelta. No preguntar, sino dejar caer un comentario donde estuviera implícita la pregunta. ¿Tendría que pelear? No tenía ganas. Ese día no le apetecía pelear. Golpearé con la culata. En la frente, entre los ojos... ¿Cómo anda el chichón? El chichón estaba en su lugar y seguía doliendo. Qué raras eran las obligaciones de las enfermeras en aquel sanatorio. Siempre consideré que Diana era una mujer con un secreto. Desde la primera mirada, todo el tiempo... Qué humedad, sería bueno darse un trago antes de salir. Tan pronto regrese, me daré ese trago... «Qué duro soy —pensó—. No hay preguntas. Escucho y obedezco.»
Rodearon el ala del edificio, atravesaron las lilas y llegaron a la cerca. Diana la examinó con la linterna y descubrió que faltaba una barra metálica.
—Víktor —dijo, en voz baja—, ahora seguiremos por el sendero. Irás detrás de mí. Mira dónde pisas y no des ni un paso a los lados. ¿Comprendido?
—Comprendido —repitió Víktor, obediente—. Un paso a la izquierda o un paso a la derecha, disparo [3].
Diana cruzó la cerca la primera y le alumbró el camino a Víktor. Bajaron la cuesta lentamente. Se hallaban en la ladera oriental de la colina sobre la que se alzaba el sanatorio. A su alrededor se escuchaba el rumor de la lluvia que caía sobre árboles invisibles. En una ocasión Diana resbaló, y Víktor apenas tuvo tiempo de sostenerla, aguantándola por los hombros. Ella se soltó con impaciencia y siguió adelante. A cada momento repetía: «Mira dónde pisas... Sigue detrás de mí». Víktor, obediente, miraba hacia abajo, hacia las piernas de Diana, que aparecían y desaparecían en el círculo de luz saltarín. Al principio, esperaba un golpe en la nuca, directamente sobre el chichón o algo así, pero después decidió que eso no ocurriría. No tenía sentido. Lo más probable es que algún loco se hubiera escapado, por ejemplo que Roscheper sufriera de delirium tremensy hubiera que hacerlo volver, amenazándolo con la pistola descargada...
Diana se detuvo de repente y dijo algo, pero sus palabras no llegaron a la conciencia de Víktor, pues un segundo después vio, junto al camino, unos ojos brillantes, inmóviles, enormes, que miraban fijamente por debajo de una frente empapada y convexa, solamente la frente y los ojos, nada más, ni boca, ni nariz, ni cuerpo, nada. Una oscuridad húmeda y pesada, y en el círculo de luz unos ojos brillantes y una frente de blancura antinatural.
—Canallas —exclamó Diana, con voz entrecortada—. Sabía que harían algo así. Bestias.
Cayó de rodillas, la luz de la linterna se deslizó por el cuerpo oscuro y Víktor vio un arco metálico, una cadena sobre la hierba. Diana le ordenó que se apresurara y él se agachó junto a ella; sólo en ese momento comprendió que se trataba de un cepo, y que el cepo aprisionaba la pierna de un ser humano. Intentó separar las mandíbulas metálicas con ambas manos, pero se limitaron a ceder un poco y después volvieron a cerrarse.
—¡Idiota! —gritó Diana—. ¡Con la pistola!
Víktor, haciendo rechinar los dientes, se sentó sobre el terreno y tensó los músculos hasta que sus hombros crujieron y las mandíbulas se le desencajaron.
—¡Arrástralo! —ordenó, con voz ronca.
La pierna desapareció, los arcos metálicos se cerraron de nuevo, apresando esta vez sus dedos.
—Sostén la linterna —le dijo Diana.
—No puedo —replicó Víktor con aire culpable—. Me ha pillado. Toma la pistola, está en el bolsillo...
Diana, maldiciendo, le metió la mano en el bolsillo. Él entreabrió nuevamente el cepo, ella introdujo la culata y Bánev pudo liberarse.
—Ten la linterna —repitió ella—. Veré cómo tiene la pierna.
—El hueso está destrozado —dijo una voz tensa desde la oscuridad—. Llévenme al sanatorio y llamen a un coche.
—Es lo correcto —repuso Diana—. Ahora. Víktor, dame la linterna, cárgalo.
