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Crimen y castigo
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 23:08

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Автор книги: Федор Достоевский



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«¿Dónde vivirá? —pensó—. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»

Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.

Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.

Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.

Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»

—¡Qué casualidad! —exclamó el desconocido.

Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.

—¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? —dijo el caballero alegremente—. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.

Sonia le miró fijamente.

—Sí, somos vecinos —continuó el caballero, con desbordante jovialidad—. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.

Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.

Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.

—Has tenido una gran idea, querido, una gran idea —dijo varias veces—. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.

«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.

—No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.

«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.

-¿Cuándo estuve por última vez? -preguntó, deteniéndose como para recordar mejor-. Me parece que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos enseguida -se apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente-, pues no me queda más que un rublo después del maldito «desvarío» de ayer.

Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».

—¡Comprendido, comprendido! —exclamó con vehemencia Rasumikhine y sin que se pudiera saber exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo—. Esto explica que te mostraras entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo aclarado; ya se ha aclarado todo...

«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que sería capaz de dejarse matar por mí se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo esto los ha confirmado en sus suposiciones.»

—¿Crees que encontraremos a Porfirio? —preguntó Raskolnikof en voz alta.

—¡Claro que lo encontraremos! —repuso vivamente Rasumikhine—. Ya verás qué tipo tan interesante. Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar, chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.

—¿Grandes deseos? ¿Por qué?

—Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamiotof... Oye, Rodia, cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.

—¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se equivoquen.

Y se echó a reír forzadamente.

—Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran divagaciones de borracho.

—Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! —exclamó Raskolnikof con una irritación fingida en parte.

—Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza hablar de ello.

—Si te da vergüenza, cállate.

Los dos enmudecieron. Rasumikhine estaba encantado, y Raskolnikof se dio cuenta de ello con una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfirio Petrovitch no dejaba de inquietarle.

«Otro que me compadece —pensó, con el corazón agitado y palideciendo—. Ante éste tendré que fingir mejor y con más naturalidad que ante Rasumikhine. Lo más natural sería no decir nada, absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»

—Es esa casa gris —;lijo Rasumikhine.

«Es de gran importancia saber si Porfirio está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario, no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»

—¿Sabes lo que te digo? —preguntó de pronto a Rasumikhine con una sonrisa maligna—. Que he observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.

—¿Agitación? Nada de eso —repuso, mortificado, Rasumikhine.

—No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.

—Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?

—A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.

—¡Imbécil!

—Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!

—Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... —balbuceó Rasumikhine, aterrado—. ¿Qué piensas contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!

—Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.

—¡Imbécil!

Raskolnikof se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la antesala.

—¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! —dijo Rasumikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.

V



Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.

El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.

—¡Demonio de hombre! —gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.

—No hay que romper los muebles, señores míos —exclamó Porfirio Petrovitch alegremente—. Esto es un perjuicio para el Estado.

Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.

En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:

«Otra cosa en que hay que pensar.»

Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:

—Le ruego que me perdone...

—Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... —repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza—. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.

—Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.

—¡Imbécil! —exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.

—Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva —comentó Porfirio echándose a reír.

—Oye, juez de instrucción... —empezó a decir Rasumikhine—. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!

Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.

—¡Basta de tonterías! —dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch—. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?

«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.

Zamiotof se sentía un poco violento.

—Nos conocimos anoche en tu casa —respondió.

—No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?

Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.

Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se había sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.

«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.

—Tendrá que prestar usted declaración ante la policía —repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial—. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.

—Pero lo que ocurre —dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo– es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...

—Eso no importa —le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico—. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...

—¿Puedo escribirle en papel corriente? —le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.

—Sí, el papel no importa.

Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.

«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:

—Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...

—Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados —exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.

Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero enseguida se sobrepuso.

—Tú todo lo tomas a broma —dijo con una irritación que no tuvo que fingir—. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar —manifestó dirigiéndose a Porfirio—, y si se enterase —continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.

—¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario —protestó, desolado, Rasumikhine.

«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? —pensó Raskolnikof, temblando de inquietud—. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»

—¿De modo que su madre ha venido a verle? —preguntó Porfirio Petrovitch.

—Sí.

—¿Y cuándo ha llegado?

—Ayer por la tarde.

Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.

—Sus objetos no pueden haberse perdido —manifestó al fin, tranquilo y fríamente—. Hace tiempo que esperaba su visita.

Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.

—¿Dices que lo esperabas? —preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch—. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?

Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:

—Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.

—¡Qué memoria tiene usted! —exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.

Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:

—He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...

«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?»

—Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted —dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.

—No me sentía bien.

—Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.

—Pues me encuentro admirablemente —replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.

Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.

«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»

—Dice que no se sentía bien —exclamó Rasumikhine—, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!

—¿En pleno delirio? ¡Qué locura! —exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.

—¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos —dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.

Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.

—¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? —exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez—: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.

—Me fastidiaron insoportablemente —dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora—. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?

De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.

—Me pareció —dijo al fin Zamiotof secamente– que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.

—Y hoy —intervino Porfirio Petrovitch– Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.

—¡Ahí tenemos otra prueba! —exclamó al punto Rasumikhine—. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...

—A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...

Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:

—Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?

—¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.

—Danos un poco de té —dijo Rasumikhine—. Tengo la garganta seca.

—Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?

—¡Hala! No te entretengas.

Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.

La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.

«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»

Y al pensar esto, temblaba de cólera.

«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»

Respiraba penosamente.

«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»

Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.

Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.

—Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa —dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces—. Aún estoy algo trastornado.

—¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?

—Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.

—Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.

—Yo no veo nada de extraordinario en ello —repuso Raskolnikof distraídamente—. Es una simple cuestión de sociología.

—La cuestión no se planteó en ese aspecto —observó Porfirio.

—Cierto: no se planteó exactamente así —reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre—. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.

—¡Gran error! —exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.

—No, no admiten otra causa —prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación—. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!

—Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo —dijo Porfirio Petrovitch entre risas—. Figúrese usted —añadió dirigiéndose a Raskolnikof– esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.


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