Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
сообщить о нарушении
Текущая страница: 5 (всего у книги 24 страниц)
A continuación ocupé mi lugar ante la máquina de escribir y comencé directamente con la frase que había inventado el día anterior, pero no había utilizado pues la guardaba especialmente para hoy, para el desayuno:
No es contra ellos, sino contra sus camaradas de la derecha...
Y al principio todo me salió bien, alegre, con ánimo y decisión, pero una hora y minutos más tarde me di cuenta de que estaba como desmayado sobre el asiento, leyendo por enésima vez el último párrafo sin entender nada:
Y el Comisario seguía contemplando el tanque que ardía. Caían lágrimas de debajo de sus gafas, pero él no las secaba, su rostro continuaba sereno e inmóvil.
Me daba cuenta de que estaba trabado, totalmente trabado, para largo rato y sin norte. Y el problema no consistía en que me resultara imposible imaginar cómo seguirían desarrollándose los hechos de ahí en adelante: había meditado todo lo que acontecía en las siguientes veinticinco páginas. No, se trataba de algo peor: sentía algo parecido a una nausea cerebral.
Veía claramente ante mí el rostro del comisario, la trinchera semiderruida y el tanque alemán que ardía. Pero todo aquello era como de papel maché. De cartón y tablitas pintadas. Como en el escenario de una casa de cultura venida a menos.
Y pensé con triste satisfacción, quién sabe por cuál vez, que se debe escribir sobre lo que uno conoce muy bien, o sobre lo que nadie conoce. La mayor parte de nosotros opina que eso no importa. Pero Katia, mi hija, había señalado correctamente que uno debía quedar siempre en minoría.
Me molestan mucho esos derrapes en el trabajo, me enferman. Y en ese momento decidí que no dejaría que la tristeza me acogotara. A fin de cuentas, tenía muchas otras cosas que hacer, no había razón para quedarme allí sentado maldiciendo. Me esperaban en la calle Bánnaia.
Doblando con prisa las páginas, metí el borrador del guión en una funda plástica especial para él y comencé a vestirme. «El molinero debe vivir en movimiento...», balbuceé, mientras me ponía los zapatos con cierto trabajo. «¡El agua nos sirve de ejemplo!», canté a toda voz, metiendo en la carpeta Los Koriaguin,una magnífica pieza dramática. Estaba espantando el miedo. «¡En última instancia, devolveré el adelanto!», dije en voz alta, mientras me ponía aparka.Pero no se trataba del adelanto. En los últimos tiempos había tenido semejantes derrapes con mucha frecuencia. Honestamente, eran ataques de repulsión hacia el trabajo que me daba de comer.
De pie en el rellano de la escalera, me puse a pensar, quizá para despejar la mente, que durante los últimos tres días no me había ocurrido nada absurdo ni tonto; al parecer, el que maneja los hilos de mi destino está totalmente exhausto y no es capaz ni siquiera de un milagrito estúpido... Mientras, los ascensores no subían, ni el grande, ni el pequeño, y yo golpeaba las puertas de ambos y después escuchaba con atención. De abajo llegaba el sonido retumbante de unas voces indescifrables. Entonces solté un taco y comencé a bajar por las escaleras.
En el rellano del décimo piso vi que la puerta del apartamento del poeta Kostia Kudínov estaba abierta de par en par, y allí asomaba una espalda enorme, enfundada en una bata blanca.
«Vaya, otra vez», pensé al instante. Y no me había equivocado. A Kostia Kudínov lo sacaban sobre una camilla, y el ascensor grande estaba abierto, esperando. Kostia estaba tan pálido que parecía verdoso, sus ojos turbios se movían en desorden y bizqueaban, la boca manchada parecía un colgajo.