Diana iluminó la escena. El hombre estaba sentado sobre el terreno, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. La mitad inferior de su rostro estaba oculta bajo una venda negra.
«Un gafudo —pensó Víktor—. Un mohoso. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?»
—Levántalo —le apuró Diana, impaciente—. Échatelo a la espalda.
—Ahora mismo —repuso Víktor, pensando en los círculos amarillos que rodeaban los ojos; sintió una náusea—. Ahora... —Se agachó junto al mohoso y se volvió, presentándole la espalda—. Agárrese a mi cuello.
El leproso era muy delgado y pesaba poco. No se movía, parecía que ni siquiera respiraba, y no gemía ni cuando Víktor resbalaba, pero un estremecimiento lo sacudía. El camino tenía más pendiente de lo que Víktor recordaba, y cuando alcanzaron la valla apenas le quedaba aliento. Le resultó difícil arrastrar al gafudo a través de la abertura en la cerca, pero finalmente lo lograron.
—¿Adonde lo llevamos? —preguntó Víktor cuando se acercaron a la puerta.
—Por el momento, al vestíbulo —respondió Diana.
—No es necesario —intervino el leproso con la misma voz tensa—. Déjenme aquí.
—Aquí llueve —objetó Víktor.
—No hable más. Me quedo aquí.
Víktor permaneció en silencio y comenzó a subir la escalera.
—Déjalo —le dijo Diana.
—Pero qué demonios, aquí llueve —replicó Víktor, que se había detenido.
—No sea idiota —balbuceó el leproso—. Déjeme... aquí...
Víktor, sin decir palabra, subió los escalones de tres en tres, llegó a la puerta y entró en el vestíbulo.
—Cretino —dijo el leproso en voz baja y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Víktor.
—Imbécil —gritó Diana, que alcanzó a Víktor y lo agarró de la manga—. ¡Lo vas a matar, idiota! ¡Sácalo de inmediato y déjalo bajo la lluvia! ¡De inmediato! ¿Me has oído? ¡Muévete!
—Todos os habéis vuelto locos —replicó Víktor, irritado y confuso.
Giró sobre sí mismo, propinó una patada a la puerta y salió al porche. Era como si la lluvia lo hubiera estado esperando. Antes salpicaba holgazana, pero de repente comenzó a caer un auténtico aguacero. El gafudo gimió muy quedo, levantó la cabeza y, de repente, comenzó a jadear, como si lo persiguieran. Víktor se detuvo un momento, buscando instintivamente dónde cubrirse.
—Bájeme —dijo el leproso.
—¿En un charco? —preguntó Víktor, con sarcasmo y amargura.
—Eso da lo mismo. Bájeme.
Víktor lo colocó con cuidado sobre los mosaicos del porche y el leproso abrió al momento los brazos y se estiró. Su pierna derecha estaba torcida en una posición antinatural, y la enorme frente parecía de un blanco azulado a la luz de la potente farola. Víktor se sentó en un escalón, a su lado. Tenía muchas ganas de entrar en el vestíbulo, pero le resultaba imposible dejar a aquel hombre herido bajo la incesante cortina de agua y escapar a un lugar calentito.
«¿Cuántas veces me han llamado tonto hoy? —se preguntó, secándose la cara con la mano—. Creo que muchas. Y al parecer, en ello hay algo de verdad, ya que el ignorante que persevera en su ignorancia es tonto, idiota, imbécil y cretino. ¡Pero se siente mejor bajo la lluvia! Ha abierto los ojos y no son tan horribles... Un mohoso. Sí, más bien un leproso, no un gafudo. ¿Cómo fue a parar a un cepo? ¿Y de dónde salen esos cepos aquí? Es el segundo mohoso con el que me tropiezo hoy, y ambos estaban en dificultades. Ellos tienen dificultades, y a causa de eso, también yo las tengo...»
Diana hablaba por teléfono en el vestíbulo. Víktor prestó atención.
—¡La pierna! Sí. Fractura múltiple. Bien... De acuerdo... Apresúrese, estamos aquí esperando.
A través de la puerta de vidrio, Víktor vio que ella colgaba el teléfono y subía corriendo las escaleras. Algo malo ocurre en la ciudad con los mohosos. Hay cierta agitación en torno a ellos. Por alguna razón, ahora molestan a todos, hasta al director del gimnasio. Hasta a Lola, recordó de repente. Creo que dijo algo sobre ellos... Miró al leproso. El leproso lo miraba.
