Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Claro que existen tipos para quienes todas las alegrías y amarguras se materializan sólo en actos. Lo único que anhelan es inventar la pólvora, recorrer los montes Valdai a marchas forzadas o llevar a cabo algún otro derramamiento de sangre. Al diablo con ellos. Pero nosotros somos personas sin importancia. Nos basta con los gorriones por la mañana. Y recuerda: hay que comprar hoy una caja de bombones para los nietos. O juguetes...
Sintiéndome ya en la superficie, hice algunos ejercicios de gimnasia sin levantarme, casi para nada más que quedar bien conmigo mismo, me levanté con dificultad y busqué las pantuflas con los pies. El procedimiento a seguir era el siguiente: hacer la cama, abrir de par en par las puertas que daban a la terraza y comenzar el aseo matutino. Pero el orden fue cambiado desde el principio. Tan pronto tiré la almohada al butacón, comenzó a sonar el teléfono. Miré el reloj para determinar quién llamaba. Eran las siete y treinta y cuatro, eso significaba que era Lionia Jerbo el que llamaba.
—Salud —pronunció, con su voz de bajo, propia de un conspirador clandestino—. ¿Cómo van las cosas?
– Ojalo-respondí—. Botsubotsu-sa. Arigato.
—¿Y puedes decirlo en cristiano?
—Claro. Everything is okay.
—Hubieras empezado por ahí. —Calló un momento—. ¿Y qué tal te fue ayer?
—¿De qué hablas? —pregunté, poniéndome en guardia, porque sin venir al caso me acordé del tipo del día anterior, el de la chaqueta reversible a cuadros.
—Esos líos tuyos... ¿Adonde fuiste ayer?
Finalmente, me di cuenta de que sólo me preguntaba sobre mi visita a la calle Bánnaia.
—Ra-aayos —dije—. ¡Otra vez he olvidado la carpeta en alguna parte!
Febrilmente traté de recordar dónde había podido olvidar la carpeta con la pieza inmortal sobre los Koriaguin, pero él seguía hablando. Contaba que corría el rumor de que a los escritores que se habían casado más de tres veces los retirarían de la cola para recibir piso en el nuevo edificio de los literatos y les propondrían únicamente los pisos que fueran quedando libres. A Lionia Jerbo eso le incumbía, porque ya se había casado cuatro veces.
—¡La olvidé en el restaurante! —murmuré, con alivio.
—¿A quién?
—A mi carpeta.
—¿Cuál?
—Una corriente, de oficina. Con tiritas.
—Y dentro ¿qué? —insistía Jerbo.
—Oye, déjame en paz. Acabo de levantarme, ni siquiera he hecho la cama.
—Yo tampoco. ¿Qué tal te fue en la calle Bánnaia?
—No estuve en la Bánnaia. ¡No estuve!
—¿Y entonces, dónde estuviste?
La sola idea de contarle a Jerbo mis andanzas del día anterior me daba miedo. Y no sólo porque de repente se clavaron en mí los ojos, como cañones de escopeta, de Iván Davídovich, y volví a oír el siseo serpentino de Kostia Kudínov, el poeta, que me prevenía; y ni siquiera se trataba de que percibía en todo esto algo indigno, una canallada cualquiera. ¡Todo era más sencillo! A Jerbo nunca le interesa el qué. A él siempre le interesa el por qué. Me sacará las tripas sin anestesia, exigiendo explicaciones, y después me las volverá a meter dentro de cualquier manera, elaborará sus versiones de plomo, cada una de las cuales explicará, como a propósito, solamente un hecho y negará todos los demás...
—Lionia —dije, con decisión—. Perdona, están llamando a la puerta. Se trata del fontanero.
Y le colgué, sin prestar atención a sus protestas.
