Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—¡Quedan prohibidas las aglomeraciones de más de una persona junto al portón de la zona especial! ¡Tras el tercer aviso, disparo! ¡Apártense del portón!
—Vamos, vamos, apártense —dijo Víktor preocupado, empujando levemente el pecho de los dos policías.
El de la cara molesta lo miró con perplejidad, le apartó la mano y comenzó a caminar hacia el soldado.
—Oye, chaval, ¿qué te pasa, te has vuelto loco? —dijo—. Este tipo se ha llevado un camión.
—¡No hay ningún camión! —El soldadito, simpático y cariñoso, soltó un largo grito con su voz aguda—. ¡Último aviso! ¡Los dos, apártense a cien metros del portón!
—Oye, Roch —dijo el segundo policía—, vamos a apartarnos, qué demonios; de todos modos, ése no puede ir a ninguna parte.
El policía de la cara molesta, rojo de ira, estaba a punto de abrir de nuevo la boca cuando en la puerta de la caseta apareció un sargento panzón con un bocadillo a medio comer en una mano y un vaso en la otra.
—Soldado Dzhura —dijo, mientras masticaba—. ¿Por qué no abre fuego?
Una expresión de ferocidad se apoderó del rostro pecoso bajo el casco. Los policías echaron a correr hacia su moto, montaron, giraron delante de Víktor, que había asumido una pose de guardia de tráfico, y se alejaron. El policía de cara morada le gritó algo que se perdió en el ruido del motor. Se detuvieron a unos cincuenta pasos.
—Demasiado cerca —dijo el sargento, con aire de desaprobación—. ¿Qué, no lo ves? Demasiado cerca.
—¡Más lejos! —gritó el soldadito, agitando el fusil.
Los policías se alejaron y se perdieron de vista.
—Conque ahora se les ocurre formar grupos ante el portón —dijo el sargento al soldadito mientras no apartaba su mirada de Víktor—. Está bien, sigue vigilando.
Regresó a la caseta. El soldadito pecoso dio varios paseítos por delante del portón hasta que se le pasó la excitación.
—¿Podría decirme si el doctor Gólem va a venir? —preguntó Víktor unos minutos después.
—No está —gruñó el soldadito.
—Qué lástima. Entonces, mejor me voy... —Miró la lluvia, la niebla tras la que se escondían los policías.
—¿Cómo que se va? —dijo el soldadito, preocupado.
—¿Qué, está prohibido? —preguntó Víktor, también con alarma.
—No, no está prohibido. Es por el camión. Si usted se va, ¿qué pasa con el camión? Nunca lo dejan junto al portón.
—¿Y qué pinto yo en todo eso? —Víktor estaba cada vez más alarmado.
—¿Cómo? Usted fue quien lo trajo, usted... Siempre se hace así, si no, ¿cómo?
«Diablos —pensó Víktor—. ¿Y dónde lo meto?» Desde unos cien metros llegaba el ronroneo del motor de la moto, que funcionaba en punto muerto.
—¿Es verdad que se llevó el camión? —preguntó el soldadito con curiosidad.
—¡Sí! La policía retuvo al chofer, y yo, tonto de mí, decidí ayudar...
—Va-a-aya —pronunció el soldadito con simpatía—. Pues no sé qué aconsejarle.
—¿Y si yo ahora, digamos, me largo? —preguntó Víktor con sigilo—. ¿Va a dispararme?
—No lo sé —reconoció el soldadito con sinceridad—. Creo que eso no está indicado. ¿Lo pregunto?
—Sí, por favor —dijo Víktor, calculando si tendría tiempo para perderse de vista o no.
En ese instante se escuchó un claxon al otro lado del portón, que se abrió, y el maldito camión salió lentamente de la zona especial. Se detuvo al lado de Víktor, la portezuela se abrió y Víktor vio tras el volante no al chaval que esperaba, sino a un leproso calvo y jorobado que lo miraba. Víktor no se movió de su sitio y entonces el leproso retiró del volante una mano enfundada en un guante negro y lo invitó a subir, palmeando el asiento a su lado.
«Vaya, han tenido la condescendencia de rebajarse a mi nivel», pensó Víktor con amargura.
