Текст книги "Destinos Truncados"
Автор книги: Аркадий и Борис Стругацкие
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Hizo una pausa, recordando que también existían Dostoievski y Faulkner. Pero mientras meditaba cómo volver al papel de la literatura en el estudio a fondo del individuo, se escuchó una voz en el salón.
—Perdone, pero todo eso es bastante trivial. Ésa no es la esencia del problema. El hecho consiste en que los objetos representados por usted no tienen ningún deseo de que los cambien. Y además, son tan desagradables, se han abandonado tanto, que nadie quiere cambiarlos. Entiéndalo, no valen la pena. Que acaben de pudrirse, no desempeñan ningún papel. En su opinión, ¿por el bien de quién deberíamos trabajar?
—¡Ah, se trata de eso! —dijo Víktor lentamente.
Una idea se abrió paso repentinamente: Dios mío, estos mocosos realmente piensan que yo escribo sólo sobre la chusma, que considero a todos canallas, pero no han entendido nada, y cómo van a entenderlo si son niños, niños extraños, niños de una inteligencia enfermiza, pero solamente niños con una experiencia de vida infantil y con un conocimiento infantil de las personas, un montón de libros leídos, idealismo infantil y la aspiración pueril a clasificarlo todo con etiquetas de «bueno» y «malo». Exactamente igual que mis hermanos escritores...
—Me ha confundido el hecho de que ustedes hablan como adultos. Llegué a olvidar que ustedes no son adultos. Entiendo que no es pedagógico hablar así, pero tengo que hacerlo, de otra manera nunca saldríamos de este lío. Todo consiste en que, al parecer, ustedes no entienden cómo un hombre eternamente borracho, histérico, sin afeitar, puede ser una magnífica persona a la que es imposible no querer, ante quien uno inclina la cabeza y se siente honrado al apretar su mano, porque ha atravesado un infierno tal que da miedo sólo imaginarlo, y ha seguido siendo un ser humano. Ustedes consideran que todos los personajes de mis libros son unos miserables asquerosos, pero eso es sólo la mitad del problema. Consideran que los veo de la misma forma que ustedes. Ése es el problema. Es el problema en el sentido de que así, nunca nos entenderemos.
Vaya a saber qué reacción esperaba ante su prédica benevolente. Que comenzaran a mirarse unos a otros, perplejos, o que sus rostros reflejaran que habían comprendido, o que un suspiro de alivio recorriera el salón como señal de que aquella incomprensión había desaparecido finalmente y ahora era posible comenzar todo desde el inicio, sobre un fundamento nuevo, más realista... En todo caso, no ocurrió nada de ello. En las filas traseras volvió a levantarse el chico de los ojos bíblicos.
—¿No nos podría decir qué es el progreso? —preguntó.
Víktor se sintió ofendido. «Claro que sí —pensó—. Y después preguntarán si una máquina puede pensar, y si hay vida en Marte. Las aguas vuelven a su cauce.»
—El progreso —explicó– es el movimiento de la sociedad hacia un estado tal en el que las personas no se asesinan, no se pisotean ni se torturan unas a otras.
—¿Y a qué se dedican? —preguntó un chico gordo, a la derecha.
—A beber y comer kvantum satis-balbuceó alguien a la izquierda.
—¿Y por qué no? —dijo Víktor—. La historia de la humanidad conoce muy pocos intervalos de tiempo en los que la gente podía beber y comer kvantum satis.Para mí, el progreso es el avance hacia un estado en el que no pisotean y no asesinan. Y en mi opinión, no es tan esencial a qué van a dedicarse. Si lo quieren así, para mí son importantes las condiciones indispensables del progreso, y las suficientes es algo que la vida lo dirá...
—Perdóneme —intervino Bol-Kunats—. Analicemos el siguiente esquema: la automatización sigue desarrollándose al mismo ritmo que ahora. Entonces, dentro de varias décadas, la mayoría absoluta de la población activa de la Tierra queda expulsada de los procesos productivos y de la esfera de servicios, pues pasarán a ser innecesarios. Todo será magnífico: la gente estará satisfecha, no habrá por qué matarse unos a otros, nadie molestará a nadie... y nadie necesitará a nadie. Por supuesto, habrá varios cientos de miles de seres humanos que aseguren el trabajo ininterrumpido de las viejas máquinas y la creación de máquinas nuevas, pero los miles de millones restantes simplemente no serán necesarios. ¿Eso está bien?
