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Crimen y castigo
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Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Lebeziatnikof? —preguntó Raskolnikof, pensativo, como si este nombre le hubiese recordado algo.

—Sí, Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Está empleado en un ministerio. ¿Le conoce usted?

—No..., no —repuso Raskolnikof.

—Perdone, pero su exclamación me ha hecho suponer que lo conocía. Fui tutor suyo hace ya tiempo. Es un joven simpatiquísimo, que está al corriente de todas las ideas. A mí me gusta tratar con gente joven. Así se entera uno de las novedades que corren por el mundo.

Piotr Petrovitch miró a sus oyentes con la esperanza de percibir en sus semblantes un signo de aprobación.

—¿A qué clase de novedades se refiere? —preguntó Rasumikhine.

—Alas de tipo más serio, es decir, más fundamental —repuso Piotr Petrovitch, al que el tema parecía encantar—. Hacía ya diez años que no había venido a Petersburgo. Todas las reformas sociales, todas las nuevas ideas han llegado a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo, hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes... Y créame que estoy encantado.

—¿De qué?

—Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado una visión más clara, un espíritu más crítico, por decirlo así, una actividad más razonada.

—Es verdad —dijo Zosimof entre dientes.

—No digas tonterías —replicó Rasumikhine—. El sentido de los negocios no nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difícil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el hábito de la actividad... De las ideas —continuó, dirigiéndose a Piotr Petrovitch– puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien, aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandidos. Pero actividad, ninguna en absoluto.

—No estoy de acuerdo con usted —dijo Lujine, visiblemente encantado—. Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debemos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obtenido ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes; obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un carácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el ridículo, han muerto... En una palabra, hemos roto definitivamente con el pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.

—Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse —gruñó inesperadamente Raskolnikof.

—¿Cómo? —preguntó Lujine, que no había entendido.

Pero Raskolnikof no le contestó.

—Todo eso es exacto —se apresuró a decir Zosimof.

—¿Verdad? —exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo—: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.

—Eso es un lugar común.

—No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? —Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente—. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y las quimeras que la ahogaban.

—Perdóneme —le interrumpió Rasumikhine—. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también que se hable delante de mí. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.

—Caballero —exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad—, ¿quiere usted decir con eso que también yo...?

—¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...

Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petrovitch.

Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de marcharse al cabo de dos minutos.

—Ya hemos trabado conocimiento —dijo a Raskolnikof—. Espero que, una vez esté curado, nuestras relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido restablecimiento.

Raskolnikof ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Piotr Petrovitch se puso en pie.

—Seguramente —dijo Zosimof a Rasumikhine—, el asesino es uno de sus deudores.

—Seguramente —repitió Rasumikhine—. Porfirio no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.

—¿Los interroga? —exclamó Raskolnikof.

—Sí, ¿por qué?

—No, por nada.

—Pero ¿cómo sabe quiénes son? —preguntó Zosimof.

—Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.

—El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!

—Pues no —replicó Rasumikhine—. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro de que es un inexperto de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar? Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la cabeza, y si no Lo han descubierto no Lo debe a su destreza, sino al azar.

—¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? —intervino Lujine, dirigiéndose a Zosimof. Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la razón.

—Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?

—¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.

—¿Conoce usted los detalles?

—Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad durante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada por una oscura cuestión de dinero... Si la vieja usurera ha sido asesinada por un hombre de la clase media (los mujiksno tienen el hábito de empeñar joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nuestra ciudad?

—Los fenómenos económicos han producido transformaciones que... —comenzó a decir Zosimof.

—¿Cómo explicarlo? —le interrumpió Rasumikhine—. Pues precisamente por esa falta de actividad razonada.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron? «Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme Lo más rápidamente posible.» No recuerdo las palabras que empleó, pero sé que quiso decir «ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo». El hombre se acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pongan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.

—Pero la moral, las leyes...

—¿Qué le sorprende? —preguntó repentinamente Raskolnikof—. Todo esto es la aplicación de sus teorías.

—¿De mis teorías?

—Sí, la conclusión lógica de los principios que acaba usted de exponer es que se puede incluso asesinar.

—Un momento, un momento... —exclamó Lujine.

—No estoy de acuerdo —dijo Zosimof.

Raskolnikof estaba pálido y respiraba con dificultad. Su labio superior temblaba convulsivamente.

—Todo tiene su medida —dijo Lujine con arrogancia—. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo...

—¿Acaso no es cierto —le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es casarse con una mujer pobre para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?

—Pero... —exclamó Lujine, trastornado por la cólera—. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por Lo menos, Lo supongo... Se Lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase de tal modo su sentido. Además...

—¡Óigame! —bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Lujine una mirada ardiente—. ¡Escuche!

—Usted dirá.

Lujine pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios segundos.

—Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo echo escaleras abajo.

—¡Pero Rodia! —exclamó Rasumikhine.

—¡Si, escaleras abajo!

Lujine había palidecido y se mordía los labios.

—Óigame, señor —comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse—: la acogida que usted me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!

—¡Yo no estoy enfermo! —exclamó Raskolnikof.

—¡Peor que peor!

—¡Váyase al diablo!

Lujine no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez, Rasumikhine se levantó para dejarlo pasar. Lujine no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar a Zosimof, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible ofensa recibida.

—¡Vaya un modo de conducirse! —dijo Rasumikhine al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto de preocupación.

