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Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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—Sin embargo, ocupémonos finalmente de su asunto —prosiguió, sacó el dedo de la revista y la dejó a su lado, sobre el sofá—. Como era de esperar, usted adivinó, de manera totalmente correcta, que mi máquina no determina el valor artístico absoluto de una obra, sino únicamente su destino en un tiempo históricamente observable. —Asentí una y otra vez, secándome el sudor de los ojos—. Al entender eso, se encuentra usted ante un dilema: si vale la pena arriesgarse y darme la Carpeta Azul para su análisis. —Volví a asentir.
—Vamos ahora a analizar —continuó– qué es lo que teme usted, Félix Alexándrovich, y cuáles son sus esperanzas. Por supuesto, teme que mi máquina le asigne, a usted y a toda su labor, una calificación lastimosa, como si en lugar de la obra de toda su vida le entregara papel para reciclaje, escrito con asco, simplemente para salir del paso... o por dinero. Y usted tiene la esperanza de que ocurra un milagro, de que mi máquina le conceda una calificación de seis o siete dígitos, como si en verdad estuviera poniendo al mundo delante de un Nuevo Apocalipsis, que se abrirá camino hasta el lector a través de todos los obstáculos posibles e imposibles... Sin embargo, usted sabe perfectamente, Félix Alexándrovich, que los milagros que acontecen en nuestro mundo son siempre miserables, así que, en esencia, no tiene nada que fundamente sus esperanzas. Con respecto a sus miedos, resulta que usted mismo, conscientemente, ha condenado a su carpeta a ser sepultada en el interior de su escritorio; la condenó desde el principio, la enterró sin permitirle que acabara de nacer, ¿no es verdad, Félix Alexándrovich? ¿Sigue el hilo de mis razonamientos? —Asentí—. ¿Se da cuenta de que lo único que he hecho es poner sus pensamientos en palabras?
—Ha soslayado una tercera posibilidad —dije, después de asentir de nuevo, con una voz tan ronca y queda que yo mismo me sorprendí.
—¡No, Félix Alexándrovich! ¡No la he soslayado! Adivino su amenaza infantil de apelar al fuego. Así que, para castigarlo por eso, le hablaré ahora de una cuarta posibilidad, tan vergonzosa e indigna que ni siquiera la dejará entrar en su conciencia; el terror que siente ante ella está escondido en su interior, es un terror arrugado, desnudo, hediondo... ¿Se lo cuento?
El presentimiento de ese terror arrugado, escondido en mi interior, me atravesó el cuerpo como un espasmo cardiaco, me cortó el aliento, pero estaba seguro de que él no podría decir nada que yo no hubiera pensado ya treinta y tres veces.
—Me gustaría oírlo —mascullé, apretando los dientes, a través del pañuelo que me cubría la boca.
Y él lo narró.
Lo juro por mi honor, lo juro por la vida de mi hija Katia, por la vida de mis nietos: no lo sabía previamente, no podía imaginarme que él mismo me lo contaría. Aquello era particularmente humillante y vergonzoso, porque mi cuarta posibilidad era tan obvia, tan vulgar, estaba tan a la vista... Cualquier persona normal hubiera dicho que era la primera... Para Trepa Nacional hubiera sido la única, las otras no existirían... Sólo gente como yo, engreída sin causa visible, hinchada de ínfulas hasta tal punto que ni siquiera se da cuenta de ello, es capaz de enterrar esa posibilidad tan profundo que ni siquiera sospecha de su existencia...
Pero cómo era posible que yo, Félix Alexándrovich Sorokin, creador de la inolvidable novela Cantaradas oficiales,pudiera imaginarme que la maldita máquina de la calle Bánnaia fuera capaz de reflejar en sus pantallas algo que no fuera una calificación de siete cifras como reconocimiento de mis méritos ante la cultura universal, y no un simple y orgulloso aprobado, testimonio de que la cultura mundial aún no estaba suficientemente madura para asimilar el contenido de la Carpeta Azul, o sería posible que la máquina reflejara en sus pantallas algo así como un 90.000, diciendo que la Carpeta Azul había sido correctamente recibida, correctamente introducida en el plan y que había salido de las impresoras para relajarse en las baldas de las bibliotecas regionales, junto a otros papeles para reciclaje similares, sin dejar la menor huella de sí, ni siquiera un recuerdo, enterrada no en el sarcófago de honor del escritorio, sino entre cubiertas torcidas de cartón de segunda.
