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Crimen y castigo
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Текст книги "Crimen y castigo"


Автор книги: Федор Достоевский



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—¿Y a mí? ¿Me querrás?

La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.

—¡Pobre papá! —exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos—. No se ven más que desgracias —añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.

—¿Os quería vuestro padre?

—A la que más quería era a Lidotchka —dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír—, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo —añadió con cierta arrogancia—. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.

—¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?

—¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.

—Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.

—Toda mi vida rezaré por usted —respondió calurosamente la niña.

Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.

Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.

«¡Basta! —se dijo en tono solemne y enérgico—. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»

Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.

«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!

»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»

Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.

«Sin embargo —recordó de pronto—, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»

Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.

Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.

—Escucha —le dijo con vehemencia Raskolnikof—. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.

—¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...

—¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?

—¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.

Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.

—Debe ir a acostarse inmediatamente —dijo, después de haber examinado a su paciente—, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?

—Como si quiere usted que tome dos.

El sello fue ingerido en el acto.

—Haces bien en acompañarlo a casa —dijo Zosimof a Rasumikhine—. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.

—¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? —murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle—. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionad desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con Zamiotof.

—Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.

—Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?, porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...

Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.

—Yo me desmayé —dijo Raskolnikof– porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.

—No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo —ha dicho– ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.

—¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?

—Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle caso.

Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.

—Óyeme, Rasumikhine —dijo Raskolnikof—: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.

—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —preguntó Rasumikhine, inquieto.

—La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!

—¿Adónde?

—Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?

Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz.

—¡Qué raro! ¿Será Nastasia? —dijo Rasumikhine.

—Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.

—¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.

—Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.

—Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?

—Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.

Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.

«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.

Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.

—Pero ¿qué pasa? —exclamó Rasumikhine.

Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?

Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.

—Señor..., ¿qué será de él?

Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.

Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.

Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.

Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.

—¡No es nada, no es nada! —gritaba a la hermana y a la madre—. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.

Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.

Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulqueria Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.

TERCERA PARTE


.


I



Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar. Avdotia Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodia.

—Volved a vuestro alojamiento... con él —dijo Raskolnikof con voz entrecortada y señalando a Rasumikhine—. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?

—Esta tarde, Rodia —repuso Pulqueria Alejandrovna—. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodia: no te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...

—¡No me atormentéis! —la interrumpió el enfermo, irritado.

—Yo me quedaré con él —dijo al punto Rasumikhine—, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.

—¿Cómo podré agradecérselo? —empezó a decir Pulqueria Alejandrovna estrechando las manos de Rasumikhine.

Pero su hijo la interrumpió:

—¡Basta, basta! No me martiricéis. No puedo más.

—Vámonos, mamá. Salgamos aunque sólo sea un momento —murmuró Dunia, asustada—. No cabe duda de que nuestra presencia te mortifica.

—¡Que no pueda quedarme a su lado después de tres años de separación! —gimió Pulqueria Alejandrovna, bañada en lágrimas.

—Esperad un momento —dijo Raskolnikof—. Como me interrumpís, pierdo el hilo de mis ideas. ¿Habéis visto a Lujine?

—No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy —dijo con cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.

—Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.

—¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que... —balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.

Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía continuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nastasia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga perplejidad.

—Dunia —dijo Raskolnikof, haciendo un gran esfuerzo—, no quiero que se lleve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que no vuelva a hablarse de él.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

—Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consiguió ahogar en seguida—. Sin duda, tu estado no lo permite... Estás fatigado —terminó con acento cariñoso.

—¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él. Dámela a leer mañana, y asunto concluido.

—Yo no puedo hacer eso —replicó la joven, ofendida—. ¿Con qué derecho...?

—Tú también pierdes la calma, Dunetchka —dijo la madre, aterrada y tratando de hacer callar a su hija—. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos hacer es marcharnos.

—No estaba en su juicio —exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba su embriaguez—. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así. Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro, como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.

—O sea ¿que es verdad? —dijo Dunia, afligida—. Vamos, mamá... Buenas noches, Rodia.

