Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—No me interrumpáis, porque mañana me marcho a Zambia; todavía tengo que vacunarme, y vosotros me estáis interrumpiendo a cada momento... quiero explicaros algo sobre la Bánnaia. La máquina que hay allí es especial. Mide el talento. En unidades absolutas. ¿Sabéis la que armó Sashka Tolokónnikov? ¡En lugar de su galimatías, metió en la máquina cinco páginas de El Don apacible! La mierda de máquina se atragantó, nadie la había calculado para semejante nivel, y ahora van a sancionar a Sashka. Por realizar un acto indigno de un escritor soviético... ¡Pero lo de Sashka fue una tontería! La mismísima Iraida se levantó un día y llevó allí sus borradores. Pensaba que la máquina le cantaría alabanzas, pero de repente, ahí tienes, cero enteros con cero décimas. ¡La que armó a golpes de paraguas! ¡A todos! Estáis sentados aquí y no sabéis nada, pero ayer metí la nariz por allí... había una barrera, milicianos a caballo... Mijéich temblaba, su invento no le ha traído alegría alguna, también tiene que presentar sus manuscritos... Le digo: «Oye, ¿qué temes? ¿Quieres que te preste mis borradores?».
Pues así mismo es nuestro Petia Skorobogátov, nuestro Trepa Nacional. Tomé una copita de vodka y me puse a pensar que en este mundo era imposible inventar algo. Todo estaba ya inventado. Recordé cómo hace quince años, el difunto Anatoli Efímovich se sinceró una vez conmigo y me contó la trama de su nueva comedia. Todo ocurría en una casa de creación literaria, y un inventor lleva hasta allí su fantástico aparato... ¿Qué nombre le puso? ¡Sí! ¡Metales! Medidor del Talento del Escritor. Al principio los escritores, los muy idiotas, se alegran, finalmente todos sabrán que Ivanov es una mierda y yo soy un genio. Pero después, cuando la máquina comenzó a anunciar la verdad objetiva... Finalmente, hicieron polvo la máquina y escribieron una denuncia contra el inventor, con todas las consecuencias que de ello dimanan... Y cuan afligido quedó Anatoli Efímovich cuando, después de pedirle perdón y justificarme, le di a leer La mensura de Zoila,de Akutagawa, un relato escrito en el año dieciséis y publicado en ruso a mediados de los años treinta. No es posible inventar nada. Todo lo que se pueda inventar, o bien lo inventaron antes, o bien existe en la realidad.
—¡Desde el momento en que se inventó aquella cosa —anuncié para todo el salón mirando directamente a los ojos de cerdo de Petia Skorobogátov, después de dar un puñetazo en la mesa—, les llegó su última hora a todos los escritores y pintores que venden carne de perro y la quieren hacer pasar por cordero!
Después de lo cual fui al baño. Ya había bebido suficiente. Me daba cuenta de ello porque mis mejillas estaban entumecidas y constantemente tenía ganas de sacar la quijada. Era el momento de regresar a casa, además podía llegar Katia con el pedido, y en casa quedaba menos de media botella de coñac. Y en casa había algo que debía hacer. Pero ¿qué era exactamente?
En el camino de vuelta me acordé. Debía telefonear y saber qué tal andaba Kostia Kudínov, el poeta, si no se habría muerto. Yo andaba bebiendo vodka con Petia Skorobogátov, mientras Kostia quizá estaba estirando la pata. Qué injusticia.
La mujer de Kostia respondió al teléfono. Parecía bastante animada.
—¿Qué tal está Kostia? —pregunté después de presentarme.
—¡Ay, qué bien que haya llamado, Félix Alexándrovich! Acabo de regresar del hospital, ahora mismo he llegado a casa... Él le ruega que pase a verlo.
—Sin falta —dije—. Y, en general, ¿cómo está?
—Gracias a Dios, todo se ha resuelto. Entonces, ¿irá a verlo?
—Quizá... —balbuceé, sin convicción—. Es posible que mañana, a esta misma hora.
—¡No! No, Félix Alexándrovich, él ha pedido que fuera a verlo hoy, sin falta. Eso es lo que me ha dicho: «¡Llama a Félix Alexándrovich y dile que venga a verme hoy sin-fal-ta! Es algo muy urgente, muy importante...».