Al principio me pareció que Kostia estaba inconsciente, y no puedo decir que aquel espectáculo me acongojara, aunque me entristecía un poco. Él y yo apenas nos conocíamos, éramos vecinos del mismo edificio y miembros de la misma organización de escritores, que contaba con varios miles de afiliados. De alguna manera, unos diez años atrás, durante alguna campaña, él se había pronunciado públicamente en mi contra, con osadía y de manera bastante cáustica. Es verdad que después se había retractado, diciendo que me había confundido con otro Sorokin, con el Sorokin de la sección de literatura infantil, por lo que desde ese momento, cuando nos tropezábamos, nos saludábamos, intercambiábamos rumores y nos quejábamos de que no había forma de reunimos para tomar unas copas. Pero, por lo demás no era nadie para mí, y además, al verlo, estuve a punto de llegar a la conclusión de que él simplemente había bebido más de lo habitual. En una palabra, si la indiferente naturaleza hubiera tenido la última palabra, al poeta Kostia Kudínov se lo deberían haber llevado en ese momento en el ascensor, las puertas se habrían cerrado, ocultándolo ante mis ojos, le habría preguntado al médico qué le había ocurrido y por la noche le habría contado aquel suceso a alguien en el club.
Pero el que maneja los hilos de mi destino aún se sentía rebosante de fuerzas.
—¡Félix! —pronunció Kostia, en un tono de tal desesperación que los camilleros se detuvieron al instante, esperando a ver qué más iba a decir—. Dios te ha enviado a mí. Félix...
En ese momento sus ojos quedaron en blanco y calló. Pero apenas los camilleros echaron a andar sin esperar la continuación, volvió a hablar. Lo hacía a tirones, enredándose, susurrando con un ronquido y exigiendo todo el tiempo que yo tomara nota; y por supuesto, obediente, abrí la carpeta, tomé el bolígrafo y comencé a escribir en uno de los márgenes: «Estación de metro Sokólniki, carretera Bogoródskoie, núm. 239, Instituto, Iván Davídovich Martinsón, matusalina». O sea, yo debía correr ahora al extremo más lejano de Moscú, buscar en la carretera Bogoródskoie un instituto desconocido, en ese instituto encontrar un tal Martinsón, a quien debía pedirle, para Kostia, eso denominado matusalina. («Aunque sea dos o tres gotas... Sé que no me corresponde, pero de todos modos, pídele que me lo dé... De otra manera, moriré...») A continuación, las puertas del ascensor se cerraron y quedé solo en el rellano.
Seré totalmente honesto. Yo no sentía la menor lástima, y mucho menos deseaba llevar a cabo esas complejas evoluciones en el espacio y con mi tiempo. ¿A santo de qué? ¿Quién creía que era para mí? ¡Un poeta casi desconocido, medio alcohólico! Además, se había manifestado contra mí; sí, por error, pero contra mí, y no a mi favor. Por supuesto, ya no iría a ninguna parte, ni siquiera a la calle Bánnaia, todo aquello me había irritado y molestado bastante. Pero en ese momento, otro hombre que vestía una bata blanca salió del piso de Kostia y se detuvo junto a mí, ante la puerta del ascensor. A juzgar por el fonendoscopio y las gafas con montura de asta, se trataba del médico, que llevaba en los labios un emboquillado sin encender. Y le pregunté qué le ocurría a Kostia. Me respondió que sospechaban que Kostia sufría de botulismo, una gravísima intoxicación producida por las conservas. Me asusté. Una vez en Kamchatka me había intoxicado con conservas; estuve a punto de diñarla.
Las puertas del ascensor se abrieron, el médico y yo entramos y le pregunté, siguiendo las notas hechas en la carpeta, si la matusalina ayudaría a Kostia. El médico me miró sin comprender y leí, silabeando: «Ma-tu-sa-li-na». Pero el médico no sabía nada sobre la matusalina, y llegué a la conclusión de que se trataba de una medicina nueva, novísima incluso.
Nos separamos junto a la ambulancia. Al pobre Kostia se lo llevaron a Biriuliovo, al hospital nuevo, y yo me encaminé hacia el metro.
