Текст книги "Crimen y castigo"
Автор книги: Федор Достоевский
сообщить о нарушении
Текущая страница: 22 (всего у книги 41 страниц)
—¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?
—Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
—De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
—No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais [29] y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?
—¿Pretende usted subir al globo?
—¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir —murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?, pensó Raskolnikof.
—No, el pagaré no me preocupó en ningún momento —dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido—. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.
—Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
—¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?
—¿Qué clase de apariciones?
—¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.
—¿Y usted? ¿Usted cree?
—Sí y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar.
—¿Usted las ha tenido?
Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.
—Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme —respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.
—¿Es posible?
—Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera [30], al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.
—¿Despierto?
—Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.
—¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? —dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las había pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.
—¿De veras ha pensado usted eso? —exclamó Svidrigailof, sorprendido—. ¿De veras? ¡Ah! Ya dela yo que entre nosotros existía cierta afinidad.
—Usted no ha dicho eso —replicó ásperamente Raskolnikof.
—¿No lo he dicho?
—No.
—Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
—¿Qué quiere decir eso de «él mismo? —exclamó Raskolnikof—. ¿A qué se refiere usted?
—Pues no lo sé —respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.
—¡Todo eso son tonterías! —exclamó Raskolnikof, irritado—. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?
—¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch —me preguntó—, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.
»—Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente.
»—¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
»—¿Es que te molesta hasta que venga a verte?
»—Oye, Marfa Petrovna —le digo para mortificarla—, voy a volver a casarme.
»—Eso es muy propio de ti —me responde—. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.
»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?
—¿No me estará usted contando una serie de mentiras? —preguntó Raskolnikof.
—Miento muy pocas veces —repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.
—Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
—No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.
—Usted debe ir al médico.
—No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.
—No, de ningún modo puedo creer eso —dijo Raskolnikof con cierta irritación.
—La gente —murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo– suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.
—Estoy seguro de que no existen —exclamó Raskolnikof con energía.
—¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
-Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
—Yo no creo en la vida futura —replicó Raskolnikof.
Svidrigailof estaba ensimismado.
—¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? —preguntó de pronto.
«Está loco, pensó Raskolnikof.
—Nos imaginamos la eternidad —continuó Svidrigailof– como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
—¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? —preguntó.
—¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera —respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.
—Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso —exclamó—. Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.
—Perdone —dijo Raskolnikof bruscamente—. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.
—Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a casar con Piotr Petrovitch Lujine?
—Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.
—¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?
-Bien. Hable, pero deprisa.
—No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.
—No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.
—¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera víctima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.
—Lo que usted sintió —dijo Raskolnikof– fue un capricho de hombre libertino y ocioso.
—Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.
—¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
—Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya había llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
—Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.
—Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.
—Realmente está usted loco —exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido—. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
-Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido use que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero enseguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
—Basta ya —dijo Raskolnikof—. Su proposición es de una insolencia imperdonable.
—No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a mi hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
—Es muy posible.
—Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
—No lo haré.
—En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
—Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
—Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
—No cuente con ello.
—Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.
—¿Usted cree?
—¿Por qué no? —exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
—¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de... Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.
—¿Dónde me ha visto usted esta mañana? —preguntó Raskolnikof con visible inquietud.
—Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el globo de Berg.
—Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
—¿Qué viaje?
—El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
—¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
—A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
—¿Aquí?
—Sí.
—No ha perdido usted el tiempo.
—Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio... Adiós, hasta la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.
—¿Habla usted en serio?
—Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.
Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.
II
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
—¿Quién era ese señor que estaba contigo? —preguntó Rasumikhine apenas llegaron a la calle.
—Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él. Estaba deseando poder decírtelo.
—¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin, Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
—No lo sé.
—¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
—¿Te has fijado en él? —preguntó Raskolnikof tras una pausa.
—Sí, lo he podido observar perfectamente.
—¿De veras lo has podido examinar bien? —insistió Raskolnikof.
—Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
—Oye —murmuró Raskolnikof—, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una ilusión?
—Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikof torció la boca en una sonrisa.
—Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
—Pero ¿qué disparates estás diciendo?
—Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi imaginación.
—¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodia! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikof no le contestó. Rasumikhine reflexionó un instante.
-Bueno, te lo voy a contar todo -dijo-. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo. Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfirio Petrovitch. Zamiotof estaba con él todavía. Intenté empezar enseguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfirio junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamiotof no he cruzado una sola palabra... Yo temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
—Tienes razón —dijo Raskolnikof.
Y pensó: «¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño: nunca se me había ocurrido pensar qué dirá Rasumikhine cuando se entere.»
