Текст книги "Crimen y castigo"
Автор книги: Федор Достоевский
сообщить о нарушении
Текущая страница: 11 (всего у книги 41 страниц)
—También asesinaron a Lisbeth —dijo de pronto Nastasia dirigiéndose a Raskolnikof. (Se había quedado en la habitación, apoyada en la pared, escuchando el diálogo.)
—¿Lisbeth? —murmuró Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
—Sí, Lisbeth, la vendedora de ropas usadas. ¿No la conocías? Venía a esta casa. Incluso arregló una de tus camisas.
Raskolnikof se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla atentamente. Observó los pétalos. ¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su mirada permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.
—Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? —preguntó Zosimof, interrumpiendo con viva impaciencia la palabrería de Nastasia, que suspiró y se detuvo.
—Que se sospecha que es el autor del asesinato —dijo Rasumikhine, acalorado.
—¿Hay cargos contra él?
—Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos, y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al principio con..., ¿cómo se llaman...? Koch y Pestriakof... Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es posible que Pestriakof pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodia. Tú debes de estar enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisamente la víspera del día en que té desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.
—¿Quieres que te diga una cosa, Rasumikhine? —dijo Zosimof—. Te estoy observando desde hace un momento y veo que té alteras con una facilidad asombrosa.
—¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión —exclamó Rasumikhine dando un puñetazo en la mesa—. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las equivocaciones conducen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles. Yo aprecio a Porfirio, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestriakof volvieron a subir con el portero, la encontraron abierta. Entonces dedujeron que Pestriakof y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.
—No té acalores. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Al parecer, compraba a la vieja los objetos que no se desempeñaban.
—No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento como mínimo en el éxito de las investigaciones.
—¿Y tú sabes interpretar los hechos?
—Lo que te puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse... ¿Conoces los detalles del suceso?
—Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.
—¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba aún en Koch y Pestriakof (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explicaciones convincentes sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Duchkhine, que tiene una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia:
«—Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Mikolai, un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me trajo estos pendientes y me pidió que le prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.
»—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.
»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más preguntas. Le di un rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se aprovecharía otro, que Mikolai se bebería el dinero de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.»
—Naturalmente —dijo Rasumikhine—, esto era un cuento tártaro. Duchkhine mentía descaradamente, pues le conozco y sé que cuando aceptó de Mikolai esos pendientes que valen treinta rublos no fue precisamente para entregarlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa. Dejemos que Duchkhine siga hablando.
«Conozco a Mikolai Demetiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraisk, gobierno de Riazán. No es un alcohólico, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Mitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Mitri no estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alena Ivanovna y su hermana Lisbeth habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabía que la vieja prestaba dinero sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo primero que hice fue preguntar:
»—¿Está Mikolai?
»Y Mitri me explicó que Mikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su casa bebido al amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que había vuelto a marcharse. Mitri no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.
»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma escalera que las habitaciones de las víctimas.
»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido.
»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen —continuó Duchkhine—, apareció Mikolai en mi establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel momento sólo había en la taberna otro cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.
»—¿Has visto a Mitri? —pregunté a Mikolai.
»—No, no lo he visto —repuso.
»—Entonces, ¿no has venido por aquí?
»—;No, no he venido desde anteayer.
»—¿Dónde has pasado esta noche?
»—En las Arenas, en casa de los Kolomensky.
»Entonces le pregunté:
»—¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?
»—Me los encontré en la acera —respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.
»—¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde trabajabas?
»—No, no sabía nada de eso.
»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento detenerle.
»—Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?
»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desaparece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de que era culpable.»
—Lo mismo creo yo —dijo Zosimof.
—Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina, mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas sus fuerzas y acudió gente.
»—¡Vaya unos pasatiempos que té buscas!
»—Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.
»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.
»—¿Quién es usted y qué edad tiene?
»—Tengo veintidós años y soy..., etcétera.
»Pregunta:
»—Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora?
»Respuesta:
»—Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.
»—¿Y no oyó usted ningún ruido?
»—No oí nada de particular.
»—¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su hermana?
»—No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Atanasio Pavlovitch anteayer en su taberna.
»—¿De dónde sacó los pendientes?
»—Me los encontré en la calle.
»—¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Mitri?
»—Tenía ganas de divertirme.
»—¿Adónde fue?
»—De un lado a otro.
»—¿Por qué huyó usted de la taberna de Duchkhine?
»—Tenía miedo.
»—¿De qué?
»—De que me condenaran.
»—¿Cómo explica usted ese temor si tenía la conciencia tranquila?
»Aunque parezca mentira, Zosimof —continuó Rasumikhine—, se le hizo esta pregunta y con estas mismas palabras. Lo sé de buena fuente... ¿Qué te parece? Dime: ¿qué te parece?
—Las pruebas son abrumadoras.
—Yo no te hablo de las pruebas, sino de la pregunta que se le hizo, del concepto que tiene de su deber esa gente, esos policías... En fin, dejemos esto... Desde luego, presionaron al detenido de tal modo, que acabó por declarar:
«—No fue en la calle donde encontré los pendientes, sino en el piso donde trabajaba con Mitri.
»—¿Cómo se produjo el hallazgo?
»—;Lo voy a explicar. Mitri y yo estuvimos todo el día trabajando y, cuando nos íbamos a marchar, Mitri cogió un pincel empapado de pintura y me lo pasó por la cara. Después echó a correr escaleras abajo y yo fui tras él, bajando los escalones de cuatro en cuatro y lanzando juramentos. Cuando llegué a la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mitri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los pendientes.
—¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? —preguntó de súbito Raskolnikof, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Seguidamente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el diván.
