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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

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Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—¿Me permite, señor Bánev? —cloqueó sobre él una agradable voz masculina.

Se trataba del burgomaestre en persona. No de aquel cerdo con el rostro morado por la inminente apoplejía, que gruñía de asqueroso placer en la amplia habitación de Roscheper, sino de un hombre elegante y grueso, perfectamente afeitado y vestido de manera impecable, que llevaba en el ojal la cinta de una condecoración y el escudo de la Legión de la Libertad en el hombro izquierdo.

—Tenga la bondad —dijo Víktor sin la menor alegría.

El señor burgomaestre se sentó, miró a su alrededor y cruzó las manos sobre la mesa.

—Intentaré no molestarlo mucho con mi presencia, señor Bánev, y no echarle a perder la comida. La cuestión que intento poner en su conocimiento basta para que todos nosotros, los grandes y los pequeños, los que valoramos el honor y el bienestar de nuestra ciudad, estemos dispuestos a apartarnos de nuestras tareas para lograr su más rápida y efectiva solución.

—Lo escucho —dijo Víktor.

—Nos hemos encontrado aquí, señor Bánev, en un ambiente más bien no oficial, ya que tomando en cuenta sus múltiples ocupaciones no me atreví a molestarlo en horas laborales, sobre todo atendiendo a lo específico de su labor. Sin embargo, ahora me dirijo a usted como funcionario oficial, tanto en mi nombre como en nombre de la municipalidad...

El camarero trajo las ostras y una botella de vino blanco. El burgomaestre lo detuvo con un gesto del dedo.

—Amigo mío, tráigame media ración de esturión de Kitchingan y una copa de licor de menta. El esturión, sin salsa... —Se volvió hacia Víktor—. Como iba diciendo, temo que nuestra conversación no pueda ser considerada como de sobremesa, ya que hablaremos de asuntos y circunstancias no sólo lamentables; yo diría que además son poco apetitosos. Tenía la intención de conversar con usted sobre los gafudos, ese maldito tumor canceroso que lleva varios años minando nuestra infeliz región.

—Sí, sí —dijo Víktor, el asunto comenzaba a interesarle.

El burgomaestre pronunció un discurso nada altisonante, bien meditado y estilísticamente perfecto. Contó cómo veinte años atrás, tras la ocupación, se creó una leprosería en la cañada del Caballo, un campo de cuarentena para personas que sufrían la enfermedad llamada lepra amarilla, o mal de los gafudos. Hablando con propiedad, aquella enfermedad había aparecido en el país en tiempos inmemoriales, como bien sabía el señor Bánev, y como indicaban las investigaciones especializadas, por alguna razón desconocida atacaba con particular frecuencia a los residentes de nuestra región. Sin embargo, sólo gracias a los esfuerzos del señor Presidente se le prestó seria atención a la enfermedad, y sólo por sus indicaciones personales esos infelices, carentes de atención médica, dispersos por todo el país, sometidos con frecuencia a injustas persecuciones por parte de otros sectores de la población, y hasta a la eliminación directa por parte de los ocupantes, esos infelices fueron finalmente reunidos en un lugar y obtuvieron la posibilidad de una existencia tolerable, que adecentaba su situación. Nada de esto da lugar a la menor objeción, y las medidas antes mencionadas sólo pueden ser alabadas. Sin embargo, como ocurre con frecuencia entre nosotros, las mejores y más nobles iniciativas se han vuelto contra nosotros. No vamos a buscar culpables ahora. No nos vamos a dedicar a investigar las actividades del señor Gólem, una actividad probablemente abnegada, pero como se ha aclarado recientemente, preñada de consecuencias harto desagradables. Tampoco nos vamos a dedicar a hacer críticas prematuras, aunque la posición de algunas instancias bastante altas, que tercamente se niegan a prestar atención a nuestras protestas, nos parece incomprensible. Pasemos a los hechos. El burgomaestre bebió una copa de licor de menta, tomó un trocito de esturión y su voz se hizo más aterciopelada todavía, resultaba del todo imposible imaginar que ponía cepos para cazar personas. Con fervorosa elocuencia expresó el deseo de no ocupar demasiado tiempo la atención del señor Bánev con los rumores que circulaban por la ciudad, rumores que debía reconocer eran el resultado de la realización imprecisa y nada unánime, por todos los niveles de la administración, de las orientaciones del señor Presidente: hablamos de la opinión, ampliamente difundida, del papel fatal de los denominados gafudos en el abrupto cambio del clima, de su responsabilidad por el incremento del número de abortos espontáneos y el índice de matrimonios estériles, de la desaparición total en la ciudad de varias especies de animales domésticos y de la aparición de una variedad especial de chinches domésticas, exactamente la chinche alada...

