Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—Por cierto, Félix Alexándrovich —dijo como si me hubiera leído el pensamiento—, no tiene el menor sentido discutir esto. La máquina para la medición del valor objetivo de las obras artísticas, la Mensura de Zoilo, como usted la llama, existe. Y hace mucho tiempo. Y cuando la crearon, Félix Alexándrovich, surgió otra pregunta, mucho más trascendente: ¿acaso alguien necesita el valor objetivo de una obra? El destino del primer modelo en funcionamiento de esa máquina fue muy educativo, así como el de su inventor... Perdone, ¿lo estoy cansando?
Un presentimiento siniestro se apoderó de mí, y negué presuroso, dando a entender que no estaba nada cansado y esperaba la continuación del relato.
El presentimiento no me engañó. El hombre me contó cómo, hacía treinta años, un joven y entusiasta inventor llevó a la casa de creación de los escritores en Kukushkin, cargado sobre su moto, el primer modelo del Metales, el Medidor del Talento del Escritor, y cómo Zájar Kupidónich, sin autorización, metió en el aparato un manuscrito de Sídor Amenpodéspovich, y después, encantado, leyó en el comedor de la casa las conclusiones del Metales, que por cierto no asombraron a nadie; y le contó la horrible disputa que tuvo lugar, junto al indiferente aparato, entre Flavii Vespasiánovich y el descarado redactor de la editorial El Literato Moscovita; y cómo se echó a perder del todo el jubileo de Gaussiana Nikíforovna cuando se desperdiciaron sin sentido ciento siete porciones de esturión al espetón y de filete a la Suvórov, traídos del club en un coche estatal último modelo; y cómo Lukián Liubomúdrovich intentó sobornar al inventor para que éste arreglara algo en su maldito cacharro: primero le propuso una caja de vodka, después dinero, y finalmente un piso en uno de los nuevos edificios altos... En una palabra, me contó cómo durante ocho días reinó el infierno en la casa de creación de Kukushkin, y en la noche del octavo día destrozaron el aparato, y un día después Mefodii Kirílich puso fin a aquella historia según las reglas, por suerte no vigentes hoy, para la solución de conflictos.
—Entonces, ¿conocía usted a Anatoli Efímovich? —le pregunté tan pronto calló, tras relatarme aquella historia que yo había escuchado ansiosamente.
—¡Por supuesto! —respondió con cierto asombro—. ¿Y por qué se ha acordado ahora de él?
—¡Y cómo no! Todo eso que usted me acaba de narrar es la trama de la comedia que quería escribir el finado Anatoli Efímovich...
—Ah, claro —soltó, como si acabara de acordarse—. Pero sepa que él no sólo quiso escribirla. Él la escribió. Y era uno de los personajes, con otro nombre, por supuesto. Y todo esto ocurrió en Kukushkin, en marzo del cincuenta y dos...
Algo en esta última frase me hizo dar un salto, pero en mi opinión se trataba de otra incoherencia, a la que me agarré presuroso.
—¿Qué quiere decir eso de que la escribió? —objeté—. Anatoli Efímovich me contó todo esto un mes antes de su fallecimiento. Me lo contó precisamente como la trama de una comedia.
—No, Félix Alexándrovich. —El hombre soltó una risita burlona—. Cuando él se la contó, esa comedia llevaba escrita un cuarto de siglo. Y había sido redactada, corregida y preparada para su puesta en escena. Yacía en un cajón de su escritorio, en tres ejemplares. ¿Se acuerda de su escritorio? Enorme, antiquísimo, con muchísimos cajones. Pues en el último cajón de la izquierda, el de abajo, estaba esa comedia suya, que tenía el ambiguo título de Metales.
Dijo esto con tanta autoridad y a la vez con tanta tristeza, que no me quedó más que callar. Estuvimos un rato en silencio, él abrió de nuevo mi carpeta y volvió a hojear los manuscritos.