En general, quiero a Lionia Bárinov. Incluso lo respeto. Y le puse ese apodo no por su esencia, sino por su aspecto. Es un jerbo, pequeño, renegrido, siempre asustado por algo. Escribe con mucho esfuerzo, unas pocas palabras por día, porque siempre duda de sí mismo y cree honestamente en esa idea de manual de literatura que habla de la existencia de una palabra única, más exacta que las demás, que expresa una idea dada, y todo consiste en esforzarse, ponerse en tensión, pujar, sudar, y encontrar esa palabra única, y sólo de esa manera puedes crear por fin algo digno.
Y qué hacer: tiene un gusto literario excelente, percibe al momento las flaquezas de cualquier obra, tiene un raro talento para el análisis de textos, no conozco críticos tan buenos ni entre nuestros profesionales. Y ese talento para el análisis se convierte fatalmente en su incapacidad para la síntesis, porque la fuerza del escritor, en mi opinión, no consiste en ser capaz de hallar esa única palabra correcta para rechazar todas las que sabemos incorrectas. Pero Lionia, pobrecillo, está todo el día sentado, pensando hasta que le duele el cerebro, y sopesando en su balanza interior para saber si es mejor decir «ella tocó apenas su mano» o «ella rozó la mano de él»... Y, desesperado, llama a Valentín en busca de consejo, y el cruel de Valentín Démchenko, sin perder un segundo, le responde con una conocida cita de Avérchenko: «Ella le agarró la mano y le preguntó repetidas veces dónde había metido el dinero...». Y entonces él, angustiado, me llama; yo tampoco soy muy bueno que digamos, y lo único que le queda es reprocharme mi grosería con voz de abatimiento.
¡Pero entre nosotros hay algo que nos une! Estoy seguro de que si le leyera fragmentos de mi Carpeta Azul, él me entendería quizá como nadie, lo asimilaría y lo aceptaría. Pero no puedo leerle nada de la Carpeta Azul. Es un charlatán, un balde agujereado, no puede callar nada. Su mayor diversión consiste en reunir datos y, a continuación, contárselos al primero que aparece en el lugar que sea, y además con comentarios. Con su excelente memoria y su imaginación tenebrosa... No, sólo pensar en leerle algo de la Carpeta Azul me da terror.
Pero él me leyó fragmentos de su novela corta, de esa en la que lleva más de un año trabajando, donde habla de un velocista, deportista genial y hombre desgraciado. Su protagonista destroza todas las marcas en distancias hasta de un kilómetro, todos lo admiran, todos lo envidian, pero nadie sabe por qué bate esas marcas. Todo consiste en que cuando se encuentra sobre la pista de tartán, se despiertan en él los ciegos temores primitivos del animal que es perseguido. En cada ocasión se lanza hacia la meta olvidándose de todo lo razonable, de todo lo humano que hay en él, con un único fin: salvar la vida a toda costa, huir y librarse de la manada de fieras que lo persigue para capturarlo, derribarlo y devorarlo vivo. Y recibe premios, fama mundial, honores, todo eso por su cobardía patológica, atávica, aunque es un hombre honesto, a quien ama una chica excelente...
Me encantan esos giros. A los redactores no les gustan, pero a mí sí. No se trata de un tórrido romance entre un director general casado y una tecnóloga, también casada, sobre un fondo de metal fundido e incumplimiento del plan de fundición.
Me senté a desayunar mientras meditaba sobre literatura, tramas y Jerbo Bárinov. El ejemplo del romance tórrido que acababa de inventar ocupó de repente mi imaginación. Transcurren las décadas, se llenan de garabatos miles y miles de páginas, pero la literatura de ese tipo no nos demuestra nada, a no ser pura chapuza o, en el mejor de los casos, tierna indefensión.
Lo asombroso es que ese tema existe en la realidad. Es verdad que se funde el metal, que los planes no se cumplen, y sobre el fondo de todo ello, incluso debido a todo ello, el director general, un hombre casado, se reúne con una tecnóloga también casada, y entre ellos comienza un conflicto que pasa a convertirse en un tórrido romance, y surgen situaciones de miedo, se crean serios problemas morales y organizativos que maduran y estallan, hasta llegar a la comisión de control...
