Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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La Voz calló durante un minuto. Y durante un minuto no se escuchó sonido alguno, sólo un murmullo como causado por la niebla al arrastrarse sobre el terreno.
—Podéis estar tranquilos respecto a vuestros hijos —comenzó la Voz de nuevo—. Estarán bien, mejor que con vosotros y mucho mejor que vosotros. Hoy ellos no pueden recibiros, pero podéis venir desde mañana. En el valle de los Caballos se instalará una casa de encuentros, venid todos los días si lo deseáis, después de las tres de la tarde. Todos los días saldrán tres autocares desde la plaza central, a las dos y treinta. Eso no será suficiente, en todo caso es lo que hay para mañana, que vuestro burgomaestre se ocupe de incrementar el transporte.
La Voz calló de nuevo. La multitud estaba inmóvil, como una muralla. Era como si la gente temiera el menor movimiento.
—Sólo tened en cuenta una cosa —prosiguió la Voz—: Depende únicamente de vosotros que los niños quieran veros. Los primeros días todavía podremos hacer que los niños vengan a vuestro encuentro, incluso si no lo desean, pero más adelante... es asunto vuestro. Y ahora, dispersaos. Sois una molestia para nosotros, para vuestros hijos, para vosotros mismos. Y os doy un consejo: meditad, tratad de pensar qué podéis darles a vuestros hijos. Examinaos a vosotros mismos. Los habéis parido y los destrozáis a vuestra imagen y semejanza. Pensad en ello. Y ahora, dispersaos.
La multitud seguía inmóvil. Quizá intentaba pensar. Víktor lo intentaba. Eran pensamientos fragmentarios. Ni siquiera pensamientos, sino retazos de recuerdos, pedazos de conversaciones, el rostro tonto y maquillado de Lola... ¿No sería mejor un aborto? ¿Qué falta nos hace esto ahora?... El padre, con los labios temblorosos de rabia... Cachorro sarnoso, haré de ti un hombre, te voy a moler a palos... Resulta que tengo una hija de doce años, ¿no podrías ayudarme a meterla en algún sitio decente? Irma mira con curiosidad a Roscheper, hinchado en su insolencia... no mira a Roscheper, sino a mí... Sí, me da vergüenza, pero ¿qué entiende ella de eso, mocosa? ¡A la cama! Ahí tienes la muñeca, ¿te gusta? Eres muy pequeña todavía, crecerás y entenderás.
—¿Por qué estáis ahí parados? —tronó nuevamente la Voz—. ¡Dispersaos! —Una ráfaga de viento azotó los rostros y se esfumó—. Idos ya —añadió la Voz.
Y de nuevo azotó el viento, un viento denso como una pesada mano mojada, que empujó los rostros y desapareció. Víktor se secó las mejillas y vio que la multitud había retrocedido. Alguien gritó, se escucharon voces inseguras, se formaron pequeños remolinos en torno a los coches y los autocares. Treparon a la trasera del camión, todos deprisa, empujándose unos a otros, ocuparon los asientos de la cabina, otros montaban deprisa en sus bicicletas, los motores se pusieron en marcha. Muchos se iban caminando, mirando atrás con frecuencia, pero no hacia los soldados ni la ametralladora en la torre, ni al blindado, que se había aproximado haciendo rechinar sus metales y se había detenido a la vista de todos, con las escotillas abiertas. Víktor sabía por qué la gente se volvía y por qué se apresuraba, tenía las mejillas encendidas, y si algo le daba miedo era que la Voz les ordenara de nuevo que se fueran, que otra vez una pesada mano mojada les empujara el rostro con asco.
El grupo de idiotas de camisas doradas seguía ante el portón, de pie, indecisos, pero su número había disminuido. El oficial se acercó a los que quedaban y les gritó una orden, con firmeza, imperativo, cumpliendo un agradable deber, y ellos también retrocedieron, después se dieron la vuelta y echaron a andar, recogiendo por el camino los impermeables y capas grises, azules, oscuros, que yacían sobre el terreno, hasta que no quedó ni una mancha dorada. Por su lado pasaban autocares y coches, y la gente en la trasera del camión, impacientes y asustados, miraban en derredor y preguntaban dónde estaba la conductora.