—Perdóneme —concluyó él con simpatía en la voz—. Pero no me era posible dejar a un lado esa posibilidad, incluso aunque no quisiera castigarlo un poco.
Asentí en silencio. Una vez más. En verdad, el demonio celestial había roto mis orgullosos cuernos.
—Con relación a su amenaza de quemar la Carpeta Azul y olvidarla, reconozco que me precipité un poco al calificarla como algo infantil. En realidad, esa amenaza me parece seria, bastante seria. ¡Pero qué es eso, Félix Alexándrovich! La milenaria historia de la literatura no conoce ni un caso en que el autor, con sus manos, calcinara su criatura más amada. Sí, quemaban cosas. Pero sólo quemaban aquello que les causaba repulsión y vergüenza... Pero usted, Félix Alexándrovich, usted ama su Carpeta Azul, usted vive en ella, para ella... ¿Cómo se permite quemar eso sólo porque desconoce su futuro?
Claro que tenía razón. Todo aquello no era más que una amarga disquisición sobre el olvido y la incineración... Además, cómo podría quemarla con mi calefacción de gas. Solté una risita nerviosa: ¿la causa de que hayan desaparecido las calderas en las casas será porque se publica demasiada porquería?
Mijaíl Afanásievich también rió, pero al instante volvió a ponerse serio.
—Entiéndame correctamente, Félix Alexándrovich. Usted ha venido a verme buscando un consejo y mi simpatía. Ha acudido a mí, a quien usted considera la única persona capaz de darle un consejo y manifestar una simpatía legítima. Y lo que no quiere entender es que no tendrá nada de eso, ni mi consejo, ni mi simpatía. No quiere entender que ahora estoy viendo ante mí únicamente a un hombre sudoroso, enrojecido, que parece medio enfermo, un hombre de gesto débil, con unas coronarias que se han estrechado hasta un límite peligroso, un hombre cansado que ha vivido mucho, no demasiado inteligente y nada sabio, aplastado por recuerdos vergonzosos y perseguido constantemente por el miedo a la desaparición física. Este hombre no concita simpatía ni ganas de darle un consejo. ¿Y por que habría de dárselo? Entienda, Félix Alexándrovich, su combate interior no me incumbe, y tampoco sus problemas espirituales, y menos todavía, perdóneme, su autoadmiración. Lo único que me interesa es su Carpeta Azul, que su novela sea escrita y terminada. Y no me interesa cómo lo haga ni a qué precio, no soy un estudioso de la literatura ni su biógrafo. Claro que es natural que las personas esperen recompensa por sus trabajos y sus afanes, y en general esto es justo, pero hay excepciones: no hay recompensas, ni puede haberlas, por los tormentos de la creación. Ese tormento contiene en sí mismo la recompensa. Por eso, Félix Alexándrovich, no espere recibir ni la luz, ni la paz. Nunca tendrá paz ni luz.
Y se hizo el silencio. Era como si me hubiera quedado sordo. Y en este silencio sordo entró de repente la bibliotecaria, acompañada por dos ancianas, y se aproximaron, conversando en voz muy baja, a un armario, lo abrieron sin hacer ruido y se dedicaron a poner sobre la mesa y a revisar en silencio unas gruesas carpetas cosidas, llenas de polvo. Lo raro era que, al parecer, no nos veían, no miraron ni una vez hacia nosotros, como si no estuviéramos allí.
Y en aquel silencio, de repente comenzó a sonar la voz profunda y agradable de Mijaíl Afanásievich. No hablaba, no contaba nada, sino que leía en alta voz un libro invisible.