—Mire qué bien, todo está resuelto —dijo el soldadito con alegría—, puede marcharse en paz.
A Víktor le pasó por la cabeza la idea de que si el propio leproso iba a llevar el camión a la ciudad o a alguna otra parte, en otras palabras, si él mismo iba a tratar con la policía, lo mejor sería despedirse allí mismo, perderse campo a través y dirigirse al sanatorio eludiendo la Harley emboscada en las cercanías.
—Ahí delante está la policía —le avisó al leproso.
—No importa, siéntese.
—El problema consiste en que robé este camión, que estaba retenido.
—Lo sé —dijo el leproso con paciencia—. Monte.
Había dejado pasar el momento. Víktor se despidió cordialmente del soldadito, ocupó el asiento y cerró la portezuela. El camión echó a andar y un minuto después vieron la Harley atravesada en el camino, con un policía a cada lado haciendo gestos de que aparcaran en el arcén. El leproso frenó, apagó el motor y sacó la cabeza por la ventanilla.
—Retiren la moto, están impidiendo la circulación —dijo.
—¡Al arcén! —ordenó el policía de la cara molesta—. A ver, sus documentos.
—Voy a la jefatura de policía —anunció el leproso—. ¿No sería mejor conversar allí?
El policía quedó perplejo por un instante y gruñó algo así como «ya lo conocemos, señor». El leproso esperaba tranquilamente.
—Está bien —asintió finalmente el policía—. Pero yo conduciré el camión y éste irá en la moto.
—Muy bien —aceptó el leproso—. Pero, si me lo permite, yo iré en la moto.
—Mejor aún —gruñó el policía de la cara molesta, que por un momento casi sonrió—: Baje.
Intercambiaron de sitio. El policía echó una mirada siniestra a Víktor, se acomodó en el asiento, estirándose y encogiéndose, se puso correctamente el impermeable, mientras Víktor lo miraba de reojo y a la vez contemplaba cómo el leproso, más jorobado y cojo que antes, semejante de espaldas a un enorme mono raquítico, iba hacia la moto y se metía en el sidecar. La lluvia se convirtió de nuevo en feroz aguacero y, en el camión, el policía puso a funcionar los limpiaparabrisas. La caravana echó a andar.
«Quisiera saber cómo terminará todo esto —pensó Víktor con cierto fastidio—. A propósito, la intención del leproso de comparecer en la jefatura de policía crea una esperanza indefinida. Qué descarado aquel leproso, ahora no se cortan por nada... Pero, sea como sea, me pondrán una multa, eso sin falta. Que la policía deje pasar la ocasión de clavarle una multa a alguien, ja... Ah, que se vaya todo al diablo, de todos modos tendré que largarme de aquí. Pero está bien, al menos he podido hacer catarsis...» Sacó un paquete de cigarrillos y convidó al policía, que soltó un gruñido, pero de todas maneras tomó uno. Su mechero no funcionaba y tuvo que soltar otro gruñido cuando Víktor le prestó el suyo. En general, no era difícil entender a aquel agente nada joven, de unos cuarenta y cinco años, sin grados aún; seguramente había sido de los antiguos colaboracionistas: no había metido en la cárcel a los que debía, no había lamido el trasero más conveniente, y cómo iba a entender de traseros, éste sí y éste no... El policía fumaba y su aspecto era menos molesto: sus asuntos mejoraban.
«Ay, qué bien me vendría ahora una botella —pensó Víktor—. Lo convidaría, le contaría un par de chistes irlandeses, diría horrores de los jefes que siempre promueven a los trepas, me quejaría de los estudiantes, y el tipo seguramente se ablandaría.»
—Qué lluvia tan feroz la que está cayendo —dijo Víktor. El policía gruñó con bastante neutralidad, sin rabia—. Antes, había un clima magnífico —prosiguió Víktor, y entonces tuvo una ocurrencia—: Y fíjese usted, allí en la leprosería no llueve, pero cuando se aproxima alguien de la ciudad, empieza enseguida un aguacero.
—Sí, claro —replicó el policía—. Se lo han montado bien en la leprosería.