Al rato, apareció Diana, Diana Airada, subió al estribo y miró a la trasera del vehículo.
—¡Sólo hasta el cruce! —gritó muy molesta—. ¡El camión va al sanatorio!
Y nadie se atrevió a objetar, todos estaban inusitadamente callados, conformes con cualquier cosa. Teddy no apareció, seguramente se había marchado en otro coche. Diana sacó el camión a la carretera, dejando atrás grupos de peatones y ciclistas, mientras a su vez, autos repletos de gente hasta el tope los adelantaban. No llovía, sólo había niebla y un aire húmedo y frío. La lluvia comenzó cuando Diana llegó al cruce, la gente bajó del camión y Víktor pasó a la cabina.
Se mantuvieron callados hasta llegar al sanatorio.
Diana fue enseguida a ver a Roscheper (al menos, eso fue lo que dijo que haría), y Víktor fue a su habitación, se despojó del impermeable, se dejó caer en la cama, encendió un cigarrillo y clavó los ojos en el techo. Estuvo fumando sin cesar una hora, quizá dos, dio vueltas en la cama, se levantó, caminó por la habitación, miró por la ventana sin objetivo alguno, subió y bajó las cortinas, fue al grifo a beber agua para aliviar la sed que lo atormentaba y volvió a la cama.
«Qué humillación», pensó. Sí, por supuesto. Te han abofeteado, te han llamado miserable, como a un mendigo que tiene harto a todos, pero de todas maneras, se trataba de padres y madres, de personas que amaban a sus críos, les pegaban pero estaban dispuestos a dar la vida por ellos, los corrompían con su ejemplo, pero no lo hacían intencionadamente, sino por ignorancia... Las madres los parían con dolor, y los padres los alimentaban, los vestían, y estaban orgullosos de sus hijos y se jactaban de ellos entre sí, con frecuencia los maldecían, pero no se imaginaban la vida sin ellos... y ahora, la vida se había vaciado de sentido, no quedaba absolutamente nada. ¿Cómo era posible tratarlos con tal crueldad, con tal desprecio, tan fríamente, tan racionalmente, y como despedida darles una bofetada...?
Demonios, ¿acaso todo lo que el hombre tenía de animal era tan sucio? Hasta la maternidad, hasta la sonrisa de la virgen, sus dulces y tiernas manos que llevan el niño al seno... Sí, por supuesto, el instinto, y toda una religión construida sobre el instinto... seguramente la desgracia consiste en que intentan extender esta religión a la educación, donde ya no funciona instinto alguno, y si funciona es sólo para hacer daño... porque la loba le dice a sus lobeznos: «Morded como yo», y eso basta, y la liebre le dice a los lebratos: «Huid como yo», y eso también basta, pero el hombre educa a su cría: «Piensa como yo», y eso es ya un crimen... Pero esos mohosos, esos malditos infectos, son cualquier cosa menos seres humanos, quizá sean sobrehumanos... ¿qué han hecho? Primero: «Fíjate cómo pensaban antes de ti, mira lo que resultó de ello, eso está mal por esto y por aquello, y debe ser así y de tal manera. ¿Has visto? Y ahora, ponte a pensar por ti mismo cómo hacer para que no ocurra esto y aquello, sino eso y lo otro». Pero no sé qué es esto y aquello, ni qué es eso y lo otro, y en general todo esto ya ocurrió alguna vez, todo eso se ha intentado, salían algunas personas excelentes, casos individuales, pero la masa fundamental seguía el camino de siempre, nunca cambiaba de senda, vivía sencillamente, a nuestra manera. Cómo podrían educar a sus críos si sus padres nunca los educaron, sino que los entrenaron. «Muerde como yo y escóndete como yo», y de la misma forma el abuelo entrenó al padre, y el bisabuelo al abuelo, y así hasta lo más profundo de las cavernas, hasta los cavernícolas peludos con la lanza en la mano, hasta los devoradores de mamuts. A mí me dan lástima esos descendientes lampiños, me dan lástima porque también siento lástima de mí, pero a ellos no les importa, no nos necesitan para nada y no tienen la intención de reeducamos, ni siquiera pretenden destruir el viejo mundo, sólo exigen una cosa: que no se metan con ellos. Ahora eso es posible, ahora se puede comerciar con las ideas, ahora hay poderosos compradores de ideas que te van a proteger, meterán a toda la gente tras las alambradas para que el viejo mundo no moleste, te alimentarán, te cuidarán... con toda delicadeza afilarán el hacha con la que cortas la rama donde ellos se reúnen, llenos de medallas y enfundados en sus uniformes.