La ciudad los miraba con sus ventanas vacías, cubierta de moho, resbaladiza, carcomida, llena de manchas malignas, como si hubiera estado muchos años pudriéndose en el fondo del mar y la hubieran acabado de sacar a la superficie para burla del sol: y el sol, harto ya de reírse, se dedicara ahora a destruirla. Los tejados se derretían y se evaporaban, la hojalata y las tejas humeaban con vapores oxidados, y desaparecían ante los ojos. Doblegándose sin ruido se fundían las farolas de las calles, los quioscos y las vallas publicitarias se disolvían en el aire, todo en derredor se agrietaba, siseaba quedamente, susurraba, se volvía poroso, transparente, se convertía en montones de fango y desaparecía...
Mijaíl Afanásievich calló, se reclinó en el diván y cerró los ojos. Pero yo había comprendido ya dónde había leído aquello y por qué me parecía tan conocido. No era el final mismo, no se trataba de las últimas líneas, pero ahora vi aquella imagen final y supe cuál sería la última línea, tras la cual no habría nada más que la palabra «fin», y quizá la fecha.
Todo el restaurante del club vio cómo el conocido autor de temas histórico-patrióticos Félix Sorokin, hombre alto, algo grueso, un tipo apuesto de cabellos plateados y nutridos bigotes negros, con la insignia de laureado en la solapa de la chaqueta, avanzó con desenfado entre las mesas, se acercó a una bella mujer que vestía un elegante traje color arena y le besó la mano. Y todo el restaurante fue testigo de cómo se volvía hacia Misha, el camarero.
—¡Carne! —pronunció con claridad—. ¡La que sea! ¡Pero de perro, no! Estoy harto de carne de perro, ¿me oyes, Misha?
La mitad de la sala no prestó atención a aquellas extrañas palabras, la otra mitad la consideró una broma de mal gusto.
—¡Qué raro! —masculló Apollen Apollónovich sacudiendo su cabecita de tortuga—. ¿Cuándo habrá comido...?
Pero Félix Sorokin no estaba bromeando. Y tampoco tuvo tiempo de pelear, eso aún estaba en su futuro. Simplemente, ahora rebosaba una felicidad indignante, indecente y torpe, y ni siquiera él mismo sabía en realidad por qué.
DIEZ
Bónev. Exodus.
Un año después de la guerra, el alférez B. causó baja en las filas como consecuencia de una herida. Le colgaron la medalla de la Victoria, le metieron entre los dientes el salario de un mes y una caja de cartón con un regalo del señor Presidente: una botella de aguardiente confiscada al enemigo, dos latas de paté de Estrasburgo, dos ristras de salchichón de caballo ahumado y dos calzoncillos de seda para estar en casa, también confiscados al enemigo. Al regresar a la capital, el alférez no se arredra. Es un buen mecánico y en cualquier momento lo llamarán a trabajar en los talleres de la universidad, de donde salió para ingresar a las tropas como voluntario, pero no se apresura, reconstruye sus antiguas relaciones, conoce gente nueva, y en el receso se bebe la pacotilla confiscada al enemigo a cuenta de las indemnizaciones. En una fiesta conoce a una mujer llamada Nora, muy parecida a Diana. La fiesta: viejos discos rayados de antes de la guerra, alcohol de baja calidad, de destilación casera, carne enlatada norteamericana, blusas de seda sobre cuerpos desnudos y zanahorias, en todas sus formas. El alférez, haciendo tintinear sus medallas, espanta al momento a los civiles, que constantemente convidan a Nora con zanahorias hervidas, e inicia el asedio adecuado. Nora se comporta de manera extraña. Por una parte, no lo rechaza, pero por otra le da a entender que es peligroso relacionarse con ella. Sin embargo, el ex alférez, excitado por el alcohol de baja calidad, no quiere saber nada. Abandonan la velada y van a casa de Nora. La capital de posguerra, de madrugada: escasos faroles, el pavimento lleno de agujeros, ruinas tapiadas, un circo a medio construir donde se pudren seis mil prisioneros, custodiados por dos inválidos, en un callejón totalmente a oscuras asaltan a alguien... Nora vive en un edificio antiquísimo, de tres pisos, hay heces en las escaleras, en una puerta han escrito con tiza: aquí vive un pastor alemán. En el largo pasillo, lleno de todo tipo de basuras, unas personas que huelen a moho huyen tambaleándose hacia la oscuridad. Nora, haciendo tintinear sus numerosas llaves, abre su puerta, forrada de piel brillante, milagrosamente conservada. En el vestíbulo