Se establecía el contacto. Conversaron sobre el clima, cómo era antes y cómo se había vuelto ahora, demonios. Descubrieron que tenían amigos comunes en la ciudad. Conversaron sobre la vida capitalina, las minifaldas, la lacra de la homosexualidad, el brandy de importación y los narcóticos de contrabando. De manera natural coincidieron en señalar que no había orden alguno, nada parecido a antes de la guerra o, digamos, inmediatamente después. Ser policía era tener un trabajo miserable, aunque en los periódicos escribieran que eran los bondadosos y severos guardianes del orden, engranajes indispensables del mecanismo estatal. Pero la edad de jubilación había aumentado, el monto de la pensión había disminuido, por una herida en el servicio daban una miseria, ahora les habían retirado las armas, y en tales condiciones, quién se iba a arriesgar... En resumen, se había creado una situación tal que, con un par de tragos, el policía le hubiera dicho: «Bien, chaval, vete con Dios. Yo no te he visto y tú a mí tampoco». Sin embargo, no había nada de beber, y el momento para pasarle un soborno no había madurado aún cuando el camión llegó ante la entrada de la jefatura de policía, el rostro del agente se ensombreció de nuevo y le indicó secamente a Víktor que lo siguiera deprisa.
El leproso se negó a explicarle nada al oficial de guardia y exigió que los condujeran de inmediato ante el jefe de policía. El oficial de guardia le respondió que seguramente el jefe lo recibiría a él personalmente, pero en lo relativo a este otro señor, está acusado de robar un vehículo, no tiene nada que hacer en la oficina del jefe, hay que interrogarlo y preparar el informe correspondiente.
—No —dijo el leproso con firmeza y serenidad—, eso no va a ocurrir, el señor Bánev no va a contestar a ninguna pregunta y tampoco va a firmar declaración alguna, pues para ello existen determinadas circunstancias relacionadas únicamente con el señor jefe de policía.
El oficial de guardia, a quien todo le daba lo mismo, se encogió de hombros y fue a informar a su superior. Mientras estaba ausente, apareció el chofercillo, aquel chico del mono de trabajo manchado de aceite, que no sabía nada y había bebido lo suyo, así que al momento se puso a gritar, a pedir justicia, a declarar su inocencia y otros asuntos trascendentes. El leproso, con cuidado, le quitó el albarán que el chico agitaba en el aire, se acomodó ante un escritorio y lo firmó. Asombrado, el chofer calló, y en ese mismo momento les dijeron a Víktor y al leproso que el jefe los esperaba.
El jefe de policía los recibió con aire severo. Miró con desagrado al leproso, pero evitó que sus ojos se cruzaran con los de Víktor.
—¿Qué desean? —preguntó.
—¿Podemos sentarnos? —replicó el leproso.
—Sí, por supuesto —dijo el jefe de policía con cierto embarazo, tras una corta pausa.
Todos tomaron asiento.
—Señor jefe de policía —comenzó a decir el leproso—. Se me ha encomendado que le manifieste una protesta por la repetida retención ilegal de cargas destinadas a la leprosería.
—Sí, he oído algo de eso —respondió el jefe de policía—. El conductor estaba bebido, nos vimos obligados a retenerlo. Pienso que todo se aclarará en los próximos días.
—Ustedes no retuvieron al conductor, sino la carga —objetó el leproso—. Sin embargo, eso no es tan esencial. Gracias a la bondad del señor Bánev, la carga fue entregada con un pequeño retraso, y usted debe darle las gracias al señor Bánev aquí presente, ya que un retraso considerable de esa carga por culpa suya, señor jefe de policía, hubiera podido causarle grandes problemas.
—Qué curioso —dijo el jefe de policía—. No entiendo ni quiero entender de qué se trata, ya que como funcionario oficial no acepto amenazas. Con respecto al señor Bánev, en ese sentido existe un código de leyes donde se han previsto semejantes conductas.
Era obvio que no se atrevía a mirar a Víktor.
—Veo que, en realidad, usted no comprende en qué situación se encuentra. Pero se me ha encomendado informarle que en caso de una nueva retención de nuestras cargas, tendrá que vérselas con el general Pferd.
Se hizo el silencio. Víktor no sabía quién era el general Pferd, pero el jefe de policía conocía perfectamente aquel apellido.
—Creo que se trata de una amenaza —dijo, inseguro.