Seguía igual que antes, sin el menor deseo de ir a ninguna parte. Para mis adentros reconocía, como una revelación, que Kostia nunca me había resultado simpático: una persona totalmente ajena, idiota y sin talento. Era verdad que su botulismo generaba cierta compasión, pero eso iba unido a cierta irritación, y con cada minuto la irritación se hacía más fuerte que la compasión. Por qué demonios yo, un hombre de cierta edad, no muy saludable, debía atravesar toda la ciudad en busca de un instituto desconocido, en busca de un tal Martinsón, de una cosa llamada matusalina, sobre la cual ni siquiera el médico sabía nada... Caminar, preguntar, buscar y después rogar, si hasta el propio Kostia había dicho que no le correspondía... y finalmente resultaría que no existía semejante instituto, y si existía, allí no trabajaba nadie llamado Martinsón... que todo era un delirio de Kostia, visiones febriles, estaba intoxicado y gravemente...
Metiéndome en la nieve que los conserjes no habían recogido aún, patinando a veces en charcos de hielo invisibles, llegué a la estación del metro mientras me inventaba nuevas justificaciones, aunque ya sabía firmemente que mientras más justificaciones me inventara, más seguro era que mi trayectoria me llevara a través de todo Moscú, más allá de Sokólniki, en busca de Iván Davídovich Martinsón, para regresar después, con tres gotas de la valiosa matusalina, al hospital de Biriuliovo para salvar al poeta Kostia Kudínov, persona que me resultaba totalmente innecesaria y antipática.
Por suerte, para ir desde nuestra estación a Sokólniki no había que cambiar de línea, a esta hora (casi las dos de la tarde) no había mucha gente, me senté en un rincón y cerré los ojos. Mis pensamientos fluyeron en otra dirección, más profesional, si es posible definirla así.
Por enésima vez pensaba que la literatura, hasta la más realista, sólo correspondía a la realidad de manera aproximada cuando trataba sobre el mundo interior de las personas. Intentaba recordar una obra literaria en la que el protagonista estuviera en mi situación o en una parecida, y lograra expresar de una forma más o menos clara la falta de ganas de ir a determinado lugar. El lector no se lo perdonaría nunca. Y no importa que el protagonista fuera de todos modos, sobreponiéndose a miles de obstáculos, que realizara heroicos milagros, pues de cualquier manera su imagen quedaría feamente manchada ante los ojos del lector, y por supuesto, del editor.
En general, al héroe se le permite tener muchos defectos en nuestra época tan liberal. Incluso se le deja ser un borrachín, y hasta hurtar algo mal puesto (claro, siempre por razones altruistas). Puede ser un mal padre de familia, un manirroto, un inadaptado, puede ser una persona totalmente superficial que se comporta con ligereza. Lo único que se le prohíbe a nuestro héroe es la misantropía práctica. Pasará antes un camello por el ojo de una aguja, que no un personaje positivo con indiferencia ante un pajarillo con un ala rota. Así resulta que yo, Félix Alexándrovich Sorokin, soy por lo menos un inválido moral según las normas literarias, tanto nacionales como extranjeras.
Esa deducción me divirtió y me puso de buen humor. En primer lugar, ahora podía dejar de ir a la calle Bánnaia bajo un pretexto no sólo totalmente correcto, sino además muy humano. En segundo lugar... En segundo lugar, bastaba con el primer pretexto. Para regresar, tomaría un taxi, por suerte tenía dinero. Iría a Biriuliovo, entregaría la maldita matusalina, y en el mismo taxi me largaría al club...
Me puse a dormitar, y entre sueños pensé que ese nuevo medicamento tenía un nombre bastante raro. Matusalina. Generaba recuerdos asociativos. Turquía. El Oriente Medio, quién sabe por qué. Matusalén. ¿La Biblia?
Encontré el instituto sin problemas. El autobús se detuvo delante de la entrada, desde la cual se extendía, a lo largo de toda la calle, una valla muy alta e infinita. No había ningún letrero allí, y en el camino de entrada estaba de pie un hombre con las manos en los bolsillos, sin abrigo, con un gorro de orejeras. Me echó una mirada torcida, pero no dijo nada y entró a la caseta caliente. Seguramente, debí haber echado a andar directamente por el caminito, sin mirar a derecha ni a izquierda, pero soy incapaz de hacer eso. Me incliné ante la ventanilla.
