Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Al despertarse descubrió que se encontraba en su cama. Estaba oscuro y la lluvia tamborileaba en la ventana. Levantó un brazo con dificultad y tendió la mano hacia la lámpara de noche, pero los dedos tropezaron con una pared fría y lisa.
«Qué raro —pensó—. ¿Dónde está Diana? ¿Será esto el sanatorio?» Intentó lamerse los labios, pero la lengua, hinchada y rugosa, no le obedecía. Tenía muchas ganas de fumar pero no podía hacerlo, de ninguna manera... Ah, claro, quiero beber. «¡Diana!», llamó. Claro, no estoy en el sanatorio. En el sanatorio la lámpara de noche está a la derecha, y aquí hay una pared. «¡Ah, es mi habitación!», pensó, encantado con la noticia. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Estaba tapado con una manta y llevaba sólo la ropa interior. Alguien me desvistió. Aunque es posible que lo haya hecho yo mismo... Se frotó una pierna con la otra. Aja, estoy descalzo. Diablos, me pican los brazos, tengo ronchas, las habitaciones están llenas de chinches. Me mudaré. ¿Adonde iba en el bote? Ah, Pavor es quien ha traído esas chinches... Recordó a Pavor de repente y se sentó, sintió un mareo y volvió a acostarse. Hace tiempo que no bebía tanto, pero... Pavor... Trébol plateado... ¿Cuándo fue? ¿Ayer? Hizo una mueca y comenzó a rascarse con furia el brazo izquierdo. ¿Ahora es de mañana o de noche? Seguramente, de mañana... Pero puede que sea de noche. «¡Gólem! —recordó—. Gólem y yo nos bebimos una botella entera. Sin diluir. Y antes de eso, bebí media botella con el larguirucho. Y antes, también había bebido algo. ¿O eso fue ayer? Espera, ¿hoy es hoy o ayer? Tenía que levantarme, que beber algo... No —pensó con terquedad—. Antes debo tratar de entender.»
Gólem contaba algo interesante, consideraba que yo estaba borracho y no entendía nada, y por esa razón podía hablarme con toda honestidad. A propósito, yo sí estaba borracho, pero recuerdo que lo entendía todo. ¿Y qué era lo que entendía?... Frotó con furia el dorso de la mano derecha sobre la manta de lana. Vienen tiempos duros... No, eso lo decía Pavor. Aja, lo que decía Gólem era que ellos lo tenían todo por delante, y nosotros sólo los teníamos por delante a ellos. Y la enfermedad genética... Eso es totalmente posible. Puede ocurrir en cualquier momento. Es posible que lleve ya bastante tiempo ocurriendo. Dentro de la especie nace una especie nueva, y a eso lo llamamos enfermedad genética. La especie antigua vive en unas condiciones, la especie nueva en otras. Antes se necesitaban músculos poderosos, fertilidad, resistencia al frío, agresividad, y lo que se denomina talento práctico. Digamos, ahora eso también se necesita, pero más que nada por inercia. Con el talento práctico se puede aniquilar a millones de personas, sin que ocurra nada esencial. Eso no falla, se ha probado muchas veces. Alguien dijo que si de la historia borraran unas decenas... vaya, unos cientos de personas, volveríamos enseguida a la edad de piedra. Bueno que sean varios millares... ¿Y qué personas son ésas? Hermano, son personas totalmente diferentes.
