Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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A mis espaldas sonó el teléfono y me estremecí, porque ya no estaba allí, sino en una mínima habitación sucia con un diván en el que asomaba un muelle, incómodo como un delirio de Kafka. El costado volvió a dolerme de repente, apreté el libro frío contra mis costillas, me aproximé a la mesa, me dejé caer en el butacón y descolgué el teléfono.
Se trataba de Valentín Demchenko. Se me había olvidado completamente que el sábado era el cumpleaños de Sónechka y me invitaban a festejarlo. Me alegré. Me alegré, primero, porque el cumpleaños de Sónechka no se celebra todos los años, y si se celebra eso quiere decir que todo anda bien entre ellos, que están dentro de la franja del bienestar económico, que todos están saludables, que el capitán de corbeta Demchenko, tras emerger de abismos salados, ha enviado una carta alentadora desde la ciudad de Murmansk, y que en general, todo es maravilloso. Y en segundo lugar, me alegré porque al cumpleaños de Sónechka no invitan a cualquiera.
Nos pusimos a conversar. Le pregunté cómo andaba la cosa con la última novela corta de Valentín, titulada El viejo idiota.Me respondió que, después de los recientes incidentes, en el Vigilante Trimestralno quisieron ni leerla, la trataron como si tuviera viruelas, pero en el Heraldo de la Guberniala habían leído. Mas por el momento callaban, esperaban el regreso del redactor principal. El redactor estaba ahora en Suecia, o quizás en Suiza, o es posible que en Suimbrecia. Por eso, en el Heraldo de la Gubernianadie tenía opinión sobre la novela. Pero cuando regresara el redactor principal y la leyera, entonces aparecería una opinión como por arte de magia...
Le pregunté cómo pensaba luchar para conservar el título. Me respondió que no tenía intención de hacerlo, que la novela se titulaba ahora El viejo sabio, yque había decidido dejar la escena de la seducción. ¡Qué demonios! No quería arrancarse con sus manos un trozo de carne. Que cortaran ellos, para eso les pagaban. Y bastante...
Lo tranquilicé, diciéndole que a ellos no les temblaría la mano. No lo discutió. Lo sabía mejor que yo. A continuación, me preguntó si Lionia no me había llamado hoy. ¡Pues no me había llamado! Entonces, llamaría. Había escrito una nueva frase y no estaba totalmente convencido de ella...
Después de colgar pensé: «¿qué regalarle a Sónechka?». No sé hacer regalos. Sobre todo a las mujeres. ¿Coñac? No vale, aunque a Sónechka le gusta el buen coñac. ¿Perfume? No entiendo nada de esos perfumes. ¿Quizá lo mejor sería simplemente regalarle cincuenta rublos en cheques del Vnieshpociltorg [13]? Resultaba violento. Lo que tendría que regalarle era un libro, eso. Ay, si tuviera alguna buena edición con reproducciones de cuadros... o un poco más de dinero, trescientos cincuenta rublitos, en Planeta estaban vendiendo la Galería de Washington,¡una maravilla!
Quizá, por asociación con Washington, me vino a la mente Dashiell Hammett. Hace tiempo que Sónechka se afilaba los dientes para entrarle a mi ejemplar de Dashiell Hammett. Es un tomo con sus mejores cosas, yo diría que obras escogidas, como las que hay en mi tomito marrón de Bulgákov. Cosecha rojaestá ahí, y El halcón maltes,y La llave de cristal...Me los sé casi de memoria, y Sónechka tiene casi tanto derecho a ese libro como yo.
Tras llegar a esa decisión, puse el libro de Bulgákov en su lugar, fui a las baldas de autores extranjeros y, echando a un lado una maqueta de un barco parecido a un dragón, un junco de Thuyeng, utilizado por los antiguos vietnamitas para pasear a sus soberanos, tomé en mis manos The Novels of Dashiell Hammett.Mientras hojeaba las páginas de bordes dorados, pensé que lo leería ese día y al siguiente, antes de despedirme del libro. Lentamente, para no irritar mi dolido costado, me acomodé en el diván y el libro que tenía en las manos decidió abrirse por El halcón maltes.