Todo ello tiene lugar realmente en la vida, incluso con bastante frecuencia, y seguramente todo ello es digno de ser reflejado, no menos que el tórrido romance de un noble holgazán con una señorita de provincias, que termina en un duelo. Pero resulta algo excesivo.
Y siempre fue excesivo, a propósito, no sólo para los escritores soviéticos. Por ejemplo, Hemingway se burla de un pobre chapucero que escribe una novela sobre una huelga en una fábrica textil e intenta combinar los problemas del trabajo sindical con la pasión hacia una agitadora judía. Tecnóloga casada, agitadora judía... el lenguaje humano protesta contra semejantes combinaciones cuando se habla de las relaciones entre un hombre y una mujer. «La joven transeúnte corrió al cruzar el puente...»
En Camaradas oficiales,el amor transcurre sobre el fondo del trabajo de educación política entre el cuerpo de oficiales de un regimiento de tanques y artillería ligera. Y esto es terrible. A causa de ello, temo su reedición. Es que se necesita un lector especial para leer semejantes libros. Y contamos con ese lector. Quizá lo forjamos con nuestras obras, o él mismo se forjó, en todo caso los libros no duran en los mostradores de las librerías.
Bebía mi yogur líquido de pie ante la ventana. Aclaraba y hacía mucho frío. Los árboles y arbustos estaban totalmente blancos. En el edificio de enfrente se apagaban las luces; por estrechos senderos entre montones de nieve, hombrecitos negros corrían hacia la parada de autobuses. Los vehículos pasaban a gran velocidad, algunos ya llevaban apagadas las luces de posición.
«Por eso en nuestros tiempos no hay amor —pensé de repente—. Hay romances, pero no hay amor. En nuestros tiempos no hay momentos para amar: los autobuses van repletos, hay colas en las tiendas, las guarderías están al otro lado de la ciudad, hay que ser muy joven y despreocupado para ser capaz de enamorarse. Ahora únicamente aman las parejas de ancianos que han podido mantenerse juntos un cuarto de siglo y no se ahogaron resolviendo problemas de área de vivienda, no se embrutecieron a causa de la miríada de pequeñas incomodidades, han dividido amorosamente el poder y las obligaciones. Por ejemplo, Valentín Démchenko con su Sonia. Pero entre nosotros no se considera adecuado entonar canciones a semejante amor. Y gracias a Dios. En general, no habría que cantarle a nada. Que cante Kostia Kudínov. O Trepa Nacional...»
—Pero todo esto no es más que filosofía, ¿no será hora de ponerse a trabajar? —dije en voz alta.
Y me puse a lavar los platos. No resisto que en el fregadero haya ni siquiera un plato sucio. Para trabajar correctamente necesito que mi fregadero esté limpio y vacío. Sobre todo cuando se trata de trabajar en un guión o en un artículo. Me gusta escribir guiones. De todos los trabajos literarios serviles, los que más me gustan son las traducciones y los guiones. Quizá porque en ninguno de esos casos tengo que asumir totalmente la responsabilidad.
De todos modos, me encanta reconocer que, a fin de cuentas, quien responde por la película futura es el realizador, una persona habitualmente joven, enérgica, que entiende perfectamente el hecho de que el cine tiene su lenguaje propio, y que lo fundamental en el cine no son las palabras que yo creo, sino las imágenes que él inventa. Y si algo no es correcto, hará un ademán y, sin preocuparse mucho, dirá: «Sirve como concepción del mundo». Y con respecto a otro de sus aforismos, «La tierra natal no se deja filmar», ¡que intente filmar cuadros de una ofensiva de tanques en los Campos Elíseos! Y finalmente tendrá una película lograda. Claro que no será una obra de Eisenstein ni Tarkovski, pero irán a verla, yo mismo la veré con cierto interés, porque será realmente interesante saber qué tal le saldrán mis tanques a la ofensiva.