Es totalmente posible: Newton, Einstein, Aristóteles son mutantes. Claro que el medio no era muy adecuado y es totalmente posible que un gran grupo de mutantes como ésos haya perecido sin realizarse, como aquel chaval del relato de Capek... Claro que son especiales: no tuvieron talento práctico ni necesidades humanas normales. ¿O será que eso es lo que parece? Simplemente, su lado espiritual estaba tan hipertrofiado que lo demás no se percibía. «No, eso no tiene sentido —se dijo—. Einstein decía que lo mejor de todo es trabajar como cuidador de un faro, un trabajo de nombre respetable... Pero sería interesante imaginarse cómo nace en nuestros días el Homo super.Un buen tema... Diablos, cómo me pican las manos... Sería bueno escribir semejante utopía a lo Orwell, o a lo Bernard Wolfe. La verdad es que resulta difícil imaginarse a semejante superhombre: una enorme cabeza calva, brazos y piernas raquíticos, impotente... Qué banalidad. Pero, en general, debe de ser algo en ese sentido. En todo caso, habrá un desplazamiento de las necesidades. No necesitarán vodka, ni comidas especiales, ni lujos; y las mujeres, sólo para tranquilizarse y poder concentrarse más. Un objeto ideal para ser explotado: dale un despacho para él solo, un escritorio, papel, un montón de libros... un caminito para meditaciones peripatéticas y, a cambio, producirá ideas... No habrá utopía alguna, se lo quedarán los militares y eso será todo. Organizarán un instituto secreto, llevarán allí a todos esos superhombres y punto.»
Con un gemido, Víktor se levantó y se dirigió al baño, pisando el suelo frío con los pies desnudos, abrió el grifo y bebió hasta hartarse, sin encender la luz. La sola idea de encender la luz le causaba terror. Retornó al lecho y estuvo un rato rascándose, maldiciendo las chinches. En general, todo aquello era excelente para un argumento: un instituto secreto, centinelas, espías... el patriotismo de la patriótica Klara, la mujer de la limpieza... Qué porquería. La dificultad consistía en imaginarse su trabajo, sus ideas, sus posibilidades, no puedo ni intentarlo... Es totalmente imposible. Un chimpancé no puede escribir una novela sobre las personas. ¿Cómo puedo escribir una novela sobre un hombre cuyas únicas necesidades son las espirituales? Claro que puedo imaginarme algo. La atmósfera. El continuo estado de éxtasis creativo... La percepción de omnipotencia, de independencia, la ausencia de complejos, la falta total de temores... Sí, para escribir semejante cosa hay que ponerse ciego de LSD. Desde el punto de vista del hombre corriente, la esfera emocional del superhombre sería algo así como una patología. Una enfermedad... La vida es una enfermedad de la materia, el pensamiento es una enfermedad de la vida. «La enfermedad de los gafudos», pensó.
Y de repente, todo se colocó en su justo lugar. «¡Eso era lo que quería decir Gólem! —pensó Víktor—. Inteligentes, todos escogidos por su talento... Entonces, ¿cuál es la conclusión? La conclusión es que ya no son personas. Zurzmansor estaba simplemente contándome fábulas. Eso quiere decir que ya ha comenzado... No se puede ocultar nada —pensó con satisfacción—. Y menos aún una cosa así. Iré a ver a Gólem, no necesita hacerse pasar por un profeta. Seguramente, ellos le han contado muchas cosas. Diablos, se trata del futuro, de ese mismo futuro que lanza sus tentáculos al corazón del día de hoy. Por delante sólo los tenemos a ellos.» Se sintió presa de una excitación febril. Cada segundo era histórico, y era una lástima no haberlo sabido el día anterior, ya que ayer, y antes de ayer, y hace una semana cada segundo también era histórico...
Se levantó de un salto, encendió la luz y comenzó a buscar su ropa al tacto, con los ojos cerrados por el dolor. No la encontraba, pero al rato los ojos se acomodaron a la luz y pudo agarrar sus pantalones, que colgaban de la cabecera de la cama, y de repente vio su brazo. La piel, hasta el codo, estaba cubierta de un sarpullido rojo, con ampollas de color blanco cadáver. Como se había rascado, varias de las ampollas estaban ensangrentadas. El otro brazo estaba igual.
«Qué demonios», pensó sintiendo que el frío se apoderaba de él, pues ya sabía de qué se trataba. Lo había recordado: cambios en la piel, sarpullidos, ampollas, en ocasiones úlceras supurantes... Por ahora no había úlceras, pero comenzó a tener sudores fríos, dejó caer los pantalones y se sentó en la cama.