Leí hasta el punto donde el teniente Dundee y el detective Tom visitan a Sam Spade de madrugada, y en ese momento me di cuenta de que no aguantaba más. Puse el libro a un lado, me senté con mucho trabajo y bajé los pies del diván.
Me dolía el costado, quién sabe cuántas veces me había dolido aquel maldito costado izquierdo. Fui al baño, me levanté la camisa ante el espejo y eché un vistazo. El costado era gordo, fláccido, y no mostraba señales del golpe. Igual que en ocasiones anteriores. Fui a la cocina, me serví el resto del coñac y lo bebí a pequeños sorbos, como beben sake los japoneses.
La primera vez que me había roto esa costilla fue en el sesenta y cinco, en invierno, en Murashi, cuando el diablo me empujó a deslizarme en un trineo finés por una abrupta pendiente hasta el río. Todos se habían lanzado, y decidí que yo no era menos que ellos. Pero sí lo era, porque a mitad del descenso sentí miedo, de repente me pareció que mi velocidad era casi cósmica y, para no salir volando a la puñeta, decidí catapultarme. Y me catapulté. Avancé unos veinte pasos, saltando sobre el costado izquierdo, por un terreno accidentado. «Se ha roto la costilla», me dijo el cirujano de nuestra policlínica cuando al regresar de Murashi acudí a su consulta, quejándome de dolor en el costado. Ésa fue la primera vez.
Dos años después, fui en una ocasión a comer al club. Busqué una mesa libre, y en ese momento me atacó Trepa Nacional, bastante ebrio. Se encontraba en un estado de fascinación agresiva (debido a los derechos de autor cobrados por su chapuza de turno), me abrazó con sus largas extremidades, de la misma manera que, en su época, Hércules abrazó a Anteo, me levantó sobre la madre tierra y me apretó de tal manera que la costilla sólo tuvo tiempo de crujir. «¿Sabes? Tienes una fisura», me dijo un amigo médico cuando me quejé de dolor en su presencia. La segunda vez.
El año antepasado, cuando navegué de Petropávlovsk a Vladivostok formando parte de una brigada de escritores, frente a la isla Matsua nos atrapó una tormenta de intensidad ocho. La brigada de escritores, bañada en vómito, fallecía cómodamente en sus literas, pero yo, que no me mareo, no sé por qué fui a la cubierta. Levanté exactamente un segundo la mano de la barandilla y el viento me lanzó con terrible violencia contra la borda, golpeándome ese mismo costado. «Me temo que tiene usted una fractura», me dijo el médico de a bordo, y como después quedó claro, sus temores tenían fundamento.
Con esa vez, fueron tres, y me parecía que como mi costado adoraba precisamente el número tres, las desventuras de mi costilla terminarían ahí. Pero está visto que no se construye una casa sin cuatro paredes...
Miré el mundo con tristeza a través de la botella vacía, y la guardé en el armarito bajo el fregadero. Tomaré un poco de té, eso es lo que haré. Puse la tetera al fuego y me quedé de pie junto a la ventana, pegando la frente al vidrio frío.
Qué basura, qué porquería. Parecía que todo estaba en orden, que todas las preocupaciones habían quedado atrás, y ahora, de nuevo, la maldita costilla... El que guía mi destino se había desentendido de cualquier proyecto elegante y había apelado a métodos directos, groseros, malvados. ¿Y a qué se parecía todo esto? ¡En pleno día, en una enorme megalópolis, sin venir al caso se rompe una costilla un señor mayor, una persona seria, no un deportista frívolo, un matón ni un alcohólico! Es amargo, camaradas. Amargo e indecente.
Volví al despacho a por Dashiell Hammett y comencé a buscar junto a la mesa de la cocina una pose en la que me doliera menos. Como en ocasiones anteriores, resultó que lo mejor era la pose preferida de Katia: de rodillas sobre el taburete, los codos sobre la mesa, el trasero al aire. Comencé a vivir en esa pose. A tomar el té, a leer sobre la pesada estatua de oro puro de un halcón, que los caballeros malteses confeccionaron una vez como regalo para el rey de España, y en nuestros días los gángsters habían comenzado una sangrienta cacería en su busca. Cuando leí hasta el punto en que el capitán de La Palomacae en el despacho de Sam Spade, fulminado por cinco balas, se oyó el timbre de la puerta.