Y, qué demonios, eso es grandioso a su manera, ya lo han intentado todos, lo único que no han intentado es esto: educación en frío, sin mocos rosados, sin lágrimas... aunque qué es lo que estoy diciendo, qué sé yo de la educación que dan allí... pero, de todos modos, es crueldad, desprecio, eso está claro... No obtendrán resultado alguno porque, bien, el raciocinio, pensad, estudiad, analizad... ¿Y qué hay de las manos de la madre, de las manos que acarician, calman el dolor y convierten el mundo en un sitio cálido? ¿Y del mentón hirsuto del padre, que juega a la guerra, hace como un tigre, enseña a boxear, es el más fuerte y sabe más que nadie en el mundo? ¡Porque eso también estaba allí! No sólo las peleas a gritos (o en silencio) de los padres, no sólo el cinturón y el gruñido ebrio, no sólo los tirones absurdos de orejas, que de repente y sin saber por qué se transforman en mimos ansiosos, golosinas y monedas para ir al cine... Y qué sé yo, puede ser que ellos tengan equivalentes para todo lo bueno que existe en la maternidad y la paternidad... ¡Cómo miraba Irma a aquel mohoso! Cómo hay que ser para que te miren así... y en todo caso, ni Bol-Kunats, ni Irma, ni el nihilista lleno de granos se pondrán nunca camisas doradas, ¿y eso acaso es poco? Demonios, no necesito nada más de la gente.
«Espera —se dijo—. Encuentra lo fundamental. ¿Estás a favor o en contra de ellos? También hay una tercera salida: hacer la vista gorda. Pero yo no puedo hacer la vista gorda. ¡Ah, cuánto me gustaría ser cínico, qué fácil, sencillo y lujoso es ser cínico! Qué cosa: toda la vida me han pintado como un cínico, lo intentan, consumen unos medios fabulosos, gastan balas, flores de elocuencia, papel, puños, no escatiman gente, no escatiman nada para que yo me vuelva cínico, pero yo, de ninguna manera... Bien, está bien. De todos modos: ¿a favor o en contra? En contra, por supuesto, porque no soporto el desprecio, odio a todas las élites, odio toda intolerancia y no me gusta, no me gusta nada que me abofeteen y me echen... Y estoy a favor, porque amo a la gente inteligente, con talento, odio a los tontos, odio a los obtusos, odio las camisas doradas, odio a los fascistas, y por supuesto, está claro que de esa manera no lograré definir nada, sé demasiado poco sobre ellos, y de lo que sé, de lo que he visto con mis propios ojos, sólo sobresale lo malo: la crueldad, el desprecio, la inhumanidad, la fealdad física... Y el resultado es el siguiente: a favor de ellos está Diana, a quien amo, y Gólem, a quien aprecio, e Irma, a quien amo, y Bol-Kunats, y el nihilista lleno de granos... ¿Y quién está en contra? El burgomaestre está en contra, viejo canalla, fascista y demagogo; y el jefe de policía, uno que se vende al mejor postor; y Roscheper Nant, y la estúpida de Lola, y la banda de camisas doradas, y Pavor... Es verdad que, por otra parte, a favor de ellos está el profesional larguirucho, así como un tal general Pferd, no soporto a los generales, y en contra está Teddy y seguramente, muchos otros como Teddy... Sí, esto no se decide por mayoría de votos. Es algo parecido a las elecciones democráticas libres: la mayoría está siempre a favor de los canallas...»
Diana llegó a las dos, Diana Común Alegre, enfundada en una ceñida bata blanca, maquillada y peinada.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó.
—Ardo en él —respondió Víktor—. Ardo, alumbrando a otros.
