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Crimen y castigo
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Es decir, que lo considera usted incapaz de amar.

—¿Sabe usted, Avdotia Romanovna, que se parece extraordinariamente, e incluso me atrevería a decir que en todo, a su hermano? —dijo Rasumikhine sin pensarlo.

Pero enseguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse a reír al advertirlo.

—Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Rodia —dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida—. No hablo del presente, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a nadie puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su patrona, esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.

—¿Conoce usted los detalles de esa historia? —preguntó Avdotia Romanovna.

—¿Cree usted —continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna– que habrían podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi muerte, nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obstáculos con la mayor tranquilidad del mundo.

—Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto —dijo prudentemente Rasumikhine—, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es bastante extraño.

—¿Qué le ha dicho? —preguntaron las dos mujeres a la vez.

—¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que estaba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la novia era una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no se habría comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote... Sin embargo, él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un juicio.

—Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad —observó lacónicamente Avdotia Romanovna.

—Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál de los dos habría sido más funesto ese matrimonio —dijo Pulqueria Alejandrovna.

Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia y Lujine. Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso verdadero terror.

Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikof de haber insultado a Piotr Petrovitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.

—Había planeado todo esto antes de su enfermedad —concluyó.

—Yo pienso como usted —dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.

Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.

—Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?

—No puedo tener otra del futuro esposo de su hija —respondió Rasumikhine con calurosa firmeza—. Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ignominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy me siento profundamente avergonzado.

Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Lujine.

Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profundamente.

—Verá usted, Dmitri Prokofitch —comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija—: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad, Dunetchka?

—Desde luego, mamá —respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.

—Pues es el caso... —continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, como si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor—. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido una carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta... Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una decisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.

Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:


«Señora: deseo informarle de que razones imprevistas me han impedido ir a recibirlas a la estación. Ésta es la razón de que les enviara en mi lugar a un hombre que por su desenvoltura, me pareció indicado para el caso. Los asuntos que exigen mi presencia en el Senado me privarán igualmente del honor de visitarlas mañana por la mañana. Por otra parte, no quiero poner ninguna traba a la entrevista que habrán de celebrar, usted con su hijo, y Avdotia Romanovna con su hermano. Por lo tanto, no tendré el honor de visitarlas hasta mañana, a las ocho en punto de la noche, y les ruego encarecidamente que me eviten encontrarme con Rodion Romanovitch, que me insultó del modo más grosero cuando ayer, al saber que estaba enfermo, fui a visitarle. Esto aparte, es indispensable que hable con usted, con toda seriedad, de cierto punto sobre el que deseo conocer su opinión. Me permito advertirla de que si, a pesar de mi ruego, encuentro a Rodion Romanovitch al lado de ustedes, me veré obligado a marcharme inmediatamente y que en este caso la responsabilidad será exclusivamente de usted. Si le digo esto es porque sé positivamente que Rodion Romanovitch está en disposición de salir a la calle y, por lo tanto, puede ir a casa de ustedes. Sí, sé que su hijo, que tan enfermo parecía cuando le visité, dos horas después recobró repentinamente la salud. Y puedo asegurarlo porque lo vi con mis propios ojos en casa de un borracho que acababa de ser atropellado por un coche y que murió poco después. Por cierto que Rodion Romanovitch entregó veinticinco rublos "para el entierro" a la hija del difunto, joven cuya mala conducta es del dominio público. Esto me sorprendió sobremanera, pues no ignoro lo mucho que le ha costado a usted conseguir ese dinero.

»Le ruego que salude en mi nombre, con toda devoción, a Avdotia Romanovna y que acepte el respeto más sincero de su fiel servidor.


»LUJINE.»


—¿Qué debo hacer, Dmitri Prokofitch? —exclamó Pulqueria Alejandrovna casi con lágrimas en los ojos– ¿Cómo voy a decir a Rodia que no venga? Él nos pidió insistentemente que rompiéramos con Piotr Petrovitch, y he aquí ahora que Piotr Petrovitch me prohíbe que vea a mi hijo... Pero si yo le digo a Rodia esto, él es capaz de venir ex profeso. ¿Y qué ocurrirá entonces?

—Haga usted lo que Avdotia Romanovna juzgue más conveniente —repuso Rasumikhine en el acto y sin la menor vacilación.