Gimiendo quedamente, sin deseo alguno de separarme de Sam Spade, me fui a abrir. Durante ese tiempo había logrado olvidar totalmente las partituras del ángel caído y a Goga Chachua, y por eso, al verlo en el umbral, sentí un estremecimiento, sobre todo al ver su rostro...
Estaba totalmente demudado. Había una enorme nariz de color azul claro, con venitas azul oscuro, sobre unos bigotazos, había unos labios pálidos y temblorosos, había unos ojos negros, angustiados, llenos de lágrimas y desesperación. Apretaba las malditas partituras enrolladas entre sus manos peludas, que llevaba apretadas contra el pecho. Callaba, y sentí tanto miedo ante un horrible presentimiento que tampoco pude pronunciar palabra, y me limité a echarme a un lado para dejarlo pasar.
Como si estuviera ciego, cruzó el vestíbulo, tropezó contra la pared, y entró en el despacho con pasos indecisos. Allí tiró las partituras sobre la mesa con ambas manos, como si aquel cilindro de papel lo quemara, se dejó caer en el butacón y se llevó las manos a los ojos.
Se me doblaron las piernas y me quedé parado en la puerta, agarrado del marco. Él callaba, y me parecía que aquel silencio se prolongaba demasiado. Además, era como si nunca fuera a terminar, y brotó en mí la esperanza loca de que nunca terminara y nunca conocería el horror que me traía Chachua. Pero, finalmente, habló.
—Oye... —masculló, apartando las manos del rostro y metiendo sus dedos en la espesa cabellera que le cubría las orejas—. ¡De nuevo le han metido una paliza al Spartak! ¿Qué se puede hacer, eh?
OCHO
Bánev. Los cisnes feos.
—¿Qué hora es? —preguntó Diana, soñolienta.
Víktor retiró con cuidado una franja de espuma de la mejilla izquierda y echó un vistazo al espejo antes de responder.
—Duerme, pequeña, duerme. Todavía es temprano.
—Es verdad —dijo Diana, y el sofá chirrió—. Son las nueve, ¿qué estás haciendo?
—Me afeito —respondió Víktor, mientras retiraba otra franja de espuma—. De pronto, me entraron deseos de afeitarme.
«Pues me afeito», pensé.
—Loco —dijo Diana, entre dos bostezos—. Hay que afeitarse por la noche. Me tienes toda arañada con esa cara hirsuta. Eres un cacto.
Por el espejo, Víktor la vio acercarse al butacón con pasos inseguros, sentarse con los pies bajo el trasero y acomodarse para mirarlo. Víktor le hizo un guiño. De nuevo era otra, tierna, dulce, cariñosa, cómoda como una gata satisfecha, cuidada, reluciente, deliciosa, tan diferente de la que había irrumpido la noche antes en su habitación.
—Hoy pareces una gata —le dijo—. Mejor, una gatita, una gatita pequeña... ¿Y esa sonrisa?
—No tiene nada que ver contigo. Es algo que me ha venido a la mente...
Bostezó y se estiró con deleite. Se perdía dentro del pijama de Víktor, de aquel montón informe de seda que cubría el butacón sobresalían únicamente sus delicadas manos y su rostro maravilloso. Como si saliera de una ola marina. Víktor comenzó a afeitarse más rápido.
—No te apresures —le dijo ella—. Te vas a hacer un corte. De todos modos, tengo que marcharme ya.
—Por eso me apresuro —replicó Víktor.
—Pues no me gusta. Sólo los gatos hacen eso... ¿Y mis trapos?
Víktor extendió la mano y palpó su vestido y sus medias, que colgaban de la rejilla de calefacción. Todo estaba seco.
—¿Adonde vas con tanta prisa?
—Ya te lo he dicho. A ver a Roscheper.
—No lo recuerdo. ¿Qué le pasa a Roscheper?
—Tuvo un accidente —explicó Diana.