—¿Cómo puedo ver a Iván Davídovich Martinsón?
En la cabina, un anciano de chaqueta grasienta bebía té de un platillo y mordía un caramelo. Sin prisa, dejó el platillo humeante sobre la mesa, sacó de debajo de la mesa una gorra también grasienta y se la colocó cuidadosamente sobre la calva.
—El pase —dijo.
Le respondí que no tenía pase. Ese reconocimiento ratificó el peor de sus temores. Como si le hubieran advertido a primera hora que un tipo sin pase intentaría entrar y que no podía dejarlo pasar de ninguna manera. Se levantó, salió al pasillo de entrada y se paró delante del torniquete. Me puse a rogar y a convencerlo. A medida que mis ruegos se volvían más lastimeros, la resolución del cruel vejete se hacía más fuerte, y todo aquello duró hasta el momento en que comprendí que me encontraba ante un obstáculo insuperable, razón por la cual podía largarme de allí sin remordimientos, ir directamente a la calle Bánnaia y después al club. Con gran placer le dije al vejete que era una momia podrida, y satisfecho me di la vuelta y me marché.
¡Pero de eso, nada!
—No permite pasar —dijo con firmeza el hombre del gorro de orejeras.
—Vieja momia putrefacta —respondí.
Y entonces aquel hombre, a quien yo no le había preguntado nada, me contó con gran placer que ahora nadie entraba por aquel acceso pues no dejaban pasar a nadie, ahora todos cruzaban la valla, había un hueco a cien pasos; todos pasaban por allí, pues nadie quería dar un enorme rodeo para llegar a la carretera Bogoródskoie, y pasando a través de la valla, atravesando el territorio del instituto y cruzando otra valla se llegaba enseguida a una venta de vino.
¿Qué otra cosa podía hacer yo? Le di las gracias a aquel buen hombre y seguí sus instrucciones con exactitud. Desde el agujero en la valla, un caminito abierto por las pisadas de mucha gente atravesaba el enorme territorio del instituto, cubierto de nieve. A la derecha del caminito había una construcción a medio hacer, y a la izquierda un edificio de cinco pisos, de ladrillo blanco con enormes ventanas escolares. Al parecer se trataba del instituto. Del caminito partía un sendero hacia el edificio, al parecer también muy transitado.
Ante la entrada del instituto (un enorme porche con puertas de vidrio bajo una amplia visera de hormigón), tres hombres abrían un contenedor, cubierto de letreros en lenguas extranjeras. También iban sin abrigo y llevaban gorros de orejeras. Pasé junto a ellos, subí unos escalones y entré en el vestíbulo.
Se trataba de un local amplio, iluminado por lámparas de mercurio, lleno de personas que, en mi opinión, no se dedicaban a nada, que estaban allí, en grupos, fumando. Tomando en cuenta la amarga experiencia anterior, no le pregunté nada a nadie y me dirigí hacia el guardarropa, donde dejé el abrigo, manteniendo en la cara una expresión sombría, de preocupación, mientras ponía en primer plano mi carpeta.
Después, me peiné ante el espejo y subí por las escaleras hasta el segundo piso. Por qué precisamente hasta el segundo piso, no hubiera podido explicarlo, y tampoco nadie me preguntó nada al respecto. Allí el suelo también era de baldosas, también había brillantes lámparas de mercurio y se veían grupos de personas que fumaban. Me dirigí a un hombre joven, que estaba solo. Su expresión también era sombría y preocupada, y pensé que no se pondría a averiguar quién era yo, por qué estaba allí y si tenía derecho a estar.
No me equivoqué. Distraído, sin mirarme siguiera, me explicó que Martinsón seguramente estaba ahora en los baños, en el tercer piso a la derecha, inmediatamente detrás de los esqueletos, el número de la puerta era el treinta y siete.