le da una nueva advertencia, pero B., que supone se trata de algún antecedente delictivo, responde solamente que él ha cargado contra los tanques a lomos de su corcel. El pisito está muy limpio y es cómodo, algo inusitado para la época. Hay un enorme diván. Nora contempla al alférez con cierta lástima, desaparece por poco tiempo y regresa con una botella de coñac abierta y un atuendo cautivador en grado sumo. Resulta que disponen solamente de media hora. Al terminar el plazo, el alférez, satisfecho, se marcha con la esperanza de un nuevo encuentro. Al final del pasillo lo acechan las dos personas malolientes salidas de la oscuridad. Con sonrisas que más bien parecen muecas, le cortan el paso y le proponen conversar. El alférez, sin decir palabra, los golpea y obtiene una victoria inesperadamente fácil. Los caídos, los tipos que huelen a moho, llorando y riendo, le explican al alférez B. en qué situación se encuentra. El ex alférez ha golpeado a los suyos. Ahora todos están en el mismo bando. Nora no es solamente una mujer fascinante, Nora es la reina de las chinches capitalinas. Es su fin, señor oficial, nos vemos en el Atakan, ahí nos reunimos cada noche. Váyase a casa, y cuando no pueda resistir más, venga, está abierto hasta la mañana...
En los límites occidentales de la capital, en un buen edificio que se encuentra junto a una planta química, vive el consejero titular B. con toda su familia. He aquí una descripción intencionalmente detallada e intencionalmente aburrida de las circunstancias que rodean a nuestro protagonista: tres pequeñas habitaciones, un salón, una mujer gastada, cinco hijos verdosos, una suegra vieja y fuerte que ha abandonado la aldea para mudarse con ellos. La planta química apesta, de día y de noche salen de ella columnas de humos de diferentes colores, el hedor ponzoñoso mata los árboles, pone amarilla la hierba y las moscas mutan de manera salvaje y extraña. El consejero titular lleva varios años desplegando una campaña para acorralar la planta: escribe airadas exigencias a la administración, llorosas peticiones a todas las instancias, feroces artículos satíricos en todos los diarios, intenta sin éxito organizar piquetes frente a la entrada. Sin embargo, la planta se mantiene como un bastión. En la orilla del río, delante de la planta, caen muertos los centinelas envenenados; agonizan los animales de compañía, familias enteras abandonan sus pisos y se marchan a vagabundear; en los diarios aparecen esquelas que hablan de la muerte prematura del director de la planta. La esposa del consejero titular B. fallece, sus hijos, uno tras otro, enferman de asma bronquial. Una noche, en el sótano, adonde ha bajado en busca de leña, encuentra un mortero, escondido ahí en la época de la Resistencia, y una enorme cantidad de proyectiles. Esa misma madrugada sube todo aquello a la buhardilla y abre el ventanuco. Ante él aparece la planta, como en un plano: los obreros se afanan a la luz de los proyectores, las vagonetas van de un lado a otro, nubes de vapores letales, amarillas y verdes, se mueven por el aire. «Te mataré», susurra el consejero titular y abre fuego. Ese día no va a trabajar, tampoco lo hace al siguiente. No duerme, no come, se mantiene agachado bajo el ventanuco y dispara continuamente. De vez en cuando hace un receso para que el cañón del mortero pueda enfriarse. El humo de la pólvora lo ha cegado y los disparos lo han ensordecido. A veces le parece que la niebla química se diluye, y entonces sonríe, se relame y susurra: «Te mataré». Después, cae agotado y se duerme, y cuando despierta ve que los proyectiles casi se han terminado, sólo quedan tres. Los dispara y se asoma por el ventanuco. El amplio patio de la planta está lleno de cráteres, brillan los trozos de vidrio, los costados de los gigantescos depósitos de gas muestran abolladuras, el patio está surcado por un complejo sistema de trincheras, los obreros se mueven dando carreras cortas por esas trincheras, las vagonetas se desplazan más rápido que antes, los conductores de los autocares están protegidos por planchas de metal, y cuando el viento aparta las nubes de gases venenosos, en la pared de ladrillos de las oficinas centrales se descubre un letrero reciente, en letras blancas: ¡ATENCIÓN! DURANTE LOS BOMBARDEOS, ESTE LADO ES PARTICULARMENTE PELIGROSO.
