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Destinos Truncados
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 21:52

Текст книги "Destinos Truncados"


Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие



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—Veo que sabe usted muchas cosas. Eso no es bueno. Quiero decir, para usted. Está bien. En todo caso, no sabe que lo respeto y lo estimo con toda sinceridad. Estoy dispuesto a expresar cuanto lamento el incidente del golpe. Puedo incluso reconocer que sabía a quién le pegaba, pero no podía hacer otra cosa. Un testigo yacía al doblar la esquina, y usted se metió en medio. En pocas palabras, lo único que podía hacer era pegarle con la mayor delicadeza, y eso fue lo que hice. Le ofrezco mis más sinceras excusas.

Pavor hizo un gesto de aristócrata. Víktor lo miró incluso con cierta curiosidad. En aquella situación había algo nuevo, algo no experimentado antes, algo difícilmente imaginable.

—Sin embargo —prosiguió Pavor—, disculparme por trabajar en un departamento que usted conoce bien es algo que no puedo y que tampoco deseo. Por favor, no se imagine que allí se congregan solamente los que aniquilan el pensamiento libre o canallas que hacen carrera. Sí, yo trabajo en el contraespionaje. Sí, mi trabajo es sucio. Pero todo trabajo es sucio, no existen trabajos limpios. En sus novelas usted vuelca el subconsciente, su famosa libido, y en mi caso es de otra manera... No puedo contarle los detalles, pero seguramente usted se los imagina. Sí, vigilo la leprosería, odio a esos monstruos purulentos, les tengo miedo, y no porque me amenacen, sino porque amenazan a todas las personas que tienen algún valor. A usted, por ejemplo. A usted, que no comprende absolutamente nada. Es un creador, una persona libre y emocional, mucho asombro y muchas conversaciones. Pero se trata del futuro del sistema. Si lo quiere, del destino de la humanidad. Usted maldice al señor Presidente: un dictador, un tirano, un imbécil... Pero se acerca una dictadura tal que ustedes, los creadores libres, no pueden ni siquiera imaginar. Hace poco dije muchas tonterías en el restaurante, pero lo fundamental es verdad: el hombre es un animal anárquico, y la anarquía lo devorará si el sistema no es suficientemente rígido. Y resulta que esos leprosos suyos prometen una rigidez tal que no quedará sitio para el hombre corriente. Usted considera que si una persona cita a Zurzmansor o a Hegel es una maravilla. Pues esa persona lo mira a usted y ve un montón de mierda, ya que según Hegel usted es sólo mierda, y según Zurzmansor también. Mierda, por definición. Y a esa persona no le interesa lo que queda más allá de las fronteras de esa definición. El señor Presidente, debido a sus limitaciones congénitas, puede ladrarle, en el peor de los casos dará la orden de que lo metan en la cárcel, y después, en las fiestas, lo amnistiará emocionado e incluso lo invitará a comer con él. Pero Zurzmansor lo mirará a usted con una lupa, lo clasificará: mierda de perro que no sirve para nada, meditará, y debido a su enorme inteligencia, a su filosofía general, lo barrerá de la mesa con un trapo sucio, lo echará al cubo de la basura y se olvidará de que usted ha existido...

Víktor dejó hasta de comer. Se trataba de un espectáculo extraño, inesperado. Pavor se emocionaba, le temblaban los labios, la sangre le había huido del rostro, jadeaba incluso. Era obvio que creía en lo que decía, en sus ojos aterrorizados se había congelado la visión de un mundo horrible.

«Vaya, vaya —pensó Víktor, poniéndose en guardia—. Este canalla es un enemigo. Es un actor, te compra por unos céntimos... —De repente comprendió que le costaba trabajo apartarse de Pavor—. No olvides que se trata de un funcionario. Por definición, carece de ideas: los jefes le dan una orden y él trabaja por la pitanza. Si le ordenan defender a los mohosos, los defenderá. Ya conozco a estos canallas, ya los he visto actuar...»

Pavor reprimió su emoción y sonrió.