—Sí —aceptó el leproso—. Y una amenaza más que real.
El jefe de policía se puso en pie de un salto. Víktor y el leproso lo imitaron.
—Tomaré en consideración todo lo que he oído hoy. Su tono, caballero, deja mucho que desear; sin embargo, prometo a las personas que le han dado esta encomienda que estudiaré el caso y tan pronto aparezcan los culpables serán castigados. Eso también se aplica al señor Bánev.
—Señor Bánev —dijo el leproso—, si debido a este incidente tiene algún problema con la policía, comuníqueselo de inmediato al señor Gólem. Hasta la vista —le dijo al jefe de policía.
—Hasta la vista —respondió aquél.
A las ocho de la noche, Víktor bajó al restaurante, y se dirigía a su mesita, donde ya estaba reunido el grupo de siempre, cuando Teddy lo llamó.
—Hola, Teddy —dijo Víktor, recostándose en el mostrador—. ¿Cómo va todo? —Y, en ese momento, se acordó—: ¡Ah! ¡La cuenta! ¡Ayer me pasé bebiendo!
—La cuenta, bien —gruñó Teddy—. No es para tanto: rompiste el espejo y tiraste un lavamanos. ¿Te acuerdas del jefe de policía?
—¿Y qué pasó con él? —se asombró Víktor.
—Ya sabía que no te ibas a acordar. Tenías los ojos como los de un cerdito asado. No te dabas cuenta de nada... Tú, tú mismo —insistió Teddy clavando el índice en el pecho de Víktor—, encerraste al pobrecillo en el servicio, aseguraste la puerta con una escoba y no lo dejaste salir. Nosotros no sabíamos quién estaba allí, creíamos que se trataba de Kvadriga. Bueno, que se quede ahí un rato, pensamos... Y después, tú mismo lo sacaste, y te pusiste a gritar: «¡Pobrecillo, si se ha embarrado todo!». Y le metías la cabeza en el lavamanos. El lavamanos se cayó y nos costó Dios y ayuda separarte de él.
—¿En serio? —dijo Víktor—. Vaya, vaya. Por eso hoy me mira mal. —Teddy asintió, comprensivo—. Demonios, qué feo —balbuceó Víktor—, tendría que disculparme... ¿Cómo me permitió hacerle eso? Es un tipo fuerte...
—Temo que te acusen de cualquier cosa —dijo Teddy—. Hoy por la mañana andaba por aquí un poli, tomando declaraciones... seguro te cae el artículo sesenta y tres: ofensas a la dignidad con agravantes. O pudiera ser algo peor. Un acto terrorista. ¿Te das cuenta de cómo puede terminar todo? Yo, en tu lugar...
Teddy sacudió la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Víktor.
—Dicen que hoy ha venido a verte el burgomaestre.
—Sí.
—¿Y qué quería?
—Una tontería. Quiere que escriba un artículo. Contra los leprosos.
—¡Aja! —dijo Teddy y se animó—. En realidad, es una tontería. Escríbele ese artículo y todo se arreglará. Si el burgomaestre queda satisfecho, el jefe de policía no se atreverá a chistar, puedes meterle la cabeza en el inodoro todos los días. El burgomaestre lo tiene aquí... —Teddy mostró un enorme puño huesudo—. Así que todo se arreglará. Por este motivo, la casa te invita a un trago. ¿Bidestilada?
—Sí, la bidestilada va bien —dijo Víktor, pensativo.
Ahora veía la visita del burgomaestre desde un ángulo totalmente distinto.
«Mira cómo me han trincado —pensó Víktor—. Sí... O te largas, o haces lo que te decimos, o te metemos al calabozo. Por cierto, tampoco sería tan fácil largarse. Si es un acto terrorista, te encuentran. Ay, hermanito alcohólico, da asco verte. Y no te metiste con cualquiera, sino con el jefe de policía.» Sinceramente, la idea y la realización estuvieron bien. No recordaba nada, aparte del suelo de mosaico cubierto de agua, pero podía imaginarse bien toda la escena. «Sí, Víktor Bánev, la persona más querida, mi cerdito asado, oposicionista de café con leche, y ni siquiera de café con leche, de café aguado, favorito del señor Presidente... Sí, se ve que te ha llegado el momento de venderte, como se dice. Rots-Tusov es un tipo con experiencia, que en estos casos dice que hay que venderse sin dificultades y bien caro, mientras más honesta sea tu pluma, más deben pagar por ella los que tienen el poder, así al venderte, causas daños al adversario, y hay que esforzarse para que ese daño sea el máximo...» Víktor se bebió de un trago la copa de licor sin sentir el menor placer por ello.