Me sentí algo ofendido con Anatoli Efímovich por no haber confiado en mí, por no haberme mostrado aquel fragmento de su vida, y eso que me parecía que me tenía cariño y me distinguía. Aunque, por otra parte, no tenía por qué confiar en mí. Organizaba sus veladas en la cocina, tras una taza de té, allí recibía únicamente a las personas más cercanas, y gracias a eso...
Pero, junto con aquel leve agravio, también sentía cierta sorpresa. No me asombraba el hecho de que la Mensura de Zoilo, al parecer, había sido inventada y probada mucho tiempo atrás. Me sorprendía precisamente el hecho de no sentir sorpresa alguna por ello. De todas formas, la existencia real de semejante máquina echaba abajo muchas de mis concepciones sobre lo posible y lo imposible...
Seguramente, todo consistía en que la personalidad de mi interlocutor sobresalía en tal medida de los marcos de esas concepciones mías, que el resto me parecía extraño y sorprendente sólo porque era una consecuencia de ello. Tenía muchas ganas de preguntarle si no era él aquel joven inventor que había organizado una semana de horrores en Kukushkin, y que después aparecía en la comedia de Anatoli Efímovich. Ya había soltado una tosecita, ya abría la boca, cuando en ese momento él levantó hacia mí sus ojos grises y transparentes, y entonces comprendí que nunca me decidiría a formularle aquella pregunta.
—¿Qué tiene usted aquí, pues? —pregunté al tuntún—. ¿Todos esos armarios son el Metales? ¿Quiere decir que es correcto lo que dicen, que usted mide aquí nuestro talento?
—Por supuesto que no —contestó. Esta vez, ni siquiera sonrió—. Bueno, en cierto sentido, sí. Pero en general, nos ocupamos de problemas totalmente diferentes, muy particulares, más bien lingüísticos... o, más exactamente, sociolingüísticos.
Pregunté si sus palabras querían decir que aquellos armarios podían medir realmente el nivel de mi talento, pero que ahora estaban sintonizados para otra tarea. Me respondió que eso era verdad en cierta medida. Entonces, con una pizca de veneno, pregunté en qué unidades se medía aquí el talento: en una escala de cinco puntos, como en la escuela media, o de doce puntos, como los terremotos... Él objetó, replicó que era ingenuo presuponer, que un fenómeno sociopsicológico tan complejo como el talento pudiera valorarse mediante unidades tan primitivas. El talento es un fenómeno específico, y para medirlo exige unidades específicas...
—Por cierto, sería más fácil mostrarle cómo funciona la máquina. Los datos que ella entrega se vinculan con el talento de una manera bastante oblicua, pero de todos modos... Tenemos aquí, digamos, esta página, una reseña suya de un relato titulado Nace una paloma...Ya el título es suficiente para hacerse una idea de cómo es ese relato... Pero la máquina se enfrenta no con el relato, sino con su reseña, Félix Alexándrovich.
Con cierto trabajo retiró la grapa oxidada de las hojas, tomó la de arriba y la colocó en una cajita pequeña, del tamaño de una hoja de papel de mecanografía. A continuación, introdujo la cajita en una ranura, activó descuidadamente algunos contactos en el panel de control, y pulsó con el dedo índice una tecla roja con luz en su interior. La luz se apagó, pero a continuación comenzaron a encenderse muchas lucecitas en un panel vertical, y se encendieron dos grandes pantallas, a ambos lados del panel. Aparecieron unos gráficos y unas cifras, comenzaron a zumbar los klistrones, los kenotrones y otras partes de aquellas entrañas electrónicas. Vaya, estábamos en plena revolución científico-tecnológica.
Todo aquello duró medio minuto. A continuación, el zumbido se detuvo, y reinó la paz y el orden en paneles y pantallas. Ahora sólo aparecían dos curvas continuas y una enorme cantidad de números.
—Es todo —dijo, extrajo la cajita y devolvió la hoja a la carpeta.