—Señor burgomaestre —dijo Víktor, con un suspiro—. Debo reconocer que me resulta muy difícil seguir sus larguísimos párrafos. Es mejor hablar de manera llana, como buenos hijos de la misma nación. Es mejor no hablar de lo que no vamos a hablar, y hablar de lo que vamos a hablar.

El burgomaestre le lanzó una mirada rápida, calculó algo mentalmente, comparó algo; quién sabe qué estaría comparando, pero seguramente todo valía: el hecho de que Víktor se emborrachaba con Roscheper, que las borracheras eran conocidas en todo el país, que Irma era una niña prodigio, que existía una tal Diana, y muchísimas otras cosas, tantas que el burgomaestre comenzó a marchitarse visiblemente y, con un grito, pidió que le sirvieran una copa de coñac. Víktor también pidió una copa a gritos. El burgomaestre soltó una carcajada, contempló la sala que ya se había vaciado de clientes, y dio un leve puñetazo sobre la mesa.

—Está bien, con usted no hay que andarse por las ramas —dijo—. Se ha vuelto imposible vivir en la ciudad, dele las gracias a su amigo Gólem. A propósito, ¿sabe que Gólem es un criptocomunista? Sí, se lo aseguro, existen informes... Está pendiente de un hilo, ese Gólem suyo... Lo que le digo es que están pervirtiendo a los niños ante nuestros ojos. Esa carroña se ha colado en las escuelas y ha echado a perder totalmente a los niños... Los electores están molestos, algunos abandonan la ciudad, hay mar de fondo, temo que en cualquier momento empiecen los linchamientos, la administración regional no mueve un dedo: ésa es la situación que tenemos. —Vació la copa—. Debo decirle cuánto odio a esa chusma, los mataría a dentelladas, pero me dan náuseas. No me creerá, señor Bánev, pero los odio hasta tal punto que les pongo cepos. Pervertir a los niños es lo de menos. Los niños son niños, los puedes pervertir cuanto quieras, siempre les parecerá poco. Pero póngase en mi situación. Estas lluvias son asunto de ellos, no sé cómo lo hacen, pero es así. Construimos un sanatorio, un balneario de aguas medicinales, el clima era un lujo, el dinero llegaba a paletadas, venían incluso desde la capital, ¿y en qué ha terminado todo? Lluvia, niebla, clientes con congestión nasal... A continuación todo empeora, viene de visita un físico famoso... he olvidado su nombre, seguramente usted lo conoce... estuvo dos semanas y listo: pescó el mal de los gafudos y a la leprosería. ¡Excelente publicidad para el sanatorio! Después, otro caso, y otro, y otro, los clientes desaparecieron del todo. El restaurante se consume, el sanatorio agoniza, gracias a Dios que apareció un entrenador idiota, entrena un equipo para torneos en países lluviosos... Y el señor Roscheper colabora, en cierto sentido... ¿Me entiende usted? Intenté ponerme de acuerdo con ese tal Gólem, pero fue como hablar con una pared: terco como una muía. Me dirigí a las altas instancias, sin resultado. Más arriba, y nada. Más arriba todavía, y me responden que acusan recibo y han emitido las orientaciones correspondientes a las instancias inferiores... Los odio, pero me sobrepuse a mí mismo y fui a visitarlos a la leprosería. Me dejaron entrar. Les estuve rogando, traté de convencerlos... ¡Qué tipos más miserables! Miran a uno con esos ojos despellejados como si uno fuera un gorrión, como si no estuviera ahí... —Se inclinó hacia Víktor y le dijo en un susurro—: Temo que haya un motín. ¿Usted me entiende?

