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Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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—Y ahora, tengo mucho miedo —dijo, para concluir su relato—. Antes circulaba siempre solo, sin ningún temor. Ahora, cuando percibo alguna cosa, cuando veo una pista o duermo solo en la taiga, estoy constantemente asaltado por estos pensamientos...

Se calló y miró atentamente el fuego.


13




El lugar maldito


Hacia la noche logramos llegar a las fuentes del río. Este país está justamente considerado como el más desértico de toda la región ussuriana. Pero nosotros encontramos algunas chozas indígenas abandonadas y cobertizos derruidos, y levantamos allí nuestro campamento.

En el transcurso del camino, Dersu miraba siempre atentamente al suelo. Lo hacía simplemente por hábito, sin buscar nada en particular. Una vez, se inclinó para recoger una varita. Esta llevaba las huellas de un cuchillo indígena, pero la superficie tallada estaba ya ennegrecida por el tiempo. Las chozas desplomadas, los tocones que habían servido de soporte a los cobertizos, esa varita tallada, todo indicaba que los udehéshabían estado allí el año anterior.

El crepúsculo llegó cuando estábamos ya en el campamento. A propósito, nos instalamos sobre los guijarros, esperando que la proximidad del agua nos haría sufrir menos de los mosquitos.

Nuestra provisión de carne de corzo tocaba a su fin; era necesario proveerse de más carne. Dersu y yo nos pusimos de acuerdo para ir a cazar. Se convino que cuando llegáramos al afluente, bastante próximo, de dos corrientes de agua, yo debía seguir el más ancho, mientras que el goldremontaría el pequeño arroyo que se dirigía hacia la montaña.

La taiga ussuriana se anima dos veces por día: antes de la salida del sol y a la hora de la puesta. Cuando abandonamos el campamento, el sol declinaba sobre el horizonte. Sus rayos dorados pasaban entre los troncos de los árboles, penetrando hasta los rincones más perdidos de la taiga. La selva, en este momento, era de una belleza admirable. Los cedros majestuosos parecían querer proteger con su follaje tupido a los jóvenes árboles. Los álamos, inmensos, tres veces seculares, de ramas nudosas, tenían la apariencia de disputar a las viejas encinas la supremacía de la solidez a toda prueba. Cerca de ellos, crecían tilos gigantes y palmeras de troncos enlazados. Más lejos, se advertía la silueta rechoncha de un tejo, después había abedules negros, alcornoques, arces amarillos y otros árboles, escondidos entre la maleza donde se entremezclaban cambrones, saúcos y cerezos silvestres.

Yo andaba lentamente y me detenía a menudo para ponerme a escuchar. En cierto momento, me llegaron sonidos que parecían un graznido. Evité hacer ruido y advertí bien pronto un cuervo. Este dentirrostro, cuya talla sobrepasa mucho la de la corneja, da gritos muy variados, que pueden ser incluso agradables. El cuervo que tenía delante de mí estaba encaramado en lo alto de un árbol, donde parecía ejecutar un solo vocal; pude distinguir nueve motivos vocales diferentes. Pero cuando el pájaro advirtió mi presencia, tuvo miedo y se desprendió ágilmente de la rama para volar lejos.

En otro lugar, encontré primero un nido de pájaro carpintero, discretamente instalado entre la corteza del tronco de un árbol. A continuación, noté que este mismo pajarillo gris, alegre y animado, corría a lo largo del árbol para tantear la corteza con su pico largo y delgado. A veces, avanzaba volviéndose sobre el dorso y agarrándose con las patas a las ramas. Dos trepadores del Amur se agitaban al lado. Con un suave piar, examinaban ágilmente cada repliegue del árbol. Cada uno se servía de su pico para dar golpes, siempre oblicuos y no directos, tan pronto de un lado como de otro.

La sombra vino a envolver la selva súbitamente. Los rayos del sol no alcanzaban más que las cimas de las montañas y las nubes del cielo, cuyo fulgor alcanzó toda vía a iluminar la tierra por algún tiempo. Pero aun esta luz indirecta se hizo más y más pálida. La actividad de los pájaros se atenuó para dar lugar a otra; la de los grandes cuadrúpedos.