—Sé lo que está pensando. Veo en su rostro que intenta adivinar por qué este tipo me molesta, qué quiere de mí. Pues imagínese que no quiero nada de usted. Quiero alertarlo sinceramente, quiero que usted entienda, que elija el bando correcto... —Sonrió torcidamente, como con dolor—. No quiero que se convierta en un traidor a la humanidad. Después recapacitará, pero ya será tarde... Ni siquiera le propongo que se vaya de aquí, he venido a verle para insistir en ello. Llegan tiempos duros, los que mandan son presa de un feroz celo administrativo, a algunos les han señalado que trabajan mal, que no hay orden... Pero eso es una tontería sin importancia, de eso podemos hablar después. Lo fundamental no es lo que tendrá lugar mañana, mañana seguirán metidos tras las alambradas, protegidos por esos cretinos... —Mostró de nuevo los dientes—. Pero dentro de diez años...

Víktor no logró enterarse de lo que ocurriría dentro de diez años. La puerta de la habitación se abrió sin aviso y entraron dos hombres, enfundados en impermeables grises idénticos, y enseguida se dio cuenta de quiénes se trataba. Sintió cómo se le formaba el habitual nudo en la garganta y, sumiso, se puso de pie, presa de náuseas y debilidad. Pero le ordenaron sentarse y a Pavor le dijeron que se pusiera de pie.

—Pavor Summan, está detenido.

Pavor, pálido hasta un color blanco azulado, se levantó automáticamente.

—La orden —exigió con voz ronca.

Le enseñaron un papel y, mientras lo examinaba con ojos incapaces de leer nada, lo tomaron de los brazos, lo sacaron de la habitación y cerraron la puerta a sus espaldas. Víktor permaneció sentado, sin fuerzas, mirando el bol y repitiendo para sus adentros: «Que se devoren entre sí, que se devoren entre sí...». Esperaba oír el ruido del coche en la calle, el golpe de las portezuelas, pero no llegaba. Entonces encendió un cigarrillo y, dándose cuenta de que no podía continuar allí sentado, sintiendo que tenía necesidad de hablar con alguien, de distraerse o, por lo menos, de beber en compañía de alguien, salió al pasillo. «¿Cómo averiguaron que estaba en mi habitación? No, no quiero saberlo. Eso no me interesa de ninguna manera...» En el rellano de la escalera daba paseítos el profesional larguirucho. Era tan raro verlo solo que Víktor miró en torno suyo, y por supuesto, en el sofá del rincón estaba sentado el jovencito del portafolios, que leía un periódico.

—Pues es él, nada menos —dijo el larguirucho, y el jovencito miró a Víktor, se levantó y se puso a doblar el periódico—. Precisamente venía a verlo. Pero ya que todo ha salido así, venga a nuestra habitación, allí habrá más calma.

A Víktor le daba lo mismo adonde ir, y sin decir nada los siguió hasta el tercer piso. El larguirucho estuvo largo rato abriendo la puerta de la habitación trescientos doce. Tenía un enorme manojo de llaves y, al parecer, las probó todas. Mientras tanto, Víktor y el jovenzuelo de gafas habían permanecido a su lado. La expresión del rostro del jovenzuelo era de total hastío, y Víktor pensó qué ocurriría si le machacaba ahora la cabeza, le quitaba el portafolios y echaba a correr por el pasillo. Entraron en la suite, y al momento el jovenzuelo entró en el dormitorio de la izquierda, mientras el larguirucho desaparecía en el dormitorio de la derecha, después de decirle a Víktor: «Aguarde un momento». Víktor se sentó tras una mesa de caoba y se puso a seguir con los dedos los círculos rugosos que vasos y copas habían dejado sobre la superficie pulida.

Había muchísimos círculos, no habían cuidado la mesa, no les había importado que fuera de caoba, en sus bordes se veían quemaduras, dejadas por cigarrillos encendidos, y se distinguía al menos una mancha de tinta. El jovenzuelo salió de su dormitorio, esta vez sin portafolios y sin chaqueta, llevaba pantuflas caseras, un periódico en una mano y un vaso lleno en la otra. Se sentó en su butacón, bajo una lámpara de pie, y al momento el larguirucho salió de su dormitorio con una bandeja que colocó sobre la mesa sin dilación. En la bandeja había una botella comenzada de escocés, un vaso y una gran caja cuadrada, forrada de seda azul.