—Sí —dijo Víktor—. ¿Y qué pinto yo en todo esto?

El burgomaestre se reclinó en el asiento, sacó un habano a medio fumar de un estuche de aluminio y lo encendió.

—En mi situación sólo me queda llamar a todas las puertas. Se necesita transparencia. El municipio ha dirigido una petición al departamento de sanidad, el señor Roscheper la firmará y espero que usted también, pero no creo que tenga mucho efecto. ¡Hace falta transparencia! Se necesita un buen artículo en un diario de la capital, firmado por alguien famoso. Por usted, señor Bánev. El material es de gran actualidad, precisamente para un tribuno como usted. Se lo ruego. En mi nombre y en el de la municipalidad, y en el de los infelices padres... Hay que conseguir, aunque sea, que se lleven de aquí la leprosería al quinto infierno. A cualquier parte, pero que no quede aquí ni el olor de los gafudos, de esa carroña. Eso es lo que quería decirle.

—Sí, entiendo —pronunció Víktor lentamente—. Lo entiendo perfectamente.

«Aunque seas una bestia —pensó—, aunque seas un cerdo cebado, puedo entenderte. ¿Qué es lo que ha ocurrido con los leprosos? Eran callados, jorobados, caminaban apartándose de todos, no se decía de ellos nada semejante, y si de algo había quejas era de que apestaban como si fueran infecciosos, que fabricaban juguetes excelentes, objetos de madera... La madre de Fred decía, lo recuerdo, que echaban el mal de ojo, que la leche se cortaba por culpa de ellos, que nos traerían la guerra, la peste y el hambre... Y ahora están allí, tras su cerca de alambre espino, ¿y qué es lo que hacen? Uf, hacen muchísimas cosas. Cambian el estado del tiempo, atraen a los niños (¿para qué?) y han espantado a los gatos (otra vez, ¿para qué?) y a sus chinches les han salido alas.»

—Seguramente usted piensa que estamos sentados en nuestros despachos, mano sobre mano —dijo el burgomaestre—. De eso, nada. Pero, ¿qué podemos hacer? Estoy preparando un proceso contra Gólem. El señor inspector sanitario Pavor Summan ha aceptado asesorarme. Haremos hincapié en el hecho de que aún no se ha dado una opinión unívoca sobre el carácter infeccioso de la enfermedad, y Gólem se aprovecha de ello, en su calidad de criptocomunista. Eso, en primer lugar. En segundo, trataremos de responder al terror con el terror. La Legión Urbana, nuestro orgullo, chicos magníficos, águilas... pero eso quizá no sea lo que haga falta. No recibimos orientaciones desde arriba. La policía está en una situación ambigua... y en general... Así que ponemos obstáculos como podemos. Retenemos las mercancías que van destinadas a ellos, los envíos personales, por supuesto, nunca la comida ni la ropa de cama, sino los libros de todo tipo, compran muchísimos... Hoy hemos detenido un camión y siento cierto alivio. Pero todas esas tonterías son para calmar la angustia, lo que habría que hacer es algo radical...

—Así que águilas —dijo Víktor—, chicos magníficos... ¿Cómo se llama ése? ¿Flamenda? Ése, el sobrino...

—Flamin Yuventa —dijo el burgomaestre—, ¡mi sustituto para asuntos de la Legión! ¡Un águila! ¿Usted lo conoce?

—Más o menos. ¿Y para qué retienen los libros?

—Cómo que para qué... Por supuesto, es una tontería, pero somos seres humanos, es que estamos hartos. Y, además —siguió diciendo el burgomaestre con una sonrisa, como si estuviera avergonzado—, es una tontería, por supuesto, pero corre el rumor de que ellos, sin libros, no pueden... de la misma manera que la gente normal no puede vivir sin alimentos.