No encontré ningún esqueleto en el tercer piso, no sé de qué estaría hablando aquel joven que se expresaba tan bien, pero el baño con el número treinta y siete en la puerta resultó ser una habitación enorme, muy iluminada. Había allí mucho vidrio, muchas luces que parpadeaban, en varias pantallas aparecían curvas verdosas, olía a vida artificial y máquinas inteligentes, y en el centro del recinto, de espaldas a mí, estaba sentado un hombre que hablaba por teléfono en voz alta.
—¡Olvida eso! —gritaba—. ¿Qué ley? ¡Sigue presionando! ¡Olvídalo! Lomonósov no tiene nada que ver con esto, Lavoisier tampoco. ¡Lo que tienes que hacer es meter más presión! —Colgó el teléfono y se volvió hacia mí—. ¡En el comité de empresa, en el comité de empresa!
Dije que quería ver a Iván Davídovich. El rostro se le congestionó. Era enorme, de hombros anchos, con un cuello de toro y cabellos castaños erizados.
—¡He dicho que en el comité de empresa! —gritó—. ¡De tres a cinco! Aquí no vamos a hablar de nada, ¿está claro?
—Vengo de parte de Kostia Kudínov —articulé finalmente.
—¿De parte de Kostia? —El hombre pareció tropezar—. ¿Qué ocurre?
Se lo conté. Mientras le narraba lo sucedido, él se levantó, caminó hacia la puerta y la cerró.
—¿Y usted quién es? —preguntó, con el rostro repentinamente pálido y sin mirarme a los ojos.
—Soy su vecino.
—Eso está claro —repuso, impaciente—, lo que le pregunto es quién es usted...
Me presenté.
—Ese nombre no me dice nada —dijo y clavó sus ojos en mi entrecejo, unos ojos negros, muy juntos, parecidos a los cañones de una escopeta.
Me enfurecí. ¡Qué demonios! ¡De nuevo me obligaban a justificarme!
—Por cierto, a mí su nombre tampoco me dice nada —le respondí—. Sin embargo, he atravesado todo Moscú en su busca...
—¿Tiene algún documento? —me interrumpió—. Lo que sea...
Yo no tenía ningún documento. Nunca los llevo conmigo. Él quedó pensativo un momento.
—Está bien, ahora me ocupo de eso. ¿En qué hospital se encuentra? —Se lo dije—. Vaya, adonde lo... —masculló—. De verás, está al otro lado de Moscú... Está bien, puede irse. Yo me ocuparé.
Hirviendo por dentro de cólera, me di la vuelta para marcharme, y estaba abriendo la puerta cuando él, de repente, decidió averiguar.
—¡Peeer-dón! —rugió—. ¿Y cómo ha podido entrar aquí? ¡Sin pase! ¡Ni siquiera tiene documentos!
—¡Por un hueco! —dije, en tono cáustico.
—¿Qué hueco?
—En la valla —fue mi respuesta vengativa, y me largué, blanco de rabia.
Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió una idea horrible: de repente, el salvaje de Martinsón llamaba por teléfono y los guardias saldrían corriendo en busca de todos los huecos en la valla, acompañados por carpinteros, y yo quedaría atrapado en un bolsón como un Von Paulus cualquiera derrotado... [4]No pude contenerme y eché a correr, maldiciendo una y otra vez a Kostia Kudínov con su botulismo y su destino truncado. Sólo al ver que la gente me miraba logré serenarme, y comparecí ante el encargado del guardarropa como corresponde a una persona diligente, sombría y preocupada, con bolsillos rebosantes de pases y documentos.
Al bajar del porche, se me ocurrió mirar atrás. No sé qué me impulsó a ello. Esto fue lo que vi: tras la puerta de vidrio, con las manos enormes apoyadas en el cristal, con el rostro muy pálido, Iván Davídovich Martinsón me seguía con la vista. Como un vampiro que mira a la víctima que se le ha escapado.