—Primero, las formalidades —dijo el larguirucho—. Aunque no, mejor comenzamos buscando otro vaso. —Miró en torno suyo, tomó el vaso para lápices del escritorio, examinó su interior, lo sopló y lo colocó sobre la bandeja—. Ahora, las formalidades.

Se irguió, estirando las manos a lo largo de las costuras del pantalón y abrió los ojos con severidad. El jovenzuelo apartó el periódico y se levantó, mirando a la pared con ojos de aburrimiento. Entonces, Víktor también se levantó.

—¡Víktor Bánev! —pronunció el larguirucho con voz pomposa y oficial—. ¡Estimadísimo señor! ¡Por orden especial del señor Presidente y en su nombre, le hago entrega de la medalla Trébol de plata de segundo grado, por los servicios especiales prestados por usted al departamento que tengo el honor de representar!

Abrió la caja azul, con gesto solemne extrajo de allí la medalla, que llevaba una cinta blanca, y la colocó sobre el pecho de Víktor. El jovenzuelo estalló en aplausos corteses. Después, el larguirucho le entregó a Víktor el documento de condecoración y la caja, le dio un apretón de manos y también comenzó a aplaudir. Víktor, que se sentía como un idiota, aplaudió también.

—Y ahora, tenemos que mojar esa medalla —propuso el larguirucho.

Se sentaron todos. El larguirucho sirvió el whisky, tomando para sí el vaso para lápices.

—¡Por el nuevo caballero del Trébol! —proclamó.

Los tres volvieron a ponerse de pie, intercambiaron sonrisas, bebieron y se sentaron de nuevo. El jovenzuelo de las gafas cogió de nuevo el periódico y se puso a leer.

—Creo que ya tenía usted la medalla de tercer grado —dijo el larguirucho—. Ahora sólo le hace falta la de primer grado y será un caballero completo. Podrá viajar gratis y todo lo demás. ¿Por qué le otorgaron la primera medalla?

—No recuerdo —dijo Víktor—. Ocurrió algo, creo que maté a alguien... Ah, sí. Por la plaza de armas de Kitchingan.

—¡Oh! —exclamó el larguirucho y sirvió una nueva ronda—. Yo no combatí en la guerra. Era demasiado joven.

—Tuvo suerte —replicó Víktor; todos bebieron—. Sin que salga de aquí, no entiendo por qué me han dado esta medalla.

—Ya se lo he dicho: por servicios especiales.

—¿Por Summan, o qué? —pronunció Víktor, con un rictus de amargura.

—¡Qué tonterías! —respondió el larguirucho—. Usted es una persona importante, sobre todo en esos círculos... —Hizo un gesto indefinido con un dedo junto a su oreja.

—¿Qué círculos son ésos? —preguntó Víktor.

—¡Lo sabemos, lo sabemos! —El larguirucho se rió, como si bromease—. ¡Lo sabemos todo! El general Pferd, el general Pukki, el coronel Bambarch... Es usted un valiente.

—Primera vez que oigo semejante cosa —dijo Víktor, nervioso.

—Fue el coronel quien hizo la propuesta. Usted mismo comprenderá que nadie se opuso, ¡faltaría más! Y después, el general Pferd tuvo una audiencia con el presidente y le presentó el documento relativo a usted. —El larguirucho soltó una carcajada—. Dicen que fue muy divertido. El viejo decía: «¿Cuál Bánev? ¿El cupletista? ¡Por nada del mundo!». Pero el general fue muy severo: «Excelencia, es necesario». En una palabra, todo salió bien. El viejo se emocionó, dijo que estaba bien, que lo perdonaba todo. ¿Qué ocurrió entre usted y él?

—Pues nada —dijo Víktor, sin ganas—. Discutimos sobre literatura.

—¿Es verdad que usted escribe libritos? —preguntó el larguirucho.

—Sí. Como el coronel Lawrence.

—¿Y pagan bien?

—Bueno...

—Yo debería intentarlo. Por desgracia, no tengo mucho tiempo libre. Un lío, otro...

—Sí, el tiempo no alcanza —asintió Víktor; con cada movimiento, la medalla oscilaba y le golpeaba las costillas, causándole una sensación que le recordaba a los parches porosos, quería quitársela para sentirse mejor—. Bien, tengo que irme, es la hora —dijo, poniéndose de pie.