Se hizo el silencio. Víktor pinchaba la carne con el tenedor, ahora sin apetito. «Sé muy poco de los mohosos, y lo que sé no me hace sentir la menor simpatía hacia ellos. Quizá todo sea porque no me han gustado desde mi niñez. Pero conozco bien al burgomaestre y su banda, la grasa y el tocino de la nación, los lacayos presidenciales, sus centurias negras. Por lo tanto, si estáis en contra de los leprosos, eso significa que en ellos hay algo... Por otra parte, se puede escribir el artículo más feroz, de todos modos nadie se arriesgaría a publicarme, pero el burgomaestre estaría satisfecho, yo podría cobrarle el favor, podría vivir bien aquí. ¿Quién de los verdaderos escritores puede jactarse de que vive bien? Podría instalarme aquí, obtener una sinecura, una plaza, por ejemplo, de inspector municipal de playas urbanas, y dedicarme a escribir sobre lo bien que vive una buena persona que se dedica a aquello que ama, y hablar sobre este tema ante los niños prodigio. Ah, el problema consiste en aprender a secarse. Te escupen a la cara y te secas. Primero, con vergüenza, después con perplejidad, y quién sabe si después te secarás con dignidad, mientras sientes, incluso, cierto placer.»

—Por supuesto, no queremos meterle prisa —dijo el burgomaestre—. Usted es una persona ocupada, etcétera. ¿Dentro de una semana, eh? Le daremos todos los materiales, podemos proporcionarle incluso un esquema, un modelo según el cual sería deseable que... Y cuando su experimentada mano se ponga a trabajar, todo comenzará a funcionar. Y bajo ese artículo aparecería la firma de tres hijos excelsos de nuestra ciudad: el diputado Roscheper Nant, el famoso escritor Bánev y el doctor Rem Kvadriga, laureado con el premio estatal.

«Trabaja bien —pensó Víktor—. No recuerdo semejante insistencia entre nosotros, la gente de izquierda. Haríamos insinuaciones, le daríamos la vuelta para no ofender a la persona, no presionarla más de lo estrictamente necesario para que, Dios nos libre, no vayan a sospechar una intención interesada... ¡Hijos excelsos!... Pero este canalla está absolutamente seguro de que escribiré el artículo, y lo firmaré, de que no tengo dónde meterme y de que a Bánev, inmerso en tantos líos, lo único que le queda es rendirse, manos arriba, y ganarse con el sudor de su frente la existencia tranquila en su ciudad natal... Y soltó lo del esquemita... ya sabemos de qué esquema se trata, cómo debe ser ese esquema para que publiquen a Bánev, a quien ha salpicado la saliva del presidente. Sí, señor Bánev... te gusta el coñac, te gustan las chicas, te gusta el pulpo marinado con cebolla, así que aprende a empujar el carro...»

—Meditaré su propuesta —dijo, sonriendo—. El proyecto me parece bastante interesante, pero su realización exige forzar la conciencia en cierto grado. —Hizo un guiño salaz al burgomaestre.

El funcionario se echó a reír.

—¡Claro que sí! «La conciencia de la nación, un espejo preciso», etcétera. Claro que me acuerdo... —Se inclinó de nuevo hacia Víktor, con cara de conspirador, y le susurró—: Le ruego que pase mañana por mi oficina. Sólo habrá allí gente de confianza. Pero sin esposas, ¿eh?

—Con respecto a eso, me veo obligado a rechazar decididamente su invitación —dijo Víktor mientras se ponía de pie, y volvió a hacer un guiño salaz—. Tengo cosas pendientes. En el sanatorio.

Se despidieron casi amigos. El escritor Bánev fue inscrito en la élite de la ciudad, y para calmar los nervios, excitados por semejante honor, tuvo que beber una copa de coñac tan pronto la espalda del burgomaestre desapareció por la puerta.