—¡Ah, sí! Sí, algo me contaste. Se cayó de alguna parte. ¿Se hizo mucho daño?
—Ese cretino decidió suicidarse y se tiró por la ventana. Se lanzó como un toro, con la cabeza por delante, destrozó los vidrios pero olvidó que se encontraba en un primer piso. Se hirió una rodilla, dio unos cuantos alaridos, pero ahora está en cama.
—¿Qué le dio de repente? —La voz de Víktor era indiferente—. ¿ Delirium tremens?
—Algo parecido.
—Espera. Entonces, ¿estuviste dos días sin venir a verme por su causa? ¿Por esa bestia?
—¡Pues sí! El médico principal me ordenó quedarme con él, porque Roscheper no podía vivir sin mí. No podía, simplemente. No podía hacer nada. Ni siquiera mear. Tuve que imitar el sonido del agua corriente y hablarle de urinarios.
—De eso entiendes algo —masculló Víktor—. Conque tú le hablabas de urinarios y yo sufría aquí solo, sin poder escribir nada, ni siquiera una línea. ¿Sabes?, en general no me gusta escribir, y en los últimos tiempos... En general, mi vida en los últimos tiempos... —Se detuvo: ¿qué le importaba eso a ella?—. Sí, oye... ¿Cuándo enloqueció Roscheper?
—Hace tres días.
—¿Por la noche?
—Aja —respondió Diana mientras roía una galleta.
—A las diez de la noche —dijo Víktor—. Entre las diez y las once.
—Exactamente —dijo Diana, asombrada, había dejado de masticar—. Y tú, ¿cómo lo sabes? ¿Recibiste un «telepatema necrobiótico» suyo?
—Espera. Ahora te cuento algo interesante. Pero antes, dime: ¿qué hacías tú en ese momento?
—¿Yo?... Ah, sí. Recuerdo que esa noche me volví majara. Estaba enrollando vendas y de repente sentí tal angustia que hubiera podido morir. Metí la cara en aquellas vendas y me puse a llorar a gritos, creo que no había llorado así desde que era niña...
—Y de repente, todo pasó.
—Sí... —Diana quedó pensativa—. No... De repente, Roscheper comenzó a gritar en la calle, me asusté y salí corriendo.
Víktor quiso decir algo más, pero llamaron a la puerta y el picaporte giró.
—¡Víktor, Víktor, despierta! —resonó la voz ronca de Teddy en el pasillo—. ¡Abre, Víktor! —Víktor quedó paralizado, con la máquina de afeitar en la mano—. ¡Víktor, abre! —gritaba Teddy con voz ronca y hacía girar con furia el picaporte.
Diana se levantó de un salto e hizo girar la llave en la cerradura. La puerta se abrió e irrumpió Teddy: empapado, hecho un desastre, con una carabina en las manos.
—¿Dónde está Víktor? —rugió, enronquecido.
—¿Qué ocurre? —preguntó Víktor saliendo del baño, mientras el corazón le latía con fuerza: lo iban a arrestar, había guerra...
—Los niños se han marchado —dijo Teddy, respirando con dificultad—. ¡Vamos, los niños se han marchado!
—Espera, ¿qué niños?
Teddy tiró la carabina sobre la mesa, al montón de papel arrugado, lleno de garabatos y tachaduras.
—¡Se han llevado a los niños, los muy canallas! —gritó—. ¡Se los han llevado! ¡Han colmado el vaso! Basta, hemos aguantado demasiado... ¡Han colmado el vaso!
Víktor seguía sin entender nada, sólo veía que Teddy estaba fuera de sí. Lo había visto así únicamente en una ocasión, cuando en una riña en el restaurante, durante el alboroto, le habían robado la caja. Víktor, confuso, abría y cerraba los ojos, mientras que Diana había recogido su ropa interior del respaldo del butacón y había desaparecido en el baño, cerrando la puerta a sus espaldas. En ese momento, el teléfono comenzó a sonar. Víktor respondió: se trataba de Lola.
—Víktor, no entiendo nada. —En su voz había notas de llanto—. Irma ha desaparecido; dejó una nota diciendo que nunca regresaría, y por todas partes dicen que los niños se han marchado de la ciudad... ¡Tengo miedo! Haz algo, por favor...