—Sí, ¿y qué? ¿Por qué te pones así? ¿Qué té ha pasado? preguntó Rasumikhine levantándose de su asiento.
—No, nada —balbuceó Raskolnikof penosamente, dejando caer la cabeza en la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.
Hubo un momento de silencio.
—Debía de estar medio dormido, ¿verdad? —preguntó Rasumikhine, dirigiendo a Zosimof una mirada interrogadora.
El doctor movió negativamente la cabeza.
Bueno —dijo—, continúa. ¿Qué ocurrió después?
—¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se había encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»—Yo no sabía nada —insiste—, no supe nada hasta dos días después.
»—¿Y por qué se ocultó?
»—Por miedo.
»—;¿Por qué quería ahorcarse?
»—Por temor.
»—¿Temor de qué?
»—De que me condenaran.
»Y esto es todo —terminó Rasumikhine—. ¿Qué conclusiones crees que han sacado?
—No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.
—¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!
—Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen, unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de Nicolás [24], es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle importante para la instrucción del sumario.
—¿Que cómo se los procuró? –exclamó Rasumikhine—. Pero ¿es posible que tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu profesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus declaraciones en los interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los pendientes llegaron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el estuche y lo recogió.
—Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la primera vez.
—Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en la portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas personas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo y le devolvía los golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso. Se les insulta desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son las palabras de los testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿comprendes? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absurdo!
—Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...
—¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda explicado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto, es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental; esto es lo que me indigna, ¿comprendes?
—Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?
—Sí —repuso Rasumikhine frunciendo las cejas—. Koch reconoció la joya y dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.
—Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pestriakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?
—Desgraciadamente, nadie lo vio —repuso Rasumikhine, malhumorado—. Ni siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos —dicen– que el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»
—¿Así, la inculpabilidad de Nicolás descansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió con su camarada...? En fin, admitamos que esto constituye una prueba importante en su favor. Pero dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?
—¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo menos, el camino que hay que seguir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad, y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable. Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestriakof llamaban a la puerta. Koch cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compañero. Entonces el asesino sale del piso y empieza a bajar la escalera, ya que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse con el portero, Koch y Pestriakof, ha de esconderse en el piso vacío que Nicolás y Mitri acaban de abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al piso de las víctimas, y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento en que Mitri y Nicolás echan a correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momento. Que el estuche estuviera allí demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.
—Ingenioso, amigo Rasumikhine, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado ingenioso.
—¿Por qué demasiado?
—Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante una obra teatral.
Rasumikhine abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.
V
Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que resultaba un tanto descortés. «¿Dónde me he metido?», parecía preguntarse. Observaba la habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikof, que seguía echado en el mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la desaliñada figura de Rasumikhine, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la cosa cambió.
Comprendiendo sin duda —pues ello saltaba a la vista que su arrogancia no imponía a nadie en aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió a Zosimof cortésmente pero con cierta rigidez.
—Busco a Rodion Romanovitch Raskolnikof, estudiante o ex estudiante —dijo, articulando las palabras sílaba a sílaba.
Zosimof inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Rasumikhine, aunque la pregunta no iba dirigida a él, se anticipó.
—Ahí lo tiene usted, en el diván —dijo—. ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso caballero, que incluso se volvió hacia Rasumikhine. Pero enseguida se contuvo y, con un rápido movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimof.
—Ahí tiene usted a Raskolnikof —repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, enseguida desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimof dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikof, éste se levantó con un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:
—Sí, yo soy Raskolnikof. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
—Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikof, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
—¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? —exclamó Piotr Petrovitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
—Yo creía..., yo suponía...—balbuceó– que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince...
—Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta? —le interrumpió Rasumikhine—. Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en Rasumikhine una mirada llena de inquietud.
—No esté usted violento —dijo éste levantando la voz—. Hace cinco días que Rodia está enfermo. Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted conversando con él como si no estuviéramos.
—Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted —se dirigía a Zosimof– que mi conversación y mi presencia pueden fatigar al enfermo?
—No, —repuso Zosimof—. Por el contrario, su charla le distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo.
—¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana —dijo Rasumikhine, cuya familiaridad respiraba tanta franqueza y simpatía, que Piotr Petrovitch empezó a sentirse menos cohibido. Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado como estudiante.
—Su madre... —comenzó a decir Lujine.
Rasumikhine lanzó un ruidoso gruñido. Lujine le miró con gesto interrogante.
—No, no es nada. Continúe.
—Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa...
—Ya estoy enterado, ya estoy enterado —replicó de súbito Raskolnikof, cuyo semblante expresaba viva irritación—. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.
Piotr Petrovitch se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikof, pero no lo dejó entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un minuto. Raskolnikof, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikof sonrió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de Raskolnikof.
—Lamento profundamente encontrarle en este estado —dijo para reanudar la conversación—. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su hermana, de un momento a otro.
Raskolnikof hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikof no desplegaba los labios, continuó:
—Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.
—¿Dónde? —preguntó Raskolnikof con voz débil.
—Cerca de aquí, en el edificio Bakaleev.
—Eso está en el bulevar Vosnesensky —interrumpió Rasumikhine—. El comerciante Iuchine alquila dos pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
—Sí, son departamentos amueblados...
—Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
—Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo —dijo Piotr Petrovitch, un tanto molesto—; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional... Yo tengo ya contratado nuestro definitivo..., mejor dicho, nuestro futuro hogar —añadió volviéndose hacia Raskolnikof—. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lipevechsel. Vivo con un joven que es amigo mío: Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Él es precisamente el que me ha indicado la casa Bakaleev.