—Está bien —le dije, y nos despedimos.
«No se pueden hacer buenas acciones —pensé mientras regresaba al restaurante—. Uno hace la primera y eso no tiene fin. Además, prestad atención, ni una palabra de agradecimiento. Llevo todo el día recorriendo Moscú por culpa de este farsante, cuánto miedo he pasado, y al caer la noche, ahí tenéis, a empezar todo de nuevo, vete quién sabe adonde, como un camello en el desierto, y ni una palabra de agradecimiento...»
Garik ya se había ido, se había marchado a su seminario; en su lugar estaba un amigo de Petia. Lo conocía, me lo habían presentado en varias ocasiones pero no recordaba su nombre ni sabía qué relación tenía con la literatura. Creo que pasaba todo el día en la sala de billar del club y ahí terminaba toda su relación con la literatura soviética.
Además, mientras estuve fuera, en la mesa apareció una enorme botella de vodka de trigo, y antes había aparecido mi buen amigo del portal de al lado, Slava Krutoiarski, escuálido, cetrino, de pelo largo, cubierto de un brillo artificial y proclive a teorizar.
—¿Qué es la crítica? —le preguntaba a Zhora Naúmov, que se había quitado su chaqueta lanuda y la había colgado del respaldo de la silla—. Además, no estoy hablando de la crítica que tenemos ahora, ¿me entiendes?
Cada dos frases, Slava preguntaba a su interlocutor si lo entendía.
Zhora asintió solemnemente, asegurando que sí, entendía; también lo hizo Valia Démchenko, con aire pensativo; y yo también asentí, mientras me sentaba; lo mismo hicieron Petia y su amigo, con tanta energía que el vodka de sus copas salpicó la mesa.
—La crítica es una ciencia —prosiguió Slava, mirando fijamente a Zhora—. Se trata de vincular, de correlacionar la histeria del creador con las necesidades de la sociedad, ¿me entiendes? Esclarecer la relación entre los terribles sufrimientos del creador y la vida cotidiana del socium,en eso consiste la tarea de la crítica. ¿Me has entendido?
Aquella idea le pareció tan saludable e interesante al sociumque todos se pusieron a pedirse mutuamente lápiz y papel. Para escribirla. Pero nadie tenía lápiz ni papel; llamaron a Aliónushka, le mendigaron un trocito de lápiz y una hoja de su cuaderno de notas, y Petia exigió que Slava repitiera su formulación, cosa que éste intentó con toda honestidad, pero no le salió. Zhora Naúmov tampoco logró repetirla, lo confundió todo, le introdujo una tal quintaesencia y, mientras todos gritaban interrumpiéndose, pensé que no importa cómo se definiera la crítica, no aportaba utilidad alguna y no había manera de evitar el daño que causaba. Nuestra crítica no se dedicaba en absoluto a la quintaesencia de la histeria del creador, sino a nivelar la literatura para que resultara más fácil saldar las cuentas personales y estéticas con los escritores. Así mismo.
Bebí y comí un trocito de filete frío. Mientras tanto, el debate terminológico sobre la crítica se convirtió, de modo natural, en una discusión sobre la política de pago de honorarios.
Mi visión sobre la política de pago de honorarios es simple: mientras más paguen, mejor; todos los debates de los escritores sobre la estimulación material no valen un comino. Gentes como Trepa Nacional gritan constantemente que si les pagaran como a Pedro, ellos escribirían como León. Miente el muy chapuzas. No importa cuánto le paguen, siempre escribirá como una mierda. Págale quinientos por página, setecientos, de todos modos escribirá la misma idiotez: niños, estudiar bien es muy bueno, estudiar mal es feo, feo, eso no está bien y no se debe ofender a los más pequeños. Y lo seguirán publicando, porque en todas las redacciones de literatura infantil han reservado, digamos, el treinta por ciento del volumen editorial para la literatura sobre los escolares, pero habría que discutir si hay suficientes buenos escritores para cubrir ese treinta por ciento. Se supone que sí. Pero a Valia Démchenko le puedes pagar doscientos, cien solamente, de todos modos va a escribir bien, no va a escribir peor porque le paguen peor, aunque no tiene ningún espacio reservado para su urbanismo crítico, y los reseñistas se lanzan sobre él como perros rabiosos.