«Por supuesto, podría irme de aquí al infierno —pensó Víktor—. No me permitirán marcharme al extranjero ni yo quiero irme; no tengo nada que hacer allí, en todas partes es lo mismo. Pero en nuestro país hay unos cuantos sitios donde puedo esconderme y dejar pasar el tiempo.» Imaginaba un lugar soleado, bosques de hayas, aire embriagador, granjeros silenciosos, olores a leche y miel... y a boñiga, y mosquitos... y el hedor de la letrina, el aburrimiento... y los televisores antiguos, y la intelectualidad local: un cura pícaro y mujeriego, un maestro bebedor de aguardiente casero... Aunque, en general, había sitios adonde huir. Pero eso es lo que están esperando, que me vaya, que los pierda de vista, que me meta en mi madriguera, que lo haga yo mismo sin que me obliguen, porque mandarme al destierro es demasiado trabajoso, se armaría un escándalo, correrían rumores... En eso estriba toda la desgracia: les daría una gran alegría. Se largó, cerró la boca, lo han olvidado, ha dejado de rezongar...

Víktor pagó la cuenta, subió a su habitación, se puso el impermeable y salió bajo la lluvia. De repente sintió muchos deseos de ver nuevamente a Irma, de conversar con ella sobre el progreso, de averiguar por qué bebía tanto (en realidad, ¿por qué bebo tanto?), y quizá Bol-Kunats esté allí, y seguramente Lola no estará... Las calles estaban mojadas, grises, desiertas, los manzanos morían lentamente de humedad en los jardines. Por primera vez Víktor se dio cuenta de que algunas casas tenían las puertas claveteadas. La ciudad había cambiado mucho: los vallados estaban a punto de caer, bajo las cornisas crecía un musgo blanquecino, las paredes se habían desteñido y la lluvia continuaba reinando en la calle.

La lluvia simplemente caía, salpicaba un fino polvo húmedo desde los techos, la lluvia se concentraba en las corrientes de aire formando remolinos que iban de una pared a otra, la lluvia se precipitaba rugiendo por los oxidados tubos de desagüe, se vertía por el pavimento y corría por cauces abiertos entre los adoquines. Nubes de un color gris negruzco se arrastraban sobre los tejados. En las calles, el ser humano era un huésped no deseado y la lluvia no tenía piedad de él.

Víktor llegó a la plaza de la ciudad y vio gente. Estaban bajo un toldo, a la entrada de la jefatura de policía: dos agentes, vistiendo sus impermeables de reglamento, y un chico desaseado, con un mono de trabajo lleno de manchas de aceite. Delante del toldo, había un enorme camión con cubierta de lona embreada, con los neumáticos del lado izquierdo sobre la acera. Uno de los dos policías era el jefe. Miraba a un lado, con su poderosa quijada muy tensa, mientras el chico gesticulaba con desesperación e intentaba demostrarle algo con voz plañidera. El otro policía fumaba y también se mantenía en silencio, con expresión de disgusto. Víktor caminó hacia ellos y a unos veinte pasos de la entrada oyó lo que decía el chico.

—¿Y qué pinto yo en todo esto? —gritaba—. ¿He infringido el código de circulación? No he infringido nada. ¿Están en orden mis documentos? Están en orden. La carga está bien, aquí está el albarán. ¿Qué, acaso es la primera vez que vengo a la ciudad?

El jefe de policía vio a Víktor y su rostro se torció en un gesto de desagrado extremo. Le dio la espalda y, como si no viera al chico, se dirigió al otro agente.

—Entonces, te quedas aquí. Vigila que todo esté en orden. Y no montes en la cabina, porque se lo robarán todo. No dejes que nadie se acerque al furgón. ¿Está claro?

—Está claro —dijo el policía, con expresión irritada.

El jefe de policía abandonó la entrada, montó en su coche y partió.

—Oiga, usted —gritó el chico airado, dirigiéndose a Víktor después de escupir—, ¿qué cree, soy culpable o no? —Víktor se detuvo y el chico se sintió animado por ello—. Viajo con normalidad. Estoy transportando libros a la zona especial. Lo he hecho mil veces. Ahora, me detienen y me ordenan dirigirme a la jefatura de policía. ¿Por qué? ¿He infringido el código de circulación? No he infringido nada. ¿Están en orden mis documentos? En orden, aquí tengo el albarán. Me han retirado el carné para que no pueda huir. ¿Y adonde voy a huir?