Víktor terminó de leer la última página, encendió un cigarrillo y echó un vistazo a la hoja en blanco que acababa de meter en la máquina de escribir. Ahí había solamente una línea y media:
Al salir de la redacción, el periodista B. sintió deseos de tomar un taxi, pero cambió de idea y bajó al paso subterráneo.
Víktor sabía perfectamente lo que le había ocurrido después al periodista B., pero ya no podía escribir más. En su reloj eran las tres menos cuarto. Víktor se levantó y abrió la ventana de par en par. La calle estaba totalmente a oscuras, y en la negrura las gotas de lluvia lanzaban destellos. Víktor terminó de fumar su cigarrillo junto a la ventana, tiró la colilla a la noche mojada y llamó a la recepción. Le respondió una voz desconocida. Víktor preguntó qué día de la semana era. La voz desconocida, tras una vacilación momentánea, le respondió que era la madrugada del sábado. Víktor pestañeó, colgó el teléfono y arrancó la hoja de la máquina con decisión. Basta. Dos días enteros sin levantarse de allí, sin ver a nadie, sin hablar con nadie, con el teléfono desconectado, sin responder a las llamadas en la puerta, sin Diana, sin bebida, al parecer también sin comida, únicamente un corto descanso en el lecho de vez en cuando, para ver en sueños a la reina de las chinches, sentada en el dintel y moviendo sus bigotes negros. Basta. El periodista B. esperará en el andén a que llegue un tren con el letrero no subir. No va a pasarle nada.
Y mientras tanto, vamos a comer algo, nos lo merecemos... Víktor retiró la máquina de escribir, guardó los manuscritos en un cajón y buscó en el bar vacío. Después, se puso a masticar un trozo de pan viejo con mermelada, mientras se reprochaba amargamente haber vaciado en el lavabo el día anterior media botella de brandy para evitar la tentación, y se alegraba de haber iniciado el ciclo de relatos Tras el telón de la gran ciudad,y había comenzado bien, maravillosamente, de una manera completamente satisfactoria. Aunque, con toda seguridad, tendría que reescribirlo todo.
«Qué raro —pensó—, que esos cuentos se me hayan ocurrido precisamente ahora. ¿Y por qué no hace un año, o hace dos años, cuando estuve pensando en ellos? Ahora debería escribir sobre un perturbado que se cree un superhombre, un buen tema. Fue con eso con lo que comencé. Pero no es la primera vez que me ocurre algo así. Si medito a fondo, tendría que decir que siempre me ocurre igual. Y por esa misma razón es imposible escribir por encargo. Uno comienza a escribir una novela sobre los años mozos del señor Presidente, y lo que sale trata de una isla deshabitada donde viven unos monos extraños, que no se alimentan de bananas sino de los pensamientos de los náufragos... Digamos que aquí hay un vínculo superficial. Siempre lo hay, qué pasa. Habría que profundizar, y a quién se le ocurre profundizar si tras dos días de abstinencia hay ganas de beber. Ahora bajo, el recepcionista siempre tiene algo de beber. Termino de comer y bajo...»
Víktor se estremeció y dejó de masticar. Del negro abismo tras la ventana, a través del murmullo de la lluvia, llegó un sonido semejante al de un martillazo sobre una tabla. «Disparos», pensó Víktor con asombro. Aguzó el oído y prestó atención durante cierto tiempo.