En ese momento me tocaron el hombro y, al volverme, vi a Lidia Nikoláievna, la gerente de turno. Con sequedad me informó que llevaba una hora entera buscándome, que Konstantín Ilich Kudínov había telefoneado desde el hospital y pedía que fuera a verlo de inmediato. No sé qué historia le habría contado aquel farsante, pero ella habló en tono de extrema hostilidad. Seguramente pensaría que yo había prometido visitar al amigo enfermo, pero me había ido de copas, traicionando mi palabra y a mi amigo. De nuevo culpable. ¿De qué?
Le di dinero a Slava para que pagara mi parte, y eché a andar con decisión por la alfombra del pasillo hacia el vestíbulo.
El salón, bien iluminado, estaba totalmente lleno, ya no quedaba ni un lugar libre; varios grupos numerosos habían unido varias mesas, el humo del tabaco flotaba en capas sobre las cabezas de los comensales; en las copas que se alzaban para los brindis, los líquidos transparentes emitían destellos cambiantes; se oían los múltiples golpes del metal sobre el vidrio y la porcelana, se gritaban juramentos de amistad; incluso en uno de los rincones más lejanos, un tipo con canas en las sienes, que vestía un mono de lujo, declamaba unos versos con voz de diácono, mientras que en otro rincón un grupo de miembros de la guardia imperial, de pie en posición de firmes, levantaba sus copas al nivel del pecho, en un brindis que expresaba las más firmes esperanzas, lamentando seguramente el hecho de que no sería posible, como se hacía con el director anterior del club, lanzar las copas por encima del hombro al terminar de beber y pisotear los fragmentos con los tacones. Y ya se movía de mesa en mesa, saludando con una sonrisa, Shura Peklevani, amado por casi todos aunque poco conocido por los lectores; palmeaba las espaldas de los que estaban sentados, se inclinaba a besar las manos de las damas y rechazaba continuamente las invitaciones a compartir mesa, ya que se dirigía hacia una claramente definida. Shura siempre sabía, con toda exactitud, a qué mesa debía sentarse cada día. Ya avanzaba, bajando del entresuelo por la escalera de madera y hablando ruidosamente, una manada de críticos e investigadores literarios que acababan de poner punto final a una reunión: fluía entre las mesas, saludaba, se detenía, se sentaba con conocidos, se despedía; y en medio de todo aquel torbellino, en el centro del salón, una pandilla de jovencitos rendía fervoroso homenaje al redactor jefe de una revista de la periferia, un hombre de aspecto oriental, cuadrado, casi cúbico, que llevaba una tiubeteika [6]yuna chaqueta corriente, en cuyas solapas brillaban insignias incomprensibles... La buena vida fluía como agua de manantial y yo tenía de nuevo que largarme a los confines de la ciudad. Pensé con tristeza qué cosas podría inventar aún el que movía los hilos de mi destino...
Tuve suerte: conseguí enseguida un taxi y media hora después, el conductor y yo buscábamos el hospital en el suburbio de Biriuliovo. Cuando entré en la sala, Kostia estaba sentado sobre la cama con las piernas cruzadas a la manera turca, rebañando con asco los restos de papilla de sémola del plato. Vestía ropa de hospital, con todas las etiquetas y sellos posibles, pero por lo demás tenía buen aspecto. Por supuesto, no diría que estaba rozagante, tenía el rostro demasiado pálido, pero tampoco quedaba en él nada de angustia, aunque tenía la quijada embarrada de papilla.
La sala contaba con seis camas, junto a la ventana le pasaban un suero a alguien, pero todos los demás se habían ido a ver el hockey por la televisión.