—No olvides lo que te he dicho, Dunia —dijo Raskolnikof reuniendo sus últimas fuerzas—. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.

—O estás loco o eres un déspota —gruñó Rasumikhine.

Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.

Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.

—No puedo marcharme —murmuró a Rasumikhine, desesperada—. Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.

—Con eso no hará sino empeorar las cosas —respondió Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí—. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro —continuó a media voz cuando hubieron salido– que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.

—¡Oh! ¿Qué dice usted?

—Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.

—Iré a ver a la patrona —dijo Pulqueria Alejandrovna– y le suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.

Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.

Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.

Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué atenerse.

—De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona —exclamó Rasumikhine dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna—. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera... Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodia en estos momentos: a ustedes o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil... Por lo tanto, vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero ustedes no: ella no lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotia Romanovna, celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulqueria Alejandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos. Porque me creen, ¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?

—Vamos, mamá —dijo Avdotia Romanovna—. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?

—¡Ah! Usted me comprende porque es un ángel —exclamó Rasumikhine en una explosión de entusiasmo—. Vámonos. Nastasia, entra en la habitación con la luz y no te muevas de su lado. Dentro de un cuarto de hora estoy de vuelta.

Pulqueria Alejandrovna, aunque no del todo convencida, no hizo la menor objeción. Rasumikhine las cogió a las dos del brazo y se las llevó escaleras abajo. La madre de Rodia no estaba muy segura de que el joven cumpliera lo prometido. «Sin duda es listo y tiene buenos sentimientos. Pero ¿se puede confiar en la palabra de un hombre que se halla en semejante estado?

—Ya entiendo: ustedes creen que estoy bebido —dijo el joven, adivinando los pensamientos de las dos mujeres y mientras daba tales zancadas por la acera, que ellas a duras penas podían seguirle, cosa que él no advertía—. Eso es absurdo... Quiero decir que, aunque esté borracho perdido, esto no importa en absoluto. Estoy borracho, sí, pero no de bebida. Lo que me ha trastornado ha sido la llegada de ustedes: me ha producido el mismo efecto que si me dieran un golpe en la cabeza... Sin embargo, esto no excluye mi responsabilidad... No me hagan caso, pues soy indigno de ustedes completamente indigno... Y tan pronto como las haya dejado en casa, me acercaré al canal y me echaré dos cubos de agua en la cabeza. Entonces se me pasará todo... ¡Si ustedes supieran cuánto las quiero a las dos! No se enfaden, no se rían... De la última persona de quien deben ustedes burlarse es de mí. Yo soy amigo de él. Tenía el presentimiento de que sucedería lo que ha sucedido. El año pasado ya lo presentí... Pero no, no pude presentirlo el año pasado, porque, al verlas a ustedes, he tenido la impresión de que me caían del cielo... Yo no dormiré esta noche... Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he dicho que no deben contrariarle.

—Pero ¿qué dice usted? —exclamó la madre.

—¿De veras ha dicho eso el doctor? —preguntó Avdotia Romanovna, aterrada.

—Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales... Pero no...

—Óigame —dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a Rasumikhine.

—No, no son originales —prosiguió el joven, levantando más aún la voz—. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siempre. Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos, todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o no la tengo? Díganme: ¿tengo razón?

Rasumikhine dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.

—¿Qué sé yo, Dios mío? —exclamó la pobre Pulqueria Alejandrovna.

Y Avdotia Romanovna repuso gravemente:

—Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un apretón de manos demasiado enérgico.

Rasumilchine exclamó, en el colmo del entusiasmo:

—¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Deme su mano, ¡démela...! Y usted deme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.

Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.

—¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? —exclamó, alarmada, Pulqueria Alejandrovna.

—¡Levántese, levántese! —dijo Dunia, entre divertida e inquieta.

—Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto, uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Piotr Petrovitch en la calle. ¿Cómo se habrá atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.

—Escuche, señor Rasumikhine —comenzó a decir Pulqueria Alejandrovna—. Se olvida usted...


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