«No puede ser —pensó—. Yo también. ¿Será posible que también yo...?» Acarició cuidadosamente la piel llena de ampollas, cerró después los ojos y, conteniendo la respiración, se puso a escuchar atentamente los sonidos de su cuerpo. El corazón latía sonora y acompasadamente, la sangre zumbaba en sus oídos, le parecía que su cabeza era enorme y estaba vacía, no sentía dolor alguno, en su cerebro no había aquella densa pesadez. «Tonto —pensó y sonrió—. ¿Qué espero percibir? Debe de ser algo semejante a la muerte: un segundo antes eres un ser humano, transcurre un instante y ya eres Dios, pero no lo sabes, y nunca lo sabrás, de la misma manera que un idiota no sabe que lo es, que una persona inteligente, si es auténticamente inteligente, no sabe que lo es... Seguramente todo ocurrió cuando dormía. Pero en todo caso, antes de que me durmiera, la esencia de los mohosos era algo absolutamente oscuro para mí, y ahora la veo con una claridad meridiana, y lo he logrado con pura lógica, sin darme cuenta siquiera...»
Sonrió feliz, se echó a reír, se levantó y se acercó a la ventana haciendo crujir los músculos. «Es mi mundo», pensó mientras miraba a través del cristal cubierto de agua; el vidrio desapareció, la ciudad congelada en el horror se ahogó allá abajo, junto con el enorme país anegado, y después todo se unió y se alejó flotando, y quedó solamente una pequeña esfera azul con una larga cola azul, y vio la enorme lenteja de la Galaxia, colgando de lado, muerta en el abismo titilante, los jirones de materia fosforescente, torcidos por los campos de fuerza, y las simas sin fondo en los lugares donde no había luz, estiró la mano y la introdujo en un núcleo blanco, esponjoso, sintió un leve calor y cuando apretó el puño, la materia escapó entre sus dedos como espuma de jabón. Rió de nuevo, dio un golpecito en la nariz a su imagen en el vidrio y acarició con ternura las ampollas de su piel hinchada.
—¡Por semejante motivo hay que beber! —dijo en voz alta.
En la botella quedaba todavía un poco de ginebra, el pobre Gólem no se lo había bebido todo, pobre y viejo falso profeta... Y no era un falso profeta porque sus profecías no fueran correctas, sino porque no era más que una marioneta parlante.
«Siempre te querré, Gólem —pensó Víktor—, eres una buena persona, un tipo inteligente, pero solamente eres una persona...» Vertió los restos en el vaso, bebió el licor con un gesto habitual y, sin tiempo para tragarlo, corrió al baño. Sintió náuseas. «Diablos —pensó—, qué porquería.» Vio en el espejo su rostro, arrugado, algo hinchado, con ojos extrañamente negros y grandes. «Esto es todo —pensó—, es todo. Víktor Bánev, borracho y fantasma. No beberás más, no cantarás a gritos y no te burlarás a carcajadas de las tonterías, no contarás chistes idiotas con lengua estropajosa, no pelearás, no te enfurecerás ni harás el gamberro, no asustarás a los transeúntes, no reñirás con la policía, no discutirás con el señor Presidente, no te dejarás caer por los bares nocturnos con tu grupo chillón de jóvenes seguidores...» Volvió a la cama. No deseaba fumar. No deseaba nada, todo le daba náuseas y se entristeció. El sentimiento de pérdida, que primero había sido leve, apenas perceptible, como el contacto con una telaraña, crecía. Entre él y aquel mundo que tanto amaba crecían lúgubres filas de alambre espino. «Todo tiene su precio —pensó—, y mientras más recibes, más tienes que pagar, por la vida nueva hay que pagar con la vida vieja...» Se rascó los brazos con ferocidad, arrancándose la piel sin darse cuenta.
Diana entró sin llamar antes a la puerta, se quitó el impermeable y se detuvo delante de él, sonriente, cautivadora. Levanto los brazos para arreglarse el cabello.
—¡Estoy helada! ¿Me dejas calentarme?
—Sí —respondió él, sin entender bien qué decía.