Yo no había tenido tiempo de abrir la boca cuando él ya me estaba explicando que todas aquellas cifras constituían la entropía de mi texto, y esas otras caracterizaban un parámetro que sería largo de explicar, y aquella curva era el coeficiente promediado de algo que yo no comprendí, y esta otra era la distribución de algo de lo que me parecía entender; estuve a punto de recordarlo, pero lo olvidé al momento.
—Preste atención a esta cifra —dijo, golpeando con el dedo un cuatro solitario, que se había acomodado como un huérfano en el ángulo inferior derecho de la pantalla digital—. Algunos de sus colegas opinan que ésta es la famosa calificación o índice de genialidad, como la llama ese hombre extraño, el de la cabeza vendada.
—Ah, Trepa Nacional —balbuceé, maquinalmente.
—Es posible. Por cierto, hoy me ha dado el nombre de Kozlujin, y ocurre que ha venido varias veces por aquí, en cada ocasión con un manuscrito diferente y con otro nombre. Él insiste en denominar esta cifra como índice de genialidad y considera que mientras mayor sea, más genial es el autor...
Y contó cómo, mientras intentaba convencer a Petia Skorobogátov, arrancó al azar de un periódico que tenía a mano un artículo humorístico sobre estafadores en los comercios y lo metió en la máquina, que mostró un número de siete cifras, y aunque a simple vista quedaba claro que el artículo estaba muy lejos de la genialidad, Petia no perdió sus convicciones, hizo un guiño pícaro y guardó con cuidado el fragmento de periódico en su hinchada libreta de notas.
—Entonces, ¿qué mostraba esa cifra de siete números? —pregunté, curioso.
—Perdone, Félix Alexándrovich, pero ha querido decir ese número de siete cifras. Las cifras tienen un solo valor, los números pueden tener varias cifras. El número que aparece en esta línea de la pantalla —dijo volviendo a golpear el cuatro con el dedo– es, hablando popularmente, la cantidad más probable de lectores del texto dado.
—Lectores del texto... —repetí, con vengativa timidez.
—Sí, si, un cultor del estilo probablemente consideraría lamentable esa frase, pero en este caso, «lector del texto» es un término que define a la persona que, aunque sea una vez, ha leído o leerá en el futuro el texto dado. Así que ese cuatro no es un índice mítico de su genialidad, Félix Alexándrovich, sino simplemente la cantidad más probable de lectores de su reseña, el índice CPLT, o simplemente LT...
—¿Y qué quiere decir CP? —pregunté, por no quedarme callado mientras la cabeza me daba vueltas.
—Quiere decir la cantidad más probable.
—Aja... —dije y estuve a punto de callar, pero en mi cabeza hubo claridad por un momento, y pregunté, con indignación—: Entonces, ¿qué relación guarda ese CPLT suyo con el talento, con la capacidad, en general con la calidad de eso que usted denomina «el texto dado»?
—Lo previne, Félix Alexándrovich, le dije que esta medición sólo tiene una relación indirecta...
—¡Nada de indirecta! —lo interrumpí, cada vez más irritado—. ¡La cantidad de lectores depende, ante todo, de la cantidad de ejemplares!
—¿Y la cantidad de ejemplares?
—No me venga con historias. Sabemos perfectamente de qué, y sobre todo, de quién depende la cantidad de ejemplares. Puedo mencionarle muchísimos casos de chapuzas que han sido publicadas con tiradas de medio millón de ejemplares...
—¡Por supuesto, por supuesto, Félix Alexándrovich! Ahora usted, igual que ese Kozlujin, el de la cabeza vendada, sigue estableciendo tercamente una relación directa entre el valor del CPLT y la calidad del texto.
—¡No soy yo quien establece esa relación, es usted! Yo considero que no existe ninguna relación, ni directa, ni indirecta.
—¿Cómo que no, Félix Alexándrovich? Tenemos un texto. —Levantó con dos dedos, por una esquina, la página que contenía mi maldita reseña—. Como ve, el índice CPLT es igual a cuatro. ¿Tiene alguna objeción contra esa valoración?
—Permítame... Por supuesto, se trata de una reseña, para colmo interna... La leerá el redactor... quizá el autor, si se la muestran...