—Está bien, está bien, ahora... Deja que me ponga los pantalones. —Colgó y miró a Teddy. El barman estaba sentado sobre el lecho en desorden, balbuceaba palabras extrañas y vertía en un vaso los restos de todas las botellas—. Espera, no hay razón para que cunda el pánico. Ahora mismo voy...
Regresó al baño y terminó de afeitarse el mentón enjabonado. Se hizo varios cortes, no tenía tiempo para guiar la hoja. Diana había salido de la ducha y se vestía a sus espaldas; su rostro era duro y decidido, como si se dispusiera a pelear, pero estaba absolutamente tranquila.
Los niños marchaban, formando una interminable columna gris, por caminos grises, lavados por la lluvia, caminaban dando tropezones, resbalando y cayéndose bajo el aguacero, andaban encogidos, empapados, con sus tristes bultitos apretados en las manilas azules por el frío, caminaban pequeñitos, indefensos, sin comprender, llorando, en silencio, mirando atrás, caminaban agarrados de la mano o de los tirantes, mientras que a los lados del camino marcaban el paso lúgubres figuras negras, sin rostro, cuyo lugar era ocupado por vendas negras, y por encima de las vendas se veían ojos fríos e implacables, no humanos, y manos enfundadas en guantes negros apretaban fusiles automáticos, y la lluvia caía sobre el acero pavonado, las gotas temblaban y se deslizaban sobre el acero...
«Qué tontería —pensaba Víktor—, qué tontería, no se trata de eso, ahora no es eso que yo ya he visto, pero fue hace mucho tiempo y ahora no es así...»
Iban alegres, y para ellos la lluvia era una amiga, chapoteaban contentos por los charcos con pies descalzos y cálidos, charlaban y cantaban con alegría y no miraban atrás porque ya lo habían olvidado todo, porque lo único que tenían era el futuro, porque habían relegado al olvido su ciudad que roncaba y se sorbía las narices en la madrugada, aglomeración de guaridas de chinches, nido de pasioncillas y deseos miserables, preñada de crímenes horrendos, siempre vomitando delitos e intenciones criminales de la misma manera que una hormiga reina pone huevos constantemente; ellos iban, susurrando, conversando, y desaparecieron en la niebla mientras nosotros, ebrios, nos llenábamos de aire viciado, retorciéndonos en las malditas pesadillas que ellos nunca habían visto y ya no verían nunca...
Víktor se puso los pantalones y saltaba sobre una pierna cuando los cristales temblaron y un denso rugido mecánico irrumpió en la habitación. Teddy corrió hacia la ventana, pero tras el vidrio seguía habiendo la misma lluvia, la misma calle empapada y desierta, y lo único era que alguien había pasado en bicicleta, un saco chorreante de hule que movía las piernas con esfuerzo. Pero los cristales seguían vibrando y sonando, y aquel rugido profundo y angustioso continuaba; un minuto después, al ruido se le unieron unos silbidos lastimeros y esporádicos.
—Vamos —dijo Diana, que se había puesto ya el impermeable.
—No, espera —la detuvo Teddy—. Víktor, ¿tienes un arma? Una pistola, un fusil automático... ¿Sí?
Víktor no respondió, tomó su impermeable y los tres bajaron las escaleras hasta el vestíbulo, ahora totalmente vacío, sin encargado ni portero. Al parecer, en el hotel no quedaba ni una persona, únicamente R. Kvadriga estaba sentado tras una mesa del restaurante, mirando a todas partes con asombro: seguramente llevaba mucho rato esperando el desayuno. Salieron a la calle y montaron en el camión de Diana, los tres en la cabina. Ella se sentó al volante y comenzaron a recorrer la ciudad. Diana callaba, Víktor fumaba y Teddy seguía soltando unos tacos monumentales a media voz, ni siquiera Víktor comprendía el significado de muchas de las palabras ya que sólo podía comprenderlas Teddy, aquella rata de orfanato educado en las casuchas del puerto, vendedor de narcóticos y gorila de prostíbulo, posteriormente soldado de una compañía de enterradores, más tarde bandido y merodeador, y finalmente barman, barman, barman y de nuevo barman.
