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Crimen y castigo
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Текст книги "Crimen y castigo"


Автор книги: Федор Достоевский



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Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.

—¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! —exclamó en un tono extraño—. No me enterréis tan pronto.

Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!

—Sin embargo —dijo distraídamente—, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!

Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.

—Pero ¿qué te pasa, Rodia? —preguntó ansiosamente su madre.

—¿Dónde vas? —preguntó Dunia con voz extraña.

—Me tengo que marchar —repuso.

Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.

—Yo quería deciros... —continuó—. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.

—¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! —exclamó la pobre mujer.

Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.

—¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? —murmuró, indignada.

—Ya volveré, ya volveré a veros —dijo a media voz, casi inconsciente.

Y se fue.

—¡Mal hombre, corazón de piedra! —le gritó Dunia.

—No es malo, es que está loco —murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano– Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.

Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:

—En seguida vuelvo.

Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras:

—Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.

Se alejó sin tenderle la mano.

—Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!

Raskolnikof se detuvo de nuevo.

—Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes?

El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto.

—¿Comprendes ahora? —preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa—. Vuelve junto a ellas —añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.

No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.

IV



Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.

—¿Quién va? —preguntó una voz de mujer con inquietud.

—Soy yo, que vengo a su casa —dijo Raskolnikof.

Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.

—¡Dios mío! ¿Es usted? —gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.

—¿Es éste su cuarto?

Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.

Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.

Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.

La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella, dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes, sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había cortinas en la cama.

Sonia miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro de su destino.

—He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? —preguntó Raskolnikof sin levantar la vista hacia Sonia.

—Sí, sí, son las once ya —balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran un inquietante problema—: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las...

—Vengo a su casa por última vez —dijo Raskolnikof con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba de que era también su primera visita—. Acaso no vuelva a verla más —añadió.

—¿Se va de viaje?

—No sé, no sé... Mañana, quizá...

—Así, ¿no irá usted mañana a casa de Catalina Ivanovna? —preguntó Sonia con un ligero temblor en la voz.

—No lo sé... Quizá mañana por la mañana... Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle...

Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonia de pie.

—¿Por qué está de pie? Siéntese —le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.

Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.

—¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.

Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.

—Siempre he sido así —dijo Sonia.

—¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?

—Sí.

—¡Claro, claro! —dijo Raskolnikof con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.

Volvió a pasear su mirada por la habitación.

—Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?

—Sí.

—Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?

—Sí; tienen una habitación parecida a ésta.

—¿Sólo una para toda la familia?

—Sí.

—A mí, esta habitación me daría miedo —dijo Rodia con expresión sombría.

—Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable —dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo—. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.

—Son tartamudos, ¿verdad?

—Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?

—Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.

Sonia se turbó.

—Me parece —murmuró, vacilando– que hoy lo he visto.

—¿A quién?

—A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna...

—No, usted iba... paseando.

—Sí —murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.

—Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?

—¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!

Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.

—Ya veo que la quiere usted.

—¡Claro que la quiero! —exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento—. Usted no la... ¡Ah, si usted supiera...! Es como una niña... Está trastornada por el dolor... Es inteligente y noble... y buena... Usted no sabe nada... nada...

Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.

—¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor...! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce... ¡Es tan desgraciada! Está enferma... Sólo pide justicia... Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama... Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita... Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame... Es una mujer justa, muy justa.

—¿Y qué va a hacer usted ahora?

Sonia le dirigió una mirada interrogante.

—Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber... Pero ¿qué van a hacer ahora?

—No lo sé —respondió Sonia tristemente.

—¿Seguirán viviendo en la misma casa?

—No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.

—¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?

—¡Oh, no! Ella no piensa en eso... Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.

Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.

—Además, ¿qué quiere usted que haga? —continuó Sonia con vehemencia creciente—. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería...! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas!

—Ahora comprendo que lleve usted esta vida —dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.

—¿Es que usted no se compadece de ella? —exclamó Sonia—. Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!

Se retorcía las manos con un gesto de dolor.

—¿Dice usted que fue mala con ella?

—Sí, fui mala... Yo había ido a verlos —continuó llorando—, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. «¡Oh Sonia! —me dijo—. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón... No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!

—¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?

—Sí. ¿Usted también la conocía? —preguntó Sonia con cierto asombro.

—Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto —dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.

—¡Oh, no, no!

Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.

—Lo mejor es que muera —dijo Raskolnikof.

—¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? —exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.

—¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.

—¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! —exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.

Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.

—Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? —siguió preguntando despiadadamente.

—¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! —exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.

—¿Por qué imposible? —preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica—. Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...

—¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! —gritó Sonia con voz ahogada.

Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.

Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.

—¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? —preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.

—No —murmuró Sonia.

—No me extraña. ¿Lo ha intentado? —preguntó con una sonrisa burlona.

—Sí.

—Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.

Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.

—¿Es que no gana usted dinero todos los días? —preguntó Rodia.

Sonia se turbó más todavía y enrojeció.

—No —murmuró con un esfuerzo doloroso.

—La misma suerte espera a Poletchka —dijo Raskolnikof de pronto.

—¡No, no! ¡Eso es imposible! —exclamó Sonia.

Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.

—¡Dios no permitirá una abominación semejante!

—Permite otras muchas.

—¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! —gritó Sonia fuera de sí.

—Tal vez no exista —replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.

Seguidamente se echó a reír y la miró.

Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.

—Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos —dijo Raskolnikof tras un breve silencio.

Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.

—¿Qué hace usted? —balbuceó.

Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.

Él se puso en pie.

—No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano —dijo en un tono extraño.

Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:

—Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.

—¿Eso ha dicho? —exclamó Sonia, aterrada—. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?

—Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda —continuó ardientemente—, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime —añadió, iracundo—: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.

—Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? —preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.

Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente había pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.

Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.

«Sólo tiene tres soluciones —siguió pensando Raskolnikof—: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»

Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.

«Pero ¿es esto posible? —siguió reflexionando—. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible —exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento—: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro...? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»

Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.

—¿Rezas mucho, Sonia? —le preguntó.

La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.

—¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?

Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.

«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.

—Pero ¿qué hace Dios por ti? —siguió preguntando el joven.

Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.

—¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas —exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.

«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.

—Dios todo lo puede —dijo Sonia, bajando de nuevo los

«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.

Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.

«Está loca, está loca», se repetía.

Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.

—¿De dónde has sacado este libro? —le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.

—Me lo han regalado —respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.

—¿Quién?

—Lisbeth.

«¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.

Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.

—¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? —preguntó de pronto.

Soma no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.

—Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.

Sonia le miró de reojo.

—Están en el cuarto Evangelio —repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.

—Toma; busca ese pasaje y léemelo.

Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.

«Dentro de quince días o de tres semanas —murmuró para sí– habrá que ir a verme a la séptima versta [31]. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»

Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.

—¿Es que usted no lo ha leído nunca? —preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.

—Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.

—¿Y no lo ha leído en la iglesia?

—Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?

—Pues... no —balbuceó Sonia.

Raskolnikof sonrió.

—Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?

—Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.

—¿Por quién?

—Por Lisbeth. La mataron a hachazos.

La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.

—Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.

—Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.

¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?

«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.

—¡Lee! —ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.

Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.

—¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe —murmuró Sonia con voz entrecortada.

—¡Lee! —insistió Raskolnikof—. ¡Bien le leías a Lisbeth!

Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.

—«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...», articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.

Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.

– «... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»

Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.

—«Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...»


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