—Bien. Entonces, no hay objeción.
De repente, como un mago, extrajo de mi carpeta un viejo cuaderno escolar, de forro amarillo descolorido, y me lo puso delante de la cara, con tanta celeridad que retrocedí.
—¿Qué vemos aquí?
Pues aquí veíamos un cuadro querido, que conocía desde mis años de infancia: un titán barbudo se despedía de su poderoso corcel de largas crines. Bajo el dibujo, había unos versos: «Cómo Oleg el astuto hoy se prepara... [9]».
—¿Qué pasa? —pregunté, en tono retador—. Por cierto, son unos versos bellísimos, excelentes... Ni las clases de literatura han podido aniquilarlos...
—Claro que sí, claro que sí. Pero no es eso lo que le estoy preguntando. ¿Qué pasa si ahora metemos esta hoja en la máquina?
—Pues... —Yo era presa de cierta agitación intelectual—. Debe dar una valoración alta... Cuántos escolares hay... ¿Diez, veinte millones?
—Más de mil millones —pronunció con dureza—. ¡Más de mil millones, Félix Alexándrovich!
—Sí, puede ser más de mil millones —asentí, obediente—. Digo que son muchos...
—Entonces tenemos una reseña trivial, con un CPLT igual a cuatro, y «unos versos bellísimos, excelentes», cuyo CPLT supera los mil millones. Y dice usted que no hay relación alguna.
—Pero... —Yo agitaba los brazos y chasqueaba los dedos—. El Cantar de Oleg el astuto...¡Está publicado! ¡Muchísimas veces! ¡Hasta lo cantan!
—Lo cantan —asintió—. Y lo cantarán. Y lo publicarán una y otra vez.
—Exactamente. Pero mi reseña...
—Nadie va a cantar su reseña. Y nadie va a publicarla. Nunca. Por eso tiene un CPLT igual a cuatro. Para el pasado y para el futuro. Así desaparecerá, sin que nadie la lea.
En ese momento surgió en mí una sensación sorprendente. Era como si quisiera sugerirme una idea. Era como si estuviera llamando a una puerta de mi conciencia que ni yo mismo conocía: «¡Abre! ¡Déjame entrar!». Pero todas las palabras que habíamos pronunciado, todos los pensamientos que habíamos expresado eran banales, casi incoloros, y no encontraban resonancia alguna dentro de mí. Como si un almohadón de plumas golpeara contra la puerta de acero de una caja fuerte.
—Es correcto —repuse, con indecisión—. Está bien. No tiene ningún valor artístico...
Mi interlocutor calló mientras se pellizcaba la piel de la frente.
—Ha sido una broma, Félix Alexándrovich —dijo, con aire casi culpable—. Por supuesto, usted tiene toda la razón.
Volvió a quedar en silencio. Yo también, mientras intentaba comprender en qué tenía razón, además toda la razón. Y también, cuál era la broma.
—Bueno... —dije, cuando el silencio se hizo incómodo, casi indecente—. Me voy.
—Sí, sí, claro, muchas gracias.
—¿Puedo llevarme la carpeta?
—Por supuesto, se lo ruego...
—¿Y no le hará falta?
—No, no, gracias. Ya la hemos exprimido todo lo posible.
—Entonces, ¿no tengo que regresar?
—Siempre estaré encantado de verlo, Félix Alexándrovich —dijo levantando hacia mí sus ojos serios—. Mañana no vendré por aquí. Si se decide, venga pasado mañana.
No sé qué era lo que quería decir, pero aquella invitación me sonó más bien como una orden. Y de nuevo, el diablillo de la disputa se agitó en mi alma, pero no lo dejé manifestarse. Me limité a encogerme de hombros y me puse a atar las tiras de la carpeta.
—Pero, por favor, no olvide las partituras, Félix Alexándrovich.
Había estado a punto de dejar aquellas partituras idiotas sobre la mesa. Mientras yo las guardaba en la carpeta y ataba las tiritas, él no dejaba de mirarme.