—¡Déjame! ¡Dejadme todos! —gritó Raskolnikof en un arrebato de ira—. ¿Me dejaréis de una vez, verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar solo! ¿Lo oís? ¡Solo!

—Vámonos —dijo Zosimof a Rasumikhine.

—Pero ¿lo vamos a dejar así?

—Vámonos.

Rasumikhine reflexionó un momento. Después siguió a Zosimof.

Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:

—Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.

—Pero ¿qué tiene?

—Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo que más me inquieta.

—Tal vez este señor Piotr Petrovitch tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodia y que nuestro amigo se ha enterado de ello poco antes de su enfermedad.

—Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír hablar de él le pone fuera de sí.

-Lo he notado enseguida -respondió Rasumikhine-. Presta atención y se inquieta. Precisamente se puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.

—Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho. Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay que temer ningún trastorno cerebral grave.

—Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pachenka. Diré a Nastasia que lo vigile.

Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikof dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia hasta Nastasia, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.

—¿Te traigo ya el té? —preguntó.

—Después. Ahora quiero dormir. Vete.

Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasia salió del aposento.

VI



Apenas Se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikof se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete de las prendas de vestir comprado por Rasumikhine y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño, se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el pánico de los últimos días habían desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy, de hoy no pasa», murmuró.

Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un momento contemplando el dinero que Rasumikhine había dejado en la mesa. Tras unos segundos de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasia daba la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar. No oyó nada. En lo que menos pensaba era en aquella fuga.

Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto. La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento, porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara, fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desesperada, con una firmeza indómita.

Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes, mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda de dos kopeks. Raskolnikof se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.

—¡Basta! —gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.

—¿Le gustan las canciones callejeras? —preguntó de súbito Raskolnikof a un transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.

El desconocido le miró con un gesto de asombro.

—A mí —continuó Raskolnikof, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones– me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...

—No sé..., no sé... Perdone —balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de Raskolnikof como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.

El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikof se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.

—En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina, ¿verdad?

—Aquí vienen muchos comerciantes —respondió el joven, midiendo a Raskolnikof con una mirada de desdén.

—¿Cómo se llama?

—Como le pusieron al bautizarlo.

—¿Eres tal vez de Zaraisk? ¿De qué provincia?

El mozo volvió a mirar a Raskolnikof.

—Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la misericordia de su alteza que me perdone.

—¿Es un figón lo que hay allí arriba?

—Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.

Raskolnikof atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños grupos.

Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V. Pronto dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovaia. Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala fama del subsuelo.

En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando. Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.

Raskolnikof se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas. Vestían ropas de Indiana, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.

El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikof. Entre las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía, mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones. Raskolnikof, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.


Mi hombre, amor mío,

no me pegues sin razón,


cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.

«¿Y si entrase? —pensó—. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también?»

—¿No entra usted, caballero? —le preguntó una de las mujeres.

Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.

Raskolnikof levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:

—¡Qué bonita eres!

Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.

—Usted también es un guapo mozo —dijo.

—Demasiado delgado —dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa—. Seguro que acaba de salir del hospital.

—Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata —dijo de súbito un alegre mujikque pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa—. ¡Esto alegra el corazón!

—En vez de hablar tanto, entra.

—Te obedezco, amor mío.

Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.

Raskolnikof continuó su camino.

—¡Oiga, señor! —le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.

—¿Qué?

Ella se turbó.

—Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia. Deme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.

Raskolnikof buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.

—¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!

—¿Cómo te llamas?

—Llámame Duklida.

—¡Es vergonzoso! —exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de desesperación—. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me muero de vergüenza.

Raskolnikof miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años. Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado. Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.

«¿Dónde he leído yo —pensaba Raskolnikof al alejarse que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... —y añadió al cabo de un momento—: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»

Desembocó en otra calle.

«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»

—¿Me dará los periódicos? —preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.

Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.

«¡Bah, qué importa!», pensó.

—¿Quiere usted vodka? —preguntó el camarero.

—Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.

—Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?

El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas... Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...

«¡Aquí está!»

Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...

De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.

—Pero ¿usted aquí? —dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada—. Pero si Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?

Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta irritación.

—Ya sé que vino usted —respondió—; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna, aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.

—¡Qué charlatán!

—¿Se refiere al «teniente Pólvora»?

—No, a su amigo Rasumikhine.

—¡Vaya, vaya, señor Zamiotof! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?

—¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?

—Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.

Raskolnikof se echó a reír.

—No se enfade, no se enfade —añadió, dándole una palmada en la espalda—. Se lo digo sin malicia alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Mitri el pintor que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.

—¿Cómo sabe usted que dijo eso?

—Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...

—¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.

—¿De modo que le parece que estoy raro?

—Sí. ¿Qué estaba leyendo?

—Los periódicos.

—Sólo hablan de incendios.

—Yo no leía los incendios.

Miró a Zamiotof con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.

—No —repitió—, yo no leía las noticias de los incendios —y añadió, guiñándole un ojo—: Confiese, querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.

—Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...? Pero ¿qué le sucede?

—Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.

—He seguido seis cursos en el Instituto —repuso Zamiotof, un tanto orgulloso.

—¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un hombre rico... ¡Y qué linda presencia!

Raskolnikof soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.

—¡Qué extraño está usted! —dijo, muy serio, Zamiotof—. Yo creo que aún desvaría.

—¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por qué, ¿no?

—Sí.

—Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?


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