Ella apagó la luz y ahora Víktor dejó de verla, solamente oía la llave que giraba en la cerradura, el sonido de los broches al soltarse, el susurro de la ropa y el golpe de los zapatos al caer al suelo. Después, ella estaba a su lado, cálida, suave, perfumada, y él seguía pensando que todo había terminado, la lluvia eterna, las casas lúgubres con techos agujereados, la gente extraña y desconocida, vestida de ropa negra empapada, con vendas empapadas sobre el rostro... Ellos se quitaban las vendas, se quitaban los guantes, se quitaban los rostros y los guardaban en armarios especiales, sus manos estaban cubiertas de úlceras supurantes: angustia, terror, soledad... Diana se pegó a él, que la abrazó con un gesto maquinal. Ella seguía siendo la de antes, pero él ya no lo era, ya no podía serlo, porque ahora no necesitaba nada.
—¿Qué te pasa, pequeño mío? —preguntó Diana, cariñosa—. ¿Bebiste demasiado?
Víktor le retiró la mano de su mejilla. Sintió que el terror se apoderaba de él.
—Espera —dijo—. Espera un momento.
Se levantó, palpó la pared hasta encontrar el interruptor, encendió la luz y permaneció de espaldas a ella durante varios segundos, sin atreverse a volverse, pero finalmente lo hizo. Ella estaba bellísima. Seguramente estaba más bella que en cualquier otra ocasión, siempre estaba más bella que nunca, pero esta vez parecía salida de un cuadro. Sintió orgullo por el ser humano, admiración por la perfección humana, pero nada más. Ella lo miró, con las cejas enarcadas por el asombro, después se asustó al parecer porque de repente se sentó y Víktor vio que sus labios se movían. Decía algo, pero él no la oía.
—Espera —repitió—. No puede ser. Espera.
Se vistió con prisa, febrilmente, repitiendo todo el tiempo: «espera, espera». Pero ya no pensaba en ella, no se trataba solamente de ella. Salió al pasillo, quiso entrar a la habitación de Gólem, pero le costó comprender que la puerta estaba cerrada, pensó un momento adonde ir y a continuación echó a correr escaleras abajo, al restaurante.
«No quiero —repetía—, no quiero, yo no he pedido esto.»
Gracias a Dios, Gólem estaba en el lugar habitual. Sentado, con los brazos detrás del respaldo de la silla, miraba a través de la copa con coñac. Y el doctor R. Kvadriga estaba rojo y agresivo.
—Son los mohosos —gritó el doctor al ver a Víktor—. Canallas. Lárgate.
Víktor se dejó caer en su silla y Gólem, sin decir palabra, le sirvió coñac.
—¡Gólem! ¡Ay, Gólem, me he contagiado!
—¡Nos lo han inoculado! —proclamó R. Kvadriga—. ¡A mí también!
—Tómese el coñac, Víktor. No tiene que asustarse de esa manera.
—Váyase usted al diablo —dijo Víktor aterrorizado, clavándole la mirada—. Tengo la enfermedad de los gafudos. ¿Qué debo hacer?
—Bien, bien —respondió Gólem—. De cualquier manera, beba. —Levantó un dedo y le gritó al camarero—: ¡Soda! Y un poco más de coñac.
—Gólem —dijo Víktor, desesperado—, usted no lo entiende. No es posible. ¡Le digo que me he contagiado! ¡Estoy enfermo! Eso no es justo... Yo no quería... Usted dijo que no era contagioso...
Se horrorizó al pensar que hablaba de manera incoherente, que Gólem no lo comprendía y creía que sólo estaba ebrio. Entonces puso sus brazos ante el rostro de Gólem. Tumbó la copa, que rodó por la mesa y fue a parar al suelo.
En un primer momento, Gólem retrocedió, después miró atentamente, se inclinó hacia delante, tomó la extremidad de Víktor por la punta de los dedos y se puso a examinar la piel, hinchada y arañada. Sus dedos eran fríos y duros. «Es todo —pensó Víktor—, es el primer examen médico, después vendrán otros, y falsas promesas de que aún hay esperanzas, y pociones tranquilizantes.» Pero después se acostumbrará y no habrá más exámenes médicos, y se lo llevarán a la leprosería, le cubrirán la boca con un trapo negro y eso será el final de todo.
—¿Ha comido fresas? —preguntó Gólem.