—Félix Alexándrovich —volvió a decirme cuando me dirigía a la salida—, yo no le aconsejaría ir por la calle con esas partituras. Quién sabe qué podría ocurrir...
Pero opté por no aclarar nada. Ya tenía bastante. Como si no hubiera escuchado nada, salí en silencio al pasillo y cerré cuidadosamente la puerta a mis espaldas. No había nadie allí.
Fui caminando a la estación del metro. Resbalaba al andar por las aceras heladas, atravesando grupos de provincianos, detenidos ante las puertas de las tiendas de moda, y cruzaba entre los coches, parados en las intersecciones, pero no percibía casi nada en torno a mí. Mis pensamientos regresaban todo el tiempo a la conversación con aquel extraño interlocutor. Por cierto, no me había dicho su nombre. ¿Cómo había logrado hacerlo? Qué raro, qué raro...
Por una parte, ¿qué tenía de particular todo aquello? Se habían reunido dos hombres cultos. Por un asunto importante. Se habían conocido. Bien, uno de ellos no se había presentado, pero el otro se acordó de eso después de la reunión. Pero aquello no era lo más terrible. Dos personas cultas, indudablemente simpáticas, habían intercambiado algunos conceptos bastante elevados sobre cuestiones totalmente banales: la genialidad, la creación, la literatura, los lectores, la cantidad de ejemplares, etcétera. Mas ¿por qué, después de aquella conversación, se me habían clavado algunas espinas en la consciencia? Era como si aquí, tras las orejas, algo estuviera provocando picor. Pero ¿qué era exactamente y por qué?
Ya en el metro, embutido entre dos cochecitos infantiles (en uno de ellos había un niño, en el otro unos neumáticos para un coche Moskvich), de repente escuché con toda claridad, a pesar del estruendo de las ruedas, su voz suave: «Pero sepa que él no sólo quiso escribirla. Él la escribió. Y era uno de los personajes, con otro nombre, por supuesto. Y todo esto ocurrió en Kukushkin, en marzo del cincuenta y dos».
Eso. La primera espina. Primero lo escribió, y después ocurrió todo eso. Era absurdo, absurdo, seguramente había oído mal. O era un lapsus linguae.Lo fundamental: ¿qué relación había tenido con Anatoli Efímovich? ¿Y cuándo? A diferencia de la mayoría aplastante de mis colegas, Anatoli Efímovich había sido una persona muy reservada, yo diría que hasta huraño. Faltaba a las asambleas, incluso a las más importantes. No visitaba los salones, y no organizaba reuniones en su casa, gracias a Dios. Casi nunca aparecía por el club, no le gustaba el alcohol, prefería un buen té que él preparaba en su hogar. Apenas le quedaban amigos: unos habían muerto antes de la guerra, otros murieron durante la guerra, y los terceros, como dijo una vez, «Habían escogido los favores de la vida». En esencia estaba solo, yo siempre pensaba en eso cuando veía, en un rincón de su despacho, las montañas de paquetes postales sin abrir con las numerosas reediciones de su trilogía, esa misma que había obtenido todos los premios posibles, ni siquiera regalaba los ejemplares de autor, no tenía a quién regalarlos.
En realidad, además de a mí, recibía en su casa a otras siete personas. Yo las conocía a todas y estaba seguro de que ninguno de ellos había oído hablar sobre su obra Metales.Pero mi conocido reciente no sólo sabía de aquella comedia, sino que obviamente la había leído. Qué raro, qué raro... Quizá alguna vez, antes de que yo conociera a Anatoli Efímovich, habían sido amigos y después se habían distanciado, ¿sí? Pero ese hombre era aproximadamente de mi edad, podía ser hijo de Anatoli Efímovich, así que ¿cuándo habría podido conocerlo?
No se me ocurrió nada al respecto, y después todas aquellas ideas desaparecieron de mi cabeza cuando, casi al lado de mi casa, resbalé de verdad, hice una pirueta totalmente fantástica y caí de costado, derribando además a una dama que paseaba con un perrito.
