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Crimen y castigo
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Автор книги: Федор Достоевский



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—Mucho —respondió Dunia.

—¡No seas imbécil! —exclamó Rasumikhine poniéndose colorado y levantándose.

Pulqueria Alejandrovna sonrió y Raskolnikof soltó la carcajada.

—Pero ¿adónde vas?

—Tengo que hacer.

—Tú no tienes nada que hacer. De modo que te has de quedar. Tú te quieres marchar porque se ha ido Zosimof. Quédate... ¿Qué hora es, a todo esto? ¡Qué preciosidad de reloj, Dunia! ¿Queréis decirme por qué seguís tan callados? El único que habla aquí soy yo.

—Es un regalo de Marfa Petrovna —dijo Dunia.

—Un regalo de alto precio —añadió Pulqueria Alejandrovna.

—Pero es demasiado grande. Parece un reloj de hombre.

—Me gusta así.

«No es un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine, alborozado.

—Yo creía que era un regalo de Lujine —dijo Raskolnikof.

—No, Lujine todavía no le ha regalado nada.

—¡Ah!, ¿no...? ¿Te acuerdas, mamá, de que estuve enamorado y quería casarme? —preguntó de pronto, mirando a su madre, que se quedó asombrada ante el giro imprevisto que Rodia había dado a la conversación, y también ante el tono que había empleado.

—Sí, me acuerdo perfectamente.

Y cambió una mirada con Dunia y otra con Rasumikhine.

—¡Bah! Hablando sinceramente, ya lo he olvidado todo. Era una muchacha enfermiza —añadió, pensativo y bajando la cabeza– y, además, muy pobre. También era muy piadosa: soñaba con la vida conventual. Un día, incluso se echó a llorar al hablarme de esto... Sí, sí; lo recuerdo, lo recuerdo perfectamente... Era fea... En realidad, no sé qué atractivo veía en ella... Yo creo que si hubiese sido jorobada o coja, la habría querido todavía más.

Quedó pensativo, sonriendo, y terminó:

—Aquello no tuvo importancia: fue una locura pasajera...

—No, no fue simplemente una locura pasajera —dijo Dunetchka, convencida.

Raskolnikof miró a su hermana atentamente, como si no hubiese comprendido sus palabras. Acaso ni siquiera las había oído. Luego se levantó, todavía absorto, fue a abrazar a su madre y volvió a su sitio.

—¿La amas aún? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, enternecida.

—¿A ella? ¿Ahora...? Sí... Pero... No, no. Me parece que todo eso pasó en otro mundo... ¡Hace ya tanto tiempo que ocurrió...! Por otra parte, la misma impresión me produce todo cuanto me rodea.

Y los miró a todos atentamente.

—Vosotros sois un ejemplo: me parece estar viéndoos a una distancia de mil verstas... Pero ¿para qué diablos hablamos de estas cosas...? ¿Y por qué me interrogáis? —exclamó, irritado.

Después empezó a roerse las uñas y volvió a abismarse en sus pensamientos.

—¡Qué habitación tan mísera tienes, Rodia! Parece una tumba —dijo de súbito Pulqueria Alejandrovna para romper el penoso silencio—. Estoy segura de que este cuartucho tiene por lo menos la mitad de culpa de tu neurastenia.

—¿Esta habitación? —dijo Raskolnikof, distraído—. Sí, ha contribuido mucho. He reflexionado en ello... Pero ¡qué idea tan extraña acabas de tener, mamá! —añadió con una singular sonrisa.

Se daba cuenta de que aquella compañía, aquella madre y aquella hermana a las que volvía a ver después de tres años de separación, y aquel tono familiar, íntimo, de la conversación que mantenían, cuando su deseo era no pronunciar una sola palabra, estaban a punto de serle por completo insoportables.

Sin embargo, había un asunto cuya discusión no admitía dilaciones. Así acababa de decidirlo, levantándose. De un modo o de otro, debía quedar resuelto inmediatamente. Y experimentó cierta satisfacción al hallar un modo de salir de la violenta situación en que se encontraba.

—Tengo algo que decirte, Dunia —manifestó secamente y con grave semblante—. Te ruego que me excuses por la escena de ayer, pero considero un deber recordarte que mantengo los términos de mi dilema: Lujine o yo. Yo puedo ser un infame, pero no quiero que tú lo seas. Con un miserable hay suficiente. De modo que si te casas con Lujine, dejaré de considerarte hermana mía.