De pronto, escuché un crujido de ramas, seguido de gruñidos. Inmóvil en mi lugar, vi dos masas negras que salían de la espesura. Reconocí en seguida a dos jabalíes. Iban hacia el río y su actitud, poco apresurada, me hizo comprender que no me habían advertido. Uno de los animales era más voluminoso que el otro y fue éste el que elegí como presa. En este momento, el más grande dio un gruñido estridente, pero yo apreté el gatillo. El eco repitió la detonación y la llevó a lo lejos a través de la selva. El enorme jabalí saltó de costado. Creí haber fallado mi tiro y quise avanzar, cuando percibí al animal herido que se incorporaba. Tiré de nuevo; el jabalí cayó de hocico y contra la hierba, pero trató aún de sostenerse sobre las patas. Después de un tercer tiro de fusil, la bestia quedó inmóvil. Me aproximé en seguida a ella.

Para no dejar que la carne se pudriese, destripé el jabalí, pensando en ir a buscar a los soldados al campamento, cuando escuché de nuevo en la espesura otro estremecimiento. Era Dersu que acudía al ruido de mis disparos. Me quedé muy asombrado cuando me preguntó de qué clase era la presa abatida. Después de todo, yo podía haber fallado.

—No —objetó él riendo—. Sé perfectamente que tienes tu presa.

Me explicó que se había dado cuenta de todo lo que acababa de pasar, no por los disparos en sí, sino por los intervalos entre los tres. Y es que sucede raramente que se pueda abatir una fiera al primer disparo. Habitualmente, se abate al segundo o tercer disparo. Si Dersu hubiera escuchado uno solo, habría deducido que yo había fallado. Por otra parte, tres golpes repitiéndose con poco intervalo, habrían indicado la huida de la presa y la precipitación del cazador enviando las balas en su persecución. Por el contrario, los tiros a intervalos desiguales prueban que la bestia está herida y que el cazador la remata.

Decidimos dejar el jabalí en la selva hasta el alba y no tomar por el momento más que el hígado, el corazón y los riñones. Habiendo encendido un fuego al lado, tomamos el camino de regreso. Era completamente de noche cuando nos aproximamos al campamento. La luz de las hogueras se reflejaba en la corriente de agua, como una banda clara, que parecía removerse e interrumpirse algunas veces para reaparecer cerca de la orilla opuesta. Golpes de hacha y voces de hombre, mezcladas de risas, nos llegaban del campamento. Los mosquiteros instalados por tierra e iluminados en el interior, parecían linternas gigantescas. Los cosacos habían escuchado bien mis tiros de fusil y esperaban el resultado. Los pedazos de carne de jabalí que llevábamos, sirvieron en seguida para preparar la cena, después de la cual tomamos el té y fuimos a acostarnos. Solamente quedó para velar el centinela encargado de guardar los caballos.

A medida que se avanzaba hacia el Sijote-Alin, la selva de altas arboledas, que ofrece maderas para la construcción, desaparece gradualmente y es sustituida por árboles que sólo pueden servir para trabajos menos importantes. Finalmente, en las fuentes mismas de los ríos, no crecen más que alerces y diversas especies de abetos; son árboles delgados y cubiertos de musgos. Sus raíces no se hunden bastante profundamente en la tierra y se extienden, bajo su capa de musgos ligeros, a lo largo de la superficie, lo que disminuye la longevidad y la solidez de estos árboles. Por otra parte, incluso cuando alcanzan la edad de veinte años, es suficiente la fuerza de un solo hombre para derribarlos. Es por la cima por donde comienzan a alterarse. Ocurre también que un árbol muerto continúa mucho tiempo en pie, pero en cuanto se lo toca se desploma, reduciéndose a polvo.

Las selvas de este género están siempre desiertas. No se ven pistas de animales, ni pájaros; no se escuchan tampoco bordoneos de insectos. La masa de troncos tiene un tinte gris leonado monótono. No se encuentra ya ni espesura ni siquiera helechos o carrizos. La mirada no tropieza más que con musgo que lo reviste todo: la tierra, las piedras y las ramas. Esta taiga no inspira más que angustia. Reina allí una calma de muerte, que viene a turbar solamente el silbido del viento en las cimas desecadas. Los indígenas creen que semejantes regiones son habitadas por malos espíritus.