—¡Dios mío! —exclamó la madre. ¡Cualquiera sabe lo que ella opina! Dice lo que hay que hacer, pero sin explicar el motivo. Su parecer es que conviene..., no que conviene, sino que es indispensable... que Rodia venga a las ocho y se encuentre con Piotr Petrovitch... Mi intención era no decirle nada de esta carta y procurar, con la ayuda de usted, evitar que viniese... ¡Se irrita tan fácilmente...! En lo referente a ese alcohólico que ha muerto, no sé de quién se trata, y tampoco quién es esa hija a la que Rodia ha entregado un dinero que...

—Que has logrado a costa de tantos sacrificios —terminó Avdotia Romanovna.

—Ayer su estado no era normal —dijo Rasumikhine, pensativo—. Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto, me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba yo...

—Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es hora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! —exclamó la joven después de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.

—Sí, Dunetchka, ya es hora —dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida e inquieta—; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!

Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. Nunca me habría imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch —añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.

—No debes inquietarte, mamá —dijo Dunia, abrazándola—. Ten confianza en él como la tengo yo.

—Confianza en él no me falta, hija —dijo la pobre mujer—. Pero no he dormido en toda la noche.

Salieron de la casa.

—¿Sabes lo que me ha pasado, Dunetchka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco. Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío...! Oiga, Dmitri Prokofitch: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?

—¿Marfa Petrovna? No sé quién es.

—Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...

—¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!

—¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri Prokofitch. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia... No se enfade si le digo algo que no le guste... ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha? ¡Está herido!

—Sí —gruñó Rasumikhine en un tono de íntima satisfacción.

—Soy tan expansiva a veces, que Dunia ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere darme algunos consejos, Dmitri Prokofitch? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que estoy completamente desorientada.

—No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto le molesta.

—¡Ah, Dmitri Prokofitch; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera... ¡Qué cosa tan horrible!

—Mamá, estás pálida. Cálmate —le dijo Dunia, acariciándola—. Te atormentas en balde, pues para él será una gran alegría volverte a ver —añadió con ojos resplandecientes.

—Iré yo delante —dijo Rasumikhine—, para asegurarme de que está despierto.

Las dos damas subieron lentamente detrás de Rasumikhine. Cuando llegaron al cuarto piso advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulqueria Alejandrovna estuvo a punto de lanzar un grito de terror.

III



Está mejor —les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikof estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.

Raskolnikof tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.

Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikof daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.

—Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado —;lijo Raskolnikof, abrazando cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulqueria Alejandrovna—. Y no digo esto como te dije ayer —añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.

—Estoy incluso asombrado —dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez—. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo —añadió con una prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.

—Es posible —respondió fríamente Raskolnikof.

—Digo esto —continuó Zosimof, cuya animación iba en aumento– porque su curación depende en gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas, lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un objetivo y perseguirlo tenazmente.

—Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.

Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.

—¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? —exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado—. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...

—Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.

—Yo tampoco sé cómo darle las gracias —dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza—. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.

—No se preocupe usted —repuso Zosimof sonriendo afectuosamente—. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.

—Y no hablemos de ése —dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine—. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...

—¡Qué tonterías dices! —exclamó Rasumikhine—. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.

Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.

—De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar —continuó

Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana—. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.

Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.

Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.

—Ésta es la razón de que le aprecie tanto —exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas—. ¡Tiene unos gestos...!

«Posee un arte especial para hacer bien las cosas —pensó la madre—. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»

—¡Ah, Rodia! —dijo, respondiendo a las palabras de su hijo– No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas —terminó con acento quejumbroso.

Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.

—Sí, todo eso es muy enojoso —dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida—. ¿Qué otra cosa quería deciros? —continuó, esforzándose por recordar—. ¡Ah, sí! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.

—¡Qué ocurrencia, Rodia! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.

«Nos habla como por pura cortesía —pensó Dunetchka—. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»

—Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.

—¿Manchas de sangre? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.

—No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.

—¿Cuando estabas delirando? —dijo Rasumikhine—. Pues te acuerdas de todo.

—Es cierto —convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación—. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.

—El fenómeno es conocido —observó Zosimof—. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.

«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco, pensó Raskolnikof.

—Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso —observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.

—La observación es muy justa —respondió el médico—. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.

La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.

—Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? —se apresuró a decir Rasumikhine—. Te he interrumpido cuando estabas hablando de él.

Raskolnikof se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.

—¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá: cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero. Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, Crevez chiens, si vous n'êtes pas contents.

Lanzó una carcajada.

—¿Verdad, Dunia?

—No —repuso enérgicamente la joven.

—¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones —murmuró con sonrisa burlona y acento casi rencoroso—. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada todavía. Pero todo esto es pura palabrería —añadió, lamentando no haber sabido contenerse—. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá —terminó con voz entrecortada y tono tajante.