(Soy una persona sencilla, me encanta que en el cine —¡pero sólo en el cine!– haya un par de Sturmbahnführersde las SS, que hagan fuego, en lo posible con todo tipo de armas, y que tenga lugar una buena batalla de tanques, sobre todo si hay muchos... Mis gustos cinematográficos son de lo más primitivos; Valentín Démchenko los llama militarismo infantil.)
Me senté ante la máquina de escribir y estuve escribiendo, casi sin interrupción, dos horas y algo más, hasta que volvió a sonar el timbre del teléfono.
El sol llevaba ya un rato en la habitación, tenía calor y sudaba, y por eso no respondí al teléfono hablando, sino con un rugido. Mas resultó ser nuestro Fiódor Mijéich, y yo, como estudioso del Japón que observa rígidamente los principios del confucianismo, tuve que bajar el tono de inmediato.
Gracias a Dios que no hablamos de la calle Bánnaia. Mijéich quería saber si me había enterado del conflicto entre Oleg Oreshin y Semión Kolesnichenko. Necesité varios segundos para cambiar la sintonía, y a continuación le dije que sí, que conocía aquel conflicto, que el mes pasado habíamos tenido un agrio debate en la comisión de admisión. Entonces, Mijéich me contó que Oreshin había presentado en el secretariado una queja contra Kolesnichenko, y que él, Mijéich, quería conocer mi opinión sobre ese conflicto.
—Ese Oreshin es un idiota y un buscapleitos —solté, incapaz de contenerme y olvidando por enésima vez mi decisión definitiva de no meterme nunca en esos líos, no interferir ni defender a nadie.
Mijéich me respondió severamente que eso no era una respuesta, que lo que se esperaba de mí no era un insulto sino una opinión objetiva sobre un hecho concreto.
Pero, ¿qué opinión objetiva podía tener yo sobre aquel asunto? En la reunión anterior de la comisión de admisión, aquel Oleg Oreshin, un hombre de aspecto bien cuidado, de unos cincuenta años, que vestía un traje de corte impecable y llevaba gemelos de oro, un grueso anillo de oro y un diente de oro, pidió de repente la palabra y expuso una queja contra el prosista Semión Kolesnichenko, que había cometido un plagio malintencionado. ¿A quién había plagiado? Pues a él, a Oleg Oreshin, poeta que escribía fábulas, miembro de la comisión de admisión, laureado con el premio especial de la revista Constructor de Máquinas Herramientas.Él, Oleg Oreshin, había publicado dos años antes en esa revista la fábula satírica Los afanes del oso.Y cuál fue su asombro cuando hacía pocos días, en el número de diciembre de la revista Heimland,había leído la novela corta El tren de la esperanza,traducida del hebreo, que repetía exactamente la situación, la trama y todo el desarrollo de los personajes de su fábula Los afanes del oso.Asombrado, llevó a cabo una investigación y estableció que el mencionado S. Kolesnichenko, una vez realizado el plagio, había escrito la novela corta en ruso y después la había presentado en la redacción de la revista como si se tratara de una traducción del hebreo. S. Kolesnichenko había engañado a la redacción al decir que la traducción de esa novela, escrita por un autor israelí progresista, la había llevado a cabo un amigo suyo, enfermo de cuidado. Y él, Oleg Oreshin exigía que sus compañeros de la comisión de admisión lo ayudaran, etcétera.
Lo más fantástico en aquella historia delirante era el hecho de que al menos la tercera parte de los miembros de la comisión de admisión aceptó apasionadamente aquella queja de O. Oreshin y al momento se dedicaron a proponer diversas medidas, cada cual más rigurosa que la anterior. Sin embargo, las fuerzas de la razón lograron vencer. Nuestro presidente, que al instante se había dado cuenta de que tendría que ser él personalmente quien cargara con aquel lío sobre sus espaldas, se manifestó con todo rigor: entendía personalmente la indignación del camarada Oreshin, pero eso no entraba de ninguna manera en las competencias de la comisión de admisión, y por tanto la comisión no podía dedicarse a ello.