—Sí, hay bastante humo. Deberías abrir la ventana... ¿Quieres comer?
—¡Demonios, claro que sí! —dijo Víktor, recordando que no había desayunado.
—¡Entonces vamos, diablos!
Bajaron al comedor. En torno a una larga mesa, sombríos por el agotamiento físico, los Hermanos de Raciocinio, serios y en silencio, tomaban una sopa dietética. El gordo entrenador, vistiendo un jersey azul, daba paseítos a espaldas de ellos, les palmeaba los hombros, les desordenaba el cabello y vigilaba atentamente los platos.
—Ahora te presentaré a una persona que comerá con nosotros —anunció Diana.
—¿De quién se trata? —inquirió Víktor con desagrado; tenía deseos de comer en silencio.
—De mi marido. Mi ex marido.
—Aja. Aja. Pues, bien... Es un placer.
«¿Y por qué se le habrá ocurrido eso? —pensó con cierta tristeza—. Nadie necesita eso.» Echó una mirada lastimera a Diana, pero ella lo conducía ya, con presteza, a la mesa de servicio, en el rincón más lejano. El ex marido de Diana se levantó al verlos llegar: de rostro amarillento, nariz ganchuda, vestía un traje oscuro y llevaba guantes negros. No le tendió la mano a Víktor, se limitó a inclinar la cabeza levemente.
—Hola, me alegro de verle —dijo en voz baja.
—Bánev —se presentó Víktor, con la falsa cordialidad que lo embargaba cada vez que veía a un marido.
—En realidad, ya nos conocemos. Soy Zurzmansor.
—¡Ah, claro! —exclamó Víktor—. ¡Por supuesto! Debo decirle que mi memoria es... —Calló un instante—. Un momento... ¿qué Zurzmansor?
—Pável Zurzmansor. Es probable que haya leído algo mío, y hace poco intervino a mi favor en un restaurante, por cierto, de forma enérgica. Además, coincidimos en otro lugar, también en una situación desagradable... Sentémonos.
Víktor tomó asiento. «Está bien —pensó—. Resulta que son así cuando les quitan la venda. ¿Quién lo hubiera pensado? Perdón, ¿y dónde están sus "gafas"? Zurzmansor, que por alguna razón es también el marido de Diana, y el bailarín de nariz ganchuda que hacía el papel de un bailarín que también hacía el papel de otro bailarín y que en realidad era un mohoso, o a la vez cuatro mohosos, o quizá hasta cinco, a partir de aquél del restaurante, no tenía "gafas", era como si se le hubieran difuminado por todo el rostro, dándole un tono amarillento, latinoamericano.» Y Diana, con una extraña sonrisa maternal, lo miraba a él y al marido por turno. Eso no le agradaba, Víktor comenzó a sentir algo semejante a los celos, algo que nunca había sentido cuando trataba con los maridos. La camarera trajo la sopa.
—Irma le manda saludos —dijo Zurzmansor, mientras partía el pan—. Le ruega que no se preocupe.
—Gracias —replicó Víktor maquinalmente, tomó la cuchara y comenzó a comer, sin percibir el sabor.
Zurzmansor comía también, mirando a Víktor de reojo, sin sonreír, pero con una expresión humorística. No se había quitado los guantes, pero por la manera con que manejaba la cuchara, por el gesto elegante con que partía el pan o utilizaba la servilleta, se dejaba notar una buena educación.
—Entonces, es usted ese Zurzmansor —pronunció Víktor—, el filósofo...
—Me temo que no —replicó Zurzmansor, limpiándose los labios con la servilleta—. Temo que ahora no tengo casi nada que ver con aquel famoso filósofo.
Víktor no halló qué responder y decidió interrumpir la conversación. «De todas formas, no fue a mí a quién se le ocurrió este encuentro, él quería verme, que comience él entonces...» Sirvieron el plato fuerte. Víktor, atento a sus modales, comenzó a cortar la carne. En las mesas largas, los Hermanos de Raciocinio comían al unísono, con sencillez, haciendo tintinear tenedores y cuchillos.