—No grites más —le dijo el policía.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó el chico volviéndose hacia él de inmediato—. ¿He rebasado el límite de velocidad? No lo he hecho. Me van a descontar el retraso. Y me han retirado el carné...

—Se aclarará —dijo el policía—. ¿Por qué te preocupas tanto? Vete a la taberna, es un asunto sin importancia.

—¡Ay, jefecillos de mierda! —gritó el chico, poniéndose sobre la marcha la gorra en su erizada cabeza—. ¡No hay justicia en ninguna parte! Giras a la izquierda, te detienen; vas a la derecha, te vuelven a detener. —Estaba a punto de bajar a la calle, pero se detuvo e, implorante, le dijo al policía—: ¿Quiere que le pague una multa o algo así?

—Lárgate, lárgate —masculló el policía.

—¡Me prometieron una bonificación por entrega anticipada! He pasado toda la noche conduciendo...

—¡Te digo que te largues!

El chico volvió a escupir, se acercó al furgón, pateó dos veces el neumático delantero, después se encorvó de repente y echó a andar por la plaza con las manos metidas en los bolsillos.

El agente miró a Víktor, miró el camión, miró al cielo, el cigarrillo se le apagó; entonces escupió la colilla y echó a caminar hacia la jefatura, quitándose el capuchón sobre la marcha.

Víktor estuvo cierto tiempo parado allí, y a continuación caminó a lo largo del camión. El furgón era enorme, potente, parecido a los transportes de infantería motorizada. Víktor miró a su alrededor. Unos metros delante del camión, con el neumático delantero ladeado, se empapaba bajo la lluvia una Harley de la policía, pero no había otros vehículos en las cercanías.

«Podrán alcanzarme —pensó Víktor—, pero no me detendrán, una mierda.» Se sintió alegre. «Y qué demonios —pensó—: el famoso escritor Bánev, tras emborracharse una vez más, se llevó un vehículo ajeno para divertirse; por suerte, todo concluyó sin víctimas...» Se dio cuenta de que aquello no sería nada sencillo, que no sería el primero que regalaba a las autoridades un pretexto plausible para meter en el calabozo a un ciudadano inquieto, pero no quería cambiar de idea, quería someterse a su impulso. «En última instancia, escribiré el artículo que me pide ese canalla», pensó.

Abrió la portezuela de la cabina y se sentó al volante. No tenía llave, tuvo que arrancar los cables del encendido y hacer un cortocircuito. Cuando el motor se puso en marcha, antes de cerrar la portezuela Víktor miró hacia atrás, a la entrada de la jefatura. Allí estaba el policía, con la misma expresión de irritación en el rostro y un cigarrillo entre los labios. Era obvio que no se había dado cuenta de nada. Víktor cerró la portezuela, bajó a la calle con cuidado, cambió la marcha y salió disparado hacia la bocacalle más próxima.

Era divertidísimo correr por las calles que sabía desiertas, metiendo las ruedas en charcos profundos para convertirlos en fuentes, girar el pesado volante ayudándose con todo el cuerpo, dejando atrás la fábrica de conservas, el parque, el estadio donde los Hermanos de Raciocinio seguían pateando sus balones como máquinas empapadas. Siguió adelante por la carretera, por los baches, dando saltos en el asiento y oyendo a sus espaldas cómo, con cada sacudida, caía pesadamente la carga mal colocada. Por el retrovisor no se veía a ningún perseguidor, y era difícil distinguir algo con semejante lluvia. Víktor se sintió muy joven, muy necesario quién sabe a quién, e incluso ebrio. Desde el techo de la cabina le sonreían hermosas mujeres, recortadas de revistas, en la guantera encontró un par de cigarrillos y se sintió tan bien que estuvo a punto de pasarse el cruce de caminos, pero frenó a tiempo y giró, siguiendo la flecha, que indicaba: leprosería, 6 km. Allí se sentía como un descubridor, porque nunca había recorrido aquel camino, ni a pie, ni en un vehículo. El camino era bueno, mucho mejor que la carretera municipal: al principio el asfalto era muy parejo, bien cuidado, y después pasó a ser de hormigón. Cuando vio el pavimento de hormigón se acordó del alambre espino y los soldados, y cinco minutos después pudo ver todo aquello.