Al verme, Kolia se levantó de un salto y corrió hacia mí con tanta emoción que estuve a punto de asustarme: acaso querría abrazarme. Pero se limitó a apretar y sacudir cordialmente mi mano. Continuó apretándome y sacudiéndome la mano mientras hablaba como si le hubieran dado cuerda, sin dejar de mirar por encima del hombro al paciente con el suero. No me dejaba meter ni una sola palabra. Me contó cómo al principio vomitó, después se desmayó, cómo primero le lavaron el estómago y después los intestinos, cómo le pusieron inyecciones, cómo le dieron masajes y le pusieron oxígeno. Y mientras tanto, no dejaba de mirar por encima del hombro y de empujarme hacia la puerta, dándome pisotones.
—¿Qué locura te traes? —dije, cuando finalmente salimos al pasillo.
—Vamos a sentarnos. Allí, en el banquito bajo la palma.
Nos sentamos. El pasillo estaba totalmente vacío, sólo se veía a lo lejos a la enfermera de guardia, que colocaba en silencio unos frascos. Kostia continuaba hablando, aunque su excitación era mucho menor. Consideré que su febril alegría al verme había sido causada por la euforia de un sentimiento exagerado de agradecimiento, y creo que pensé: «¡Vaya, es una bestia, pero está vivo!». Y aprovechando su primera pausa, traté de saber cómo había ido todo.
—Entonces, ¿eso te ayudó?
—¿El qué? —preguntó rápidamente.
—Eso... la matusa...
—¡Sí! —exclamó, con voz de entusiasmo, y me agarró el brazo—. ¡Sí! De no ser por eso... Imagínate, aquí me hicieron un lavado de estómago a presión. ¡Me hicieron un lavado terrible! Sólo hoy he comprendido qué tortura más terrible la de la Inquisición, cuando le bombeaban agua a la gente por el trasero... ¡Los ojos se me salían de las órbitas, creo que voy a tener que ir al oculista!
Y comenzó a contarlo todo por segunda vez: cómo había vomitado, cómo se había desmayado, etcétera. Además, hacía chistes, a veces buenos, en general trataba de pintarlo todo con tintes de humor, pero tras aquel humor se percibía una tensión malsana, y de repente pensé que no había euforia alguna, sino que en aquel momento el horror de la muerte que lo había embargado bullía dentro de él y amenazaba con salir al exterior, y estaba yo a punto de palmearle la rodilla para tranquilizarlo, cuando de repente dejó de hablar.
—¿Por qué me miras así? —susurró.
—¿Cómo? —pregunté, confuso—. ¿Cómo te miro?
Sus ojos recorrieron mi cara en zigzag y huyeron a algún lugar entre las sombras, más allá de la palma.
—No, nada... —Eludió la respuesta, y al instante volvió a clavarme la mirada—. Veo que vas cargadito hoy, ¿eh? ¿Has bebido?
—Un poco —respondí, y añadí, a mi pesar—: De no ser por ti, estaría allí ahora, divirtiéndome...
—¡Pues nada! —pronunció, haciendo un gesto irreflexivo—. Mañana o pasado me echan de aquí, y nos iremos a beber. Ni te imaginas qué coñac te daré a beber. Me lo han enviado desde el Cáucaso...
Y se puso a contarme qué coñac le habían enviado desde el Cáucaso. Hablar del coñac es algo tan carente de sentido y antinatural como describir con palabras la belleza de la música. No le presté atención. De repente sentí náuseas. Esas paredes blancas, ese olor, no sé si de fenol o de muerte, la bata blanca de la enfermera que ondeaba a lo lejos, los frascos de suero vacíos que reposaban junto a la puerta de la sala... el hospital, la angustia, aquel lugar ajeno, alienado... ¿Por qué demonios estaba yo allí? ¡A fin de cuentas, no era yo el que se había intoxicado!
—Oye —dije, con decisión—. Perdona, pero mi hija debe venir a verme hoy...
—¡Sí, sí, claro! ¡Márchate! Gracias por haber venido...
Se levantó. Yo también me levanté, totalmente confuso. Estuvimos en silencio unos segundos, mirándonos a los ojos. No sabía qué hacer porque no podía comprender por qué había insistido tanto, llamando a su esposa, a la administración, exigiendo que fuera a verlo solamente para contarme dos veces, con todos los detalles, cómo le habían lavado el estómago y los intestinos. Me parecía que Kostia también era presa del desasosiego. Lo veía en sus ojos.