—Por supuesto —dijo el larguirucho incorporándose de un salto.

—Hasta la vista.

—Ha sido un honor —lo despidió el larguirucho.

El jovenzuelo de gafas bajó el periódico e hizo una leve reverencia.

Víktor salió al pasillo y al momento se quitó la medalla. Tenía muchas ganas de tirarla al cesto de la basura, pero se contuvo y la escondió en un bolsillo. Bajó a la cocina, cogió una botella de ginebra, y cuando regresaba a su habitación, el portero lo llamó.

—Señor Bánev, el señor burgomaestre lo ha telefoneado. Usted no se encontraba en su habitación, y yo...

—¿Qué quería? —preguntó Víktor, sombrío.

—Pidió que usted lo llamara a la mayor brevedad. ¿Va a su habitación ahora? Si vuelve a llamar...

—Mándelo a la mierda —dijo Víktor—. Voy a desconectar el teléfono, y si llama de nuevo, dígale esto: «El señor Bánev, caballero del Trébol de segundo grado, lo manda a usted, señor burgomaestre, a la mierda».

Se encerró en su habitación, desconectó el teléfono y lo cubrió con una almohada. Después se sentó a la mesa, se sirvió un vaso entero de ginebra y se la bebió sin diluir. El licor le quemó la garganta y el esófago. Entonces, agarró la cuchara y se puso a comer fresas con crema, sin percibir el sabor, sin darse cuenta de qué hacía.

«Basta, basta, es suficiente para mí —pensó—. No necesito nada, ni medallas, ni honorarios, ni vuestros regalitos, no necesito vuestra atención ni vuestra rabia, ni vuestro amor, dejadme solo, estoy harto de mí mismo, no me enredéis en vuestros líos...» Se llevó las manos a la cabeza para no ver ante sí el rostro blanco azulado de Pavor y aquellos rostros incoloros, implacables, que vestían impermeables idénticos. El general Pferd está con vosotros, el general Battox, el general Arsmani con sus abrazos tintineantes de medallas, Zurzmansor con su rostro que se deshace... Intentaba entender a qué se parecía todo aquello. Sorbió otro medio vaso y comprendió que se retorcía, escondiéndose en el fondo de la trinchera, y que debajo de él temblaba la tierra, temblaban capas geológicas enteras, masas gigantescas de granito, de basalto, que las corrientes de lava se empujaban entre sí, gimiendo por la tensión, encabritándose, irguiéndose, y sin prestarle mucha atención lo echaban fuera, lo expulsaban de la trinchera, lo lanzaban a campo abierto... y se trataba de tiempos difíciles, los que mandan son presa de un feroz celo administrativo, le insinúan a alguien que ha trabajado mal, y ahí lo tienen, en campo abierto, desnudo, cubriéndose los ojos con las manos a la vista de todos. «Tirarse al fondo —pensó él—. Tirarse al fondo, yacer allí como un submarino.» Alguien le susurró al oído: «Para que no te puedan detectar». «Sí —pensó—, sí, yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Y no comunicarse con nadie. No, no existo. Callo. El problema es vuestro. Dios, ¿por qué no puedo volverme un cínico? Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Yacer en el fondo, como un submarino —repetía una y otra vez—, no transmitir señales.» Percibió el ritmo y comenzó a componer: «Estoy harto, estoy hasta arriba... no quiero beber ni escribir...». Se sirvió ginebra y bebió un trago. «No quiero cantar ni escribir... estoy harto de cantar y escribir... ¿Dónde está la mandolina? —pensó—. ¿Dónde la he metido?» Se agachó junto al lecho y sacó la mandolina. «Me importáis tres pepinos —pensó—. ¡Ay, cuan poco me importáis! Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar.» Tocó rítmicamente las cuerdas, y ese ritmo hizo que, primero la mesa, después toda la habitación, y finalmente todo el mundo, comenzara a zapatear y a mover los hombros. Todos los generales y coroneles, todos los mohosos, gente con rostros que se deshacían, todos los departamentos de seguridad, todos los presidentes y los Pavor Summan, a quienes les retorcían los brazos y los abofeteaban... «Estoy harto, hasta el gaznate, hasta las canciones me tienen harto... no es que me esté hartando, ya estoy harto, pero "estarme hartando" suena bien, entonces es así como es... yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Submarino... vodka amargo... la chiquilla... va a la carga... y en el campo no es para tanto... así, así va bien...»