«Aquí estoy haciendo el papel del más tonto de los tontos —pensó Víktor—. De un hermano de raciocinio. Seguramente ella todavía lo ama. Él enfermó, tuvieron que separarse, ella no quería, de otro modo no estaría metida en este agujero, vaciando los orinales de Roscheper... Y se ven con frecuencia, él entra al sanatorio, se quita la venda y baila con ella. Recordó cómo habían bailado, una pareja bien acoplada... Da igual. Ella lo ama. Y a mí, ¿qué me importa? Claro que me importa. Me importa que él esté allí. ¿Y qué más hay allí? Me han despojado de mi hija, pero los celos que siento por mi hija no son celos de padre. Me han quitado a Diana, pero los celos que siento por Diana no son de hombre... ¡Oh, demonios, qué palabrejas! Me han despojado de mi hija, me han quitado a Diana... Una hija que me ha visto por primera vez en sus doce años de vida... ¿o ya tiene trece? Una mujer que conozco hace muy pocos días... Mas tened en cuenta que estoy celoso, pero no como padre ni como hombre. Sí, sería mucho más sencillo si él ahora dijera: "Caballero, estoy informado de todo, ha manchado mi honor, ¿no considera que merezco una satisfacción?".»
—¿Cómo va el trabajo sobre ese artículo? —preguntó Zurzmansor.
—De ninguna manera —respondió Víktor.
—Me encantaría leerlo.
—¿Sabe usted qué tipo de artículo es?
—Sí, me lo imagino. Pero usted no va a escribir semejante cosa.
—¿Y si me obligan? El general Pferd no va a defenderme.
—Mire usted —dijo Zurzmansor—, difícilmente podrá escribir el artículo que desea el señor burgomaestre. Ni siquiera si se esfuerza. Hay personas que, con independencia de sus deseos, transforman automáticamente a su manera cualquier misión que se les confía. Usted pertenece a ese grupo de personas.
—¿Eso es bueno o malo?
—Desde nuestro punto de vista, bueno. Se sabe muy poco sobre la personalidad del ser humano, salvo sobre aquel componente que constituye el conjunto de reflejos. Es verdad que el ser social no contiene en sí casi nada más. Por eso son particularmente valiosas las denominadas personalidades creativas, que transforman la información en realidades individuales. Comparando un fenómeno conocido y bien estudiado con el reflejo de este hecho en la creación de esa personalidad, podemos aprender muchas cosas sobre las estructuras psíquicas que han transformado la información.
—¿No cree usted que todo eso suena un poco ofensivo?
—Ah, entiendo. —Zurzmansor lo miró, torciendo extrañamente el rostro—. Un creador y no un conejillo de Indias... Pero solamente le he expuesto una circunstancia que le otorga valor a nuestros ojos. Las demás circunstancias son ampliamente conocidas: la información veraz sobre la realidad objetiva, la máquina emocional, los medios para excitar la imaginación, la satisfacción de la necesidad de sufrimiento conjunto... En realidad, lo que deseaba era elogiarlo.
—En ese caso, me siento elogiado —dijo Víktor—. Pero toda esta conversación no tiene la menor relación con la creación de libelos. Se toma el último discurso del señor Presidente y se copia entero, se cambian las palabras «enemigos de la libertad» por «los denominados leprosos», o «los pacientes del doctor sanguinario» o «los vampiros de la leprosería»... por lo que mi estructura psíquica no va a tomar parte en eso.
—Es lo que usted cree —objetó Zurzmansor—. Leerá ese discurso y, ante todo, descubrirá que es feo. Estilísticamente feo, quiero decir. Comenzará a enmendar el estilo, se pondrá a buscar expresiones más precisas, la fantasía comenzará a funcionar, los lugares comunes lo enfermarán, querrá convertir las palabras en cosas vivas, sustituir los tacos administrativos por hechos de la más sangrante actualidad y usted mismo no se dará cuenta de cómo comenzará a escribir la verdad.
—Es posible. En todo caso, ahora no quiero escribir ese artículo.
—¿Y quiere escribir alguna otra cosa?
—Sí —dijo Víktor, mirando a los ojos de Zurzmansor—, me encantaría escribir cómo los niños se largaron de la ciudad. Sobre el nuevo flautista de Hamelin.