Hacia la noche, fuimos a poca distancia del paso e instalamos nuestro campamento cerca de los contrafuertes del Sijote-Alin. El 12 de agosto, Dersu me despertó al alba. Después de tomar a prisa una taza de té, ordené a los cosacos ensillar los caballos y seguir adelante con el gold,queriendo tomar medidas para establecer la altura del paso del Sijote-Alin. Los cosacos debían esperarnos en la parte profunda mientras nosotros dos íbamos a realizar la ascensión de la montaña.

Allá arriba se abría una vista circular espléndida. La tierra parecía una superficie marítima en donde las montañas formaban como olas inmensas y petrificadas. Las cimas más próximas tenían contornos caprichosos; detrás de ellas, se elevaban otras cimas, con siluetas veladas de una niebla azulosa; para el que llegaba aún más allá, no se sabía ya seguro si lo que se veía eran montañas o gruesas nubes envolviendo el horizonte. Desde la altura en que me encontraba, podía sin embargo distinguir fácilmente ciertos repliegues montañosos y las direcciones de corrientes de agua.

Acabado el trabajo, descendimos al valle de Vangú para recorrer aún cerca de cinco kilómetros y hacer en seguida un corto alto con la intención de esperar la llegada de nuestra caravana. Pero como Dersu se sentó al borde del río para descalzarse, yo continué solo el camino. En este lugar, el sendero se desviaba en un ángulo de 120º. Después de haber franqueado una corta distancia, miré hacia atrás y vi a mi compañero todavía sentado en la orilla.

Con la mano me hizo ademán de no esperarlo.

Apenas llegado al linde del bosque, me encontré con jabalíes, pero no tuve tiempo de tirar. Noté la dirección de su huida y corrí a cortarles el camino. En efecto, al cabo de algunos minutos, conseguí alcanzarlos. Percibiendo vagamente una silueta oscura en la espesura, esperé a que se detuviese, le apunté e hice fuego. En el mismo momento, escuché un grito humano, seguido de un gemido de dolor. Presa de pánico, comprendí que acababa de tirar sobre un hombre y corrí hacia él a través de la maleza. Lo que vi me sacudió como un mazazo: era Dersu, que yacía por tierra.

—¡Dersu, Dersu! —grité con una voz irreconocible, y me arrojé sobre mi amigo.

Apoyándose con el brazo izquierdo en tierra y levantándose un poco sobre el codo, el goldse cubría los ojos con la mano derecha. Le atormenté apresurándome a preguntarle, con una voz que traicionaba mi susto, en qué sitio le había tocado la bala.

—Me hace daño la espalda —respondió.

Rápidamente, le saqué las ropas de encima. La chaqueta y la camisa estaban rasgadas. Cuando acerté a desnudarlo, suspiré con alivio. La bala no había penetrado en el cuerpo. Sólo la piel estaba levantada a la altura de una de las vértebras dorsales. El lugar contusionado estaba rodeado de una equimosis. En ese momento noté que yo mismo temblaba como si estuviese atacado de fiebre. Cuando expliqué a Dersu la especie de su herida, se calmó en seguida y quiso a su vez tranquilizarme:

—Bueno, capitán, tú no tienes la culpa. Yo estaba detrás. ¿Cómo habrías podido adivinar que me había entrometido delante?

Habiéndolo incorporado y hecho sentar, le pregunté cómo había llegado a colocarse entre los jabalíes y yo. Parecía que Dersu los había descubierto en el mismo momento que yo y se había arrojado en su persecución, impulsado por su instinto innato de cazador. Ahora bien, yo describía una curva mientras que los animales avanzaban en línea recta. Así es que el gold,que los seguía directamente, pudo adelantarme muy pronto. Su chaqueta era de un color que se prestaba a confundirse con el pelaje de esas fieras. Además, se deslizaba a través de la espesura con el cuerpo encorvado. Tomándole por un jabalí, yo disparé. Mi bala fue a desgarrar sus ropas, rozándole la espalda y privándole de andar.

Nuestro destacamento llegó al cabo de diez minutos. Friccioné la contusión de Dersu con una solución de yodo e hice sacar la carga a uno de los caballos, que fue en seguida distribuida entre los otros animales. Colocamos a Dersu sobre la silla que estaba libre y partimos de este lugar maldito.