En la ciudad casi no había gente, Diana se detuvo solamente en la calle Solar para dejar montar en la trasera del vehículo a una pareja con aspecto alelado. El aullido de las sirenas de la Defensa Antiaérea y los chillidos de las fábricas no cesaban, y en aquellos gemidos de voces metálicas sobre la ciudad desierta había algo apocalíptico. Todo se encogía por dentro, daban deseos de huir a alguna parte, de esconderse o de disparar, hasta los Hermanos de Raciocinio pateaban el balón en el estadio sin su acostumbrado entusiasmo: algunos de ellos, con la boca abierta, miraban a su alrededor, tratando de entender algo.
En la carretera, más allá de los suburbios, comenzó a aparecer cada vez más gente. Unos iban a pie, empapándose bajo la lluvia, lastimeros, asustados, sin entender nada de lo que hacían ni de sus motivos. Otros iban en bicicleta y también se veían agotados, porque la marcha era contra el viento. Varias veces el camión dejó atrás autos abandonados, rotos o que se habían quedado sin gasolina por imprevisión, uno de ellos estaba volcado en la cuneta. Diana se detenía y recogía a todos, y al poco tiempo el camión se llenó a reventar. Víktor y Teddy pasaron también a la trasera del vehículo, dejando su lugar a una mujer con un niño de pecho y a una anciana medio loca. Después no quedaba lugar tampoco en la trasera, y Diana no volvió a detenerse. El camión avanzaba a gran velocidad, dejando atrás y salpicando a decenas y cientos de personas que se dirigían a la leprosería. Varias veces adelantó a otros camiones llenos de gente, a motocicletas, y un camión se les pegó y siguió detrás de ellos.
Diana estaba acostumbrada a llevarle coñac a Roscheper, o a recorrer los alrededores de la ciudad a gran velocidad para diversión propia, y por eso daba miedo viajar en la trasera del camión. No todos podían sentarse, faltaba lugar, y los que viajaban de pie se aguantaban unos en otros, cada cual intentaba colocarse lo más lejos posible de las barandas y nadie decía nada, simplemente soltaban chillidos y palabrotas, y una mujer lloraba sin parar. Además llovía, un aguacero que Víktor no recordaba haber visto en su vida, ni siquiera había imaginado que semejantes aguaceros pudieran tener lugar. La visibilidad era casi nula, quince metros delante, quince metros detrás, y Víktor tenía mucho miedo de que Diana chocara con algún vehículo que hubiera frenado. Pero todo fue bien, y Víktor sólo recibió un fuerte pisotón cuando los pasajeros cayeron unos sobre otros por última vez y el camión se detuvo ante las puertas de la leprosería, junto a una enorme concentración de vehículos.
Seguramente toda la ciudad se había concentrado en aquel lugar. Allí no llovía y parecía que la ciudad había huido a aquel sitio para salvarse del diluvio. A la izquierda y a la derecha de la carretera, a lo largo de un seto de plantas espinosas, sólo se veía una enorme multitud que crecía continuamente, en la que desaparecían, dispersos, vehículos vacíos de todo tipo: lujosas limusinas de grandes dimensiones o utilitarios ajados con techos de lona, camiones, autocares e, incluso, una grúa, en cuya aguja había varias personas sentadas. La multitud emitía un zumbido ominoso, a veces se oían gritos agudos.
Todos saltaron del camión, y Víktor perdió de vista a Diana y a Teddy, en torno suyo vio solamente rostros desconocidos, lúgubres, encallecidos, perplejos, llorosos, gritones, con ojos en blanco por los desmayos, enfurecidos... Víktor intentó acercarse a la entrada, pero quedó atascado a los pocos metros. La gente formaba una muralla compacta, nadie quería ceder su lugar, daba lo mismo empujarlos, patearlos, golpearlos, ni siquiera se volvían, simplemente metían la cabeza entre los hombros y todos intentaban avanzar, acercarse cada vez más al portón, más cerca de sus hijos; se ponían de puntillas, estiraban el cuello, pero tras aquella masa oscilante de capuchones y sombreros no se divisaba nada.