—No sé —dijo Víktor—. En general, no creo que esté bien del todo... Da pena... Pero debo decirles que, de todos modos, eso es mejor que lo que ahora vemos. Así que es obvio que habrá cierto progreso.
—¿Y usted querría vivir en semejante mundo?
—No logro imaginarme bien ese mundo —contestó Víktor tras pensarlo un instante—, pero si hablo con sinceridad, no estaría mal probar.
—¿Y puede imaginarse a personas que no sientan el menor deseo de vivir en un mundo semejante?
—¡Claro que sí! Hay gente, los conozco, que se morirían de aburrimiento allí. Un lugar que no necesita gobierno, que no hay nadie a quien darle órdenes, que no hay por qué pisotear a nadie. Es verdad que difícilmente renunciarían a hacerlo, tendrían ante sí la rarísima oportunidad de transformar el paraíso en una pocilga... o en un cuartel. Con gusto destruirían un mundo semejante. Bien, quizá no puedo imaginarme a esa gente.
—¿Y sus personajes, esos que tanto ama, a ellos les gustaría un futuro semejante?
—Por supuesto. Allí alcanzarían finalmente la paz que merecen.
Bol-Kunats se sentó, pero enseguida se levantó el chico de la cara llena de granos, moviendo la cabeza con un gesto de amargura.
—Ésa es la esencia de la cuestión. No se trata de si entendemos o no la vida real, la esencia del problema consiste en que ese futuro sea totalmente aceptable para usted o para sus personajes, y para nosotros sería un cementerio. El fin de la esperanza. El final de la humanidad. Un callejón sin salida. Por eso decimos que no queremos gastar fuerzas para trabajar por el bienestar de esos tipos suyos, sucios hasta las orejas y sedientos de paz. Ya no es posible insuflarles energía para una vida verdadera. Y dirá lo que diga, señor Bánev, pero nos ha mostrado en sus libros, libros interesantes, que yo aplaudo sinceramente, que en la humanidad no existen ya los objetos para aplicar las fuerzas, al menos en su generación... Como dice su canción: «Verdad y mentira no son tan diferentes, la verdad de ayer se vuelve mentira, la mentira de ayer se volverá mañana la verdad más sincera, la verdad más común...». Así vagan ustedes, de mentira en mentira. Simplemente, no pueden creer que son ya cadáveres, que crearon con sus manos un mundo que se ha convertido en su lápida. Se pudrieron en las trincheras, estallaron bajo los tanques, ¿y quién mejoró a causa de ello? Denostaron al gobierno, al sistema, como si no supieran que su generación simplemente no merece un gobierno mejor, un sistema mejor. Les daban bofetadas, usted perdone, por favor, y seguían repitiendo que el hombre es, por naturaleza, bueno... o peor todavía, que decir «hombre» es enorgullecerse. ¡Y han llamado hombre a cualquier cosa!
El orador de los granos en la cara hizo un ademán y se sentó. Se hizo el silencio. Al momento, se levantó de nuevo.
—Cuando decía «ustedes» no me refería personalmente a usted, señor Bánev.
—Se lo agradezco —dijo Víktor, molesto.