—¿Qué te ocurre? —preguntó en un susurro de repente.
De nuevo, una pregunta totalmente incomprensible.
—Pues nada —respondí, con precaución—. Ahora me marcho.
—Ve, ve —balbuceó—. Gracias por venir.
Su balbuceo era también muy precavido, inseguro, como si esperara algo de mí.
—¿No quieres decirme nada más?
—¿Sobre qué? —la pregunta de Kostia era casi inaudible.
—Pues no sé sobre qué —dije, incapaz de seguir conteniendo mi irritación—. No sé para qué me has sacado del club. Me han dicho que era algo urgente, que sin falta debía venir hoy mismo, enseguida... ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que necesitas?
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Kostia, y sus ojos comenzaron de nuevo a moverse febrilmente.
—Me lo ha dicho tu mujer... me lo ha dicho Lidia Nikoláievna...
Y entonces quedó claro que lo habían entendido mal. Tanto su mujer como Lidia Nikoláievna habían entendido otra cosa, él nunca había pedido que yo fuera a verlo ese mismo día, de inmediato, y no le había dicho a nadie que fuera algo urgente. Era obvio que mentía, se veía a simple vista. Pero no podía entender por qué mentía y qué era lo que ocurría de verdad.
—Está bien. —Hice un ademán—. Si no te han entendido, qué se le va a hacer. Que te mejores. Yo me largo.
Eché a andar hacia la salida y él se puso a caminar a mi lado, agarrando mi brazo, apretándome el hombro, dándome las gracias y disculpándose todo el tiempo, mientras no dejaba de mirarme a los ojos, pero en el rellano de la escalera, junto al teléfono de pago, ocurrió algo inaudito. De repente, Kostia cortó sus incoherencias y me agarró por el pecho del jersey.
—No te olvides, Sorokin —siseó salpicándome con su saliva—. No ha ocurrido nada, ¿entiendes?
Fue tan inesperado, tan terrible, que sentí por un momento un ataque de pánico, como en el momento en que huía de aquel vampiro, de Iván Davídovich Martinsón.
—Espera, ¿qué me estás diciendo? —mascullé, tratando de liberarme de sus manos, que de repente se habían vuelto duras, como osificadas—. Vete al demonio, ¿te has vuelto loco o qué? —grité, levantando la voz, mientras apartaba de mí aquella araña pálida; lo mantuve a distancia a duras penas y le grité—: ¡Vuelve en ti, espantapájaros! ¿Qué locura te traes ahora?
Yo era mucho más fuerte que él y me daba cuenta de que podía retenerlo allí, y si ocurría algo, podía inmovilizarlo, de manera que el primer ataque de pánico cedió, dejando paso a un temor mezclado con asco, que no se debía a ningún miedo por mi pellejo, sino a la repulsión de lo incómodo, al temor de estar en una situación absurda. No quiera Dios que nadie vea cómo nos empujábamos, resoplándonos mutuamente en la cara.
Kostia siguió salpicando saliva y estremeciéndose unos segundos, mientras repetía: «No ha ocurrido nada, ¿entiendes? ¡Nada!...». De repente, su cuerpo se aflojó y se puso a explicarme, entre sollozos, que se había metido en un lío, que aquel instituto era secreto, que ni él ni yo debíamos conocer su existencia, que era algo fuera de nuestra incumbencia, que eso podía traernos grandes problemas, que ya se lo habían advertido, y que si yo, en alguna parte, hacía la menor insinuación sobre lo ocurrido, entonces...
Lo solté. Con la cara torcida, se puso a frotarse las muñecas enrojecidas, mientras continuaba repitiendo lo mismo entre lágrimas, y quedaba claro que estaba totalmente desmoralizado, que seguía mintiendo, desde la primera hasta la última palabra. De nuevo, yo no comprendía por qué mentía y qué había ocurrido en realidad. Sólo comprendía que algo inconveniente había ocurrido: allí, junto al ascensor, presa del terror de la muerte, Kostia me había comunicado algo que yo no debía saber... Aunque, ¿de qué manera podía enterarse de algo secreto aquel Kudínov, pobre creador de ripios, especialista en cuartetas laudatorias y aniversarios notables? ¿Será que aquel temible Martinsón preparaba narcóticos en su cueva tras los esqueletos y Kostia los vendía en secreto? Ahora sólo sentía asco hacia él y un profundo deseo de alejarme lo más posible.