—Una idea excelente. —Zurzmansor asintió, satisfecho—. Escríbalo.
«Escríbalo —pensó Víktor con amargura—. Imbécil, ¿y quién lo publicaría?»
—Diana, ¿aquí se puede beber algo? —preguntó Zurzmansor.
Ella se levantó en silencio y salió.
—Y con mucho gusto escribiría también sobre la ciudad condenada. Y sobre toda esa agitación incomprensible en torno a la leprosería. Y sobre los magos malvados.
—¿No tiene dinero? —preguntó Zurzmansor.
—Aún me queda.
—Tenga en cuenta que, al parecer, usted obtendrá el premio literario de la leprosería, correspondiente al año pasado. Es finalista, junto con Tusov, pero es obvio que Tusov tiene menos posibilidades. Así que tendrá dinero.
—¿Sí? Eso nunca me había ocurrido. ¿Mucho dinero?
—Unos tres mil... no recuerdo exactamente.
Diana regresó y, sin pronunciar palabra todavía, colocó sobre la mesa una botella y un vaso.
—Otro vaso —pidió Víktor.
—No voy a beber —dijo Zurzmansor.
—Pues yo... hummm.
—Yo tampoco —dijo Diana.
—¿Eso es por Desgracia! -preguntó Víktor mientras se servía.
—Sí. Y por Gata.Así que le bastará para unos tres meses. ¿O menos?
—Dos meses —precisó Víktor—. Pero no se trata de eso... Mire, yo quisiera visitar la leprosería.
—Sin falta —dijo Zurzmansor—. Allí será donde le entregarán el premio. Pero quedará desencantado. No habrá milagros. Se trata de un día de descanso. Unas diez casitas y la sala de curaciones.
—La sala de curaciones —repitió Víktor—. ¿Y a quién curan allí?
—A personas.
La voz de Zurzmansor tenía una extraña entonación. Soltó una risita burlona y, de repente, algo horrible le aconteció a su rostro. El ojo derecho se puso en blanco antes de quedar apuntando a la barbilla. Mientras, la mejilla izquierda pareció desprenderse del cráneo junto con la oreja y quedó colgando en el vacío. Todo aquello duró un instante. Diana dejó caer el plato. Víktor miró a su alrededor de forma maquinal, y cuando sus ojos volvieron a clavarse en Zurzmansor, el rostro de éste seguía siendo el de antes: cortés y amarillento.
«Maldición, maldición —se dijo Víktor mentalmente—. Desapareced, fuerzas del mal. ¿Una alucinación?» Se apresuró a sacar el paquete de cigarrillos, encendió uno y se dedicó a mirar su vaso. Haciendo mucho ruido, los Hermanos de Raciocinio se levantaron de sus mesas y echaron a andar hacia la salida mientras intercambiaban comentarios.
—En general, querríamos que sintiera tranquilidad —dijo Zurzmansor—. No tiene nada que temer. Seguramente se da cuenta de que nuestra organización ocupa cierta posición y tiene ciertos privilegios. Hacemos mucho, y debido a ello se nos permite mucho. Se nos permite experimentar con el clima, se nos permite preparar a nuestros sustitutos... y cosas así. No debo extenderme más al respecto. Hay señores que se imaginan que trabajamos para ellos, y no los contradecimos. —Calló un momento—. Escriba lo que quiera, como quiera, señor Bánev, no preste atención a los perros que ladran. Si tiene dificultades con las editoriales o problemas de dinero, lo apoyaremos. En última instancia, podemos publicarlo. Una edición interna, por supuesto. Así que siempre tendrá un plato caliente en su mesa.
—Queda claro —dijo Víktor después de beber un trago y sacudir la cabeza—. Me compran otra vez.
—Como quiera —replicó Zurzmansor—. Lo fundamental es que usted se dé cuenta de que existe un contingente de lectores, por el momento no muy numeroso, que manifiesta un serio interés por su trabajo. Lo necesitamos, señor Bánev. Además, lo necesitamos tal cual es. No necesitamos a un Bánev partidario nuestro y cantor de nuestras obras, y por esa razón no gaste tiempo pensando de qué parte está. Esté de su parte, como debe estar toda personalidad creativa. Es todo lo que necesitamos de usted.