Bien, ¿qué quería decir el autor con sus obras? ¿Qué necesidad tuvo de resucitar los tiempos duros de la posguerra, cuando no era difícil tropezarse con chinches o con mujeres de vida fácil? Quizá el autor quería mostrar el heroísmo y la resistencia de la capital, dirigida por su excelencia... ¡No vale, señor Bánev! ¡No se lo permitiremos! Todo el mundo sabe que, por orden directa del señor Presidente, sólo en la capital, a los propietarios de empresas químicas que contaminan el aire les han sido impuestas multas por una cuantía de... Que gracias a la constante e indeclinable atención personal del señor Presidente, más de cien mil niños de la capital asisten anualmente a colonias en el campo... que, de acuerdo a la categoría de rangos, los funcionarios de grado inferior al de consejero palatino no tienen la potestad de reunir firmas para peticiones...
En ese momento, la luz se apagó. «¡Aja!», dijo Víktor. La lámpara se encendió de nuevo, pero sólo a media potencia. «Y esto, ¿qué es?», preguntó Víktor, pero no hubo más luz. Esperó unos minutos y después llamó a la recepción. No obtuvo respuesta. Podía llamar a la planta eléctrica, aunque primero era necesario encontrar la guía telefónica, que quién sabe dónde estaba. Además, era hora de acostarse. Pero antes habría que beber algo. Víktor se incorporó y de repente escuchó un susurro. Alguien pasaba las manos por la puerta. Después, comenzaron a empujar. «¿Quién es?», preguntó Víktor, pero no le respondieron, y sólo se oían resoplidos y empujones. Víktor comenzó a sentir terror. Las paredes, iluminadas por un resplandor rojizo, parecían siniestras, extrañas, en los rincones había demasiadas sombras concentradas, y al otro lado de la puerta se arrastraba algo grande, obtuso y carente de sentido. «¿Con qué podría pegarle?», pensó Víktor, mirando a su alrededor, pero en ese mismo momento le llegó un susurro ronco desde la puerta.
—¿Bánev, estás ahí?
—Idiota —masculló a media voz, fue al vestíbulo y giró la llave. R. Kvadriga entró presuroso a la habitación. Vestía un batín, estaba despeinado, con ojos desencajados.
—Gracias a Dios, que al menos tú estás aquí —dijo, de inmediato—. Hubiera podido volverme loco... Oye, Bánev, hay que largarse... Vámonos, ¿eh? Vámonos de aquí, Bánev... —Agarró a Víktor por la camisa y lo arrastró al pasillo—. Vámonos, no es posible seguir...
—Estás loco —repuso Víktor, mientras se soltaba—. Vete a dormir, borrachín. Son las tres.
Pero Kvadriga logró agarrarlo de nuevo por la camisa, y Víktor descubrió, asombrado, que el doctor honoris causa estaba totalmente sobrio, ni siquiera olía a alcohol.
—No podemos dormir. Hay que escapar de este edificio maldito. ¿Ves lo que ha pasado con la luz? Moriremos aquí... En resumen, hay que largarse de la ciudad. Tengo un coche en la villa. Vámonos. Me iría solo, pero tengo miedo a salir a la calle.
—Aguarda, suéltame —dijo Víktor—. Primero serénate.
Hizo que Kvadriga entrara a la habitación, lo obligó a sentarse en el butacón y fue al baño a buscar un vaso de agua. Kvadriga se levantó enseguida de un salto y lo siguió.
—Estamos solos tú y yo, no queda nadie —dijo—. Gólem no está, el recepcionista no está, el gerente no está...
Víktor abrió el grifo. Hubo un gorgoteo y salieron unas escasas gotas.
—¿Qué, quieres agua? Vamos, tengo una botella entera. Pero rápido. Y juntos.
Víktor golpeó el grifo. Cayeron unas gotas más y el gorgoteo cesó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Víktor mientras el miedo le helaba las venas—. ¿La guerra?
—Nada de guerra... —Kvadriga hizo un ademán—. Hay que largarse antes de que sea tarde, y él pregunta si hay guerra...
—¿Y por qué hay que largarse?
—Te lo cuento por el camino —respondió Kvadriga con una risita idiota.
Víktor lo apartó con el codo, salió de la habitación y se dirigió abajo, a la recepción. Kvadriga lo seguía, a pasitos cortos.