—Bien, Teddy, gracias. Dame la cuenta. ¿Es mucho?
—Tu bolsillo lo resistirá. —Teddy sonrió, burlón, y sacó una hoja de papel de la caja registradora—. Debes: por un espejo de baño, setenta y siete, por un lavamanos grande de loza, sesenta y cuatro, en total, como habrás calculado, ciento cuarenta y uno. La lámpara la incluimos en la pelea anterior. Lo único que no entiendo —prosiguió, mientras miraba cómo Víktor contaba el dinero– es con qué rompiste el espejo. El vidrio era grueso, de tres dedos. ¿Le entraste de cabeza, o qué?
—¿La cabeza de quién? —preguntó Víktor, sombrío.
—Está bien, no te preocupes —dijo Teddy, mientras recibía el dinero—. Escribes un articulillo, te rehabilitas, te pagan tus honorarios y todo se arreglará... ¿Te sirvo otra?
—No, gracias, después... Después de cenar, vengo por aquí —dijo Víktor y se marchó a su sitio.
En el restaurante todo era como siempre: a media luz, los olores, el sonido de la vajilla en la cocina; un joven con gafas y portafolio, su acompañante con una botella de agua mineral; el doctor R. Kvadriga, muy cargado de espaldas; Pavor, erguido y serio, a pesar del catarro; Gólem, despatarrado en el butacón, con su hinchada nariz de profeta borracho. El camarero.
—Pulpo. Una botella de cerveza. Y algo de carne —pidió Víktor.
—Se le ha terminado el juego —dijo Pavor en tono de reproche—. Le dije que no siguiera emborrachándose.
—¿Cuándo me dijo semejante cosa? No lo recuerdo.
—¿Y qué juego es ése que se te ha terminado? —quiso saber el doctor R. Kvadriga—. ¿Por fin has matado a alguien?
—¿Tú tampoco te acuerdas? —le preguntó Víktor.
—¿De qué, de lo de ayer?
—Sí, ayer... Me emborraché como un cerdo —contó Víktor, volviéndose hacia Gólem—, metí al ciudadano jefe de policía en el servicio...
—¡Bah! Todo eso es mentira —dijo R. Kvadriga—. Eso fue lo que le dije al instructor. Esta mañana ha venido a preguntarme. Imaginaos, tenía una acidez espantosa, la cabeza se me partía en pedazos, estaba aquí sentado, mirando por la ventana, y de pronto aparece ese imbécil y comienza a coser su muñeco.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Gólem—. ¿Coser?
—Sí, a coser —dijo R. Kvadriga, atravesando una tela imaginaria con una aguja imaginaria—. Pero no cose pantalones, sino un muñeco feo, una carpeta judicial... Le dije en su cara que todo era mentira, que ayer había estado toda la noche en el restaurante y todo había estado tranquilo, en orden, como siempre, ningún escándalo; en una palabra, un coñazo... No pasará nada —le dijo a Víktor, intentando animarlo—. Imagínate... ¿Y por qué lo hiciste? ¿No te cae bien?
—Es mejor que hablemos de otra cosa —propuso Víktor.
—Bien, ¿y de qué vamos a hablar? —preguntó R. Kvadriga, ofendido—. Esos dos discuten constantemente quién no deja entrar a quién en la leprosería. Al fin ocurre algo interesante, y entonces no quieres hablar de eso.
Víktor cortó la mitad del pulpo, se la llevó a la boca y bebió un trago de cerveza.
—¿Quién es el general Pferd? —preguntó.
—Caballo —respondió R. Kvadriga—. Potro. Der Pferd.¿O será das?
—Pero, ¿alguien conoce a ese general? —insistió Víktor.
—Cuando yo servía en el ejército —dijo el doctor R. Kvadriga—, el comandante de nuestra división era su excelencia, general de infantería Arsmani.