—Sí —respondió Víktor con humildad—. Fresones.
—Debe de haberse zampado un par de kilos.
—¿Y qué tienen que ver en esto los fresones? —gritó Víktor, retirando los brazos de un tirón—. ¡Haga algo! No es posible que sea tarde. Apenas ha comenzado...
—Deje de gritar. Tiene una erupción alérgica. No puede comer fresones en tales cantidades.
Víktor aún no entendía nada.
—Pero usted mismo dijo —balbuceó, mientras se miraba los brazos—, el sarpullido... las ronchas...
—Hasta las chinches ocasionan ronchas —dijo Gólem, en tono de preceptor—. Tiene una reacción alérgica ante una serie de sustancias. Y una imaginación demasiado irracional. Como la mayoría de los escritores. Vaya leproso...
Víktor se sintió revivir. En su mente se repetía una idea: «Me he librado, parece que me he librado. Si es así, no sé qué haré. Dejaré de fumar...».
—¿No me está mintiendo? —preguntó, en tono lastimero.
—Beba coñac. —Gólem sonrió, burlón—. Cuando se tiene alergia, no se debe beber coñac, pero usted beba. Tiene un aspecto penoso.
Víktor tomó su copa, cerró los ojos y se la bebió. ¡Nada! Una leve náusea, pero eso a causa de la cogorza de la noche anterior. Ahora se le pasaría. Y se le pasó.
—Querido escritor —dijo Gólem—, para ser arquitecto no basta con tener ronchas.
El camarero llegó, dejó sobre la mesa coñac y soda. Víktor, satisfecho, aspiró profundamente la atmósfera habitual del restaurante y percibió los maravillosos aromas del humo de tabaco, de la cebolla rehogada, del aceite quemado y la carne frita. La vida retornaba.
—Chico —le dijo al camarero—. Lleva una botella de ginebra, zumo de limón y cuatro raciones de pulpo al doscientos dieciséis. ¡Y rápido!... Alcohólicos —se dirigió a Gólem y a R. Kvadriga—, que os parta un rayo, ¡me voy con Diana!
Estuvo a punto de darles un beso.
—¡Pobre patito bello! —dijo Gólem, sin dirigirse a nadie en particular.
Durante un segundo, Víktor percibió la lástima. Surgió y desapareció el recuerdo de unas oportunidades monumentales que se habían perdido. Pero se limitó a reírse, apartó la silla y echó a andar hacia la salida.
NUEVE
Félix Sorokin. «¿Para qué sigues tocando la trompeta, chaval?»
Y de nuevo tuve un sueño rebosante de impotencia y desesperación, como si un cañonazo hubiera abierto todas las ventanas de par en par y una violenta corriente de aire hubiera sacado de la Carpeta Azul todo lo que yo había escrito y lo hubiera echado a volar al espacio, bañado por una aurora sangrienta, al abismo de dieciséis pisos, y los papeles daban vueltas, flotaban, se elevaban las páginas arrastradas por el viento, y no quedaba nada en la Carpeta Azul, pero todavía era posible bajar corriendo, recoger los papeles, reunirlos, salvar algo, mas era como si las piernas se hubieran soldado al suelo, y a mi cuerpo le hubieran crecido unos ganchos que me mantenían anclado a la terraza.
—¡Katia! —grité, y me eché a llorar de desesperación; entonces desperté y resultó que tenía los ojos secos, las piernas acalambradas y un dolor irresistible en un costado.
Estuve un rato acostado allí, bajo los cuadrados luminosos del techo, moviendo pacientemente los pies para librarme de los espasmos, y mis pensamientos fluían sin prisa y sin orden alguno. Pensaba que, de todos modos, estaba muy enfermo y tendría que seguir los consejos de Katia y hacerme análisis... y al momento todo se frenaría, todo se detendría y mi Carpeta Azul se cerraría por mucho tiempo...
Y también pensé que sería bueno mecanografiarla en dos ejemplares, que Rita me guardara uno de ellos... aunque, por otra parte, ella no era una mozuela, algo no le funcionaba bien en los riñones o en el hígado... Algo incomprensible, no resultaba fácil imaginar cómo, dónde y a quién darle el manuscrito para que lo conservara, simplemente lo guardara y no metiera allí la nariz...