Sentía una profunda irritación: aquel mocoso lleno de granos no tenía derecho a hablar tan categóricamente, eso era un descaro, un atrevimiento... merecía una colleja y que lo sacaran del salón por una oreja. Se sentía incómodo. Mucho de lo que habían dicho era verdad, él mismo pensaba así, y ahora había caído en la situación de la persona obligada a defender lo que odiaba. Se sentía confuso, no tenía idea de cómo comportarse, cómo seguir la conversación y si valía la pena hacerlo... Miró el salón y vio que esperaban su respuesta, que Irma esperaba su respuesta, que todos aquellos monstruos rozagantes, de orejas grandes, pensaban de la misma manera, y que el atrevido de los granos se había limitado a comunicar la opinión general y la había expresado sinceramente, con profunda convicción, y no porque el día anterior hubiera leído un folleto prohibido, que en realidad no sentían el menor agradecimiento, ni aunque fuera el respeto más elemental hacia él, Bánev, por haber ido de voluntario con los húsares, por haber combatido a caballo contra los tanques, por haber estado a punto de morir de disentería en el cerco, por haber matado a los centinelas enemigos con un cortaplumas y después, en la paz, por haberle dado una bofetada a un oficial operativo que le había propuesto escribir una denuncia, por haber estado sin trabajo, con un agujero en los pulmones, especulando con frutas frescas, aunque le prometían elevados cargos... Y, en realidad, ¿cuál es la razón para que me respeten por todo eso? ¿Por haberme lanzado contra los tanques con un sable? Hay que ser un idiota para tener un gobierno que lleva a su ejército a semejante situación... En ese momento se estremeció, imaginando el enorme razonamiento que deberían haber hecho aquellos pichones para llegar a unas conclusiones a las que los adultos llegan solamente arrancándose toda la piel, destrozando su alma, revolviendo su vida y muchas vidas vecinas... y ni siquiera todos, solamente algunos, pues la mayoría sigue considerando que todo fue correcto y magnífico, y que si es necesario, estarían dispuestos a comenzar todo otra vez por el principio. ¿Habrían llegado de verdad los tiempos nuevos? Miró la sala casi con terror. Al parecer, el futuro había logrado introducir sus tentáculos en el mismo corazón del presente, y ese futuro era frío, implacable, le daban igual todos los méritos del pasado, auténticos o imaginarios.
—Chicos —dijo Víktor—, seguramente no os dais cuenta de ello, pero sois crueles. Vuestros motivos para ser crueles son los mejores, pero la crueldad siempre es idéntica. Y no puede traer nada que no sea más dolor, más lágrimas y más canalladas. Tened eso en cuenta. Y no os imaginéis que estáis diciendo algo especialmente nuevo. Destruir el mundo viejo, y sobre sus restos construir el mundo nuevo es una idea muy vieja. Y hasta ahora, nunca ha dado los resultados deseados. Eso que en el mundo viejo origina el deseo de destruir sin piedad se acomoda con particular facilidad al proceso de destrucción, a la crueldad, a la inflexibilidad, se convierte en algo indispensable en este proceso y se preserva sin falta, se convierte en amo del mundo nuevo y, finalmente, mata a los audaces destructores. Perro no come perro, la crueldad no se aniquila con crueldad. ¡Ironía y lástima, chicos! ¡Ironía y lástima!
De repente, todo el público se puso de pie. Fue algo totalmente inesperado, y por la cabeza de Víktor pasó la loca idea de que finalmente había logrado decir algo estremecedor para la imaginación de sus oyentes. Pero vio que había entrado un leproso al salón, que avanzaba ligero, delgado, casi inmaterial, como una sombra, y los niños lo miraban, no, no sólo lo miraban, se estiraban hacia él. El leproso hizo una leve reverencia de saludo a Víktor, balbuceó una disculpa y se sentó en un extremo, junto a Irma. Todos los niños se sentaron, Víktor miró a Irma y vio que estaba feliz, que intentaba no demostrarlo, pero la alegría y la satisfacción brotaban de ella como de un manantial. Y antes de que él pudiera retomar su discurso, Bol-Kunats comenzó a hablar.
—Temo que nos ha entendido mal, señor Bánev. No somos crueles en absoluto, y si lo somos desde su punto de vista es únicamente en teoría. Nosotros no tenemos la menor intención de destruir su viejo mundo. Nos disponemos a construir el nuevo. Ustedes son crueles: no se imaginan la construcción de lo nuevo sin la destrucción de lo viejo. Pero nosotros nos lo imaginamos muy bien. Incluso ayudaremos a su generación a crear ese paraíso; beban y coman hasta hartarse. Construir, señor Bánev, solamente construir. No destruir nada, sólo construir.