—Está bien —dije, lo más sereno que pude—. Tranquilízate. No tengo que ver en absoluto con eso, piénsalo tú mismo... Si no ha ocurrido nada, no ha ocurrido nada. ¿Te lo he discutido acaso?
Comenzó a explicarme las cosas por tercera vez, pero lo eché a un lado sin la menor lástima y bajé las escaleras lo más rápido posible. Me temblaban las piernas, la rodilla derecha comenzó a dolerme y sentía deseos constantes de escupir. Y ni siquiera me volví cuando llegó a mí un grito desde arriba.
—¡Piensa en ti, Sorokin! ¡Te lo digo en serio!
Dejando a un lado el tono, era un consejo totalmente válido. Vaya, si aquel cerdo de Lionia Jerbo no me hubiera telefoneado, nada de esto habría ocurrido... Sí, el que mueve los hilos de mi destino había trabajado hoy con esmero, ni qué decir... ¡Bien, chicos, a casa, al hogar, a mi coñac, de vuelta a la Carpeta Azul!
En el guardarropa, mientras cerraba la cremallera de mi parka,descubrí algo conocido en la profundidad del espejo. Directamente detrás de mí, se encontraba sentado un abrigo negro de cuadros grises. Me di vuelta y, sin dejar de abrocharme, lo miré atentamente. Era el mismo hombre del metro: la barba roja, las gafas de armadura metálica y el abrigo reversible a cuadros. Estaba allí solo, sentado en un banco blanco y largo, en el vestíbulo del hospital de Biriuliovo, ahora casi totalmente desierto, y leía un libro.
CUATRO
Bánev. Los niños prodigio.
—Hace tiempo que no lo veo en la ciudad —dijo Pavor con la voz tomada.
—No tanto —replicó Bánev—. Apenas dos días.
—¿Puedo sentarme con ustedes, o quieren estar solos? —preguntó Pavor.
—Siéntese —dijo Diana con cortesía.
—¡Camarero, un coñac doble! —gritó Pavor después de sentarse frente a ella. Se hacía de noche y el portero bajaba las cortinas de las ventanas. Víktor encendió la lámpara de la mesa—. Es usted asombrosa —Pavor se dirigió a Diana—. Vivir en este clima y conservar ese maravilloso color en el rostro... —Estornudó—. Perdón. Estas lluvias están acabando conmigo... ¿Cómo va el trabajo? —le preguntó a Víktor.
—Mal. No puedo trabajar cuando está nublado, quiero beber constantemente.
—¿Qué escándalo fue ese que le armó al jefe de policía? —preguntó Pavor.
—Ah, una tontería. Buscaba justicia.
—¿Qué ocurrió?
—El cerdo del burgomaestre andaba cazando mohosos con trampas para osos. Uno cayó y se lesionó la pierna. Cogí la trampa, fui a la policía y exigí una investigación.
—¿Y qué más?
—En esta ciudad hay leyes extrañas. Como la víctima no denunció nada, se considera que no hubo delito sino sólo un accidente, del que solamente la víctima tiene la culpa. Le dije al jefe de policía que tomaba nota de aquello, y él me dijo que lo estaba amenazando, y ahí terminó la conversación.
—¿Y dónde ocurrió todo eso?
—Cerca del sanatorio.
—¿Cerca del sanatorio? ¿Qué andaba buscando el mohoso cerca del sanatorio?
—Creo que eso no le incumbe a nadie —intervino Diana con brusquedad.
—Por supuesto —Pavor asintió—. Simplemente, me sorprendió... —Frunció el ceño, cerró los ojos y estornudó ruidosamente—. Diablos. Pido perdón.
Metió la mano en el bolsillo y sacó de allí un gran pañuelo. Algo cayó al piso con un golpe seco. Víktor se inclinó. Era un puño americano. Víktor lo recogió y se lo tendió a Pavor.
—¿Para qué lleva eso? —preguntó.