—Mu-muy ventajosas, esas condiciones. Carta blanca y montañas de calamares rellenos en el horizonte. En el horizonte y a la mostaza. ¿Qué viuda se atrevería a darle un «no»? Escuche, Zurzmansor, ¿alguna vez ha tenido que vender el alma y la pluma?
—Sí, por supuesto. Y sepa que pagaban una miseria total. Pero eso ocurrió hace mil años, en otro planeta. —Volvió a quedar en silencio un instante—. Bánev, no tiene usted razón. No lo estamos comprando. Simplemente queremos que sea usted mismo, nos preocupa que lo presionen. Ya han aplastado a muchos... Los principios morales no se venden, Bánev. Se los puede destruir, pero no comprar. Tomemos un principio moral cualquiera: lo necesita sólo un bando. No tiene sentido robarlo ni comprarlo. El señor Presidente considera que ha comprado al pintor R. Kvadriga. Es un error. Ha comprado al chapucero R. Kvadriga, pero el pintor se le ha escurrido entre los dedos y ha muerto. Pero nosotros no queremos que el escritor Bánev se escurra entre los dedos de alguien, ni siquiera entre los nuestros, y muera. Necesitamos artistas, y no propagandistas.
Se levantó. Víktor lo imitó, sintiendo cierta incomodidad, junto con un poco de orgullo, incredulidad, ofensa, desencanto, responsabilidad y otra serie de cosas que aún no podía definir.
—Ha sido una conversación muy agradable. Le deseo éxito en el trabajo.
—Hasta la vista —se despidió Víktor.
Zurzmansor hizo una leve reverencia y se marchó con la cabeza erguida, con pasos amplios y fuertes. Víktor lo acompañó con la vista.
—Esta es la razón por la que te amo —dijo Diana.
—¿Cuál? —preguntó Víktor, distraído. Se había dejado caer en su silla y había tendido la mano hacia la botella.
—Porque te necesitan. Porque de todos modos esas personas te necesitan a ti, semental, borrachín, desaseado, camorrista, canalla.
Se inclinó por encima de la mesa y le dio un beso en la mejilla. Se trataba de una Diana diferente, Diana Enamorada, de enormes ojos sin lágrimas, María de Magdala, Diana que Mira de Abajo Arriba.
—Imagínate —masculló Víktor—, los intelectuales... Nuevos califas por una hora.
Pero eran sólo palabras. En realidad, él comprendía que nada era tan sencillo.
Víktor regresó al hotel el día siguiente, después del desayuno. Al despedirse, Diana le entregó una cestita de corteza de abeto: de los invernaderos de la capital le habían enviado a Roscheper veinte kilos de fresas, y Diana había llegado a la razonable conclusión de que el diputado, a pesar de su anormal glotonería, no podría acabar solo con semejante montaña de fruta.
El portero, lúgubre, le abrió la puerta. Víktor le regaló unas fresas que el portero se echó a la boca, las masticó y tragó como si se tratara de un pedazo de pan.
—Mi hijo era uno de sus cabecillas —dijo—, me acabo de enterar.
—No se ponga así —replicó Víktor—. Es un chico excelente. Muy listo, y está bien educado.
—¡Mucho que me esmeré! —dijo el portero, animándose un poco—. Me esmeré... —Recuperó su aspecto lúgubre—. Los vecinos rezongan. Y yo, ¿qué? Yo no sabía nada...
—Olvídese de los vecinos —le aconsejó Víktor—. Lo hacen por envidia. Su hijo es un encanto. Por ejemplo, yo estoy muy contento de que mi hija sea amiga suya.
—¡Ja! —El portero se animó de nuevo—. ¿Qué, seremos familia?
—Quién sabe, puede ser que sí. —Se imaginó a Bol-Kunats—. ¿Y por qué no?
Se echaron a reír e intercambiaron un par de bromas.
—¿No oyó anoche el tiroteo? —preguntó el portero.
—No —dijo Víktor, poniéndose en guardia—. ¿Qué pasó?