—¿Y qué? —preguntó Víktor.
—Es un chiste. «Ars»,en alemán, quiere decir trasero —explicó Gólem, que hasta ese momento se había mantenido en silencio.
—¿Y dónde ha oído hablar del general Pferd? —preguntó Pavor.
—En el despacho del jefe de policía.
—¿Y qué?
—Nada. ¿Así que nadie lo conoce? Excelente. Sólo he preguntado si alguien lo conocía.
—Y el sargento mayor se llamaba Buttocks —insistió R. Kvadriga—. El sargento mayor Buttocks.
—¿También sabe inglés? —preguntó Gólem.
—Bueno, dentro de esos límites —respondió R. Kvadriga.
—Bebamos —propuso Víktor—. ¡Camarero, una botella de coñac!
—¿Una botella, para qué? —preguntó Pavor.
—Debe alcanzar para todos.
—De nuevo armará otro escándalo.
—Déjeme en paz, Pavor —dijo Víktor—. Vaya abstemio que me he buscado.
—Yo no soy abstemio —objetó Pavor—. Me gusta beber y nunca dejo pasar la ocasión para tomarme un trago, como un hombre de verdad. Pero no entiendo por qué hay que emborracharse. Y en mi opinión, es totalmente innecesario emborracharse cada noche.
—Aquí lo tenemos de nuevo —dijo R. Kvadriga con desesperación—. ¿Cuándo ha llegado?
—No nos vamos a emborrachar —dijo Víktor, mientras servía coñac a todos—. Simplemente, beberemos. Como lo hace en este momento la mitad de la nación. La otra mitad se emborracha, que se los lleve el diablo, nosotros simplemente beberemos.
—Ahí está el problema —repuso Pavor—. Cuando todo el país se dedica a emborracharse, y no sólo todo el país, sino el mundo entero, toda persona decente debe mantenerse sobria.
—¿Nos considera personas decentes? —preguntó Gólem.
—Al menos, cultos.
—En mi opinión —intervino Víktor—, la gente culta tiene muchas más razones para emborracharse que la gente ignorante.
—Es posible —asintió Pavor—. Sin embargo, la persona culta está obligada a comportarse dentro de ciertos marcos. La cultura obliga... Casi todas las noches nos sentamos aquí, conversamos, bebemos, jugamos a los dados. Y en todo ese tiempo, ¿ha dicho alguno de nosotros algo que sea por lo menos serio, aunque sea inteligente? Risitas, bromitas... nada más que risitas y bromitas.
—Algo serio, ¿por qué? —preguntó Gólem.
—Porque todo se está yendo al abismo mientras soltamos risitas y bromitas. El banquete en tiempos del cólera. Debería darnos vergüenza, señores.
—Bien, Pavor —dijo Víktor, conciliador—. Diga algo serio. No tiene que ser inteligente, que sea serio por lo menos.
—No quiero nada serio —proclamó R. Kvadriga—. Sanguijuelas. Hierbajos. ¡Puf!
—¡Chist! —lo regañó Víktor—. Sigue durmiendo. Es verdad, Gólem, hablemos aunque sea una vez de algo serio. Comience, Pavor, cuéntenos algo del abismo.
—¿Risitas de nuevo? —dijo Pavor con amargura.
—No, palabra de honor que no —respondió Víktor—. Quizá soy irónico. Pero eso es debido a que llevo toda la vida escuchando historias sobre abismos. Todos aseguran que la humanidad camina hacia el abismo, pero nadie puede demostrarlo. Y en la vida real resulta siempre que todo ese pesimismo filosófico es consecuencia de problemas familiares o carencia de dinero.
—No —dijo Pavor—, no... La humanidad camina hacia el abismo porque está en bancarrota.
—Carencia de dinero —masculló Gólem.
Pavor no le prestó atención. Se dirigió exclusivamente a Víktor, hablando con la cabeza inclinada y mirando de reojo.