—¿Por qué, Dios? ¿Qué pecado hemos cometido?
—¡Canallas! Debimos matarlos hace tiempo. Los más listos lo decían...
—¿Y dónde está el burgomaestre? ¿A qué se dedica? ¿Dónde está la policía? ¿Dónde se ha metido ese panzón?
—Sim, me van a aplastar... ¡Sim, me asfixio! Oh, Sim...
—¿Qué más querían? ¿Qué les hemos negado? Nos quitábamos la comida de la boca, andábamos descalzos para que ellos vistieran bien...
—Si todos empujamos a la vez, el portón se va al demonio...
—Pero si nunca le puse ni un dedo encima. He visto cómo vosotros azotabais a vuestros niños, pero en nuestra casa nunca ocurrió nada así...
—¿Has visto las ametralladoras? ¿Qué, van a dispararle al pueblo? ¿Por venir a buscar a sus hijos?
—¡Munichek! ¡Munichek! ¡Mi Munichek! ¡Munichek!
—¿Qué es esto, caballeros? ¡Es una locura total! ¿Dónde se ha visto algo semejante?
—No importa, los legionarios les darán una lección... Vienen por la retaguardia, ¿entiendes? Van a abrir el portón, nosotros les ayudaremos...
—¿Has visto las ametralladoras? ¿Quién sabe qué...?
—¡Dejadme pasar! ¡Os digo que me dejéis pasar! ¡Tengo una hija ahí dentro!
—Llevan tiempo preparándose, yo lo veía pero me daba miedo preguntar.
—¿Y por qué tiene que pasar algo? ¿Acaso son fieras? No son un ejército de ocupación, no se los han llevado para fusilarlos ni al crematorio...
—Les clavaría los dientes hasta hacerles sangre...
—Se ve que nos hemos vuelto pura mierda, hasta nuestros hijos huyen de nosotros y se van con esos infectos... Ellos mismos se han marchado, nadie se los ha llevado a la fuerza...
—Eh, ¿quién tiene una escopeta? ¡Que vengan! ¡Los que tienen escopeta, que vengan, aquí, eh!
—¡Son mis hijos, Dios mío, yo los he parido, sólo yo puedo hacer con ellos lo que quiera!
—Pero ¿dónde está la policía?
—¡Hay que mandarle un telegrama al señor Presidente! Cinco mil firmas, verá que es algo serio...
—¡Han aplastado a una mujer! Apártate, miserable, ¿no lo ves?
—¡Munichek! ¡Munichek mío!
—¡Esas peticiones no sirven para nada! A nadie le gustan. Te las tiran a la cara...
—¡Abrid el portón, desgraciados! ¡Mohosos de mierda! ¡Asquerosos!
—¡El portón!
Víktor retrocedió. Era difícil, lo golpearon en varias ocasiones, pero logró salir y llegar hasta el camión. Se subió a la trasera. Había niebla sobre la leprosería y a diez pasos del seto, al otro lado, no se veía nada. El portón estaba bien cerrado, delante había un espacio vacío y en ese espacio, con los pies bien separados, había unos diez soldados de las tropas interiores, con cascos que les cubrían la frente, apuntando sus fusiles hacia la multitud. En la entrada de la cabina de guardia, un oficial gritaba algo a la multitud poniéndose de puntillas, pero no se le oía. Sobre el techo de la caseta, como una enorme estantería, se alzaba hacia la niebla una torre de madera coronada por una plataforma en la que se veía una ametralladora y gente de uniforme gris. Más allá, tras el alambre espino, desfilaba a lo largo de la cerca un blindado con orugas, cuyo sonido metálico era apenas audible. Pasó, saltó varias veces sobre los terrones y desapareció en la niebla. Al ver el blindado, la multitud calló y se escucharon entonces los gritos del oficial.
—Tranquilidad... Tenemos la orden... A sus casas...
A continuación, la gente comenzó de nuevo a hacer ruido, a quejarse, a zumbar.