Hacía rato que llamaban a la puerta, cada vez más alto, hasta que finalmente Víktor lo oyó, pero no se asustó porque no se trataba de esa llamada. Era un toque común y corriente, el toque de una persona pacífica que se molesta porque no le abren. Víktor abrió la puerta: se trataba de Gólem.

—¿Se divierte? —dijo el recién llegado—. Han arrestado a Pavor.

—Lo sé, lo sé —repuso Víktor con alegría—. Siéntese, escuche...

Gólem no se sentó, pero de todos modos Víktor comenzó a tocar las cuerdas y a cantar:


Estoy hasta el gaznate, hasta la coronilla,

hasta de las canciones me canso ya.

Yacería en el fondo, como un submarino,

para que no me puedan detectar...


—Todavía no he compuesto lo que sigue —gritó—. Hablaré del vodka, de la chiquilla, del campo que no es para tanto... Y después... Escuche.


No me sirven ni el vodka ni las tías,

el vodka da resaca, y las tías, ¿qué dan?

Yacería en el fondo, como un submarino,

y no transmitiría mi señal...


Estoy hasta el gaznate, estoy muy harto,

ya no me gusta ni beber, ni cantar.

Yacería en el fondo, como un submarino,

para que no me puedan detectar [14]...


—¡Eso es todo! —gritó y tiró la mandolina sobre el lecho.

Sintió un enorme alivio, como si algo hubiera cambiado, como si de repente se hubiera vuelto muy necesario allí, en campo abierto, a la vista de todos, como si hubiera separado las manos de los ojos cerrados y hubiera visto el campo sucio, gris, el alambre espino herrumbroso y los bultos grises que antes fueran seres humanos, y la actividad aburrida e innoble que antes fuera la vida, y que por todas partes los soldados estuvieran saliendo de las trincheras a campo abierto, miraran a su alrededor, como si alguien hubiera quitado el dedo del disparador...

—Lo envidio —dijo Gólem—. ¿Y no es hora ya de que se ponga a escribir el artículo?

—No tengo la menor intención —replicó Víktor—. Usted no me conoce, Gólem. Nadie me importa. ¡Diablos, acabe de sentarse! ¡Estoy borracho y usted también debe emborracharse! ¡Quítese el impermeable! ¡Le digo que se lo quite! —gritó—. ¡Y siéntese! ¡Aquí tiene un vaso, beba! Gólem, a pesar de ser un profeta, usted no entiende nada. Y eso no se lo permito. No entender es una prerrogativa mía. En este mundo, todos entienden demasiado bien, así debe ser y será, pero hay un gran déficit de gente que no entiende. ¿No sabe por qué soy valioso? Sencillamente, porque no entiendo nada. Ante mí se despliegan diversas perspectivas, y yo siempre digo: no, no lo entiendo. Me abruman con teorías extremadamente sencillas, y yo sigo diciendo que no, que no entiendo nada... Esa es la razón por la que soy necesario... ¿Quiere fresas? Creo que me las he comido todas. Entonces, fumemos... —Se levantó y se puso a caminar por la habitación. Gólem, con el vaso en la mano, lo seguía con la vista sin girar la cabeza.

—Es una asombrosa paradoja, Gólem —siguió diciendo—. Hubo un tiempo en que lo entendía todo. Tenía dieciséis años y yo era caballero mayor en la Legión y lo comprendía absolutamente todo, nadie me necesitaba. En una pelea me rompieron la cabeza, estuve un mes en el hospital y todo seguía funcionando igual: la Legión avanzaba, victoriosa, sin mí, el señor Presidente seguía convirtiéndose implacablemente en el señor Presidente, y todo ello ocurría sin mí. Todo funcionaba maravillosamente sin mí. Después, en la guerra, volvió a pasar lo mismo. Combatí como oficial, acumulé órdenes y medallas, y por supuesto, lo entendía todo. Me atravesaron el pecho de un balazo, fui a parar al hospital y, ¿qué cree, que alguien se preocupó, se interesó por saber dónde está Bánev, dónde se ha metido nuestro valiente Bánev, que todo lo entiende? ¡Ni hablar! Pero cuando comencé a dejar de entender algunas cosas, entonces todo cambió. Todos los periódicos comenzaron a prestarme atención. Un montón de departamentos repararon en mí. El señor Presidente me otorgó... ¿Eh? ¡Imagínese qué rareza, una persona que no entiende! Lo conocen, generales y coroneles se ocupan de él, los mohosos lo necesitan desesperadamente, lo consideran una personalidad... ¡Qué locura! ¿Por qué? Dios mío, porque él no entiende nada. —Víktor se sentó—. ¿Estoy muy borracho?