Porque era posible que aquel sueño fuera premonitorio: no podría terminar nada antes de que una violenta corriente de aire barriera mi Carpeta Azul y dispersara mis papeles por basureros y cañadas. Y no quedará ni una hojita para meterla en la máquina con el objetivo de definir el CPLT...
Y cuando me acordé del CPLT (simplemente me acordé, acudió a mis pensamientos siguiendo el principio de la ironía y la lástima), de repente llegué a una conclusión, clara y nítida como una ecuación: ¡allí no determinan el valor de una obra, sino que predicen el destino de una obra!
¡Eso era lo que mi triste interlocutor de ayer intentaba meterme en la cabeza! La Cantidad más Probable de Lectores del Texto ¡no es más que eso! A partir de ahí calculan la cantidad de ejemplares, la calidad, la popularidad, el talento del escritor y también el talento del lector. Y podrás escribir la obra más genial del mundo, pero la máquina te da una calificación miserable porque tu obra genial no va a ninguna parte, y quizá solamente la leerán tu mujer, tus amigos más cercanos y algún redactor conocido, ahí acabará todo: «Por favor, entiéndeme, colega, entiéndeme correctamente...».
¡Qué máquina más lista, más picara! Y yo, tan idiota, les llevé mis reseñas, les había llevado mi porquería, mi papelera de desechos. Me quedé allí sentado, con los brazos en torno a las rodillas. Eso era lo que él había querido decirme. Y se puede decir que había sido por eso por lo que me había dado una nueva cita. Tenía en cuenta mi esencia, mi autenticidad. Para que yo pudiera comprender de una vez en qué mundo estoy y si debía continuar enfadándome o si valía la pena hacer como otros tantos antes que yo y dejar a un lado el trabajo para dedicarme a ganar mucho dinero...
Esas ideas me hicieron sentir frío, la piel se me puso como de gallina, me eché una manta sobre los hombros y de repente sentí un feroz deseo de fumar.
Qué máquina más terrible, más monstruosa. ¿Para qué necesitan semejante cosa? Por supuesto, conocer el futuro es un viejo sueño de la humanidad, algo así como las botas de siete leguas o la alfombra mágica. Los zares-reyes-emperadores prometían enormes tesoros por tales conocimientos. Pero sólo con una condición indispensable: que ese futuro fuera agradable. ¿A quién le interesa conocer un futuro desagradable? Supongamos que llego a la calle Bánnaia con la Carpeta Azul, y la máquina me dice, con voz humana: «Tus cosas andan mal, Félix Alexándrovich, de pena. Tendrás tres lectores, y alégrate».
Me quité de encima la manta y comencé a buscar las pantuflas con los pies.
¡Pero ahora tampoco podía dejar de ir a la calle Bánnaia! Yo debo saber... ¿Para qué? ¿Para qué enterarme de que todo mi trabajo, toda mi vida, están destinados en esencia al basurero? Y si eso es así, ¿qué quiere decir el basurero? ¿No soy yo mismo quien pretende entregar la Carpeta Azul para su conservación, a fin de que la nariz sudorosa y entrometida de algún Brizheikin o algún Gagashkin no se metan en ella? A propósito, eso de nariz sudorosa y entrometida puede tener varios significados. Los cotillas son una cosa bien diferente de los lectores. Diablos, lo que yo hago no es dedicarme al onanismo, escribo para mi alma, no para mi contento. Por supuesto, desde el principio estaba preparado para que no publicaran la Carpeta Azul mientras estuviera vivo. Es algo común, no voy a ser el primero ni el último. Pero la idea de que simplemente se pudrirá, desaparecerá, se disolverá en el tiempo sin dejar huella... No, no estoy preparado para ello. Estoy de acuerdo en que se trata de una tontería. Pero no estoy preparado. ¡Por eso me da miedo!