—Oye —balbuceaba—, vámonos por la puerta de servicio... Sólo tenemos que salir, tengo un coche ahí. Ya tiene combustible, lo he recogido todo... Lo presentí, Dios mío... Bebamos un vodka y nos vamos, aquí no queda ni siquiera vodka...
En el pasillo las lámparas de plafón, semejantes a enanitos rojos, apenas alumbraban; en la escalera no había luz, tampoco en el vestíbulo, sólo en el puesto del recepcionista había una bombilla encendida. Alguien estaba allí sentado, y no se trataba del empleado.
—Vamos, vamos —dijo Kvadriga en un susurro y tiró de Víktor en dirección a la salida—. No vayas allí, es un mal lugar...
Víktor se libró de él y echó a andar hacia la recepción.
—Qué desorden hay aquí... —comenzó a decir y calló.
Allí estaba sentado Zurzmansor.
Zurzmansor ocupaba el lugar del recepcionista y escribía deprisa en un grueso cuaderno.
—Bánev —dijo, sin levantar la cabeza—. Todo ha terminado, Bánev. Adiós. Y no olvide nuestra conversación.
—No tengo intención de marcharme —repuso Víktor, con voz entrecortada—. Quiero averiguar qué pasa con la corriente y el agua. ¿Lo han hecho ustedes?
—No —contestó Zurzmansor alzando el rostro amarillento—. No trabajamos más. Adiós, Bánev. —Por encima del mostrador le tendió la mano enfundada en un guante. Víktor se la tomó de forma maquinal, percibió el apretón y lo devolvió—. Así es la vida. El futuro lo crea uno, pero no es para él. Seguramente usted ya se ha dado cuenta de ello. O lo comprenderá pronto. Esto tiene que ver más con usted que con nosotros. Adiós. —Hizo un gesto con la cabeza y se puso nuevamente a escribir.
—¡Vámonos! —susurró Kvadriga al oído de Víktor.
—No entiendo nada —pronunció Víktor, elevando tanto la voz que retumbó en el vestíbulo—. ¿Qué está ocurriendo aquí?
No quería que hubiera silencio en el vestíbulo. No quería sentirse allí como un extraño. El extraño en aquel lugar no era él, y Zurzmansor no tenía por qué estar sentado en la recepción a las tres de la mañana. Y no me podrán intimidar, yo no soy Kvadriga... Pero Zurzmansor no lo escuchaba, no quería escucharlo. Entonces, Víktor se encogió demostrativamente de hombros, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia el restaurante. Se detuvo ante las puertas.
La enorme lámpara central emitía una luz mortecina, igual que las lamparitas de pie y los apliques de las paredes. El salón estaba lleno. Los leprosos ocupaban las mesas. Todos eran idénticos, únicamente sus poses eran diferentes. Unos leían, otros dormían y la mayoría, como paralizados, miraban a un punto del espacio. Los cráneos desnudos brillaban, olía a humedad y a medicamentos. Las ventanas estaban abiertas de par en par, en el suelo se veían charcos de agua. No se oía sonido alguno, sólo el chapoteo de la lluvia que llegaba desde fuera.
Un Gólem tenso, preocupado, con aspecto envejecido, apareció ante Víktor.
—¿Por qué está aquí todavía? —preguntó a media voz—. Váyase, no puede estar aquí.
—¿Cómo que no puedo? —preguntó Víktor, irritado de nuevo—. Quiero beber.
—Baje la voz —replicó Gólem—. Creía que ya se había marchado. Llamé a su puerta. ¿Adonde va ahora?
—A mi habitación. Cogeré una botella y me iré a mi habitación.
—Aquí no hay bebidas alcohólicas.
Víktor, en silencio, señaló con el dedo el bar, donde la luz mortecina se reflejaba en las filas de botellas. Gólem miró también en esa dirección.
—No —dijo—. No lo creo.
—¡Quiero beber! —repitió Víktor con terquedad.
Pero no percibía esa terquedad dentro de sí. Más bien actuaba como un gallito. Los leprosos lo miraban. Los que leían habían bajado sus libros, los paralizados habían girado la cabeza, solamente los que dormían seguían durmiendo. Lo miraban decenas de ojillos brillantes, que parecían colgados de la neblina rojiza.