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfirio Petrovitch no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Lujine. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación. Piotr Petrovitch, siempre riguroso en cuestiones de etiqueta, se retrasó un momento en el vestíbulo para quitarse el sobretodo. Pulqueria Alejandrovna se dirigió inmediatamente a él, mientras Dunia saludaba a su hermano.
Piotr Petrovitch entró en la habitación y saludó a las damas con la mayor amabilidad, pero con una gravedad exagerada. Parecía, además, un tanto desconcertado. Pulqueria Alejandrovna, que también daba muestras de cierta turbación, se apresuró a hacerlos sentar a todos a la mesa redonda donde hervía el samovar. Dunia y Lujine quedaron el uno frente al otro, y Rasumikhine y Raskolnikof se sentaron de cara a Pulqueria Alejandrovna, aquél al lado de Lujine, y Raskolnikof junto a su hermana.
Hubo un momento de silencio. Lujine sacó con toda lentitud un pañuelo de batista perfumado y se sonó con aire de hombre amable pero herido en su dignidad y decidido a pedir explicaciones. Apenas había entrado en el vestíbulo, le había acometido la idea de no quitarse el gabán y retirarse, para castigar severamente a las dos damas y hacerles comprender la gravedad del acto que habían cometido. Pero no se había atrevido a tanto. Por otra parte, le gustaban las situaciones claras y deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo adecuado.
—Deseo que hayan tenido un buen viaje —dijo a Pulqueria Alejandrovna en un tono puramente formulario.
—Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
—Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso, Avdotia Romanovna?
—Yo soy joven y fuerte y no me fatigo —repuso Dunia—; pero mamá ha llegado rendida.
—¿Qué quieren ustedes? —dijo Lujine—. Nuestros trayectos son interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían ustedes con demasiadas dificultades.
—Pues sí, Piotr Petrovitch —se apresuró a contestar Pulqueria Alejandrovna en un tono especial—, nos vimos verdaderamente apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven. Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
—¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer —murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que, a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio. Rasumikhine no tenía nada que decir. En consecuencia, fue Pulqueria Alejandrovna la que tuvo que reanudar la conversación.
—¿Sabe usted que ha muerto Marfa Petrovna? —preguntó, echando mano de su supremo recurso.
-¿Cómo no? Me lo comunicaron enseguida. Es más, puedo informarla a usted de que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof partió para Petersburgo inmediatamente después del entierro de su esposa. Lo sé de buena tinta.
—¿Cómo? ¿Ha venido a Petersburgo? —exclamó Dunetchka, alarmada y cambiando una mirada con su madre.
—Lo que usted oye. Y, dada la precipitación de este viaje y las circunstancias que lo han precedido, hay que suponer que abriga alguna intención oculta.
—¡Señor! ¿Es posible que venga a molestar a Dunetchka hasta aquí?
—Mi opinión es que no tienen ustedes motivo para inquietarse demasiado, ya que eludirán toda clase de relaciones con él. En lo que a mí concierne, estoy ojo avizor y pronto sabré adónde ha ido a parar.
—¡Ah, Piotr Petrovitch! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. Usted no se puede imaginar hasta qué punto me inquieta esa noticia. No he visto a ese hombre más que dos veces, pero esto ha bastado para que le considere un ser monstruoso. Estoy segura de que es el culpable de la muerte de Marfa Petrovna.
—Sobre este punto, nada se puede afirmar. Lo digo porque poseo informes exactos. No niego que los malos tratos de ese hombre hayan podido acelerar en cierto modo el curso normal de las cosas. En cuanto a su conducta y, en general, en cuanto a su índole moral, estoy de acuerdo con usted. Ignoro si ahora es rico y qué herencia habrá recibido de Marfa Petrovna, pero no tardaré en saberlo. Lo indudable es que, al vivir aquí, en Petersburgo, reanudará su antiguo género de vida, por pocos recursos que tenga para ello. Es un hombre depravado y lleno de vicios. Tengo fundados motivos para creer que Marfa Petrovna, que tuvo la desgracia de enamorarse de él, además de pagarle todas sus deudas, le prestó hace ocho años un extraordinario servicio de otra índole. A fuerza de gestiones y sacrificios, esa mujer consiguió ahogar en su origen un asunto criminal que bien podría haber terminado con la deportación del señor Svidrigailof a Siberia. Se trata de un asesinato tan monstruoso, que raya en lo increíble.
—¡Señor Señor! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Raskolnikof escuchaba atentamente.
—¿Dice usted que habla basándose en informes dignos de crédito? —preguntó severamente Avdotia Romanovna.
—Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigailof existían desde hacía tiempo relaciones tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio. Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada por Svidrigailof. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta. Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos. Sin duda, Avdotia Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos tiempos en que existía la esclavitud.