Me da vergüenza reconocerlo, pero eché a correr nuevamente. A pesar de mis problemas circulatorios. A pesar de mi panza. A pesar de mi cojera intermitente. Sólo cuando atravesé el hueco y salí a la carretera Bogoródskoie, mi amor propio volvió a vencer y me puse a caminar, mientras me abrochaba la parkay me ponía correctamente el gorro de piel. No me había gustado nada aquella aventura, y en particular no me había gustado Iván Davídovich Martinsón, y volví a maldecir a Kostia una y otra vez por su botulismo, y me juré a mí mismo que en el futuro, nunca más, nadie más y por ninguna razón...
Después de todos aquellos líos, ni hablar de ir a la calle Bánnaia. Únicamente al club. ¡Sólo al club! ¡A nuestro restaurante, con paredes forradas de cedro! ¡A aquella atmósfera de olores cautivantes! ¡A sentarme a mi mesa, cubierta por un mantel almidonado! Bajo el ala de Sáshenka... aunque no, hoy era día impar. ¡O sea, bajo el ala de Alió-nushka! Exacto, y pagarle enseguida lo que le debía, y pedir una ración de arenque, reluciente bajo el aceite, las lonchas gruesas cubiertas de cebollino picado muy fino, además de tres o cuatro patatas hervidas, bien calientes, con un trozo de mantequilla sacado directamente del agua helada, y una botellita panzuda (sin eso no es posible, además hoy me lo he ganado)... además de setas marinadas en su jugo, con aros de cebolla, y un poco de agua mineral... ¿o de cerveza? No, agua mineral... Y después de acallar el primer ataque de hambre y de sentir auténtico apetito, pediremos una soliankade carne, la que preparan en el club, por suerte todavía no se les ha olvidado la buena cocina, la traerán en una sopera metálica de color mate, con todas esas carnes delicadas ocultas bajo el caldo ambarino, con sus aceitunas negras brillantes... ¡Dios mío, se me olvidaba lo principal! ¡Un bollo! Nuestro famoso bollo que hornean en el club, esponjoso, suave, dorado... debería llevarme un par de ellos a casa. El segundo plato...
Pero no pude deleitarme imaginándome el segundo plato, porque de repente sentí cierta incomodidad, una molestia indefinible, y al volver a la realidad me di cuenta de que viajaba en el metro, embutido entre dos tipos altos que llevaban mochilas deportivas, y por el espacio que quedaba libre entre ellos, me miraban fijamente unos ojos claros a través del vidrio de unas gafas. Sólo vi aquellos ojos durante un segundo, así como una barba noruega, rojiza, y una bufanda de seda blanca que salía del cuello de un abrigo a cuadros, pero el tren comenzó a frenar, los dos tipos altos se juntaron y el observador desapareció de mi vista.
Me pareció que me había mirado con una atención indecente, como si algo en mi vestimenta estuviera fuera de lugar o tuviera el rostro enfangado. Por si acaso, comprobé que llevaba el gorro puesto correctamente. Por cierto, cuando un minuto después los dos tipos altos se separaron, mi observador dormitaba pacíficamente, con las manos cruzadas sobre el vientre. Era un hombre de mediana edad, con gafas de montura metálica, y llevaba un abrigo a cuadros, de esos que estuvieron de moda unos años atrás. Recuerdo que aquellos abrigos me impresionaban porque también se podían llevar del revés: por un lado eran, digamos, de cuadros negros y grises, y por el otro de cuadros grises y negros.
Aquel episodio momentáneo me apartó de mis visiones gastronómicas y por alguna razón recordé una vez que estuve un mes entero en el hospital, donde me daban una comida monstruosamente insípida, hecha puré a propósito, y aquello me causaba tal angustia que finalmente los médicos le permitieron a Katia traerme una ración fría de pollo a la caucasiana. Daba miedo pensar lo que le esperaba a Kostia en ese sentido. Y no tenía tiempo para meditar sobre tales asuntos, pues el tren se detuvo en la estación Kropótkinskaia y me dirigí a la salida.