Me aseé, hice la cama y preparé el desayuno, todo el tiempo con esas ideas en la cabeza. Eran solamente las seis y media, pero de todos modos ahora no podía dormir, ni siquiera quedarme allí acostado. La excitación nerviosa me hacía temblar, al igual que el deseo de hacer algo de inmediato o aunque fuera tomar una decisión.
¡Vaya, hasta qué punto nos han metido en la cabeza que los manuscritos no arden! ¡Claro que arden, y cómo arden, con llamas azules! Da miedo imaginarse cuántos de ellos desaparecieron sin que nadie los conociera... No quiero ese destino para mi obra. Y si su destino es ése, no quiero enterarme. Ah, ese tipo desgraciado al que conocí ayer no hablaba dando rodeos por gusto, hubiera podido decir claramente de qué se trataba, pero se dio cuenta de que si yo mismo no lo adivinaba, entonces no tendría dónde meterme: iría, la llevaría y me enteraría...
Y sin darme cuenta terminé sentado ante mi escritorio, con la Carpeta Azul abierta delante; mis dedos tomaban con cuidado hoja tras hoja y las pasaban delicadamente de derecha a izquierda, las acariciaban, ordenaban el montón, y sentí una tremenda amargura al recordar que la noche anterior, muy tarde, había leído la última línea que había escrito. Qué bueno sería hoy, precisamente ahora, en este minuto de dudas, en este minuto de pánico, cuando mi camino se bifurca y debo elegir, leer la última línea, esa línea que desconozco aún, que todavía no he escrito, debajo de la cual estará la palabra «fin». Entonces, con el alma serena, podría decir: «¡Señores, todo eso no es más que filosofía, pero ahora disfrutad de esto!», y les mostraría la Carpeta Azul en mi mano abierta.
Y sentí un deseo tan irresistible de aproximar aunque fuera un poquito aquel momento anhelado que preparé presuroso la máquina de escribir, coloqué una hoja en blanco y comencé a teclear.
El reloj mostraba las tres menos cuarto. Víktor se levantó y abrió la ventana de par en par. La calle estaba totalmente a oscuras. Víktor terminó de fumar el cigarrillo junto a la ventana, tiró la colilla a la noche y llamó a la recepción. Le respondió una voz desconocida.
Retiré las manos del teclado y me rasqué la barbilla. Como siempre, cuando trato de comenzar mi trabajo al asalto, sólo con el entusiasmo y la inspiración, todo se atasca.
En la media hora siguiente sólo pude añadir, a mano, la palabra «mojada» y, después de «totalmente a oscuras», agregué «y en la negrura las gotas de lluvia lanzaban destellos». No, así no se trabaja en serio. El trabajo en serio lo hacen, por ejemplo, en Murashi, en la casa de creación. Primero hay que meditar, que renunciar totalmente a toda vanidad y cortar seriamente todos los caminos de retirada. Debes saber que has pagado toda tu estancia y que no te devolverán ese dinero por ninguna razón. ¡Y nada de inspiración! Sólo trabajo agotador, de esclavo, mecánico, cotidiano. Como una máquina. Como un caballo. Cinco páginas antes de la comida, dos páginas antes de la cena. O cuatro páginas antes de la comida, y entonces tres páginas antes de la cena. Nada de coñac. Nada de conversaciones. Nada de citas. Nada de reuniones. Nada de llamadas telefónicas. Nada de fiestas ni escándalos. Siete páginas diarias, y tras la cena se puede ir a la sala de billar, conversar sin prisa con otros literatos más o menos conocidos. Y si uno se mantiene firme, si no siente lástima de uno mismo, no lo quiera Dios, a tal punto que uno se dice: «Demonios, tengo derecho aunque sea una vez a la semana...», se regresa veintiséis días después a casa como un cazador afortunado, con manos y pies que no obedecen a causa del cansancio, pero alegre y con el zurrón repleto... ¡Pero yo ni siquiera he pensado qué tendré en el zurrón!
Exactamente a las ocho y treinta hubo una llamada telefónica, pero no se trataba de Lionia Jerbo. No supe quién llamaba. Alguien respiraba, el aparato oía atentamente mi voz irritada, «¿Quién llama? ¡Pulse la tecla!». Y después colgaron.