Finalmente, Víktor logró apartar su mirada de Irma y concentrarse en sus pensamientos.
—Sí. Por supuesto —dijo—. Id. Construid. Estoy totalmente con vosotros. Hoy me habéis anonadado, pero de todos modos estoy con vosotros... Si es necesario, renunciaré también a la bebida y las tapas. Sólo os pido no olvidar que hubo que destruir los mundos viejos precisamente porque interferían... interferían con la construcción de lo nuevo, no querían lo nuevo, lo presionaban...
—El viejo mundo actual no interferirá —dijo Bol-Kunats en tono críptico—. Me alegro de que usted pueda orientarse tan correctamente.
Chicos y chicas magníficos. Raros, pero magníficos. Lo que me da lástima de ellos... es que crecerán, unos copularán con otros, se multiplicarán y comenzarán a trabajar por el pan nuestro de cada día... «No —pensó desesperado—. Quizá lo logren...» Recogió las notas que había sobre la mesa. Eran bastantes: «¿Qué es un hecho? ¿Es posible considerar honrada y buena a una persona que trabaja para la guerra? ¿Por qué bebe usted tanto? ¿Qué opina sobre Spengler?».
—Aquí tengo unas preguntas. No sé si ahora valdría la pena... —dijo.
—Mire, señor Bánev —dijo el nihilista con la cara llena de granos levantándose—, no sé de qué preguntas se trata, pero lo que pasa es que, en general, no tienen importancia. Simplemente queríamos conocer a un escritor contemporáneo famoso. Cada escritor famoso expresa la ideología de la sociedad o de una parte de la sociedad, y necesitamos conocer a los ideólogos de la sociedad contemporánea. Ahora sabemos más que antes del encuentro con usted. Gracias.
Los chicos se agitaron en el salón y se oyeron voces: «Gracias, gracias, señor Bánev», se levantaron y echaron a andar hacia la salida. Víktor seguía de pie, con el montón de papeles arrugados en una mano, sintiéndose tonto; se daba cuenta de que se había ruborizado, de que su aspecto era de turbación y desamparo, pero decidió controlarse, se metió las notas en el bolsillo y bajó del estrado.
Lo más difícil era que no había podido comprender cómo debía considerar a aquellos niños. Eran irreales, eran imposibles; sus puntos de vista, su enfoque de lo que él había escrito y de lo que él decía, no tenía puntos de contacto con aquellas trencitas, con aquellas cabezas despeinadas, con los cuellos mal lavados, con las manos flacas y arañadas, con el rumor de chillidos que reinaba por doquier. Era como si una fuerza desconocida, por divertirse, hubiera reunido en el espacio un jardín de la infancia y una disputa científica. Hubiera compatibilizado lo incompatible. Seguramente, así se habría sentido aquella gata de laboratorio si después de darle un trocito de pescado y rascarle detrás de la oreja, le hubieran aplicado corriente eléctrica, le hubieran hecho estallar una carga de pólvora bajo las narices y la hubieran cegado con potentes lámparas...
«Sí —le dijo Víktor a la gata con simpatía—, conocía perfectamente ese estado. Nuestra psique no está preparada para semejantes choques, podemos hasta morir a causa de ellos...»
Entonces se dio cuenta de que estaba rodeado de chicos que no lo dejaban avanzar. Por un instante, sintió pánico. No le hubiera asombrado que, en ese momento, lo derribaran y, con diligencia, se pusieran a hacerle la vivisección a fin de estudiar la ideología. Pero ellos no querían abrirlo en canal. Le tendían libritos abiertos, cuadernos de notas, hojitas de papel. Susurraban: «¡Un autógrafo, por favor!». Chillaban: «Firme aquí, por favor». Le rogaban, con voces roncas: «¡Tenga la bondad, señor Bánev!».
Sacó la pluma estilográfica, y mientras desenroscaba la tapa se dedicó a prestar atención, con el interés de un observador ajeno, a sus propias percepciones, y no se sorprendió al descubrir orgullo. Eran los fantasmas del futuro, y le agradaba ser popular entre ellos.