—No vaya a su habitación —lo previno Gólem—. Váyase del hotel. Vaya con Lola... O a la villa del doctor... Sólo hágame saber dónde se encuentra. Yo pasaré a buscarlo. Escúcheme, Víktor, no se deje dominar por la soberbia, haga lo que le digo. Ahora no puedo contarle nada, además sería indecente. Es una lástima que Diana no esté, ella le diría lo mismo...
—¿Y dónde está Diana?
Gólem miró de nuevo por encima del hombro y después echó un vistazo al reloj.
—A las cuatro... o a las cinco... estará en la estación de autobuses, en las Puertas del Sol.
—¿Y dónde está ahora?
—Ahora está ocupada.
—Bien —dijo Víktor y miró también el reloj—. A las cuatro o las cinco, en las Puertas del Sol.
Tenía muchas ganas de irse, era insoportable estar allí de pie, en el centro de la atención de aquella reunión silenciosa.
—Quizá a las seis —dijo Gólem.
—En las Puertas del Sol... —repitió Víktor—. Allí, donde está la villa de nuestro doctor.
—Exactamente —dijo Gólem—. Diríjase a la villa y espere allí.
—Me parece que simplemente me está echando.
—Sí —dijo Gólem; de repente, clavó los ojos en el rostro de Víktor, mirándolo con interés—. Víktor, ¿acaso no tiene muchas ganas de largarse de aquí?
—Tengo ganas de dormir —dijo Víktor como al descuido—. Llevo dos noches sin dormir. —Agarró a Gólem por un botón y lo llevó al vestíbulo—. Está bien, me voy. Pero, ¿qué pandemia es ésta? ¿Celebran un congreso?
—Sí.
—¿O han iniciado una rebelión?
—Sí.
—¿O ha comenzado la guerra?
—Sí —insistió Gólem—. Sí, sí, sí. Lárguese de aquí.
—Está bien —dijo Víktor; giró para marcharse, pero se detuvo—. ¿Y Diana?
—Ella no corre ningún peligro. Yo tampoco. Ninguno de nosotros corre ningún peligro. En todo caso, hasta las seis. Quizás hasta las siete.
—Lo hago responsable de Diana —dijo Víktor en voz baja.
—Soy responsable de todo. —Gólem sacó un pañuelo y se lo pasó por el cuello.
—¿Sí? Preferiría que respondiera solamente por Diana.
—Estoy harto de usted —dijo Gólem—. Oh, qué harto estoy de usted, patito bello. Diana está con los niños. Diana no corre ningún peligro. Lárguese. Tengo que trabajar.
Víktor se dio la vuelta y caminó hacia la escalera. Zurzmansor no estaba en la recepción, donde solamente ardía la bombilla encima del grueso cuaderno con tapas de hule.
—Bánev —la voz de Kvadriga le llegó desde algún rincón oscuro—. ¿Adonde vas? Vámonos.
—¡No puedo andar por la lluvia en chancletas! —respondió Víktor molesto, sin volverse.
«Nos han echado —pensó—. Nos han echado del hotel. Y quizá nos han echado del ayuntamiento. Y hasta de la ciudad... ¿Qué pasará después?» En su habitación se cambió de ropa con prontitud y se puso el impermeable. Kvadriga no se apartaba de él.
—¿Qué, no te cambias la bata? —preguntó Víktor.
—Es abrigada. Tengo otra en casa.
—Cretino, ve a vestirte.
—No iré —replicó Kvadriga con firmeza.
—Vamos juntos —propuso Víktor.
—No. Y no tenemos que ir juntos. Pero no te preocupes, voy bien... Estoy habituado...
Kvadriga era como un caniche que quería salir a pasear. Daba saltitos, miraba a los ojos, jadeaba, daba tirones a la ropa, corría hasta la puerta y regresaba. No tenía sentido convencerlo de nada. Víktor le tiró su viejo impermeable y quedó pensativo. Sacó de la mesa sus documentos y el dinero, lo distribuyó todo por los bolsillos, cerró la ventana y apagó la luz. A partir de ese momento se dejó guiar por Kvadriga.