Tonto de mí, pensé que así terminaría todo aquello. Pero no, al parecer la estupidez humana carece de límites. El asunto no terminó. Por cierto, Mijéich tenía razón: aquí uno no se libraba con insultos, tacos ni con sabios razonamientos sobre los límites de la estupidez. Cambié de tono y, midiendo cuidadosamente las palabras, expresé mi opinión de que los argumentos de Oleg Oreshin no me resultaban convincentes. La transformación de una fábula en una novela corta, incluso si aquello había tenido lugar, se encontraba más allá del concepto de plagio. Por otra parte, a mí, como traductor experimentado, me resultaba muy interesante conocer cómo Kolesnichenko había logrado hacer pasar su obra como una traducción. En mi opinión, era algo totalmente imposible.
Eso no era ya el discurso de un niño, sino el de un hombre. Mijéich lo escuchó sin interrumpir, dio las gracias y colgó. Y no se dijo ni una palabra sobre la calle Bánnaia.
Me levanté, abrí la puerta de la terraza y estuve un rato de pie en el umbral, bajo los rayos del sol. Me sentía vacío, agotado y sereno. De una u otra manera, la lección del día se había cumplido, incluso con un excedente. Ahora podía, con la conciencia limpia, esconder el guión en el cajón, cerrar la máquina y bajar a buscar los diarios. Y eso fue lo que hice.
Además de los diarios, había recibido dos cartas. Una oficial, del club, donde me invitaban al concierto de un bardo desconocido, y pensé que debía darle esa invitación a Katia; quizá aquello le interesaría.
El segundo sobre era artesanal, hecho de un papel marrón grueso, cerrado con celo. Bajo la dirección decía: personal, entregar en mano, escrito con tinta negra, pero sin dirección del remitente.
No soporto las cartas sin remitente. No son habituales, pero cada una de ellas contiene alguna porquería, algo desagradable, o es fuente de líos y preocupaciones adicionales. Compungido, me puse a buscar las tijeras en el escritorio, pero en ese momento volvió a sonar el teléfono.
Esta vez llamaba Zinaida Filíppovna, que en tono sumiso me recordó la próxima reunión ordinaria de la comisión de admisión, a celebrarse dentro de diez días, y que yo aún no había recogido los materiales para la reunión. Le pregunté si tendríamos que discutir sobre muchas personas. Se trataba de dos prosistas, dos dramaturgos, tres críticos y ensayistas y un poeta de pequeño formato, en total ocho. Le pregunté qué era un poeta de pequeño formato, y me contestó que nadie sabía qué era, pero se esperaba que aquel poeta diera lugar a un escándalo. Le prometí que pasaría a verla en uno o dos días.
Otro escándalo. Pensé que habría que escribir sobre eso. Una reunión típica de la comisión de admisión. Al inicio, para avanzar rápido, se discute el caso de algún pobre autor de la sección científico-popular. El que presenta el informe pronuncia un discurso indignado en contra, confundiendo constantemente la «batisfera» con la estratósfera, y el batiscafo con el piróscafo. La comisión lo escucha en silencio, horrorizada, algunos se santiguan subrepticiamente, se oyen exclamaciones como «¡Qué cosas más absurdas!». Con patetismo, el orador pregunta: «¿Dónde está aquí la literatura?». El segundo orador habla poco y es honesto: no pudo terminar ni uno solo de los libros del aspirante, no entendió nada, había cosas como infusorios y leproserías, el aspirante es doctor en ciencias y no sabe para qué necesita ingresar en la Unión... Habla el presidente: el cosmos, el siglo de la revolución «cienciotecnológica» (quiere decir científico-tecnológica), no podemos olvidar la autoridad de nuestra organización... la gran literatura... Antón Pávlovich Chéjov... León Tolstoi... Alexandr Serguéievich... Inodor Inodórovich... El primer aspirante es rechazado en votación secreta, con sólo un voto a favor.