Cuando llegó a su habitación corrió hacia el bar, se sirvió ginebra y la bebió de un trago, como si fuera un medicamento. Se había olvidado de ponerse la capucha, y de su cabello le caía agua, mojándole el rostro y el vientre. Los pantalones estaban empapados hasta la rodilla y se le pegaban a las piernas; seguramente había andado sin seguir camino alguno, atravesando charcos. Tenía unas ganas feroces de fumar, al parecer no lo había hecho en casi dos horas y media...
«La aceleración del crecimiento», repetía para sus adentros mientras dejaba caer al piso el impermeable empapado, se cambiaba de ropa y se frotaba la cabeza con una toalla. «Es solamente la aceleración», decía para tranquilizarse, mientras encendía un cigarrillo y le daba las primeras chupadas ansiosas. «Ahí está, la aceleración en acción», pensaba con horror, recordando las voces firmes de los chicos, que le aseguraban todo tipo de cosas. Dios, protege a los adultos; Dios, salva a sus padres, ilumínalos, hazlos más inteligentes, ahora es el momento preciso... En aras de ti mismo, te lo pido, señor, o te construirán una torre de Babel como monumento funerario a todos los imbéciles que has dejado sueltos sobre esta tierra para que se multiplicaran, sin meditar suficientemente sobre las consecuencias de la aceleración... Eres un ingenuo, hermano...
Víktor escupió la colilla sobre la alfombra y encendió otro cigarrillo. «¿Por qué me he puesto tan nervioso? —pensó—. La fantasía me ha jugado una mala pasada... Son niños, debido a la aceleración del crecimiento están demasiado desarrollados para su edad. ¿Qué, acaso no he visto niños demasiado desarrollados para su edad? ¿De dónde he sacado que todo eso lo han inventado ellos mismos? Han visto demasiada porquería en la ciudad, han leído demasiados libros, lo han simplificado todo y han llegado, naturalmente, a la conclusión de que hay que construir un mundo nuevo. Pero allí no todos son así. Entre ellos hay líderes, gritones: Bol-Kunats, el chico de los granos en la cara... y la chica guapa. Son los que marcan el paso. Los demás son niños como todos, estaban allí sentados, oyendo y aburriéndose... —Él sabía que eso no era verdad—. Bueno, digamos que no se aburrían, escuchaban con interés; a fin de cuentas es la provincia, tenían delante a un escritor conocido... Por nada del mundo, a su edad, hubiera yo comenzado a leer mis libros. Por nada del mundo, a su edad, hubiera yo ido a alguna otra parte que no fuera al cine, a ver películas de tiros, o a un circo de paso en la ciudad para mirar las piernas de las trapecistas. Me habría importado un comino el viejo mundo y el nuevo mundo, no habría tenido la menor idea de eso. Fútbol, hasta el agotamiento, o robar una bombilla de alguna parte y lanzarla contra una pared, o emboscar a algún alborotador y llenarle la cara de fango...» Víktor se reclinó en el butacón y estiró las piernas. Siempre recordamos los hechos de la infancia feliz con ternura y estamos seguros de que así fue, es y será desde los tiempos de Tom Sawyer. Así debe ser.
Y si no es así, eso quiere decir que el niño es anormal, concita cierta lástima de lejos, y cuando hay un choque directo, da lugar a la indignación pedagógica. Pero el niño lo mira a uno sin chistar y piensa: «Claro, eres adulto, corpulento, me puedes pegar, pero en tu infancia eras un cretino y así te has quedado, y morirás siendo un cretino, pero eso no te basta, también quieres hacer de mí un cretino...».