—No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho —repuso la madre alegremente.

—No estés tan segura —repuso él, esbozando una sonrisa.

Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.

«Se diría que me temen», pensó Raskolnikof mirando furtivamente a su madre y a su hermana.

Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se prolongaba el silencio.

«¡Tanto como creía amarlas desde lejos!», pensó Raskolnikof repentinamente.

—¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? —preguntó de pronto Pulqueria Alejandrovna.

—¿Qué Marfa Petrovna?

—¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te he hablado de ella en mis cartas!

¡Ah, sí! Ahora me acuerdo —dijo como si despertara de un sueño—. ¿De modo que ha muerto? ¿Cómo?

Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió vivamente:

—Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.

—¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? —preguntó Raskolnikof dirigiéndose a su hermana.

—No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.

—O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka, que tú piensas así y lo disculpas.

—¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible —repuso la joven con un ligero estremecimiento.

Luego frunció las cejas y quedó absorta.

—La escena tuvo lugar por la mañana —prosiguió precipitadamente Pulqueria Alejandrovna—. Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.

—¿A pesar de los golpes?

—Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.

—No es nada extraño —observó Zosimof.

—¿Y dices que la paliza había sido brutal?

—Eso no influyó —dijo Dunia.

Raskolnikof exclamó, súbitamente irritado:

—No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.

—Es que no sabía de qué hablar, hijo mío —se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna.

—¿Es posible que todos me temáis? —dijo Raskolnikof, esbozando una sonrisa.

—Sí, te tememos —respondió Dunia con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos—. Mamá incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.

El semblante de Raskolnikof se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.

Pulqueria Alejandrovna intervino, visiblemente aturdida:

—Pero ¿qué dices, Dunia? No te enfades, Rodia, te lo suplico... Bien es verdad que, desde que partimos, no cesé de pensar en la dicha de volver a verte y charlar contigo... Tan feliz me sentía con este pensamiento, que el largo viaje me pareció corto... Pero ¿qué digo? Ahora me siento verdaderamente feliz... Te equivocas, Dunia... Y mi alegría se debe a que te vuelvo a ver, Rodia.

—Basta, mamá —dijo él, molesto por tanta locuacidad, estrechando las manos de su madre, pero sin mirarla—. Ya habrá tiempo de charlar y comunicarnos nuestra alegría.

Pero al pronunciar estas palabras se turbó y palideció. Se sentía invadido por un frío de muerte al evocar cierta reciente impresión. De nuevo tuvo que confesarse que había dicho una gran mentira, pues sabía muy bien que no solamente no volvería a hablar a su madre ni a su hermana con el corazón en la mano, sino que ya no pronunciaría jamás una sola palabra espontánea ante nadie. La impresión que le produjo esta idea fue tan violenta, que casi perdió la conciencia de las cosas momentáneamente, y se levantó y se dirigió a la puerta sin mirar a nadie.

—Pero ¿qué te pasa? —le dijo Rasumikhine cogiéndole del brazo.

Raskolnikof se volvió a sentar y paseó una silenciosa mirada por la habitación. Todos le contemplaban con un gesto de estupor.

—Pero ¿qué os pasa que estáis tan fúnebres? —exclamó de súbito—. ¡Decid algo! ¿Vamos a estar mucho tiempo así? ¡Ea, hablad! ¡Charlemos todos! No nos hemos reunido para estar mudos. ¡Vamos, hablemos!

—¡Bendito sea Dios! ¡Y yo que creía que no se repetiría el arrebato de ayer! —dijo Pulqueria Alejandrovna santiguándose.

—¿Qué te ha pasado, Rodia? —preguntó Avdotia Romanovna con un gesto de desconfianza.

—Nada —respondió el joven—: que me he acordado de una tontería.

Y se echó a reír.

—Si es una tontería, lo celebro —dijo Zosimof levantándose—. Pues hasta a mí me ha parecido... Bueno, me tengo que marchar. Vendré más tarde... Supongo que le encontraré aquí.

Saludó y se fue.

—Es un hombre excelente —dijo Pulqueria Alejandrovna.

—Sí, un hombre excelente, instruido, perfecto —exclamó Raskolnikof precipitadamente y animándose de súbito—. No recuerdo dónde lo vi antes de mi enfermedad, pero sin duda lo vi en alguna parte... Y ahí tenéis otro hombre excelente —añadió señalando a Rasumikhine—. ¿Te ha sido simpático, Dunia? —preguntó de pronto. Y se echó a reír sin razón alguna.


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