El segundo aspirante es médico, cirujano, proctólogo, pero está enamorado de nuestra institución. El primer orador, con ojos enrojecidos por la falta de sueño, se admira en voz alta de ese amor y cuenta dos tramas brillantes escritas por el aspirante. Un mujikva en carro por el bosque y de repente aparece un tigre (en la región de Riazansk, aldea Miasnoie). El mujikecha a correr, el tigre lo sigue. El mujikse mete hasta el cuello en un agujero en el hielo, el tigre se sienta al borde y toda la noche le ronca junto al oído. Finalmente, resulta que el tigre ha huido del parque zoológico, pero no puede vivir sin la gente, por eso sigue al mujik...Asombro general, risa bonachona, voces de aprobación de los de la guardia imperial. Sigue la segunda trama: un tipo va al médico, quejándose de una molestia interior, y el médico le pide que le lleve unos análisis. El tío decide que le están exigiendo un soborno y escribe a la fiscalía. Pero resulta ser un cáncer, el médico lo opera con éxito, el tipo salva la vida, pero entregan la notificación de la fiscalía directamente en el quirófano... De nuevo, voces de admiración y aprobación, uno de los guardias imperiales llora de risa con el rostro clavado en mi hombro. El segundo orador, con voz emocionada, lee la descripción de una zona rural escrita por el aspirante; la admiración y la aprobación se convierten en voces estentóreas, en cataratas de sollozos, después de lo cual el aspirante también es rechazado, pero con tres votos a favor. Todos están confusos. El guardia imperial me dice: «Pues no sé. Yo estaba a favor, así que voté a favor...».
Después, se ocupan del ex ministro de economía comunal de una república meridional, que acaba de publicar un lujoso tomo en encuadernación de lujo, algo que lleva un título como Desarrollo de las lavanderías desde la zarina Támara hasta nuestros días.
Aquí, mis meditaciones fueron nuevamente interrumpidas por el timbre del teléfono.
—Perdona, Félix Alexándrovich —dijo Fiódor Mijéich con preocupación—, perdona que te vuelva a molestar... ¿Estuviste ayer en la calle Bánnaia?
—Sí —respondí—, claro que estuve... Lo llevé todo, lo mejor que pude.
—Pues gracias. Es todo.
Fiódor Mijéich colgó y yo me levanté del butacón y fui directamente al vestíbulo, a ponerme las botas. Y sólo cuando me hube puesto el abrigo, la bufanda y el gorro de piel, cuando había metido las manos en los guantes y agarraba el tirador de la puerta, me acordé, gracias a Dios, de que el manuscrito que debía entregar para el experimento se me había quedado ayer en el club... y si entonces pasaba por allí a recogerlo...
Regresé a la habitación, busqué al buen tuntún otra carpeta, una más delgada, del pequeño archivo que tengo bajo el escritorio (borradores de traducciones, segundos ejemplares de notas sobre patentes japonesas, borradores de reseñas y otras porquerías), la até con un cordelito, metí de alguna manera el sobre marrón sin dirección del remitente en el bolsillo de mi abrigo (para leerlo por el camino) y salí.
La casa de la calle Bánnaia resultó ser un edificio gris de hormigón, de cinco pisos. Su ala izquierda estaba tapada por andamios, y los andamios mismos estaban vacíos y cubiertos de nieve. La parte central de la fachada tenía un aspecto bastante fresco, y el ala derecha estaba pidiendo ya una nueva reparación. La entrada se encontraba en el centro de la fachada. Las puertas eran amplias, y según el proyecto de los arquitectos, debían permitir la entrada y salida simultáneas de seis grupos de personas, pero como es la costumbre, de las seis entradas solamente funcionaba una, las otras estaban cerradas a cal y canto, incluso una de ellas había sido clausurada con tablones que habían sido pintados con coquetería por algún artista chapucero. Y como era habitual, a ambos lados de las enormes puertas se veían letreros de vidrio de distintos tamaños con los nombres de las instituciones allí ubicadas. Por eso me costó cierto tiempo encontrar una modesta placa con letras plateadas:
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES LINGÜÍSTICAS DE LA ACADEMIA DE CIENCIAS DE LA URSS.