Víktor se sirvió un poco más de ginebra y se dedicó a recordar cómo había sido todo, y tuvo que darse un trago deprisa para no aullar de vergüenza. Cómo se había hinchado ante aquellos niños, mirándolos desde arriba, satisfecho y suficiente, el estúpido de moda, cómo desde el inicio había hablado de vulgaridades, tonterías vacuas y sonsonetes seudovalientes, y cómo se le habían enfrentado, pero él no se había calmado y había seguido demostrando su aguda incapacidad intelectual, cómo habían intentado orientarlo hacia el camino de la verdad, con toda sinceridad, advirtiéndole de que seguía hablando de cosas banales y triviales, pero él había seguido pontificando, pensando que se saldría con la suya, y cuando finalmente, la paciencia perdida, le dieron una bofetada, comenzó a llorar con temor y se puso a quejarse de que lo trataban mal... y qué vergonzoso había sido su júbilo cuando los niños, por lástima, comenzaron a pedirle autógrafos... Víktor mugió al darse cuenta de que, a pesar de su honradez forzada, nunca se atrevería a contarle a nadie lo ocurrido aquel día, y que apenas media hora después, partiendo de consideraciones sobre cómo conservar el equilibrio espiritual, volvería todo aquello del revés, como si el soplamocos que le propinaran ese día hubiera sido el triunfo más grande de su vida, o al menos un encuentro bastante corriente y no demasiado interesante con niños prodigio de provincias que, a fin de cuentas, son niños y por eso no es mucho lo que entienden de la vida ni de la literatura... «Deberían hacerme jefe del departamento de educación —pensó con odio—. Ahí siempre ha hecho falta gente así... Menudo consuelo —pensó—. Por ahora, estos niños son muy pocos, y si la aceleración sigue al ritmo actual, cuando sean muchos yo tendré la suerte de estar muerto. ¡Qué maravilla: morir a tiempo!»
Llamaron a la puerta.
—¡Sí! —gritó Víktor. Y entró Pavor, abatido, con la nariz hinchada y vistiendo una imitación de albornoz del Turquestán.
—Por fin —dijo, con la voz muy tomada.
Se sentó frente a Víktor, sacó del bolsillo un enorme pañuelo mojado y se puso a sonarse la nariz y a estornudar. Era un espectáculo lastimero; del Pavor de siempre no quedaba nada.
—Por fin, ¿qué? —preguntó Víktor—. ¿Quiere ginebra?
—Ay, no sé —respondió Pavor, sorbiéndose los mocos y soltando un sollozo—. Esta ciudad va a acabar conmigo. ¡Aaaachíssssss!Ay...
—Salud.
—¿Dónde se mete? —preguntó Pavor, en tono caprichoso, mirándolo con ojos lacrimosos—. Hace tres horas que lo busco, quería que me prestara algo para leer. Me muero aquí, mi única tarea es estornudar y sonarme... no hay nadie en el hotel, me dirigí al portero y el muy idiota me propuso un directorio telefónico antiguo y folletos viejos... «Visite nuestra soleada ciudad.» ¿Tiene algo para leer?
—No lo creo —respondió Víktor.
—¡Qué clase de escritor es usted! Vaya, entiendo, no lee lo escrito por otros, pero seguramente hojea sus propias obras de vez en cuando. Por ahí, lo único que se dice es Bánev, Bánev... ¿Cómo se llama ese libro suyo? ¿Muerte después del mediodía? ¿Medianoche tras la muerte?No me acuerdo...
– La desgracia llega a medianoche.
—Ese mismo. Déjeme leerlo.
—No. De eso, nada —dijo Víktor con decisión—. Y si lo tuviera, no se lo daría de todos modos. Me lo llenaría de mocos. Y no entendería nada.
—¿Cómo que no entendería nada? —repuso Pavor, indignado—. Dicen que ahí habla usted de la vida de los homosexuales. ¿Qué hay que entender?
—Váyase usted a... Mejor, bebamos ginebra. ¿Con agua o sola?
Pavor estornudó, gruñó, examinó la habitación con rostro desesperado, echó atrás la cabeza y estornudó de nuevo.
—Me duele la cabeza —se quejó—. Aquí... ¿Y dónde estuvo usted? Dicen que en un encuentro con lectores. ¿Con los homosexuales de la ciudad?
—Peor —dijo Víktor—. Me reuní con los niños prodigio locales. ¿Sabe qué es la aceleración del crecimiento?
