Текст книги "Crimen y castigo"
Автор книги: Федор Достоевский
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—Lo mejor es no mezclarse en estas cosas —opinó el corpulento mujik—. Desde luego, es un granuja. Estos tipos le enredan a uno de modo que luego no sabe cómo salir.
«¿Voy o no voy?», se preguntó Raskolnikof deteniéndose en medio de una callejuela y mirando a un lado y a otro, como si esperase un consejo.
Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él...
De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle, un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz mortecina.
«¿Qué será?»
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable: transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.
VII
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
—¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
—¡Señor! —se lamentaba el cochero—. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
—Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte —dijo una voz.
—Tres veces exactamente —dijo otro—. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
-¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! -exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él-. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen enseguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
—El edificio Kozel —dijo– está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se había producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
—¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
—Tal vez no me creas, Polenka —decía mientras medía con sus pasos la habitación—, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que había en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando... —empezó a toser—. ¡Maldita sea! —exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos—. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... —de nuevo tosió—, mañana... —volvió a toser—, ¡mañana el agujero será mayor! —gritó, a punto de ahogarse—. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida —dijo dirigiéndose a la niña más pequeña—, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? —exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo—. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
—¿Dónde lo ponemos? —preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
—En el diván; ponedlo en el diván —dijo Raskolnikof—. Aquí. La cabeza a este lado.
—¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! —gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanovna.
—¡Por el amor de Dios, cálmese! —dijo con vehemencia—. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
¡Esto tenía que pasar! —exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta enseguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
—He enviado a buscar un médico —dijo a Catalina Ivanovna—. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Deme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
-Polia -exclamó Catalina Ivanovna-, corre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga enseguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
—¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? —gritó a la muchedumbre de curiosos—. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! —exclamó mientras empezaba a toser—. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
—¡Pretender que no hay derecho a morir! —exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
—¡Ah, Señor! ¡Dios mío! —exclamó golpeando sus manos una contra otra—. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
—¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas —comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)—. Sí, Amalia Ludwigovna...
—Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
—Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta —se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas—, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven —señalaba a Raskolnikof—, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
—¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! —exclamó en un tono de desesperación—. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
—Un sacerdote —pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
—¡Ah, vida tres veces maldita!
—Un sacerdote —repitió el moribundo, tras una breve pausa.
—¡Silencio! —le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
—¿Qué quieres? —le preguntó Catalina Ivanovna.
—Va descalza, va descalza —murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
—¡Calla! —gritó Catalina Ivanovna, irritada—. Bien sabes por qué va descalza.
—¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! —exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
—Es inexplicable —dijo el médico en voz baja a Raskolnikof– que no haya quedado muerto en el acto.
—En definitiva, ¿cuál es su opinión?
—Morirá dentro de unos instantes.
—Entonces, ¿no hay esperanza?
—Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
—Le ruego que pruebe a sangrarlo.
—Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón —el de la estufa– y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
—Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
—¿Qué será de estas criaturas? —le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
—Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
—¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
—Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado —dijo el pope sacudiendo la cabeza.
—¿Y esto no es un pecado? —exclamó Catalina Ivanovna, señalando al agonizante.
—Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
—¡No me comprende usted! —exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento—. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para nosotros una ventura, una economía.
—Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
—Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento imperioso:
—¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
—¡Quieto! ¡Quieto! —exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof expresó un dolor infinito.
—¡Sonia, hija mía, perdóname! —exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
—¡Tenía que suceder! —exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su marido—. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos?
Raskolnikof se acercó a ella.
—Catalina Ivanovna —le dijo—, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
—¿Usted aquí? —exclamó.
—Sí —repuso Raskolnikof—. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda —y, al decir esto, le miraba irónicamente.
—Va usted manchado de sangre —dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
—Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
—¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
—Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? —preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
—¿Quién te ha enviado?
—Mi hermana Sonia —respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
—Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
—Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!
—¿Quieres mucho a Sonia?
—La quiero más que a nadie —repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.