Después de atravesar con dificultad la única puerta que funcionaba, estuve vagando unos minutos entre cortinajes oscuros, formando parte de una multitud de gente confusa igual que yo. El vestíbulo era lúgubre, daba miedo y había tanta nieve en el piso que nos agarrábamos unos de otros para no caer.
Tras salir finalmente a un espacio libre, me encontré frente a unas anchísimas escaleras por las que subí a un enorme salón, cuya altura era de cinco pisos, los que tenía el edificio. El centro de aquel salón estaba dividido en muchas celdillas de madera. Desde arriba, a través de un techo de vidrio bastante sucio, llegaba una luz diurna grisácea; a mi izquierda, en un quiosco de madera, se vendían productos artísticos, y a la derecha se ofrecían empanadillas y galletitas con mermelada.
No podía imaginar adonde debía dirigirme, y cuando intentaba preguntarle a las personas con las que habíamos atravesado juntos los cortinajes, resultaba que todos habían ido allí a comprar galletas con mermelada, menos un anciano al que habían mandado a por empanadillas.
La anciana del quiosco dijo que nada más llevaba dos días trabajando allí. Y sólo una damita muy maquillada, que no llevaba abrigo y tenía bajo el brazo un libro de cuentas, me indicó que debía ir a la derecha y arriba; y allí, en el primer descansillo de las escaleras, descubrí un indicador.
Tenía que subir al tercer piso y comencé a ascender una escalera metálica de caracol, que también era oscura y peligrosa, los zapatos resbalaban en escalones de diferentes tamaños, alguien bajaba resoplando, amenazando con tirarme de la escalera, o se oía un resbalón, tropezones en los escalones y un chillido femenino. Y detrás de mí, algo me empujaba la espalda, algo duro, inanimado, de madera a juzgar por el tacto, algo que soltaba tacos constantemente.
Pero todo tiene final. Resoplando, llegué al descansillo del tercer piso; dudaba si debía tomar un comprimido de nitroglicerina, y una voz desconocida preguntó: «¿Qué, por qué te detienes, te han clavado al suelo?». Y por mi lado pasó una larguísima escalera de tijera, tan larga que mis ojos no me dejaban creer que aquello lo habían subido por una escalera de caracol.
Coloqué la cápsula de nitroglicerina bajo la lengua y miré a mi alrededor. En el rellano, como en un cuento infantil, había tres puertas: a la izquierda, a la derecha y al frente. Según el letrero, debía ir a la derecha, y allí fui. Tras la puerta había una mesita, sobre la mesita una lámpara, y tras la lámpara había una anciana con su labor. Me miró con ojos de bondadosa interrogación, y nos pusimos a conversar.
La anciana estaba bien informada de todo. Los escritores debían acudir a la habitación número tal, al otro lado de la sala de conferencias, y a esa sala se iba por este pasillo que no torcía hacia ninguna parte, además aquí no había ya hacia donde torcer, quizá sólo hacia la cafetería, pero ya estaba cerrada. Le di las gracias y eché a andar, pero la anciana me advirtió: «Lo que pasa es que hay una asamblea allí». Aunque no la entendí bien, me volví y le di las gracias con un gesto de cabeza.