Seis personas corrieron a levantarnos, hubo muchos esfuerzos, gemidos, sorbetones, frases de aliento y lamentaciones dudosas relativas a que nuestro derecho al trabajo no incluye el derecho a que se riegue arena sobre las aceras cubiertas de hielo. Quien más sufrió, a mi entender, fue el perrito, al que le pisaron una patita en el alboroto, pero yo también me había dado un golpe bastante fuerte. Estaba de pie, apretándome el costado con la mano, intentando respirar, y en torno a mí se hacían comentarios diciendo que este invierno, en Moscú, no había ocurrido nada semejante... qué desorden... el fin del mundo... el juicio final...
Tras tomar aliento, me costó trabajo pronunciar unas palabras de agradecimiento a mis salvadores, y unas palabras de disculpa ante la infeliz dama y su perrito. Nos separamos y llegué cojeando a mi portal de mosaico negro.
Las reminiscencias escatológicas que habían resonado en el coro de indignados críticos del trabajo de limpieza de calles impulsaron mis pensamientos por un cauce del todo diferente. Recordé al ángel caído y sus estúpidas partituras, y a continuación, por una asociación natural, recordé las últimas palabras de mi conocido de hoy: «Yo no le aconsejaría ir por la calle con esas partituras. Quién sabe lo que podría ocurrir...». ¿Y qué? ¿Qué partituras eran ésas, que me aconsejaban no pasear con ellas por la calle? ¿Dios, protege al Zar?¿O Horst Wessel [10] ?Pero tampoco se me ocurría nada al respecto, nada que no fuera la increíble suposición de que se trataba de veras de las notas de las trompetas del juicio final.
Pero sobre eso, al menos, sabía a quién podía preguntar. Antes de llegar a mi piso, me detuve en el sexto. Allí vivía y trabajaba el popular compositor de canciones Gueorgui Luarsábovich Chachua, buen colega, sibarita y trabajador incansable, con el que me tuteaba casi desde el mismo día en que me había mudado a este edificio.
Tras la puerta, recubierta de piel artificial, atronaba el piano y cantaba una maravillosa voz femenina. Al parecer, Chachua estaba trabajando. Dudé un instante. Tras la puerta se escuchó un estallido de risas, el piano calló, la voz también se interrumpió. No, al parecer Chachua no estaba trabajando. Pulsé el botón del timbre. En ese momento, el piano comenzó a sonar de nuevo, y varias gargantas masculinas gritaron algo en georgiano. Sí, parecía que Chachua no estaba trabajando. Volví a pulsar el timbre.
La puerta se abrió de par en par y allí estaba Chachua, vistiendo sus pantalones negros de concierto, con tirantes que deslumbraban sobre una camisa de blancura nívea, con el cuello desabotonado, el rostro encendido y preocupado, la enorme nariz cubierta de sudor... Demonios, estaba trabajando...
—Te ruego me perdones —dije, apretando la carpeta contra mi pecho.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él, con alarma y algo de irritación en la voz.
—No ha ocurrido nada —respondí, aplastando en mi interior las ganas de hablar con acento caucasiano—. He venido un instante porque tengo que hacerte...
—Oye —pronunció con cierta impaciencia, apoyándose alternativamente sobre uno u otro pie—, ¿puedes venir más tarde? Tengo gente aquí, estamos trabajando. ¿Dentro de un par de horas, está bien?
—Espera, es una tontería —le dije, mientras desataba las tiras de la carpeta—. Aquí tengo unas partituras. Échales un vistazo cuando tengas tiempo, por favor...
Tomó las hojas y las miró con expresión de perplejidad. Del piso salían voces masculinas que discutían. La discusión era sobre algo de música.
—Está bien... —pronunció lentamente, sin apartar la vista de las partituras—. Oye, ¿quién ha escrito esto, de dónde lo has sacado?
—Te lo cuento después —respondí, apartándome de la puerta.
—Sí, querido amigo —aceptó Chachua al instante—. Es mejor después. Yo mismo iré a verte. Tengo trabajo para una hora, después juega el Spartak, cuando termine paso por tu casa.