Una valla sencilla de alambre se extendía a ambos lados del camino de hormigón y desaparecía en la lluvia. El camino estaba cortado por un portón alto con una caseta de guardia, la puerta de la caseta estaba abierta y en el umbral estaba de pie un soldado con su casco, sus botas y su impermeable, bajo el cual asomaba el cañón de un fusil automático. Otro soldado, sin casco, vigilaba por un ventanuco.

«Nunca he estado en un campo de prisioneros —entonó Víktor—, pero no le des todavía gracias a Dios...» Quitó el pie del acelerador y se detuvo delante del portón. El soldado salió de la caseta y se le acercó. Era un soldadito muy joven, pecoso, de unos dieciocho años.

—Hola —saludó—. ¿Por qué se ha retrasado?

—Nada, las circunstancias —dijo Víktor, asombrándose de aquel trato llano.

—Muéstreme sus documentos —ordenó con sequedad después de mirarlo atentamente y cuadrarse de pronto.

—No tengo documentos —dijo Víktor, divertido—. Ya le he dicho que fueron las circunstancias.

—¿Qué es lo que ha traído? —preguntó el soldado después de morderse los labios.

—Libros —explicó Víktor.

—¿Y tiene pase?

—Claro que no.

—Aja —dijo el soldado y se le iluminó el rostro—. He visto que no era el de siempre... Espere un momento. Va a tener que esperar.

—Tenga en cuenta que pueden estar persiguiéndome —dijo Víktor, levantando el dedo índice.

—No se preocupe, será rápido —dijo el soldado y, apretando el fusil contra el pecho, regresó a la caseta.

Víktor bajó de la cabina del camión, quedó de pie en el estribo y miró hacia atrás. La lluvia no dejaba ver nada. Entonces, retornó a su asiento y encendió un cigarrillo. Era muy divertido. Delante, tras la cerca de alambre, más allá del portón, también llovía, se distinguían apenas unas estructuras oscuras, quizá edificios, quizá torres, pero era imposible distinguir nítidamente algo.

«¿Será posible que no me inviten a pasar? —pensó Víktor—. Sería una grosería. Por supuesto, podría pedir que viniera Gólem; ahora está aquí, en alguna parte. Eso es lo que haré. No he jugado a ser héroe por gusto.»

El soldadito volvió a salir de la caseta, y tras él apareció el chaval nihilista del rostro lleno de granos, que sólo llevaba pantalón, con una expresión de alegría y sin la menor huella de angustia universal. Rodeó al soldado, subió al estribo de un salto, echó una mirada dentro de la cabina, reconoció a Víktor con un grito de admiración y se echó a reír.

—¡Hola, señor Bánev! ¿Es usted? Qué bien... ¿Usted ha traído los libros? Llevamos tiempo esperando.

—¿Qué, está todo en orden? —preguntó el soldadito, que se había aproximado.

—Sí, es nuestro camión.

—Entonces, lléveselo —dijo el soldadito—. Usted, señor, tendrá que salir y esperar aquí.

—Yo quisiera ver al doctor Gólem —dijo Víktor.

—Le podemos pedir que venga —propuso el soldadito.

—Hummm —dijo Víktor y miró demostrativamente al chaval; éste, con aire culpable, abrió los brazos en un ademán.

—No tiene pase —explicó—. Y ellos no dejan entrar a nadie sin pase. A nosotros nos encantaría, pero...