Pavor, con el rostro cubierto a medias por el pañuelo, miró el puño americano con ojos enrojecidos.
—Por su culpa —dijo, a media voz, y se sonó la nariz—. Fue usted quien me asustó con sus relatos... Además, dicen que por aquí actúa una banda local. No sé si son bandidos o gamberros. Y a mí no me gusta que me peguen.
—¿Le pegan con frecuencia? —inquirió Diana.
Víktor la miró. Ella se había acomodado en el butacón, con las piernas cruzadas, y fumaba con los ojos entrecerrados.
«Pobre Pavor —pensó Víktor—. Ahora te darán tu merecido...» Extendió la mano y cubrió las rodillas de Diana con la falda.
—¿A mí? —repuso Pavor—. ¿Tengo el aspecto de alguien a quien le pegan con frecuencia? Eso habría que arreglarlo. ¡Camarero, otro coñac doble!... Pues, un día después, fui a un taller de mecánica y allí me hicieron esto en dos segundos. —Miró el puño americano con aire satisfecho—. Es bueno, hasta a Gólem le gustó.
—¿No le permitieron entrar finalmente a la leprosería? —preguntó Víktor.
—No. No me dejaron entrar, y seguramente no lo harán. Estoy convencido de ello. He enviado quejas a tres departamentos y ahora estoy escribiendo un informe. El precio de los calzones que la leprosería ha recibido este año. En dos categorías, para hombre y para mujer. Es muy divertido.
—Informe de que no tienen suficientes medicamentos —aconsejó Víktor.
Pavor, asombrado, levantó las cejas.
—Deje de escribir, mejor tómese un vaso de vino caliente y métase en la cama —dijo Diana, sin convicción.
—Lo he pescado al vuelo —dijo Pavor, suspirando—. Entonces, me marcho... ¿Sabe cuál es mi habitación? —le preguntó a Víktor—. Podría pasar alguna vez a visitarme.
—La doscientos veintitrés. Pasaré sin falta.
—Hasta la vista —se despidió Pavor—. Que pasen una buena velada.
Lo miraron acercarse al mostrador, coger una botella de vino tinto y dirigirse a la salida.
—Tienes una lengua muy larga —dijo Diana.
—Sí. Es verdad. Compréndelo, no sé por qué me cae bien.
—Pero a mí, no.
—Y al doctor R. Kvadriga tampoco. Quisiera saber por qué.
—Tiene jeta de canalla. La bestia rubia. Conozco bien a ésos. Hombres auténticos. Sin honor, sin conciencia, señores de los tontos.
—Vaya —se asombró Víktor—, y yo pensaba que esos hombres deberían gustarte.
—Ahora no hay hombres —replicó Diana—. Ahora sólo hay fascistas o mujerzuelas.
—¿Y yo? —preguntó Víktor con interés.
—¿Tú? Te gustan demasiado los pulpos marinados. Y al mismo tiempo, la justicia.
—Correcto, yo opino que eso está bien.
—No está mal. Pero si tuvieras que escoger, optarías por los pulpos, eso es lo que está mal. Tienes suerte de tener talento.
—¿Por qué estás hoy tan rabiosa?
—En general, soy así. Tú tienes talento, yo tengo rabia. Si te quitan el talento y a mí la rabia, queda solamente una pareja de ceros que copulan.
—Pero no todos los ceros son iguales —precisó Víktor—. De ti saldría un precioso cero, esbelto, con un cuerpo maravilloso. Además, si te quitan la rabia, serías bondadosa, cosa que en general no es mala...
—Si me quitan la rabia, me convierto en una medusa. Para que me vuelva bondadosa, hay que sustituir la rabia por la bondad.
—Qué divertido. Por lo general, a las mujeres no les gusta razonar. Pero cuando se ponen a ello, son asombrosamente categóricas. Tú misma, ¿de dónde has sacado que solamente tienes rabia y ninguna bondad? Eso nunca es así. También hay bondad en ti, pero no se percibe a causa de la rabia. En cada persona hay un poquito de todo, y la vida hace que sólo una cosa salga a la superficie...