Hacia la noche, el goldrecobró un poco su calma. Por el contrario, yo me quedé angustiado. La idea de haber tirado sobre este, hombre que me había salvado la vida, no me dejó reposar. De hecho, si hubiese llegado a apuntar un solo centímetro más a la izquierda o si mi mano hubiera tropezado, habría matado a Dersu. No pude dormir en toda la noche. En una pesadilla reviví la selva, los jabalíes, mi tiro, el grito del gold ylos matorrales donde estaba tendido. Aterrado, salté de mi kangy salí varias veces; traté de calmarme diciéndome que todo había terminado bien, puesto que Dersu estaba con vida y se encontraba cerca de mí, pero nada conseguí. Acabé por encender el fuego y me puse a leer. Sin embargo, noté en seguida que mi pensamiento no seguía el texto impreso, preocupado por una imagen distinta...

La luz comenzó por fin a despuntar. Felizmente para mí, el soldado de servicio se despertó e hizo los preparativos de la comida. Yo me puse a ayudarlo.

Por la mañana, Dersu se sintió mejor. Como su espalda no le hacía sufrir ya, se puso de nuevo a andar, pero no cesó de quejarse de su mal de cabeza y de su debilidad. Yo ordené de nuevo poner un caballo a la disposición del enfermo.

Descendiendo a lo largo del río Vangú, encontramos una antigua ludeva [16].

Para instalarla, se habían servido más bien de árboles desgajados que de árboles frescos, y las ramas derribadas estaban consolidadas por pilares que no permitían que las bestias las dispersaran con las patas. En algunos pasajes se cruzan con troncos profundos, hábilmente ocultos por las hierbas y las hojas secas. Por la noche, los ciervos van al agua, pero tropiezan con la barrera. Queriéndola sortear, caen en estos hoyos. Algunas de estas cercas tienen una longitud de varias decenas de kilómetros y poseen hasta doscientos agujeros que sirven así de trampas eficaces. No obstante, la ludevaque encontramos sobre el río Vangú estaba abandonada. Se notaba que los chinos no habían estado allí mucho tiempo. Sin embargo, encontramos un ciervo en una de las trampas. El pobre animal había permanecido ya cerca de tres días. Hicimos alto para discutir la forma de salvarlo. Uno de los cosacos quería descender al hoyo, pero Dersu lo disuadió; el ciervo podía en efecto matarse él mismo y romper al mismo tiempo las piernas del cazador y salvador. Decidimos entonces retirar al animal con nuestros lazos. Con las patas tomadas con dos nudos y la cabeza enlazada por un tercero, que fue hábilmente lanzado, el ciervo pudo ser subido en seguida a la superficie. Tenía el aspecto de estar estrangulado; pero cuando los nudos fueron deshechos, los ojos del animal se movieron hacia todos lados. Habiendo tomado aliento, se enderezó y retrocedió titubeando; pero, antes de llegar al bosque, volvió a ver el arroyo y fue a abrevar con avidez, sin prestarnos la menor atención. Dersu, entretanto, hablaba pésimamente de aquellos chinos que habían abandonado su cerca sin tener cuidado de rellenar los hoyos.

Al cabo de una hora, llegamos a la fanzade los tramperos. El gold,completamente restablecido, quería ir él mismo a demoler la cerca, pero le aconsejé que no se moviera y esperara hasta el día siguiente. Después de comer, convoqué a todos los chinos al trabajo y di orden a los cosacos de velar rigurosamente para que se hiciera tabla rasa de todas esas trampas. Mis hombres volvieron al crepúsculo y me informaron que acababan de encontrar, en otros tres de esos agujeros, dos ciervos muertos y un corzo vivo.

Nos quedamos allí todo el día siguiente. El tiempo era variable, pero más bien gris y lluvioso. Los soldados se ocuparon de lavar su ropa, repasar su vestimenta y limpiar las armas. Tuve el gozo extremo de ver a Dersu definitivamente restablecido.