Me hizo un gesto con las hojas y cerró la puerta.
Al llegar a casa, me quité el abrigo y enseguida me metí en la ducha. Estaba totalmente empapado en sudor, el costado donde había recibido el golpe me dolía bastante y, en general, debía serenarme. Dando vueltas bajo la ducha, me hice un programa para la noche. Ante todo, la cena, que también sería la comida de este día. Tendría que prepararla. Había patatas. Crema de leche. Guisantes. ¡Bah! Si tenía una lata de ternera en conserva... ¡Al diablo con las sopas! Haría patatas hervidas y añadiría la lata de carne. Tenía cebollas y ajos tiernos marinados... Y coñac. ¿Acaso necesita un hombre tantas cosas? Sentí una alegría inmediata.
La razón por la que no me molesta pelar patatas es porque la cabeza queda totalmente libre. Por cierto, entre mis conocidos nadie puede pelar patatas tan bien y tan rápido como yo. ¡El ejército, camaradas! ¡Quintales, toneladas, vagones enteros de patatas peladas! ¡Y qué patatas! Podridas, congeladas, verdosas, ennegrecidas del todo... Pero pelar esas patatas de tiempos de paz, compradas además en el mercado campesino, es una delicia. Y, Dios mío, ¡qué bien que no tenía que volver a la calle Bánnaia!
Lavé las patatas peladas en tres aguas, llené a medias la cazuela y corté las patatas en dos o tres trozos cada una. A continuación, puse la cazuela al fuego.
Decid lo que queráis, pero todo aquel invento con la definición del índice CPLT era una locura y un despilfarro de dinero público. Como la mayoría de los proyectos muy intelectuales, relacionados con la literatura y el arte en general. Vaya absurdo, poner cientos de armarios solamente para demostrar que si publican a un autor tendrá muchos lectores, aunque puede ser que no tantos; pero si, por el contrario, no lo publican, entonces ese canalla, ese escritor de pacotilla, no tendrá ningún lector. O peor todavía: si se publica, digamos, un tomito de Alexandr Serguéievich Pushkin, aunque sea de prosa, y a la vez se publica una novelita de Inodor Letrínovich Bidet sobre las pasiones en un horno de fundición, Pushkin contará con muchísimos más lectores. Eso era en esencia todo lo que aquel hombre había intentado meterme en la cabeza. Además, quizá, de la sencilla idea de que lo bueno es siempre bueno, pero lo malo no es siempre malo...
¿O había algo que no era así? ¿O algo que no comprendí, y que en este momento aún no podía comprender? Pues hizo demasiadas insinuaciones, debió haber dicho claramente lo que necesitaba, no pienso ir otra vez por allí, y las patatas ya estaban listas...
Ya lo tenía todo preparado en la mesa, una deliciosa mezcla de patatas y ternera humeaba en un plato hondo, la cocina estaba llena de los aromas de la carne, la cebolla, la hoja de laurel... Iba llenando una copa panzona de coñac, qué bueno era vivir, el horizonte se había despejado, se había llenado de buenos presentimientos. Más de la mitad del guión estaba listo, no había que ir a la sastrería a por la chaqueta de pieles, y no tenía ni la menor necesidad de ir nuevamente a la calle Bánnaia. Todas las deudas habían sido pagadas antes del crepúsculo, como decía el joven señor Cochrane.
Me tomé una copa, me llené la boca de patatas con carne y encendí la tele.
Alguien torturaba un violín en la primera cadena. Después de contemplar durante un rato el rostro angustiado del torturador, cambié de canal. En la segunda cadena, bailaban unos aficionados: volaban las faldas multicolores, golpeaban los tacones, abrían y cerraban los brazos y, de vez en cuando, soltaban grititos agudos. Me llené otra vez la boca de patatas y de nuevo cambié de canal. Allí, varios ancianos se encontraban sentados en torno a una mesa redonda y conversaban. Se hablaba de los límites alcanzados, de la decisión de apoyar algo en alguna parte, de los grandes trabajos para la reconstrucción de algo metálico...
