Текст книги "Crimen y castigo"
Автор книги: Федор Достоевский
сообщить о нарушении
Текущая страница: 7 (всего у книги 41 страниц)
Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio un arca bastante grande —de más de un metro de longitud—, tapizada de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer, trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó enseguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.
«¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...» Y corrió al vestíbulo. Entonces sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida. Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la puerta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había estado durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino precaución... Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato. Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces cambiaban injurias.
«¿Qué hará ahí esa gente?»
Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que disputaban debían de haberse marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad significativa? Eran lentos, pesados, regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó petrificado. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defendernos.
Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto, Raskolnikof salió de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del departamento con paso rápido y seguro, cerró la puerta y echó el cerrojo, todo procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella, encogido, conteniendo la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikof, en el mismo sitio desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del interior hacía un rato, cuando sólo la puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikof llevando la mano al mango del hacha. Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El desconocido tiró violentamente del cordón de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía dentro del piso, y durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin poder contener su impaciencia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikof miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla, dando la impresión de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de Raskolnikof. Momentáneamente concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él la puerta, pero desistió al comprender que el otro podía advertirlo. Perdió por completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer», se dijo. Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le devolvió la calma.
—¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? —murmuró—. ¡El diablo las lleve! A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe duda.
Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se veía claramente que era un hombre enérgico y que conocía la casa.
En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos. Evidentemente, otra persona se dirigía al piso cuarto. Raskolnikof no oyó al nuevo visitante hasta que estaban llegando al descansillo.
—No es posible que no haya nadie —dijo el recién llegado con voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que seguía haciendo sonar la campanilla—. Buenas tardes, Koch.
«Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof inmediatamente.
—No sé qué demonios ocurre —repuso Koch—. Hace un momento casi echo abajo la puerta... ¿Y usted de qué me conoce?
—¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas do billar, una tras otra, en el Gambrinus.
—¡Ah, sí!
—¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adónde puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
—Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó el joven—. Nos tendremos que ir por donde hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
—¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
—¿Y si preguntáramos al portero?
—¿Para qué?
—Para saber si está en casa o cuándo volverá.
—¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
—¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
—¡Oiga! —exclamó de pronto el joven—. ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco cuando se tira.
—Bueno, ¿y qué?
—Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye resonar cuando se mueve la puerta?
—¿Y qué?
—Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro... ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no quieren abrir.
—¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! —exclamó Koch, asombrado—. Pero ¿qué demonio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
—¡Déjelo! Es inútil —dijo el joven—. Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede significar que las dos están desvanecidas o...
—¿O qué?
—Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
—Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
—No —dijo el joven—; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
—¿Por qué he de quedarme?
—Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
—Bien, me quedaré.
—Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego, pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso. «¡Que acaben de una vez! p, pensaba.
—Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? —murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la calma.
—Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? —gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado, ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente —sólo había bajado tres escalones– oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse... Volvió a subir a toda prisa.
—¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
—¡Mitri, Mitri, Miiitri! —vociferaba hasta desgañitarse—. ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar, también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto..., ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que enseguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal —se decía– y me escondiese en la escalera... No, sería una equivocación... ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco...!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía andar. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba empapado.
—¡Vaya merluza, amigo! —le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le sobrecogió, y volvió a la callejuela. Aunque estaba a punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en la escalera, se acordó del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
Raskolnikof no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el hacha en el lugar de donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de cualquier casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada, pero no con llave. Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikof había perdido hasta tal punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: «¿Qué desea?», él, seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikof pudo dejar el hacha debajo del banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie de inconsciencia que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikof, sin duda, se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas, pero él no podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
SEGUNDA PARTE
.
I
Raskolnikof permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su letargo y se percataba de que la noche estaba muy avanzada, pero no pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él seguía tendido de bruces en el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado de todo su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas —se dijo– Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había quedado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de las bolsas que el papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo arreglado», se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto estúpido la grieta del papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
—¡Señor! ¡Dios mío! —murmuró, desesperado—. ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto explica que no tuviera preparado ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he alegrado? —se preguntó—. ¿No es un disparate esconder así las cosas? No cabe duda de que estoy perdiendo la razón.»
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre sus ropas.
«¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e introdujo las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
«Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie. Por lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a mirar en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado nada. Ya se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba, desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
«¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en el suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
—Pero ¿qué me pasa? —exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía verlas debido a la merma de sus facultades. De pronto se acordó de que la bolsita estaba manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y vio que, en efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón no me ha abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la facultad de reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikof descubrió, a través de un agujero del calzado, una mancha acusadora en el calcetín. Se quitó la bota y comprobó que, en efecto, era una mancha de sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué hacer? ¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las manos, se preguntaba:
«¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo de estudiante.
Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay que ir inmediatamente.» Y más de una vez se agitó en el diván con el propósito de levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento dado en la puerta le sacó de su marasmo.
—¡Abre si no te has muerto! —gritó Nastasia sin dejar de golpear la puerta con el puño—. Siempre está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un perro. ¡Como lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de las diez!
—Tal vez no esté —dijo una voz de hombre.
«La voz del portero —se dijo al punto Raskolnikof—. ¿Qué querrá de mí?»
Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan violentamente, que le hacía daño.
—Y echado el pestillo —observó Nastasia—. Por lo visto, tiene miedo de que se lo lleven... ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?
«¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»
Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.
No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.
La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero con desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado.
—Esto han traído de la comisaría.
—¿De qué comisaría?
—De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
—Pero ¿qué quiere de mí la policía?
—¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a marcharse.
—Tienes cara de enfermo —dijo Nastasia, que no quitaba ojo a Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo—: Tiene fiebre desde ayer.
Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
—Quédate acostado —dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof se disponía a levantarse—. Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
—¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.
—¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.
Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
—Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
—No, no quiero té —balbuceó—. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy a presentarme.
—¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
—He dicho que voy.
—Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente, Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»