Un grupo de jóvenes entró al salón, que enseguida se llenó de ruido. Se comportaban con soltura: se metieron con el camarero, lo mandaron a buscar cerveza, ellos mismos se acomodaron en una mesa, en el rincón más alejado, y se pusieron a conversar en voz alta, a reírse a todo pulmón. Un fortachón grandote, de mejillas sonrosadas, chasqueaba los dedos mientras se dirigía, bailando, al mostrador. Teddy le sirvió algo, el tipo tomó la copa con dos dedos, levantando el meñique, se volvió de espaldas al mostrador, se apoyó en él con los codos, cruzó las piernas y, con aire de vencedor, examinó el salón casi vacío.
—¡Hola, Diana! ¿Cómo va la vida? —gritó.
Diana le sonrió con indiferencia.
—¿Quién es ese personaje? —preguntó Víktor.
—Un tal Flamin Yuventa. Sobrino del jefe de policía.
—Lo he visto antes en alguna parte.
—Al diablo con él —repuso Diana con impaciencia—. Todas las personas son medusas y no hay ninguna mezcla dentro de ellas. De vez en cuando aparecen personas auténticas, que tienen algo suyo: bondad, talento, rabia... quítales eso y no quedará nada, se convertirán en medusas, como todos. Creo que has imaginado que me gustas por tu pasión hacia el pulpo y la justicia, ¿no? ¡Tonterías! Tienes talento, has escrito libros, eres famoso, pero por lo restante, eres igual de remolón que los demás.
—Eso que estás diciendo es tan incorrecto que ni siquiera me ofendo. Pero continúa, cuando hablas tu rostro cambia de una manera impresionante. —Encendió un cigarrillo y le tendió otro—. Continúa.
—Medusas —dijo ella, con amargura—. Medusas tontas, babosas. Se agitan, se arrastran, no saben qué quieren, no son capaces de hacer nada, no aman nada verdaderamente... como gusanos en una letrina.
—Eso es una grosería. Una imagen epatante, pero nada apetitosa. Diana, querida mía, no eres una pensadora. El siglo pasado, y en provincias, quién sabe cómo hubiera sonado eso... al menos la sociedad hubiera recibido una dulce sacudida, y tendrías una multitud de jóvenes pálidos, de ojos ardientes, arrastrándose detrás de ti. Pero hoy todo eso es obvio. Hoy, todos saben qué es el ser humano. La pregunta es: qué hacer con el ser humano. Y hay que reconocer que ya aburre preguntarse eso.
—¿Y qué hacen con las medusas?
—¿Quién? ¿Las medusas?
—Nosotros.
—Por lo que sé, nada. Creo que preparan conservas con ellas.
—Está bien —dijo Diana—. Durante todo este tiempo, ¿has trabajado en algo?
—¡Claro que sí! He escrito una carta terriblemente tierna a mi amigo Rots-Tusov. Si después de esta carta no enchufa a Irma en un internado, eso querrá decir que no sirvo para nada.
—¿Y eso es todo?
—Sí. El resto lo he tirado.
—¡Dios mío! Y yo te cuidaba, trataba de no molestarte, espantaba a Roscheper...
—Me bañabas en la bañera —le recordó Víktor.
—Te bañaba en la bañera, te preparaba café...
—Aguarda. Yo también te bañaba en la bañera...
—Da igual.
—¿Cómo que da igual? ¿Crees que es fácil trabajar después de bañarte en la bañera? Escribí seis variantes para describir ese proceso, y ninguna sirve para nada.
—Déjame leerlas.
—Son sólo para hombres. Además, las tiré, ya te lo he dicho. En general, ahí había poco patriotismo y conciencia nacional, por lo que, de todos modos, no se lo podía mostrar a nadie.
—Dime entonces: ¿tú primero escribes, y después introduces la conciencia nacional?
—No —respondió Víktor—. Primero, me impregno de la conciencia nacional hasta lo más profundo del alma: leo los discursos del señor Presidente, me aprendo de memoria las sagas de los titanes, visito las asambleas patrióticas... Después, cuando eso me hace vomitar, no cuando me da náuseas, sino cuando vomito, me pongo a escribir... Hablemos de otra cosa. Por ejemplo, de lo que vamos a hacer mañana.