Un pasillo. No es frecuente encontrar un pasillo así. Este pasillo era estrecho, sin ventanas, con misteriosos respiraderos enrejados junto al techo, con sordas puertas metálicas que aparecían a la derecha o a la izquierda; el suelo estaba cubierto de tablones desiguales, chirriantes, que cedían al pisarlos. Y no era recto, no, avanzaba según la regla clásica de las fortificaciones, en zigzag, y cada segmento del zigzag no superaba los veinte metros. Aquí todo estaba calculado para el caso de que la infantería acorazada del enemigo lograra romper nuestra resistencia en la escalera de caracol, y después de derribar a la anciana con su mesita, esa infantería irrumpiera aquí, sin sospechar la terrible emboscada que la aguardaba: de los respiraderos junto al techo caerían sobre el enemigo chorros de aceite hirviendo; las puertas de hierro se erizarían de lanzas con puntas dentadas, del ancho de una mano; los tablones del suelo se partirían, y de cada rincón del zigzag dispararían flechas implacables a quemarropa... Cuando llegué al final del pasillo estaba bañado en sudor.
Como había previsto la honesta anciana, el pasillo me condujo a la sala de conferencias. Pero sólo al llegar allí comprendí el sentido de sus últimas palabras. En la sala de conferencias tenía lugar una reunión, seguramente una asamblea general porque no quedaba un espacio libre entre tanta gente sentada y de pie. Tuve que permanecer en la puerta. No había modo de seguir adelante.
Al principio, no creí que aquella asamblea fuera un obstáculo para mis intenciones. Era una asamblea como cualquier otra, una mesa larga cubierta con un paño verde, con un botellín de agua; alguien hablaba desde un estrado ante al menos trescientos espectadores y espectadoras allí presentes (en lugar de estar dedicados a impulsar el progreso científico-tecnológico). Me puse de puntillas para mirar por encima del mar de cabezas, hasta que logré descubrir, en el rincón más lejano de la sala, una puerta casi indistinguible, sobre la cual, en una tela blanca, estaba escrito con letras negras: «Escritores, aquí». Sólo entonces comencé a comprender las dimensiones de la desgracia que me ocurría.
Ni hablar de atravesar la sala para llegar a aquella puerta, no podía caminar sobre las cabezas y los hombros de aquella gente allí reunida, no sé hacerlo ni me gusta. Tampoco podía pensar en retirarme con orgullo, pues había llegado demasiado lejos. La lógica me decía que lo único posible era esperar, sabiendo que ninguna asamblea duraba eternamente.
Al llegar a esa conclusión, me vino a la mente la idea de la cafetería. En alguna parte detrás de mí, tras una de aquellas horribles puertas de hierro, vendían bollos, pinchos de jamón, Pepsi y quizá hasta cerveza. Miré mi reloj. Marcaba las tres menos diez, y si la cafetería abría hoy, seguramente lo haría dentro de diez minutos. Se podía aguantar diez minutos. Transferí el peso del cuerpo al otro pie, recosté el hombro al marco de la puerta y me dediqué a escuchar.
Al poco tiempo me di cuenta de que estaba presenciando un juicio popular. El acusado, un tal Zhujovitski, se dedicaba a hacer infelices a las jóvenes trabajadoras de su departamento. Al principio no tenía consecuencias, pero tras el cuarto o quinto caso la paciencia social estalló, los crímenes clamaban al cielo y las víctimas clamaban en el comité laboral. El acusado, un hombre descaradamente apuesto, enfundado en una chaquetilla brillante, estaba sentado con aire irritado en una silla separada de la presidencia, a la izquierda, y su cara mostraba terquedad y ausencia de arrepentimiento, aunque también prometía someterse al destino.
En general, el asunto me pareció una tontería. Estaba claro que cuando terminara su cháchara el miembro del comité laboral, la tribuna sería ocupada por el jefe del departamento, que clavaría al acusado en la cruz del rechazo social y al momento, sin transición, pediría clemencia al tribunal, ya que en su departamento todas eran chicas y cada trabajador varón valía su peso en oro; después, el que presidía haría el resumen en un discurso corto y enérgico, y todos saldrían corriendo hacia la cafetería.