Colgué con rabia, retiré con desagrado la hoja de papel apenas comenzada, la metí en la carpeta detrás de todas las demás y cubrí la máquina. Amanecía, en el patio comenzaba otra tormenta de nieve, sentí de nuevo un dolor agudo en el costado y me acosté. De todos modos, soy un tipo colérico. Hace un momento temblaba de excitación, me parecía que no había nada más importante en el mundo que mi Carpeta Azul y que su destino estaba en los siglos por venir. Y ahora yacía allí, como una rana aplastada, y lo único que necesitaba de la eternidad era la paz.
Me dolía el costado y un cansancio inusitado se apoderó de mí, al igual que la autocompasión, y me puse a recordar, me entregué inerme a la memoria, como la gente se entrega al desmayo cuando no tiene ya fuerzas para resistir...
Ella vivía en el piso número 19, ocupaba allí una habitación, no sé en calidad de qué, estudiaba en el primer curso del Politécnico y tenía diecinueve años. Se llamaba Katia, pero F. Sorokin no sabía cuál era su apellido y nunca lo sabría. Al menos, en aquella vida.
F. Sorokin acababa de cumplir quince años por aquel entonces, había pasado a noveno grado y era un chaval alto y apuesto, aunque sus orejas eran bastante grandes y separadas de la cabeza. En las clases de educación física era el tercero, tras Volodia Pravdiuk (caído en el cuarenta y tres) y Volodia Tsínger (que ahora ocupaba un alto cargo en la industria de la aviación). Cuando conoció a Katia, ella tenía la misma estatura que él, y cuando los separó la que separa todas las uniones, Katia ya le llevaba media cabeza.
F. Sorokin se había tropezado con ella varias veces antes de conocerla: en la escalera, en casa de Anastasia Andreievna, pero ella no despertaba en él nada varonil ni personal. En aquella época era un mocoso, un chaval tonto, ese tal F. Sorokin, tan alto y guapo. La distancia entre un escolar y una estudiante universitaria parecía inconcebible, los constantes susurros con Liusia Neviérovskaia (actualmente viuda de un almirante, jubilada y al parecer bisabuela), que no dieron resultado alguno, habían erigido una barricada insuperable entre su deseo y el resto de los pechos y pantorrillas del mundo, y en general, para vaciar adecuadamente los depósitos seminales primero había que aplastar las posiciones enemigas, aniquilar o capturar vivos a Hitler y a Mussolini (en aquel entonces, F. Sorokin no sabía nada del mariscal Tojo), y poner sus cabezas a los pies de ellas.
Seguramente la psiquiatría podría explicar por qué la pequeña estudiante Katia posó sus ojos en un alumno de secundaria. Por lo general, los chavales de quince años, maduros sexualmente, atraen primero a damas de cierta edad, pero en verdad, ¿qué entiendo yo de psiquiatría? Aunque, ¿se atrevería alguien a asegurar que el romance entre Katia y F. Sorokin era único? F. Sorokin no se atreve. (A propósito, él es una persona con prejuicios.) Ya después, pasados dos o tres meses, Katia le contó a F. Sorokin, con sencillez y tranquilidad, que se había enamorado de él a primera vista, en el primer encuentro casual en aquellas escaleras, o en el portal. Quizá no estuviera diciendo la verdad, pero aquello resultó halagador para los oídos de F. Sorokin.
Pero es posible que en ello desempeñara algún papel la situación siguiente: año y medio antes de que él y Katia se conocieran tuvo lugar algo desagradable. En aquel entonces, ella estudiaba el décimo grado en una pequeña ciudad de los alrededores de Leningrado (¿Kolpino? ¿Pávlovsk? ¿Tosno?). En una ocasión, ella estaba de guardia y se quedó después de las clases a limpiar el aula. Entraron varios compañeros de clase, le cubrieron la cabeza con sus chaquetas y la derribaron entre los pupitres. No lograron nada, quizá por miedo, o quizá por inexperiencia. Simplemente le ensuciaron el vientre y las piernas con sus fluidos y salieron huyendo. Katia siguió siendo virgen. Físicamente. ¿Y psicológicamente?