—¿Cómo se siente? —se interesó Víktor. El leproso callaba—. ¿Necesita algo? ¿Un trago de ginebra? —preguntó Víktor, alzando la voz.
—No grite —respondió el leproso—. Lo oigo.
—¿Le duele? —inquirió Víktor con simpatía.
—¿Y qué cree?
«Un tipo particularmente desagradable —pensó Víktor—. A fin de cuentas, qué me importa, nunca más volveremos a vernos. Y seguro que le duele...»
—No importa. Aguante unos minutos más. Ahora vendrán a buscarlo.
El leproso no respondió; en su frente aparecieron arrugas y cerró los ojos. De repente, se asemejaba a un muerto, plano e inmóvil bajo el aguacero. Diana salió al porche con un maletín de médico, se agachó junto a ellos y comenzó a hacer algo con la pierna herida. El leproso gimió en voz baja, pero Diana no dijo nada de lo que dicen en esos casos los médicos para calmar a los pacientes.
—¿Te ayudo? —preguntó Víktor. Ella no respondió.
—Espera, no te vayas —masculló Diana sin levantar la cabeza cuando Víktor se incorporó.
—No me voy —replicó Víktor, mientras contemplaba cómo ella colocaba hábilmente una tablilla.
—Me harás falta.
—No me voy —repitió Víktor.
—Es mejor que subas, ve y come algo mientras aún hay tiempo, pero regresa enseguida.
—No, no quiero.
Después, tras la cortina de lluvia se oyó el bramido de un motor y aparecieron unos faros. Víktor vio un todoterreno que entraba con cuidado por el portón. El vehículo se acercó al porche y de él salió trabajosamente Yul Gólem, enfundado en su aparatoso impermeable. Subió los escalones de la entrada, se inclinó sobre el leproso y le tomó la mano.
—No me inyecte —dijo el herido sordamente.
—Está bien —dijo Gólem y miró a Víktor—. Levántelo.
Víktor alzó en brazos al leproso y lo llevó hasta el todoterreno. Gólem se le adelantó, abrió la puerta y entró en el vehículo.
—Colóquelo aquí —dijo, desde la oscuridad—. No, con las piernas por delante... No tema... Sosténgalo por los hombros...
Resoplaba dentro del coche y se agitaba. El leproso gimió nuevamente y Gólem le dijo algo incomprensible, o quizá dijo una palabrota, fue algo así como «Seis inyecciones en el pescuezo...». Después, salió nuevamente, cerró la portezuela y volvió a entrar, para acomodarse tras el volante.
—¿Fue usted quién los llamó? —le preguntó a Diana.
—No —respondió Diana—. ¿Debo llamarlos?
—Ya no vale la pena, podrían echarlo todo a perder —replicó Gólem—. Hasta la vista.
El todoterreno comenzó a moverse, rodeó los arbustos y siguió adelante por el caminito.
—Vámonos.
—Será nadando —replicó Víktor.
Ahora, cuando todo había terminado, lo único que sentía era irritación.
En el vestíbulo, Diana lo tomó del brazo.
—No pasa nada. Ahora te cambias de ropa, bebes unas copas de vodka y todo estará bien.
—Parezco un perro mojado —Víktor, molesto, se quejó—. Además, ¿tendrías la bondad de explicarme qué ha ocurrido aquí?
—Pues no ha ocurrido nada de particular. —Diana suspiró, cansada—. No debiste olvidarte de tu linterna.
—¿Y los cepos en los caminos, es algo habitual aquí?
—Los pone el burgomaestre, el muy canalla...
Subieron al segundo piso y echaron a andar por el pasillo.
—¿Está loco? Eso es un delito. ¿Está verdaderamente mal de la cabeza?
—No. Simplemente es un canalla y odia a los gafudos. Como todos en la ciudad.
—Me he dado cuenta de eso. Nosotros tampoco los queremos, pero poner cepos... ¿Y qué les han hecho los gafudos?
—Hay que odiar a alguien —explicó Diana—. En unos sitios odian a los hebreos, en otros a los negros, y aquí a los gafudos.