—¡Pero Rodia! ¿Otra vez. Las ideas de anoche? —exclamó Pulqueria Alejandrovna—. ¿Por qué lo crees infame? No puedo soportarlo. Lo mismo dijiste ayer.

—Óyeme, Rodia —repuso Dunetchka firmemente y en un tono tan seco como el de su hermano—, la discrepancia que nos separa procede de un error tuyo. He reflexionado sobre ello esta noche y he descubierto ese error. La causa de todo es que tú supones que yo me sacrifico por alguien. Ésa es tu equivocación. Yo me caso por mí, porque la vida me parece demasiado difícil. Desde luego, seré muy feliz si puedo ser útil a los míos, pero no es éste el motivo principal de mi determinación.

«Miente —se dijo Raskolnikof, mordiéndose los labios en un arranque de rabia—. ¡La muy orgullosa...! No quiere confesar su propósito de ser mi bienhechora. ¡Qué caracteres tan viles! Su amor se parece al odio. ¡Cómo los detesto a todos!»

—En una palabra —continuó Dunia—, me caso con Piotr Petrovitch porque de dos males he escogido el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te engaño. ¿Por qué sonríes?

Dunia enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.

—¿Dices que lo cumplirás todo? —preguntó Raskolnikof con aviesa sonrisa.

—Hasta cierto punto, Piotr Petrovitch ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?

—¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunia; mientes por obstinación femenina, para que no pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Lujine. Lo he visto, he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.

—¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! —exclamó Dunetchka, perdiendo por completo la calma—. No me casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto, hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía. Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodia...? ¡Rodia, querido Rodia!

—¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

—No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...? ¿O acaso he entendido mal?

—Mamá, da a leer a Rodia la carta de Piotr Petrovitch —dijo Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikof se apoderó de ella con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:

—No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.

Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta y la leyó dos veces atentamente. Pulqueria Alejandrovna estaba profundamente inquieta y todos esperaban algo parecido a una explosión.

—No comprendo absolutamente nada —dijo Rodia, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin dirigirse a nadie en particular—. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla te hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.

Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se esperaba.

—Todos los hombres de su profesión escriben así —dijo Rasumikhine con voz alterada por la emoción.

—¿Es que has leído la carta?

—Sí.

—Tenemos buenos informes de él, Rodia —dijo Pulqueria Alejandrovna, inquieta y confusa—. Nos los han dado personas respetables.

—Es el lenguaje de los leguleyos —dijo Rasumikhine—. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo.

—Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio de los negocios.

—Piotr Petrovitch no oculta su falta de estudios —dijo Avdotia Romanovna, herida por el tono en que hablaba su hermano—. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.

—Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Piotr Petrovitch advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego. Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Lujine ha decidido marcharse si estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Lujine ¿te ofenden como si vinieran de Rasumikhine, Zosimof o, en fin, de cualquiera de nosotros?

—No —repuso Dunetchka vivamente—, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodia. Te confieso que ni siquiera la esperaba.

—Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.

Dunetchka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.

—¿Qué piensas hacer, Rodia? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, inquieta ante el tono reposado y grave que había adoptado su hijo.

—¿A qué te refieres?

—Ya has visto que Piotr Petrovitch dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se marchará si... si lo encuentra allí. ¿Qué harás, Rodia: vendrás o no?

—Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros si esa exigencia de Piotr Petrovitch no os parece insultante. Sobre todo, es Dunia la que habrá de decidir si se siente o no ofendida. Yo —terminó secamente– haré lo que vosotras me digáis.

—Dunetchka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer —respondió al punto Pulqueria Alejandrovna.

—Lo que he decidido, Rodia, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche —dijo Dunia—. ¿Vendrás?

—Iré.

—También a usted le ruego que venga —añadió Dunetchka dirigiéndose a Rasumikhine—. ¿Has oído, mamá? He invitado a Dmitri Prokofitch.

—Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Piotr Petrovitch se molesta, allá él.

IV



En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikof no la reconoció enseguida. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior -por primera vez-, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso a marcharse.

—¡Ah! ¿Es usted? —exclamó Raskolnikof, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se sintió turbado.

Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público». Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolución.

—Estaba muy lejos de esperarla —le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada—. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Catalina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.

Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikof había empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla de Rasumikhine.

—Y tú siéntate ahí —dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.

Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikof, balbuceando:

—Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los funerales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.

Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.

—Haré todo lo posible por... No, no faltaré —repuso Raskolnikof, levantándose y tartamudeando también—. Tenga la bondad de sentarse —dijo de pronto—. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.

Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikof se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.

—Mamá —;lijo con voz firme y vibrante—, es Sonia Simonovna Marmeladova, la hija de ese infortunado señor Marmeladof que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...

Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.

Al oír que Raskolnikof la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación aumentase.

—Quería preguntarle —dijo Rodia precipitadamente– cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?

—No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.

—¿Sus protestas?

—Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.

—¿O sea que hoy se lo llevarán?

—Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.

—¡Hasta comida de funerales...!

—Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.

Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos.

Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.

—No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación —dijo Raskolnikof, deseoso de que la conversación no se interrumpiera.

—El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...

—Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una tumba.

—¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! —murmuró Sonetchka bajando de nuevo los ojos.

Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la atención la pobreza del aposento de Raskolnikof. Lo que acababa de decir se le había escapado involuntariamente.

Hubo un silencio. La mirada de Dunetchka se aclaró y Pulqueria Alejandrovna se volvió hacia Sonia con expresión afable.

—Como es natural, Rodia —dijo la madre, poniéndose en pie—, comeremos juntos... Vámonos, Dunetchka. Y tú, Rodia, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.

—Iré, iré —se apresuró a contestar Raskolnikof, levantándose—. Además, tengo cosas que hacer.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Rasumikhine, mirando fijamente a Raskolnikof—. Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?

—Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá? ¿Verdad que no lo necesitáis?

—¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofitch, que venga usted también a comer con nosotros.

—Yo también se lo ruego —dijo Dunia.

Rasumikhine asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos parecieron dominados por una violencia extraña.

—Adiós, Rodia. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasia. ¡Otra vez se me ha escapado!

Pulqueria Alejandrovna tenía intención de saludar a Sonia, pero no supo cómo hacerlo y salió de la habitación precipitadamente.

En cambio, Avdotia Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonia detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Sonetchka perdió la calma y se inclinó con temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la afabilidad de Avdotia Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.

—Adiós, Dunia —dijo Raskolnikof, que había salido al vestíbulo tras ella—. Dame la mano.

—¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? —dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada y afectuosa.

—Es que quiero que me la vuelvas a dar.

Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.

—¡Todo ha salido a pedir de boca! —dijo Raskolnikof, volviendo al lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió—: Que el Señor dé paz a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?

Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había contado de ella acudió de pronto a su memoria...

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su hija a la calle—. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!

—Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...

—Sin embargo, tú no has sido comprensiva —dijo amargamente Pulqueria Alejandrovna—. Hace un momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad, Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el corazón.

—No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.

—Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr Petrovitch renuncia a ese matrimonio? —preguntó indiscretamente.

—Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción —repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.

Pulqueria Alejandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.

—Hemos hecho bien en marcharnos. Rodia tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios. Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero ¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana. ¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.

—¿Qué muchacha?

—Esa Sonia Simonovna.

—¿Por qué te inquieta?

—Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?

—¡Eso es absurdo! —exclamó Dunia, indignada—. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.

—Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.

—No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladurías.

—¡Ojalá sea así!

—Y Piotr Petrovitch es un chismoso —exclamó súbitamente Dunetchka.

Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.


—Ven; tenemos que hablar —dijo Raskolnikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana.

—Ya diré a Catalina Ivanovna que vendrá usted a los funerales —dijo Sonia precipitadamente y disponiéndose a marcharse.

—Un momento, Sonia Simonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.

Se volvió de nuevo hacia Rasumikhine y continuó:

—Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfirio Petrovitch... Tú le conoces, ¿verdad?

—¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó con viva curiosidad.

—Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?

—Sí, ¿y qué? —preguntó Rasumikhine, abriendo exageradamente los ojos.

—Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del reloj de Dunetchka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le costaría una enfermedad. Ya Sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfirio... ¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.

Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.

—No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.

—De acuerdo: vamos.

—Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.

—Sonia Simonovna —rectificó Raskolnikof—. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...

—Si se han de marchar ustedes... —comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.

—Vamos —decidió Raskolnikof—. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.

Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.

—No has cerrado la puerta —dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.

—No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.

Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:

—¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?

Al llegar a la puerta se detuvieron.

—Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? —preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.

—Ayer dio usted su dirección a Poletchka.

—¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?

—Sí, ¿no se acuerda?

—Sí, sí; ya recuerdo.

—Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...

Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.

De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.

—Si al menos no viniera hoy... —murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado—. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...

Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.

En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:

—... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.

Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.


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