—Bastante —respondió Gólem—. Pero eso no tiene la menor importancia. Prosiga.

—Es todo —dijo, con aire culpable, abriendo los brazos—. Me he secado... ¿quiere que le cante algo?

—Cante.

Víktor tomó la mandolina y se puso a cantar. Comenzó con «Somos chicos valientes», siguió con «Gente de uranio» y con «El pastor al que un toro dejó tuerto y violó por ello la frontera estatal», cantó también «Harto hasta el gaznate», después «La ciudad indiferente», cantó sobre la verdad y la mentira, repitió «Harto hasta el gaznate» y después, con la música del himno nacional, cantó «Qué buenas piernas tenía ella», pero se le olvidó la letra, confundió las estrofas y dejó la mandolina a un lado.

—De nuevo me he secado —dijo, con tristeza—. ¿Dice que han detenido a Pavor? Eso lo sé. Precisamente estaba conmigo, sentado ahí, donde usted... ¿Y sabe qué quería decir, pero no tuvo tiempo? Que los mohosos se apoderarán del globo terráqueo dentro de diez años y nos aplastarán a todos. ¿Qué cree usted?

—Es difícil —respondió Gólem—. ¿Qué sentido tiene aplastarnos? Nosotros nos mataremos los unos a los otros.

—¿Y los mohosos?

—Es posible que no nos permitan matarnos. Es difícil decirlo.

—¿Y podrían ayudarnos? Ni siquiera somos capaces de matarnos —repuso Víktor con una sonrisa ebria—. Llevamos diez mil años matándonos y no logramos extinguirnos... Oiga, Gólem, ¿por qué me mintió diciendo que los curaba? No están enfermos, están tan saludables como usted o yo, sólo son amarillos...

—Hummm. ¿De dónde saca esos datos? Yo no lo sabía.

—Bueno, ya no me volverá a engañar. Estuve conversando con Zuz... con Zu... con Zurzmansor. Me lo contó todo: el instituto secreto... cómo se pusieron vendas para protegerse... Sabe una cosa, Gólem, ustedes creen que pueden utilizar al general Pferd para todo lo que se les ocurra. Pero en realidad son reyes por un día. Los tragará a todos, con sus vendas y sus guantes, cuando tenga hambre... Demonios, qué borracho estoy, todo me da vueltas...

Pero fingía hasta cierto punto. Veía perfectamente el grueso rostro grisáceo y los ojillos inusitadamente atentos.

—¿Y Zurzmansor le dijo que estaba saludable?

—Sí. En realidad, no me acuerdo... Creo que no. Pero se ve.

—Es una lástima que esté borracho —dijo Gólem y se rascó el mentón con el borde del vaso—. Aunque eso pudiera ser bueno. Hoy estoy de humor. ¿Quiere que le cuente qué pienso de los leprosos?

—Dispare. Pero no me diga más mentiras.

—La enfermedad de los gafudos es algo muy curioso. ¿Sabe a quiénes ataca ese mal? —Calló un instante—. No, no creo que vaya a contarle nada.

—No fastidie. Ya ha comenzado.

—Pues soy un imbécil —repuso Gólem, que miró a Víktor y sonrió torcidamente—. Mejor pregunte. Si pregunta tonterías, le responderé con placer. Vamos, vamos, o puedo arrepentirme de nuevo.

Llamaron a la puerta.

—¡Váyase al diablo! —gritó Víktor—. ¡Estoy ocupado!