Se detuvieron ante la puerta. Diana hizo girar la llave, entró y encendió la luz.
—Espera —dijo Víktor, mientras examinaba el recinto—. ¿Adonde me has traído?
—A un laboratorio —respondió Diana—. Espera un momento...
Víktor se quedó en la puerta, mirando cómo ella caminaba por la enorme habitación, cerrando las ventanas bajo las cuales se veían charcos.
—¿Y qué hacía aquí esta noche? —preguntó Víktor de repente.
—¿Dónde? —inquirió Diana, sin volver la cabeza.
—En el sendero... Tú sabías que él estaba ahí, ¿verdad?
—Se trata de que en la leprosería no alcanzan las medicinas. A veces vienen aquí a pedir...
Cerró la última ventana, recorrió el laboratorio, revisó las mesas, cubiertas de equipo y objetos de cristal para investigación química.
—Todo esto me da asco —insistió Víktor—. Qué país éste. Por doquier hay mierda... Vamos, que estoy helado.
—Enseguida.
Tomó de una mesa una pieza de ropa de color oscuro y la sacudió. Era un frac. Lo colgó con cuidado en el armario donde dejaban las batas de trabajo.
«¿Qué hace ese frac aquí? —pensó Víktor—. Para colmo, parece conocido...»
—Es todo —dijo Diana—. No sé tú, pero yo voy a meterme en una bañera con agua caliente.
—Escucha, Diana —dijo Víktor, con suspicacia—. Aquel tipo... el de la nariz grande... de piel amarillenta... El tipo con el que bailabas...
Diana lo tomó de la mano. Calló un instante.
—Pues ése es mi marido —respondió finalmente—. Mi ex marido.
TRES
Félix Sorokin. Una aventura.
Por la noche no tomé los comprimidos, y no porque me olvidara de hacerlo, sino porque de repente se me ocurrió que no podía pasarlos con licor. Y por eso, desde que me levanté me sentía decaído, apático, y todo el tiempo me obligaba a hacer las cosas: me aseé a la fuerza, me vestí sin deseos, arreglé la casa, desayuné... Quedaba más de la mitad del coñac y seguramente había gaseosa suficiente en el vaso; estuve dudando si bebía algo para quitarme la borrachera, pero en ese momento recordé, muy a mi pesar, que el signo fundamental del alcoholismo, según los médicos de ahora, consiste en beber por la mañana después de una borrachera, y por esa razón renuncié a hacerlo.
«Dios mío —pensé—, qué bien que Klara no está aquí, cuidándome, ¡qué bien que estoy solo!»
Y, por supuesto, en ese mismo momento llamó Katia, preocupada por supuesto, y preguntó, con cierta ironía venenosa en la voz: «¿Qué, andabas de nuevo dilatándote los vasos sanguíneos?». Y, por supuesto, de nuevo tuve que mentir y justificarme, y además por el hecho de que no había realizado la menor gestión para que le cosieran un abrigo de pieles en nuestra sastrería. Pero Katia no había llamado para hablar del abrigo de pieles: tenía la intención de pasar a visitarme ese día o al siguiente por la noche y traer mi pedido de alimentos. Era sólo eso. Terminamos la conversación, y de la alegría me bebí un dedito de coñac y comencé a sentirme mejor.
Al otro lado de la ventana hacía un día maravilloso. La tormenta de nieve del día anterior había desaparecido; brillaba el sol, que no había vuelto a aparecer desde el mismísimo día de Año Nuevo; el montón de nieve que ocupaba el balcón emitía alegres destellos de hielo, seguramente por el hecho de que tras cada auto que pasaba por la carretera se extendía una cola de vapor blanquecino. La presión atmosférica era alta y no se preveía ninguna causa que me impidiera dedicarme a escribir el guión.
A propósito, había telefoneado tres veces a la sastrería, y en ninguna de esas ocasiones había conseguido nada. Debo decir que esas llamadas tenían un carácter puramente ritual: si una persona quiere que a su hija le cosan un abrigo de piel, debe ir personalmente a la sastrería, realizar muchísimos movimientos corporales alegóricos y pronunciar muchísimas frases alegóricas, arriesgándose todo el tiempo a tropezar con una grosería descarada o con el escaqueo más canallesco.