Hubo un movimiento delante del portón. Entre los impermeables y capas oscuras, azules, grises, se distinguió el brillo tristemente conocido de los cascos de cobre y las camisas doradas. Aparecieron en la multitud como manchas de luz, alcanzaron el espacio vacío y allí se unieron todos, formando un grupo dorado. Jóvenes corpulentos, con camisas doradas hasta la rodilla, ceñidas con cinturones de oficiales del ejército, de pesadas hebillas, con brillantes cascos de cobre, a causa de lo cual llamaban bomberos a los legionarios, con garrotes gruesos y cortos, cada uno de ellos mostraba el emblema de la Legión, en la hebilla, en la manga izquierda, sobre el pecho, en el garrote, en el casco, en el rostro, no quedaba lugar donde poner otro emblema, en el careto musculoso y deportivo, de ojos lobunos... Además tenían insignias, una constelación de insignias, insignias de Tirador Excelente, de Paracaidista Excelente, de Submarinista Excelente, además de insignias con el retrato del señor Presidente, de su yerno, fundador de la Legión, de su hijo, jefe supremo de la Legión... y cada uno llevaba en el bolsillo una granada de gases lacrimógenos, y bastaría con que uno de aquellos gamberros, en un ataque de entusiasmo guerrero, lanzara una granada para que dispararan las ametralladoras del blindado, la ametralladora de la torre, los fusiles automáticos de los soldados, todos contra la multitud y no contra las camisas doradas. Los legionarios formaron una fila frente a los soldados, y entonces, delante de la fila, apareció corriendo Flamin Yuventa, el sobrino, moviendo su garrote, y Víktor comenzó a mirar con desesperación hacia todas partes, sin saber qué hacer, pero en ese momento le llevaron al oficial un megáfono de la cabina, el oficial se alegró visiblemente, incluso sonrió.
—¡Atención! —empezó a decir con voz tenante—. ¡Atención! Ruego a los aquí congregados...
A continuación, el megáfono dejó de funcionar, el oficial palideció y sopló el micrófono, y Flamin Yuventa, que se disponía a escuchar, se puso a correr, más agitado que antes, y a sacudir en el aire su garrote. De repente, el zumbido de la multitud se hizo amenazador, al parecer habían comenzado a gritar los que antes callaban, o sencillamente se ponían de acuerdo, lloraban o rezaban, y Víktor gritó también, transido de horror por la idea de lo que iba a ocurrir allí en ese momento.
—¡Llevaos a los imbéciles! —gritaba—. ¡Llevaos a los bomberos! ¡Son la muerte! ¡Que se vayan! ¡Diana!
Era imposible saber qué gritaba cada cual en la multitud, pero aquella masa, inmóvil hasta entonces, comenzó a estremecerse rítmicamente, como un gigantesco plato de gelatina, y el oficial dejó caer el megáfono, retrocedió hasta la cabina del centinela, mientras los rostros de los soldados se endurecían, se erizaban, y arriba, en la torre, dejaron de moverse para apuntar. Y en ese momento se escuchó la Voz.
Era como un trueno, brotaba a la vez de todas partes y acalló de inmediato todos los demás sonidos. Era serena, hasta melancólica, en ella se adivinaba un hastío inconmensurable, una condescendencia infinita, como si hablara un gigante, soberbio y despectivo, que daba la espalda a la multitud molesta; como si hablara por encima del hombro, abandonando un momento sus ocupaciones trascendentales en aras de aquellas minucias que lo habían sacado de quicio.
—Dejad de gritar. Dejad de hacer gestos y de amenazar. ¿Acaso es tan difícil callarse y pensar en calma unos minutos? Vosotros sabéis perfectamente que vuestros hijos han huido de casa por propia voluntad, nadie los obligó, nadie los arrastró. Se han marchado porque vosotros os habéis vuelto del todo desagradables para ellos. No quieren seguir viviendo así, como habéis vivido vosotros y han vivido vuestros antepasados. A vosotros os encanta imitar a vuestros antepasados, y suponéis que la dignidad humana es eso, pero ellos piensan de otra manera. No quieren crecer para convertirse en borrachos y depravados, en gentuza insignificante, en esclavos y conformistas, no quieren que los conviertan en criminales, no quieren vuestras familias ni vuestro estado.