—¿La aceleración? ¿No es algo relacionado con la maduración antes de tiempo? He oído algo, hubo cierto alboroto sobre ese tema, pero después crearon una comisión en nuestro departamento, que demostró que la aceleración es el resultado de la atención personal del señor Presidente a la generación más joven de leones y soñadores, de manera que todo volvió a su lugar. Pero sé de qué habla usted, he visto a los niños prodigio locales. Que Dios nos libre de semejantes leones, su lugar está en un museo de horrores.
—¿Y no será que usted y yo deberíamos estar en esa cámara de horrores? —objetó Víktor.
—Es posible —asintió Pavor—. Pero la aceleración no tiene nada que ver con eso. La aceleración del crecimiento es un hecho biológico y fisiológico. Aumenta el peso de los recién nacidos, después se estiran, como jirafas hasta los dos metros, y a los doce años están listos para reproducirse. Aquí se trata de niños de lo más corriente, pero sus maestros...
—Sus maestros, ¿qué?
—Sus maestros no son nada corrientes —explicó Pavor, con voz nasal, después de estornudar.
—¿Qué tienen de poco corriente los maestros de aquí? —preguntó Víktor acordándose del director del gimnasio—. ¿Se les olvida cerrarse la bragueta?
—¿Qué bragueta? —preguntó Pavor, clavando los ojos intrigados en Víktor—. Creo que no tienen bragueta.
—¿Y qué más?
—¿En qué sentido?
—¿Qué más tienen de poco corriente?
Pavor estuvo largo rato sonándose la nariz. Víktor sorbía ginebra y lo miraba con lástima.
—Veo que usted no sabe nada —dijo Pavor, mirando el pañuelo mocoso—. Como señala justamente el señor Presidente, la habilidad fundamental de nuestros escritores es el desconocimiento crónico de la vida y el alejamiento de los intereses de la nación... Usted lleva aquí más de una semana. ¿Ha estado en alguna otra parte que no sea la taberna o el sanatorio? ¿Ha conversado con alguien que no sea el cerdo borracho de Kvadriga? Sabrá Dios por qué le pagan...
—Basta. Ya tengo suficiente con los periódicos. Mira al crítico mocoso, al maestro sin bragueta...
—Ah, ¿no le gusta? —repuso Pavor, satisfecho—. Está bien, no sigo. Cuénteme cómo fue su encuentro con los niños prodigio.
—No hay gran cosa que contar. Son como cualesquiera niños prodigio...
—Entonces, ¿qué?
—Pues llegué, me hicieron unas cuantas preguntas. Temas interesantes, de adultos... —Víktor calló un momento—. En general, a decir verdad, me dieron con todo.
—¿Qué preguntas? —insistió Pavor, que miraba a Víktor con auténtico interés, y al parecer con simpatía.
—No se trataba de las preguntas —suspiró Víktor—. Sinceramente, lo que más me sorprendió es que son como adultos, pero no como cualquier adulto, sino como adultos del más alto nivel. Una incompatibilidad infernal... —Pavor, comprensivo, hizo un gesto de asentimiento—. En una palabra, lo pasé mal allí. No quiero ni acordarme.
—Está claro. No es usted el primero ni el último. Debo decirle que los padres de un niño de doce años son seres que inspiran lástima, pues llevan sobre sus hombros innumerables preocupaciones. Pero los padres de aquí son algo especial. Me recuerdan la retaguardia de un ejército de ocupación en zonas de fuerte actividad guerrillera... De todos modos, ¿qué le preguntaron?
—Pues me preguntaron qué es el progreso.
—Aja. Y en opinión de ellos, ¿qué es el progreso?
—Pues algo muy sencillo. Encerrarnos a todos en una reserva, para que no molestemos, mientras ellos, en libertad, estudian a Spengler y a Zurzmansor. Al menos, ésa fue la impresión que saqué.
—Pues sí, puede ser así —dijo Pavor—. Según es el cura, así son los creyentes. Usted habla de la aceleración, de Zurzmansor... ¿Y sabe qué opinión tiene la nación sobre eso?
—¿Quién, quién?