—Perdone, señor Bánev —se oyó la voz tímida del conserje—. Su esposa lo llama por teléfono.

—¡Mentira! Yo no tengo esposa... Bueno, perdone. Se me había olvidado. Gracias, ahora la llamo. —Tomó un vaso, lo llenó hasta los bordes, se lo entregó a Gólem y le dijo—: Beba, y no piense en nada. Enseguida estoy con usted.

Conectó el teléfono y marcó el número de Lola. Ella le respondió con sequedad: perdón por haberte molestado, pero me dispongo a visitar a Irma, ¿no tendrías la bondad de venir conmigo?

—No, no tengo la bondad. Estoy ocupado.

—¡Pero es tu hija! ¿Acaso has caído tan bajo...?

—¡Estoy ocupado! —gritó Víktor.

—¿No te preocupa lo que le pase a tu hija?

—Deja de hacerte la tonta. Creo que querías deshacerte de Irma. Pues ya te has librado de ella. ¿Qué más quieres? —Lola comenzó a llorar—. Basta ya —dijo Víktor, frunciendo el ceño—. Ella se siente bien allí. Mejor que en un buen internado. Ve a verla y convéncete por ti misma.

—Eres un cerdo asqueroso, desalmado y egoísta —proclamó Lola, y colgó.

Víktor soltó un improperio en voz baja, desconectó de nuevo el teléfono y volvió a la mesa.

—Oiga, Gólem, ¿qué hacen allí con nuestros hijos? Si están preparando el relevo, yo no estoy de acuerdo.

—¿El relevo de quién?

—Pues, el relevo... Eso es lo que pregunto: ¿de quién?

—Por lo que sé, los niños están muy contentos —dijo Gólem.

—Eso no importa... No necesito que usted me lo diga para saber que están contentos. Pero ¿qué hacen allí?

—¿Acaso no se lo han dicho?

—¿Quién?

—Los niños.

—¿Cómo podrían decírmelo, si yo estoy aquí y ellos están allá?

—Están construyendo un mundo nuevo.

—Ah... Sí, eso me lo dijeron. Pero sólo se trata de filosofía... ¿Por qué vuelve a mentirme, Gólem? ¿Qué mundo nuevo puede existir tras una cerca de alambre espino? ¡Un mundo nuevo bajo el mando del general Pferd!... ¿Y si se contagian?

—¿De qué?

—De la enfermedad de los gafudos, por supuesto.

—Le repito por sexta vez que las enfermedades genéticas no son contagiosas.

—Por sexta vez, por sexta vez... —gruñó Víktor, que había perdido el hilo de la conversación—. Y en general, ¿qué es la enfermedad de los gafudos? ¿A quiénes ataca? ¿O es un secreto?

—No, se ha publicado por doquier.

—Cuente entonces, pero sin palabras.

—Comienza con los cambios de la piel. Granos, forúnculos, sobre todo en manos y pies... A veces aparecen úlceras purulentas...

—Oiga, Gólem, ¿tiene que detallar tanto?

—¿Cómo?

—Que si tiene que dar tantos detalles.

—No, pero pensé que le resultaría interesante.

—¡Quiero conocer lo fundamental! —exclamó Víktor con pasión.

—Pero no va a entender lo fundamental —replicó Gólem, alzando levemente la voz.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque está borracho...

—Eso no es un argumento.

—Y en segundo, porque es imposible de explicar.

—Eso es imposible —declaró Víktor—. Sencillamente, no quiere hablar. Pero eso a mí no me ofende. Sé que se ha comprometido, no puede hablar, el tribunal militar... A Pavor lo han detenido... Vaya con Dios. Lo único que no entiendo es por qué un niño debe construir un mundo nuevo en una leprosería. ¿No encontraron otro lugar?

—No. En la leprosería viven los arquitectos. Y los contratistas.

—Con fusiles automáticos —replicó Víktor—. Los he visto. No entiendo nada. Uno de ustedes miente. Usted o Zurzmansor.

—Claro que Zurzmansor —dijo Gólem fríamente.

—Y es posible que mientan ambos. Pero les creo a los dos, porque tienen algo... Sólo quiero que me diga qué quieren. Pero la verdad.

—La felicidad —respondió Gólem.

—¿Para quién? ¿Para sí mismos?