14




Regreso al mar

Tras haber franqueado el paso, seguimos una nueva corriente de agua y llegamos así al río Inza-Laza-Gú [17]. Como éste abundaba en malmas [18], los soldados se convirtieron en seguida en pescadores con línea, mientras yo tomaba mi fusil para ir a explorar un poco la montaña. No tuve suerte para levantar la caza. Regresando a lo largo del río, escuché de repente un ruido parecido al que se hace al enjuagar algo, que provenía de una cavidad vecina. Cuando me aproximé para dar un vistazo, advertí en el fondo dos ratoncitos «lavadores». Enteramente ocupados en su pesca, estos animales no notaban mi presencia. Con las patas delanteras hundidas en el agua, se aplicaban a atrapar con sus pequeños dientes los peces que desfilaban en profusión delante de ellos. Pude observar a placer estas dos bestezuelas. A veces abandonaban el agua para arrojarse hacia atrás y perseguir a los compañoles [19]escarbando ágilmente el suelo. Pero uno de estos ratones levantó de repente la cabeza, arrojó una mirada atenta hacia mí y emitió un sonido que se parecía al gañido de un perrito. A continuación, huyeron los dos entre las hierbas y no reaparecieron ya en la orilla.

En el campamento, encontré a todo el mundo reunido. Después de cenar, cada uno se ocupó aún de su trabajo durante una hora y media; luego tomamos el té y fuimos a acostarnos, cada uno donde quiso. Al día siguiente, continuamos la marcha a lo largo del Valle de la Roca de Plata.

A unos dos kilómetros antes del río Inza-Laza-Gú, se llega a unos pantanos que están cerca de una serie de colinas arenosas, salpicadas de charcos de agua, indicando la antigua conformación del río.

Aluviones marítimos tanto como fluviales han contribuido a ensanchar la costa. Un lago estrecho que se extiende entre las colinas de arena, a un kilómetro de la orilla actual del mar, fue probablemente, en otro tiempo, el lugar más profundo de la bahía. En la actualidad, su superficie está casi por completo cubierta de hierbas.

Los patos nadaban en profusión. Yo me quedé con Dersu, dejando avanzar al destacamento. Pero no tenía ningún sentido matar estos pájaros mientras estaban en el agua, ya que no podíamos recogerlos de ninguna manera por falta de una embarcación. Así que nos pusimos a acechar a los que estaban tratando de abordar la costa. Yo me serví de mi fusil de caza, mientras que Dersu no disponía más que de su carabina; pero no falló casi ninguno de sus tiros. Observando su puntería, no pude evitar elogiarlo.

—En otro tiempo, yo era un buen fusil —me respondió—. Jamás mi bala fallaba. Ahora, esto va peor.

En este momento, un pato voló por encima de nosotros, a una gran altura. Dersu levantó su arma e hizo fuego. Tocado por la bala, el pájaro se dio vuelta en el aire y vino, como una piedra, a estrellarse pesadamente en el suelo. Muy asombrado, miraba yo tan pronto a Dersu tan pronto al pato. El gold,divertido, me propuso arrojar al aire piedras del grosor de un huevo de gallina. Yo lancé diez, de las cuales él hizo estallar ocho con sus balas. Quedó satisfecho, pero no fue en absoluto por vanidad; era simplemente feliz al comprobar que la caza le permitía todavía ganarse la vida.

Errando cerca del lago y matando patos, no notamos que el tiempo pasaba rápidamente. El valle quedó pronto inundado por los últimos rayos dorados del sol poniente. Las arenas se extendían delante de nosotros en una vasta lengua de terreno que alcanzaba cerca de tres kilómetros. Nuestro destacamento se advertía a lo lejos, semejante a una caravana en el desierto. Recogimos rápidamente los pájaros abatidos y seguimos a la tropa. Ésta se detuvo al borde del mar y un hilillo de humo blanco que ascendió casi en seguida en el aire nos indicó que el fuego se había encendido en el campamento. Al cabo de una media hora, nos reuníamos con los nuestros.

Los cosacos eligieron para su campamento las proximidades de una pequeña fanzaconstruida en madera, a flote junto a la orilla escarpada. Estaba habitada por dos chinos, cuyo trabajo consistía en recoger, cuando las aguas bajaban, mariscos comestibles. En ninguna parte encontré una acogida más hospitalaria que la de estas gentes.