—¡La nación! Dice que todas las desgracias vienen de los mohosos. Los niños han perdido el juicio a causa de los mohosos...
—Eso es porque no tenemos judíos en la ciudad —señaló Víktor; después recordó al leproso que había entrado en el salón, y cómo los niños se habían puesto de pie, y el rostro de Irma—. ¿Lo dice en serio?
—No lo digo yo —explicó Pavor—. Es la voz de la nación. Vox populi. Los gatos han huido de la ciudad y los niños adoran a los mohosos, los visitan en la leprosería, pasan allí el día y la noche, andan sin control, no obedecen a nadie. Les roban dinero a sus padres y compran libros... Dicen que, al principio, los padres estaban muy contentos porque los niños no rompían los pantalones trepando vallas, sino que permanecían calladitos en casa, leyendo libritos. Sobre todo, con este tiempo tan malo. Pero ahora todos ya saben adonde ha llevado todo eso y quién lo armó. Ahora nadie se alegra. Sin embargo, siguen teniendo miedo de los mohosos y únicamente gruñen cuando los ven pasar...
«La voz de la nación —pensó Víktor—. La voz de Lola y del señor burgomaestre. Conocemos esa voz. Gatos, lluvias, televisores. Sangre de recién nacidos cristianos...»
—No entiendo —dijo—. ¿Habla en serio o bromea?
—¡No lo digo yo! —repitió Pavor, con sentimiento—. Lo dicen en la ciudad.
—Sé lo que dicen en la ciudad. ¿Qué piensa usted de todo eso?
—El flujo de la vida —dijo Pavor, misterioso, encogiéndose de hombros—. Rumores mezclados con verdades. —Miró a Víktor por encima del pañuelo—. No me considere un idiota. Mejor acuérdese de los niños: ¿dónde ha visto niños así? O, al menos, tantos niños semejantes.
«Sí —pensó Víktor—, niños semejantes... Los gatos son una cosa, pero aquel leproso en el salón no era un gato en la lluvia. Hay una expresión que habla de un rostro, iluminado desde dentro. Irma tenía exactamente esa cara, y cuando habla conmigo, su rostro sólo se ilumina por fuera. Y con la madre apenas habla, se limita a escupir entre dientes una mezcla de repulsión y condescendencia... Pero si todo esto es así, si es verdad y no un asqueroso rumor, parece algo muy sucio. ¿Qué quieren de los niños? Ellos son enfermos, gente condenada... y, en general, qué desvergüenza es ésa, azuzar a los niños contra sus padres, aunque sean padres como Lola y como yo. Basta ya, señor Presidente: la nación está por encima de los lazos filiales, la Legión de la Libertad es vuestro padre y vuestra madre, y el chiquillo va al puesto de mando más cercano e informa de que el padre ha dicho que el señor Presidente es un tipo raro, y de que la madre ha dicho que las marchas de la Legión son un gasto absurdo de dinero. Y, para colmo, ahora aparece un señor de negro, mohoso, y sin preámbulo proclama que tu padre es un cerdo borracho descerebrado, y tu madre una imbécil, una zorra. Supongamos que todo esto es verdad, pero de todos modos es una desvergüenza. Eso no se hace así, eso no les incumbe para nada, no son ellos los responsables de todo eso y nadie les pide que se dediquen a ese tipo de educación... Es algo patológico... Y ni siquiera es educativo. ¿Y si es algo peor? Un niño comienza a balbucear algo sobre el progreso, con sus labios rosados, se pone a decir cosas crueles, terribles, sin darse cuenta de qué está diciendo, pero desde su más tierna edad se acostumbra a la crueldad intelectual, a la más terrible de las crueldades que se pueda pensar, y ellos, con sus trapos negros atados sobre la cara que se les cae a pedazos, están detrás de ellos, tirando de los hilos... lo que quiere decir es que no existe una nueva generación, que es el mismo juego sucio y antiguo con marionetas, y yo fui dos veces estúpido cuando me sentía morir hoy en el estrado... Cuan vil es todo esto que llamamos nuestra civilización...»