No se podía hacer nada, tuvo que salir de la cabina bajo la lluvia. Saltó del camino, se puso el capuchón y contempló cómo abrían el portón y el camión, con una sacudida, pasaba al otro lado de la cerca. Después, el portón se cerró. Víktor escuchó durante unos segundos el ronroneo del motor y el chirrido de los frenos, pero después no se oyó nada más, sólo susurros y chapoteos. «Así son las cosas —pensó Víktor—. ¿Y yo?» Se sintió desilusionado. Sólo en ese momento comprendió que no había realizado su hazaña de manera desinteresada, que tenía la esperanza de ver y entender muchas cosas... penetrar en el epicentro, por así decirlo. «Pues al diablo con vosotros», pensó. Recorrió el camino de hormigón con la vista. Había seis kilómetros hasta el cruce y otros veinte hasta la ciudad. Por supuesto, desde el cruce hasta el sanatorio había sólo dos kilómetros. Cerdos ingratos... Bajo la lluvia... En ese momento se dio cuenta de que llovía con menos intensidad.

«Gracias aunque sea por eso», pensó.

—Entonces, ¿llamamos al señor Gólem? —preguntó el soldado.

—¿A Gólem? —Víktor se animó, en general no estaría mal pasearse con aquel viejo gruñón bajo la lluvia, tomando en cuenta además que tenía un coche—. Sí, cómo no, llámelo.

—Eso sí podemos hacerlo. Lo llamaremos. Pero es difícil que venga, seguramente dirá que está ocupado.

—No importa —dijo Víktor—, dígale que lo solicita Bánev.

—¿Bánev? Se lo diré. Pero da igual, de todos modos no vendrá. Aunque eso no me cuesta trabajo. Así que Bánev...

El soldadito se marchó, un soldadito simpático, puras pecas bajo el casco.

Víktor encendió un cigarrillo, y en ese momento se escuchó el traqueteo del motor de una moto. De la cortina de lluvia salió una Harley con sidecar a gran velocidad, se dirigió al portón y se detuvo. Uno de los policías era aquel de la expresión molesta, y en el sidecar había otro, envuelto en una lona hasta los ojos.

«Ahora habrá lío», pensó Víktor, bajando más el capuchón. Pero eso no sirvió de nada. El policía de la cara molesta descendió de la moto y se aproximó a Víktor.

—¿Dónde está el camión? —vociferó.

—¿Qué camión? —dijo Víktor asombrado, para ganar tiempo.

—¡No se haga el despistado! —volvió a gritar el policía—. ¡Yo mismo lo vi! ¡Irá a los tribunales! ¡Ha robado un vehículo que había sido retenido!

—No me grite —replicó Víktor con dignidad—. ¡Qué descaro es éste! Me quejaré.

—¿Es él? —preguntó el segundo policía mientras se acercaba y se quitaba sobre la marcha su envoltorio de lona.

—¡El mismo! —dijo el policía de la cara molesta mientras sacaba unas esposas del bolsillo.

—¡Cuidado, cuidado! —pronunció Víktor, retrocediendo un paso—. ¡Esto es una arbitrariedad! ¿Cómo se atreve?

—No se resista, será peor —le aconsejó el segundo policía.

—No soy culpable de nada —proclamó Víktor con descaro, metiéndose las manos en los bolsillos—. Señores, ustedes me confunden con otro.

—Usted robó el camión —dijo el segundo policía.

—¿Qué camión? —gritó Víktor—. ¿De qué camión están hablando? He venido aquí de visita, a ver al señor Gólem, el médico jefe. Pregunten a los custodios. ¿De qué camión hablan?

—¿No nos estaremos equivocando? —La duda se apoderó del segundo policía.

—¡Pues claro que es él! —objetó el de la cara molesta, y se aproximó a Víktor con las esposas listas—: ¡Las manos!

En ese instante, la puerta de la caseta de vigilancia se abrió.

—¡Las aglomeraciones están prohibidas! —gritó una voz aguda.

Los policías y Víktor dieron un salto. En la puerta de la caseta estaba el soldadito pecoso y les apuntaba con el fusil automático.

—¡Apártense del portón! —gritó, con voz aguda.

—¡Tú, cállate! —replicó el policía de la cara molesta—. Somos la policía.


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