La portera del club, una mujer medio ciega, me exigía que le presentara el carné de escritor, y por enésima vez yo intentaba meterle en la cabeza que llevaba un cuarto de siglo escribiendo y que al menos los últimos cinco años entraba al club pasando por delante de ella. No creyó ni una de mis palabras, pero en ese momento el tío Kolia rugió desde las profundidades del guardarropa: «¡Es de los nuestros, María Trofímovna!», y ella me dejó pasar.
Me quité el abrigo lentamente mientras conversaba con el tío Kolia sobre el tiempo reinante, agarré un ejemplar del periódico del club y dejé una moneda en su lugar, me arreglé el cabello y los bigotes, saludando las imágenes de gente conocida que aparecía en lo profundo del espejo, y a continuación, mientras seguía saludando, me fue invadiendo una cálida sensación de comodidad que me apartaba de todo lo incómodo y peligroso. Entré en el restaurante caminando alegremente.
De ahí en adelante, todo fue según el programa. Lo único que falló fueron las setas marinadas. Cuando terminaba de tomar la solianka,los amigos de siempre comenzaron a acudir a mi mesa. El primero fue Garik Aganián, que una hora después comenzaba un seminario. Por esa razón no bebió y pidió una tontería. No tuvimos tiempo ni de intercambiar dos palabras cuando Zhora Naúmov se acercó, cojeando. Llevaba en una mano un botellín medio lleno, y en la otra un cuenco con restos de ensalada capitalina. Resulta que esa misma mañana había decidido pasar por Moscú, mientras viajaba de Krasnodar a Tallinn. La cosecha en el sur tenía buen aspecto, y lo demás, como siempre, quedaba en manos de Dios. Y en ese momento apareció en el horizonte Valia Démchenko, que llevaba bajo el brazo un bastón nuevo, cuya empuñadura tenía la forma de la garra de un león.
Discutimos sobre aquel bastón, hablamos de la cosecha de otoño y de la plaga de filoxera del año anterior; Garik nos explicó, dibujando con el tenedor en el mantel, cómo había que entender el artículo publicado en la prensa central, titulado «Un hueco en el universo», y después conté mis desgracias de ese día con Kostia Kudínov.
Mi relato dio lugar a una reacción apática, inesperada para mí.
—Nada, saldrá a flote, la mierda no se hunde —masculló Garik, despectivo.
Valia citó un chiste sobre Kostia que él mismo se había inventado.
—Ayer, el ayudante del presidente de la Comisión Extranjera, camarada Kudínov, recibió en el Salón Blanco a un grupo de escritores de Paraguay, a quienes tomó por escritores de Uruguay...
Y Zhora Naúmov, que examinaba el mundo a través de su copa de vodka, narró la intervención de Kostia Kudínov, estudiante del Instituto Literario, en aquella época un tipo rubicundo, audaz y sobrio, ante la asamblea general de su curso en el memorable año de 1949. Cuando Zhora terminó, todos quedaron en silencio.
—Y tú, ¿qué dijiste entonces? —preguntó Valia con interés.
—Yo, ¿qué? —replicó Zhora, agresivo—. Tenía ganas de romperle la cara, pero en aquella época él era levantador de pesas, un fortachón, ¿entiendes?, y yo tenía heridas de bala en ambas piernas y andaba sacudiéndome con dos muletas, como las vergüenzas de un anciano...
—Pero más tarde, cuando ya no llevabas muletas —intervino Garik—, en el bendito año cincuenta y nueve... ¿no se disculpó ante ti?
—¡Por supuesto! Hasta me dedicó unos versos. En la Gaceta Literaria.Al estilo de Pushkin, hablando de la amistad estudiantil...
—¿Algo así como que seas tu propio tártaro [5]? —preguntó Valia con sarcasmo.
Nos echamos a reír pero sin mucha alegría, después nos pusimos a hablar de poesía y, sin darnos cuenta, la conversación derivó a la calle Bánnaia.
Resultó que, menos yo, todos habían visitado la Bánnaia.
