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Crimen y castigo
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Sí, sí; tiene usted razón —se excusó el estudiante—; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así, pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodia, comprendimos muy pronto que no era de los nuestros. Y no porque se había hecho rizar el pelo en la peluquería, ni porque alardeaba de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme —dijo, deteniéndose de pronto, cuando subían la escalera—: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles sentimientos, y, a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me voy. Buenas noches.

—Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? —preguntó, ya en la habitación, Pulqueria Alejandrovna a su hija.

—Tranquilízate, mamá —repuso Dunia, quitándose el sombrero y la mantilla—. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto por mi hermano!

—¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.

Las lágrimas llenaban sus ojos.

—Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.

—¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!

Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunia defendía a su hermano, lo que demostraba que te había perdonado.

—Estoy segura de que mañana será otro —añadió para ver qué contestaba su hija.

—Pues a mí no me cabe duda —afirmó Dunia– de que mañana pensará lo mismo que hoy.

Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.

Dunia se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la hija contra su pecho.

Después, Pulqueria Alejandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta de Rasumikhine. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotia Romanovna cuando tenía alguna preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.

No cabía duda de que Rasumikhine se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita pasión de borracho ante la aparición de Dunia, pero los que vieran a la joven ir y venir por la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado fácilmente al estudiante.

Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa...

No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Rasumikhine, aquel gigante accidentalmente borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunia en un momento en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban. Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotia Romanovna temblaba de indignación ante las acusaciones de Rodia, Rasumikhine hubiera mentido en defensa de la joven.

El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la patrona de Raskolnikof, Praskovia Pavlovna, tendría celos de Dunia y, seguramente, también de Pulqueria Alejandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulqueria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna circunstancia podía impulsarla a transigir.

Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.

—No entro, pues el tiempo apremia —dijo apresuradamente cuando le abrieron—. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.

Y se fue corriendo por el pasillo.

—¡Qué joven tan avispado... y tan amable! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, complacida.

—Yo creo que es una excelente persona —dijo Dunia calurosamente y reanudando sus paseos por la habitación.

Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasumikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la belleza deslumbrante de Avdotia Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.

Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así, del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin demostrarlo, que Avdotia Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimof se extendió sobre el tema con profunda complacencia. Pulqueria Alejandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por una idea fija, algo así como una monomanía. Él, Zosimof, estaba entonces enfrascado en el estudio de esta rama de la medicina.

—Pero no debemos olvidar —añadió– que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio... La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.

Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotia Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.

—Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente —ordenó Rasumikhine mientras se iba con Zosimof—. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.

—¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! —dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.

Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.

—¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?

Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.

—¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! —gritó Zosimof debatiéndose.

Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.

—Desde luego, soy un asno —dijo con trágico acento—. Pero tú eres tan asno como yo.

—Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.

Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.

—Escucha —dijo a Zosimof—, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...

—¡Pero si yo no pienso nada!

—Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!

Zosimof se echó a reír de buena gana.

—Pero ¿para qué la quiero yo?

—Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.

—Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el matrimonio?

—Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarof ha intentado...

—Entonces, la plantas y en paz.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?

—Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.

—Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.

—Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?

—¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpessuculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no sucederá.

II



A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.

Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.

¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.

Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.

—Ciertamente —balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado—, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.

Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.

Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y —esto sobre todo– las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.

«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _

En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió volver a las once.

—Pero veremos si lo encuentro aquí —añadió—. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?

—Creo que vendrán ellas —repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta—. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.

—Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.

—Estoy preocupado por una cosa —dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría—. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.

—Y también a su hermana y a su madre, ¿no?

—Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?

—¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.

—Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.

—Y a Porfirio.

—¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.

—Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.

—Ya se las arreglarán —repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.

—¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?

—¡Esto es todo un interrogatorio! —exclamó Rasumikhine fuera de sí—. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.

—¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.

A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.

Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulqueria Alejandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues deseaba conferenciar con Rasumikhine sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodia.

Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.

Avdotia Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Rasumikhine estuvo a punto de echar pestes de la pensión, pero se acordó de Lujine, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró cuando las preguntas de Pulqueria Alejandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada. Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones. Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovitch durante el año último, y terminó con un relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir, como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias. Las dos mujeres le escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.

—Dígame —dijo vivamente Pulqueria Alejandrovna—, ¿qué juzga usted...? ¡Oh, perdón...! No conozco todavía su nombre.

—Dmitri Prokofitch.

—Pues bien, Dmitri Prokofitch; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de Rodia, sus ideas, en estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber qué es lo que le gusta y lo que no le gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su ánimo en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...

—Pero, mamá —le interrumpió Dunia—, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?

—¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!

—Sin embargo —dijo Rasumikhine—, esos cambios son muy naturales. Yo no tengo madre, pero sí un tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente... Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo que suponemos) se ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías, y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.

—¡Quiera Dios que sea así! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, consternada por las revelaciones de Rasumikhine acerca del carácter de su Rodia.

Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotia Romanovna. Mientras hablaba, le había dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco. Rasumikhine dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza. Si Avdotia Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Rasumikhine no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.

—Nos ha dado usted —dijo Avdotia Romanovna con una sonrisa– interesantes detalles acerca del carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía que usted lo admiraba... Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto —añadió, pensativa.

—Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...

—¿Qué?

—Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás —afirmó Rasumikhine.


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