—La humanidad está en bancarrota biológica: cae la natalidad, se extiende el cáncer, el retraso mental, las neurosis, las personas se convierten en adictos a los narcóticos. Tragan cientos de toneladas de alcohol, de nicotina, de narcóticos, comenzaron con el hachís y la cocaína y han llegado al LSD. Sencillamente, estamos degenerando. Hemos aniquilado la naturaleza auténtica, y la artificial nos está aniquilando a nosotros. Sigo: estamos en bancarrota ideológica, hemos recorrido todos los sistemas filosóficos y los hemos desacreditado a todos, hemos probado todos los sistemas morales posibles, pero seguimos siendo las mismas bestias amorales que eran los trogloditas. Lo más terrible consiste en que toda esa masa humana gris de nuestros días sigue siendo la misma chusma que ha sido siempre. Está constantemente ávida de dioses, líderes y orden, y cada vez que obtiene dioses, líderes y orden queda insatisfecha, porque en realidad no necesita nada, ni dioses ni orden, lo que necesita es el caos, la anarquía, pan y circo. Ahora está atada por la férrea necesidad de recibir semanalmente un sobrecito con el salario, pero esa necesidad la asquea y huye todos los días de ella mediante el alcohol y los narcóticos. Que el diablo se lleve a ese montón de mierda pútrida, lleva apestando nueve mil años y para lo único que sirve es para apestar. Lo terrible es lo otro, la descomposición nos abarca a usted y a mí, a personas con mayúscula, a hombres con personalidad. Vemos esa descomposición y hacemos como si no nos tocara, pero sigue envenenándonos de la misma manera, mina nuestra voluntad, nos devora. Y además, está esa maldición, la educación democrática: igualdad, fraternidad, todos los hombres son hermanos, todos están hechos del mismo material... Nos identificamos constantemente con la canalla y nos reprochamos cuando nos damos cuenta de que somos más inteligentes que ella, que tenemos otras necesidades, otros objetivos en la vida. Es hora de entender todo esto y llegar a conclusiones: ha llegado el momento de salvarse.
—Ha llegado el momento de beber —dijo Víktor.
Lamentaba ya el haber aceptado hablar de algo serio con aquel inspector sanitario. Tenía ahora un aspecto desagradable. Se había alterado mucho, tanto que sus ojos bizqueaban. Eso echaba a perder su aspecto, y hablaba como todos los adeptos a los abismos, diciendo puras banalidades. Sintió deseos de decirle exactamente eso: deje de cubrirse de vergüenza, Pavor, vuélvase de perfil y búrlese con ironía.
—¿Eso es todo lo que me puede responder? —inquirió Pavor.
—También puedo darle un consejo. Más ironía, Pavor. No se altere tanto. De todas maneras, no puede hacer nada. Y si pudiera, no sabría qué.
—Yo sí lo sé —dijo Pavor con expresión burlona.
—¿Qué?
—Sólo hay una manera de detener la descomposición...
—Lo sabemos, lo sabemos —dijo Víktor sin pensar—, ponerles camisas doradas a todos los imbéciles y que marchen. Toda Europa está bajo nuestros pies. Eso ya ha ocurrido.
—No —dijo Pavor—. Eso fue sólo un aplazamiento. La solución es única: eliminar la masa.
—Hoy está usted de un humor excelente —replicó Víktor.
—Eliminar al noventa por ciento de la población —prosiguió Pavor—. Quizá al noventa y cinco. La masa ha cumplido su misión: sus entrañas han parido la flor y nata de la humanidad, los que han creado la civilización. Ahora está muerta, como una patata podrida que ha dado vida a una nueva planta. Y cuando el difunto comienza a pudrirse, es hora de enterrarlo.
—Dios mío. ¿Y todo eso porque tiene catarro y no lo dejan entrar en la leprosería? ¿O tiene problemas familiares?
—No se haga el tonto. ¿Por qué no quiere pensar en cosas que conoce perfectamente? ¿A causa de qué degeneran las ideas más luminosas? A causa de la estupidez de la masa gris. ¿Cuál es la causa de las guerras, del caos, de la maldad? La estupidez de la masa gris, que elige los gobiernos que se merece. ¿Cuál es la causa de que el siglo de oro siga estando desesperadamente tan lejos? La rutina y la ignorancia de la masa gris. En principio, Hitler tenía razón, una razón subconsciente, percibía que había demasiadas cosas sobrantes en la tierra. Pero era un producto de la masa gris y lo echó a perder todo. Era una estupidez organizar el aniquilamiento según criterios raciales. Además, él no contaba con medios auténticos de aniquilamiento.