—No sólo.

—¿Y a qué precio?

—Esa pregunta no tiene sentido para ellos —explicó Gólem sin prisa—. Al precio de la hierba, de las nubes, del agua que corre... de las estrellas.

—Exactamente como nosotros.

—Pues no —objetó Gólem—. Nada por el estilo.

—¿Por qué? Nosotros también...

—No, porque pisoteamos la hierba, dispersamos las nubes, frenamos el agua... Me ha entendido demasiado literalmente y se trata de una analogía.

—No entiendo.

—Se lo advertí. Yo mismo no entiendo muchas cosas, pero algo me imagino.

—¿Hay alguien que lo entienda?

—No lo sé. Es difícil. Quizá los niños... Pero incluso si lo entienden, es a su manera. Muy a su manera.

Víktor tomó la mandolina y rasgueó las cuerdas. Los dedos no le obedecían. Dejó el instrumento sobre la mesa.

—Gólem, usted es comunista. ¿Qué demonios hace en la leprosería? ¿Por qué no está en un mitin? ¿O en una barricada? Moscú no lo va a condecorar.

—Soy arquitecto —replicó Gólem con tranquilidad.

—¿Qué clase de arquitecto es usted si no entiende una mierda? Y, en suma, ¿por qué quiere embaucarme? Llevamos hablando una hora entera, ¿y qué me ha contado? Bebe mi ginebra y me llena de niebla. Es una vergüenza, Gólem. Y miente en todo.

—En todo, no. Aunque algo hay. No tienen úlceras purulentas.

—Déme el vaso —dijo Víktor—. Ya está borracho. —Se sirvió y bebió—. Váyase al demonio, Gólem. ¿Qué necesidad tiene de todo esto? ¿A qué juega? Si puede contar algo, cuéntelo, y si se trata de un secreto, no tenía por qué comenzar.

—Eso tiene una explicación muy sencilla —dijo Gólem con aire bonachón mientras estiraba las piernas—. Soy un profeta, usted mismo me lo ha dicho. Y todos los profetas están en la misma situación: saben mucho, tienen ganas de contarlo, de compartirlo con un interlocutor agradable, de jactarse para parecer más importantes. Pero cuando comienzan a hablar, surge una sensación de incomodidad, de desagrado... Por eso cuentan fábulas, como el buen Dios cuando le preguntaron por la piedra.

—Como quiera —dijo Víktor—. Iré a la leprosería y lo averiguaré todo sin usted. Déme alguna pista...

Percibía con cierto interés cómo se le entumecían las manos y los pies, y pensaba lo bueno que sería beber un último vaso para terminar y echarse a dormir, y después despertar para ir a ver a Diana. Entonces la cosa no saldría tan mal. Y en general, nada iba tan mal. Se imaginó cómo Diana cantaría la canción del submarino y se sintió perfectamente. Tomó el remo húmedo que yacía en la popa, lo utilizó para apartarse de la orilla y el bote comenzó a oscilar al momento. No llovía en absoluto, el crepúsculo era purpúreo y los remos rozaban la cresta de las olas. Yacer en el fondo... Y se hubiera tendido allí, pero le resultaba violento porque junto a su oído susurraba sin prisa la voz de Gólem.

—Son muy jóvenes —decía—, lo tienen todo por delante, y nosotros sólo los tenernos por delante a ellos. Por supuesto, el hombre será el dueño del Universo, pero no se trata de un titán de mejillas rosadas con grandes músculos, y por supuesto, el hombre aprenderá a controlarse, pero antes debe cambiarse a sí mismo. La naturaleza no engaña, cumple sus promesas, pero no como lo habíamos pensado, y con frecuencia no como lo hubiéramos deseado...

Zurzmansor, que estaba sentado en la proa del bote, volvió la cabeza y se vio que no tenía rostro, llevaba el rostro en las manos y ese rostro miraba a Víktor: un rostro bueno, honesto, pero daba náuseas y Gólem no se callaba, continuaba zumbando...

—Acuéstese a dormir —balbuceó Víktor mientras se estiraba en el fondo del bote. Las cuadernas le presionaban los costados, estaba muy incómodo, pero tenía mucho sueño—. Acuéstese a dormir, Gólem...


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