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Crimen y castigo
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Автор книги: Федор Достоевский



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Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.

«Me ha dado una buena lección —se dijo mentalmente, helado de espanto—. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»

Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo.

En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.

—Ya veo que no me ha creído usted —prosiguió Porfirio—. Usted supone que todo esto son bromas inocentes.

Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de satisfacción, mientras de nuevo iba y venía por el despacho.

—Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovitch... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud, y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovitch, que en su interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano, para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la guerra... Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien; ahora voy a decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovitch...

Y al pronunciar estas palabras, Porfirio Petrovitch, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.

—Además —continuó—, yo soy un hombre sincero... ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame: ¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo malo para el otro. Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.

»Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral. Como es lógico, espera su triunfo, cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por eso deja de inspirar sospechas... Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza y se encuentra como cogido en una trampa.

»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je...! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana?

—No se preocupe —exclamó Raskolnikof, echándose de pronto a reír—. Le ruego que no se moleste.

Porfirio se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también. Entonces Raskolnikof, cuya risa convulsiva se había calmado, se puso en pie.

—Porfirio Petrovitch —dijo levantando la voz y articulando claramente las palabras, a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para sostenerse sobre sus temblorosas piernas—, estoy seguro de que usted sospecha que soy el asesino de la vieja y de su hermana Lisbeth. Y quiero decirle que hace tiempo que estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y detenerme, hágalo. Pero no le permitiré que siga burlándose de mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.

Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de cólera, y su voz, dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.

—¡No lo permitiré! —exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa—. ¿Oye usted, Porfirio Petrovitch? ¡No lo permitiré!

—¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? —dijo Porfirio Petrovitch con un gesto de vivísima inquietud—. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion Romanovitch?

—¡No lo permitiré! —gritó una vez más Raskolnikof.

—No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les diremos? ¿No comprende?

Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de Raskolnikof.

—No lo permitiré, no lo permitiré —repetía Rodia maquinalmente.

Sin embargo, había bajado también la voz. Porfirio se volvió rápidamente y corrió a abrir la ventana.

—Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío, pues está verdaderamente trastornado.

Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa en un rincón.

—Tenga, beba un poco —dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano– Tal vez esto le...

El temor y la solicitud de Porfirio Petrovitch parecían tan sinceros, que Raskolnikof se quedó mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.

—Rodion Romanovitch, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque sólo sea un sorbo!

Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikof se lo llevó a la boca y después, cuando se recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.

—Ha tenido usted un amago de ataque —dijo Porfirio Petrovitch afectuosamente y, al parecer, muy turbado—. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofitch. Precisamente ayer vino a verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir, malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. «¡Qué ocurrencia! —pensaba—. ¡Señor! ¡Dios mío! Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios.

—Yo no lo envié —repuso Raskolnikof—, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.

—¿Conque lo sabía?

—Sí. ¿Qué piensa usted de ello?

—Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovitch, que estoy enterado de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo. Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla, y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes, pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he interpretado exactamente su estado de ánimo?

Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de Rasumikhine, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal. Siéntese, haga el favor.

Raskolnikof obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de interés de Porfirio Petrovitch. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro.

«¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho?»

—Durante el ejercicio de mi profesión —continuó inmediatamente Porfirio Petrovitch—, he tenido un caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo. Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien, amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre... En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad, Rodion Romanovitch, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio...

Momentáneamente, Raskolnikof creyó ver que todo daba vueltas.

«¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible!», se dijo, rechazando con todas sus fuerzas un pensamiento que —se daba perfecta cuenta de ello– amenazaba hacerle enloquecer de furor.

—En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de mis actos —exclamó, pendiente de las reacciones de Porfirio Petrovitch, en su deseo de descubrir sus intenciones—. Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?

—Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovitch, mi querido amigo: permítame hacerle una nueva observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este maldito asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario, usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se daba cuenta de lo que hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?

El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikof se recostó en el respaldo del sofá para apartarse de Porfirio, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una mirada fija y llena de asombro.

—Algo parecido puede decirse de la visita de Rasumikhine. Si usted fuese el culpable, habría dicho que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Rasumikhine vino a verme porque usted lo envió.

Raskolnikof se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.

—Sigue usted mintiendo —dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil—. Usted quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas —añadió, dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras—. Usted quiere asustarme; usted se está burlando de mí, sencillamente.

Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró en sus ojos.

—Está diciendo una mentira tras otra —exclamó—. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo aquello que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!

—¡Qué veleta es usted! —dijo Porfirio con una risita mordaz—. No hay medio de entenderse con usted. Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.

Los labios de Raskolnikof empezaron a temblar.

—Sí, le tengo verdadero afecto —prosiguió Porfirio, apretando amistosamente el brazo del joven—, y no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella. Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el contrario, sólo les causa inquietudes...

—Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me vigila y qué interés tiene en que yo lo sepa?

—Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. Usted no se da cuenta de que, cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí que a los demás. Rasumikhine me ha contado también muchas cosas interesantes... Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar de su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son... Le voy a poner un ejemplo, volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla es un detalle de valor extraordinario para un juez que está instruyendo un sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza, sin reserva alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría procedido como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su desconfianza, no dejarle entrever que estaba al corriente de este detalle, para arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «¿Qué hacia usted, entre diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón de la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros que le llevaran a la comisaría?» He aquí cómo habría procedido yo si hubiera abrigado la menor sospecha contra usted: le habría sometido a un interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un registro en la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El hecho de que haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Pero usted ha perdido el sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz de ver nada.

Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo.

—No hace usted más que mentir —repitió resueltamente—. Ignoro lo que persigue con sus mentiras, pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme... ¡Miente usted!

—¿Que miento? —replicó Porfirio, acalorándose visiblemente, pero conservando su acento irónico y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la opinión que Raskolnikof tuviera de él—. ¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio, el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je, je, je...! Sin embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de alucinación?» Esta enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!

Raskolnikof le miró con despectiva arrogancia.

—En resumidas cuentas —dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfirio—, yo quiero saber claramente si me puedo considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfirio Petrovitch; dígamelo ahora mismo y sin rodeos.

—Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! —exclamó Porfirio Petrovitch con perfecta calma y cierto tonillo de burla—. Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?

—¡Le repito —replicó Raskolnikof, ciego de ira– que no puedo soportar...!

—¿La incertidumbre? —le interrumpió Porfirio.

—¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Lo ha oído? ¡De ningún modo!

Y Raskolnikof dio un fuerte puñetazo en la mesa.

—¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy bromeando.

Al decir esto Porfirio, su semblante había perdido su expresión de temor y de bondad. Ahora ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y un gesto amenazador. Parecía haber terminado con las simples alusiones y los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta actitud fue momentánea.

Raskolnikof se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira le dominaba. Sin embargo, aunque su exasperación había llegado al límite, obedeció —cosa extraña– la orden de bajar la voz.

—No me dejaré torturar —murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con una mezcla de amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su cólera—. Deténgame —añadió—, regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo prohíbo!

—Nada de reglas —respondió Porfirio, que seguía sonriendo burlonamente y miraba a Raskolnikof con cierto júbilo—. Le invité a venir a verme como amigo.

—No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi gorra y me marcho. Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.

Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.

—¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? —le dijo Porfirio Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? —preguntó Rodia, fijando en el juez de instrucción una mirada llena de inquietud.

—Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!

Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.

—Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.

—¿Qué demonios se trae usted entre manos?

Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.

—Está cerrada con llave y la llave la tengo yo —dijo Porfirio.

Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.

—No haces más que mentir —gruñó Raskolnikof sin poder dominarse—. ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!

Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor alguno.

—¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! —siguió vociferando Raskolnikof—. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.

—¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.

—¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.

—Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus propios ojos.

Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.

En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.

—Ya vienen —exclamó Raskolnikof—. Has enviado por ellos... Los esperabas... Lo tenías todo calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras... Estoy preparado.

Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo habrían podido prever jamás.

VI



He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.

—¿Qué pasa? —gritó Porfirio Petrovitch, contrariado—. Ya he advertido que...

Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.

—¿Quieren decir de una vez qué pasa? —repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.

—Es que está aquí el procesado Nicolás —dijo una voz.

—No lo necesito. Que se lo lleven.

Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.

—¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?

—Es que Nicolás... —empezó a decir el mismo que había hablado antes.

Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.

El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.

Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.

Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.

—¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? —exclamó el juez, sorprendido e irritado.

De pronto, Nicolás se arrodilló.

—¿Qué haces? —exclamó Porfirio, asombrado.

—¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! —dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.

Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.

—¿Qué dices? —preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.

—Yo... soy... un asesino —repitió Nicolás tras una pausa.

—¿Tú? —exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto—. ¿A quién has matado?

Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:

—A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté... con un hacha. No estaba en mi juicio —añadió.

Y guardó silencio, sin levantarse.

Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.

—Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte —exclamó, irritado—. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?

—Sí, soy un asesino; lo confieso —repuso Nicolás.

—¿Qué arma empleaste?

—Un hacha que llevaba conmigo.

—¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?

Nicolás no comprendió la pregunta.

—Digo que si tuviste cómplices.

—No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.

—No te precipites a hablar de Mitri... Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.

—Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí —respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.

—La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado —murmuró para sí el juez de instrucción.

En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.

Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.

—Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme... Ya ve usted que... Usted no tiene nada que hacer aquí... Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver... Váyase, se lo ruego...

Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.

—Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? —dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.

—Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla. ¡Je, je, je!

—También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.

—Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.

Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:

—Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?

—¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!

—Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.

—Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera —gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.

Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.

—Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?

Porfirio se había detenido ante él, sonriente.

—¿No? —repitió.

Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.

—Perdóneme por mi conducta de hace un momento —dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado—. He estado demasiado vehemente.

—No tiene importancia —repuso Porfirio con excelente humor—. También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.

—Y terminaremos de conocernos —dijo Raskolnikof.

—Sí —convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados—. Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños, ¿no?

—No; a un entierro.

—¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.

—Yo no sé qué desearle —dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto—. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.


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