Yo seguía masticando patatas que, de alguna manera, habían dejado de ser sabrosas, oía y soltaba tacos para mis adentros. ¡La televisión! ¡Gran maravilla del siglo veinte! Un auténtico concentrado de esfuerzos, talento e inventiva de decenas, cientos, miles de grandísimos intelectos de nuestra, de mi época. Sólo para que ahora, al regresar del trabajo, decenas de millones de personas cansadas cambiaran tenazmente de canal junto conmigo, incapaces de resolver una tarea verdaderamente irresoluble: ¿qué elegir? ¿Al inspirado torturador de violines? ¿O la salvaje multitud sudorosa de bailarines folclóricos aficionados? ¿O a esos tristes y elusivos especialistas en torno a la mesa redonda?
Al final, elegí al torturador. Me serví una segunda copa, la bebí y me puse a escuchar. De repente pensé que se trataba de una alucinación. Desde niño me habían metido la música clásica por los oídos. Probablemente, alguien había dicho en alguna parte que si a una persona se le mete todos los días música clásica por los oídos, poco a poco se acostumbraría y después no podría vivir sin ella, y eso sería bueno. Y así comenzó. Queríamos jazz, el jazz nos volvía locos y nos asfixiaban con sinfonías. Nos encantaban las romanzas que retorcían el alma y las canciones carcelarias, y nos aplastaban bajo conciertos de violín. Corríamos a escuchar a bardos y trovadores, y nos envenenaban con oratorios. Si todos aquellos esfuerzos titánicos para introducir la cultura musical en nuestras conciencias tuvieran un rendimiento aunque fuera igual al de la máquina térmica de Denis Papin [11], viviría ahora rodeado de conocedores y amantes de la música clásica, y sin lugar a dudas, yo también sería amante y conocedor. Miles y miles de horas por radio, miles y miles de programas de televisión, millones de discos... ¿Y cuál era el resultado? Garik Aganián tenía un conocimiento casi profesional de la música pop, Zhora Naúmov seguía coleccionando canciones de bardos. Trepa Nacional era como yo: mientras menos música, mejor. Es verdad que también tenemos a Valentín Demchenko. Pero a él le gusta la música clásica desde su más tierna infancia, aquí no viene al caso la propaganda musical...
Mientras pensaba en estos temas, el violinista desapareció de la pantalla y en su lugar irrumpieron unos jugadores de hockey. Uno de ellos, nada más aparecer, golpeó con su palo a otro en la cabeza. El cámara, avergonzado, desplazó la imagen, no me mostraban lo más interesante y apagué el televisor. Estaba satisfecho, algo alegre, y lo único que me quedaba por hacer era lavar los platos.
Después, me fui al despacho y me puse a caminar lentamente a lo largo de la estantería llena de libros, pasando el índice por las puertas de vidrio.
Guerra y paz.Para hoy, no. Aún no han transcurrido ni seis meses.
Cartas de Chéjov.No estoy de humor.
Chukovski: De Chéjov a nuestros días.Volví a leerlo hace poco.
Pues sí. El propio Antón Pávlovich [12], en diez tomos. ¿Releer Una historia aburrida?No. La guardaremos para un día más lúgubre.
Mijaíl Bulgákov. Estuve un rato contemplando el lomo del libro, arrugado, desgastado en algunos lugares, con un trocito de encuadernación colgando por abajo... No, basta, no le prestaré este libro a nadie más. No cuidan nada, demonios. «Grande fue el año 1918 desde el nacimiento de Cristo, y terrible, el segundo desde el inicio de la revolución.»
—Pues no —dije en voz alta—. Ahora voy a leer La novela teatral.No hay nada mejor en el mundo que La novela teatral,me da igual lo que penséis o hagáis.
Y tomé de la balda el tomo de Bulgákov, acaricié la suave encuadernación con los dedos y con la mano, y por enésima vez pensé que no debía tratar a un libro como a una persona viva, que eso era pecado.