—Y usted, ¿qué criterio utilizaría para el aniquilamiento?
—El criterio de la imperceptibilidad —respondió Pavor—. Si la persona es gris, imperceptible, eso significa que hay que aniquilarla.
—¿Y quién va a determinar si una persona es perceptible o no?
—Ésos son detalles. Yo le explico los principios, pero el quién y el cómo sólo son detalles.
—¿Y en aras de qué se relaciona usted con el burgomaestre? —preguntó Víktor, que ya estaba harto de Pavor.
—¿Qué quiere decir?
—¿Para qué demonios necesita ese proceso judicial? ¡Son minucias, Pavor! Con ustedes, los superhombres, siempre pasa lo mismo. Se disponen a rehacer el mundo, no aceptan menos de tres mil millones de cadáveres, y mientras tanto se preocupan de los ascensos, o se curan la gonorrea, o por un interés miserable ayudan a que gente dudosa cometa actos oscuros.
—Usted, tranquilícese —dijo Pavor, se veía que estaba bastante rabioso—, no es más que un borracho y un holgazán.
—En cualquier caso, no organizo procesos políticos inflados y no intento rehacer el mundo.
—Sí —dijo Pavor—, usted ni siquiera es capaz de eso, Bánev. No es más que un bohemio, o sea un canalla, un alborotador barato y una mierda. Ni siquiera sabe qué quiere, y hace sólo lo que le indican. Se somete a los deseos de otros canallas semejantes a usted, y por esa razón imagina ser uno de los que cambian los cimientos, un artista libre. Simplemente, es un escritor de versitos sucios, de esos que aparecen en los urinarios públicos.
—Todo eso es correcto —aceptó Víktor—. Es una lástima que no lo haya dicho antes. Fue necesario ofenderlo para que lo dijera. Resulta entonces, Pavor, que es usted una personita asquerosa. Simplemente, uno más entre todos. Y si emprenden el aniquilamiento, a usted también lo van a aniquilar. Siguiendo el principio de la imperceptibilidad. ¿Un inspector sanitario que hace filosofía? ¡Al crematorio!
«Sería interesante ver qué aspecto tenemos, vistos de lejos —pensó—. Pavor es repulsivo. ¡Vaya sonrisita! ¿Qué le ocurre hoy? Y Kvadriga duerme, qué le importa la masa gris, las disputas y toda esa filosofía... Y Gólem está despatarrado, como en el teatro, con la copa entre los dedos y el brazo tras el respaldo del butacón, espera a ver quién golpea a quién. Pavor lleva un rato en silencio... ¿Qué, busca argumentos?»
—Pues, bien —dijo Pavor finalmente—. Ya hemos conversado.
Su sonrisita desapareció y sus ojos volvieron a ser los de un Sturmbahnführer.Tiró sobre la mesa su tarjeta de crédito, terminó de beberse el coñac y se fue sin despedirse. Víktor sintió un agradable desencanto.
—De cualquier manera, para ser escritor usted no sabe calibrar a las personas —dijo Gólem.
—Eso no es asunto mío —dijo Víktor de inmediato—. Que los psicólogos y el departamento de seguridad se ocupen de calibrar a la gente. Mi tarea es detectar las tendencias con la elevada percepción del artista... ¿Y por qué me dice esto? ¿Qué, de nuevo no me deja rezongar?
—Le avisé que no molestara a Pavor.
—¡Qué demonios! —dijo Víktor—. En primer lugar, yo no lo molesté. Fue él quien me molestó. Y en segundo, es un cerdo. ¿Sabe que él está ayudando al burgomaestre a llevarlo a usted ante los tribunales?
—Lo presiento.
—¿Y eso no le preocupa?
—No. Sus manos no llegan muy lejos. Me refiero a las manos del burgomaestre y del tribunal.
—¿Y las de Pavor?
—Las de Pavor son muy largas. Y por eso, deje de meterse con él. Ya ve que yo no rezongo en su presencia.
—Me interesa saber delante de quién rezonga usted —gruñó Víktor.
—A veces, delante de usted. Siento debilidad por usted. Sírvame coñac.