Garik, disciplinado, había ido allí en octubre. Nada de interés. Un ordenador bastante miserable, quizá un ES 10-20, o hasta un Minsk, más sencillo. Un holgazán de bata negra te quitaba el manuscrito y lo metía por una ranura, hoja a hoja. En una pantalla aparecían unos números, y después podías irte tranquilo a casa.
Zhora, que había pasado por allí después de Año Nuevo, dijo que no encontró ningún ordenador, sino unos armarios grises; el holgazán llevaba entonces una bata blanca y olía a patatas asadas. En general, un embuste, un engaño a los trabajadores.
—Si quieren saber mi opinión —dijo Zhora Naúmov, conocido también como Girsh Naúmovich—, todo es muy sencillo: algún judío de la Academia ha engañado a nuestro Teodor Mijéich, y escribe ahora su tesis de doctorado a costa de nuestro sudor de currantes.
En respuesta a aquel bulo antisemita, Valia Démchenko objetó que aquello era una insignificancia, que la verdadera desgracia (y esto lo dijo con aire misterioso) consistía en el hecho de que llevaban varios años desarrollando un redactor cibernético. Un regalo de los científicos para los escritores. Para ayudarlos. El robot redactor ya había sido creado, y lo estaban entrenando con nuestros manuscritos. Y cuando aquella máquina comenzara a funcionar sería el fin de todos nosotros, porque no sólo corregiría los errores gramaticales y el estilo, sino que detectaría a dos metros de distancia el contenido entre líneas. Colegas, ellos sabrían de inmediato quién es quién y por qué.
Miré con respeto a Valia al percibir en su inspirada charlatanería el aroma de cierta noble locura que no me era ajena. Garik se reía abiertamente, y Zhora, un hombre más llano, preguntó molesto de dónde sacaba Valia todo aquello.
—¡A los ojos! —pronunció Valia con emoción—. A la gente hay que mirarla a los ojos. ¡No importa de qué color sea su bata, blanca o negra! ¡Lo comprendí todo cuando lo miré a los ojos! —Garik le sirvió cerveza y Valia continuó su relato. El robot redactor era sólo el primer paso hacia una nueva era. Se trataba de una máquina voluminosa, estática, cara—. Pero, amigos —siguió diciendo Valia—, si queréis saberlo, estamos a punto de recibir máquinas de escribir especiales, electrónicas, por el momento sólo para nosotros, los prosistas. En estas máquinas han instalado limitadores electrónicos que censuran. ¿Os lo imagináis? Tecleas con dos dedos «culo» y en el papel aparece «mulo», «bulo», «trasero», o en el peor de los casos, «c» con tres puntitos.
Y en ese momento apareció entre nosotros Petia Skorobogátov, conocido como Trepa Nacional. No estaba, y de repente se materializó entre Garik y Valia, y comenzó a servirse vodka de mi botellín. Sus ojos, como siempre, estaban inflamados y se le cruzaban, y como siempre estaba cubierto de manchas rojas y escamas de piel muerta.
Como siempre, rebosaba de novedades y rumores, que al inicio parecían importantes y auténticos, pero cuando salían a la atmósfera se echaban enseguida a perder y se convertían en mentiras y jactancias. Era imposible conversar y sólo nos dedicamos a escuchar.
Para comenzar, nos contó que sobre la calle Bánnaia había algunos rumores que venían directamente de «allí». (El grueso dedo índice apuntaba hacia el techo.) Valia tenía razón: ahora todo lo harían las máquinas, pues la corrupción alcanza a todo el mundo y no se puede confiar en nadie. Ya habían puesto en marcha una máquina de recursos humanos, que había dado la orden de cesar a todos los directores de editoriales y a todos los redactores jefe en Moscú. Por esa razón él, Petia Skorobogátov no se apresuraba a firmar dos contratos que le habían enviado recientemente. ¿Por qué? Porque no tenía sentido. De todos modos, designarían directores nuevos y redactores jefe nuevos, y los contratos serían revisados...