—Pues lo que pasó fue que cuando nos retirarnos de allí, hubo quien se negó a hacerlo y algunos descerebrados cortaron los alambres y entraron. Los ametrallaron.
—Rayos.
—Yo no lo vi —dijo el portero—. Es lo que la gente cuenta. —Examinó atentamente los alrededores, le hizo un gesto a Víktor para que se aproximara y le habló al oído—: Nuestro Teddy estaba allí, recibió una herida leve. Nada de importancia. Ahora está reposando en su casa.
—Qué lástima —balbuceó Víktor con tristeza.
Le dio al portero otro puñado de fresas, tomó la llave y subió a su habitación. Sin desvestirse, marcó el número de Teddy. Su nuera le dijo que no era nada, que la bala le había atravesado la nalga, y ahora descansaba acostado boca abajo, bebía vodka y maldecía. Y ella se disponía a ir a la casa del encuentro, a ver a su hijo. Víktor le pidió que le transmitiera a Teddy su saludo, le prometió pasar a verlo y colgó. Aún tenía que telefonear a Lola, pero se imaginaba la conversación, los reproches, los gritos, y decidió no llamar. Se quitó el impermeable, echó un vistazo a las fresas, bajó a la cocina y pidió un bote de crema. Cuando volvió, se encontró a Pavor en su habitación.
—Buenos días —dijo Pavor, con una sonrisa deslumbrante.
Víktor se aproximó a la mesa, echó las fresas en un bol, las cubrió de crema, las espolvoreó con azúcar y se sentó a comer.
—Hola, hola —dijo, sombrío—. ¿Qué le trae por aquí?
No tenía ganas de mirar a Pavor. En primer lugar, porque era un canalla, y en segundo, porque resulta desagradable mirar a la persona a la que has denunciado. Incluso siendo un canalla, incluso si tu delación se realizó a partir de los principios más impecables.
—Escuche, Víktor, estoy dispuesto a darle una disculpa. Los dos nos comportamos como idiotas, pero yo fui el peor. Todo eso se debe a problemas de trabajo. Le presento mis más sinceras disculpas. Me sería particularmente desagradable el hecho de que nos peleáramos por semejante tontería.
Víktor revolvió las fresas con una cuchara y comenzó a comer.
—Oh, Dios, en los últimos tiempos tengo tan mala suerte que me he peleado con todo el mundo —prosiguió Pavor—. Y nadie me tiene simpatía, nadie me apoya, y el cerdo del burgomaestre me ha metido en un asunto asqueroso...
—Señor Summan —dijo Víktor—. Deje de hacerse el tonto. Es capaz de fingir muy bien, pero para suerte mía lo conozco perfectamente, y no me causa placer alguno ser testigo de su talento artístico. Lárguese y no me eche a perder el apetito.
—Víktor —pronunció Pavor, con tono de reproche—, ambos somos personas adultas. No se le puede conceder tanta importancia a lo que se dice tras un par de copas. ¿Acaso cree que profeso esas estupideces que proclamo? Tenía migraña, estaba resfriado, no me va bien... ¿Qué más puede pedirle a una persona?
—Lo que le pido a cada persona es que no me rompa el cráneo por la espalda —explicó Víktor—. Y si me tiene que golpear, cosa que a veces pasa, que no se haga pasar después por amigo mío.
—Ah, se trata de eso —repuso Pavor, pensativo. Su rostro se demudó al instante—. Mire, Víktor, ahora se lo explico. Fue una casualidad. No tenía idea de que se trataba de usted. Además... Usted mismo dice que esas cosas a veces pasan.
—Señor Summan —dijo Víktor, que lamía la cuchara—. Nunca me han gustado las personas de su profesión. Hasta le pegué un tiro a uno de ellos: un tipo muy valiente cuando se trataba de acusar de deslealtad a los oficiales en el estado mayor, pero cuando lo mandaron a primera línea... En una palabra, lárguese.
Pero Pavor no se marchaba. Encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y se reclinó en el asiento. Era comprensible: un tipo corpulento, que seguramente sabía karate y llevaba en el bolsillo un puño americano... «Qué bueno sería tener ahora un ataque de furia... Vaya, me está echando a perder la merienda...»