Todos estábamos fatigados después de nuestro último recorrido. Yo tenía, además, una rozadura bastante desagradable en el talón. Como era tan necesario tomar reposo, decidí quedarme allí al día siguiente. Pero a la noche, mi pie magullado me impidió dormir y estuve encantado con la llegada del alba. Sentado cerca del fuego, observé el retorno de la naturaleza a su vida diurna. Los cuervos marinos se despertaron los primeros y volaron con una lentitud indolente por encima del mar, todos en la misma dirección, probablemente a la búsqueda de su alimento. Bandadas de patos dieron vueltas por encima del lago cubierto de hierba. El mar, la tierra y el aire estaban en una profunda calma.

Dersu, levantado antes que los demás, calentó el té. Era el momento en que el sol empezaba a aparecer. Al principio, como un ser viviente, el astro pareció emerger de las aguas, contemplándonos, para destacarse a continuación en el horizonte y ascender lentamente en el cielo.

—¡Qué hermoso! —exclamé.

—Es el hombre principal —respondió el gold,señalando al sol—. Si él pereciese, todo perecería alrededor. —Después de un corto intervalo, prosiguió—: El fuego y el agua son también hombres poderosos. Si ellos desapareciesen, sería el final de todo.

Estas sencillas palabras no revelaban más que un animismo elemental, pero el pensamiento del goldno carecía de profundidad. Al sonido de nuestra conversación, los soldados se despertaron poco a poco. Yo me quedé toda la jornada sin moverme. Los soldados reposaron igualmente, teniendo como único cuidado el no dejar que los caballos se fueran demasiado lejos del campamento.

Durante aquellos días, el tiempo era variable, con vientos bastante violentos del oeste y noches más bien frescas: era el comienzo del otoño. Mi pie se repuso pronto y pudimos así reanudar nuestro camino.

El estuario del río Tuti-khé no constituye una bahía y ni siquiera un pequeño golfo. La orilla no forma más que una curva insignificante, cuya superficie está por otra parte obstruida por gran cantidad de algas marinas. Estos montones de hierbas acuáticas sirven siempre de abrigo a becadas de diferentes especies. Entre esta multitud, reconocí primero los griazoviki de la Siberia Oriental, que corrían alegremente sobre un banco de arena y entraban a veces en el agua, sin prestar atención, al parecer, a las olas. Pero estaban, por otra parte, las pequeñas becadas parleras llamadas travniki [20]pajarillos tranquilos, de patas rojas, paseándose sobre las algas en pequeños grupos y buscando su alimento. Estos pájaros chillaban espantados ante la proximidad del hombre y se largaban volando, para dar media vuelta y volver a bajar sobre la orilla todos juntos, como obedeciendo a una orden. En los lugares en donde alternaban las algas y las lenguas de arena, se percibían los zuiki del Ussuri, graciosos pajarillos que inspeccionaban todas las grietas, todas las piedras e incluso todas las conchas. Entraban constantemente en el agua y no se elevaban en el aire más que en los momentos en que alguna ola potente venía a sumergirse un sector de la orilla más vasto que de ordinario. Los cuervos marinos del Pacífico se mantenían fuera de allí. Estos se zambullían muy profundamente en el mar, para reaparecer a continuación en la superficie, lejos del lugar de la zambullida. Se veía también una cantidad de gaviotas, cuya especie más singular, extendida en Siberia Oriental, se llama en ruso khokhotunia [21].

Posándose sobre el agua, aquellos pájaros armaban a veces tal alboroto, que recordaban efectivamente las risas humanas. Todas las gaviotas cambiaban a menudo de lugar y abandonaban el agua para pasar unas por encima de otras; después, se posaban al costado opuesto, tratando cada una de dar a su vecina un picotazo o de quitarle una presa ya recogida. Justo por encima del estuario, dos orlani [22]de colas blancas, describían curvas, acechando con sus agudas miradas alguna buena presa.

Cuando esta pareja vino de repente a posarse en la orilla, las cornejas, gaviotas y becadas le cedieron el lugar sin protestar.

Tras un reposo de algunos días, nuestra expedición se dividió en dos grupos. Acompañado por Dersu y por cuatro cosacos, remonté el Tuti-khé, mientras el resto del destacamento se encargó de explorar el litoral.

Tuvimos la suerte de llegar a las orillas del Tuti-khé en la época en que los peces llamados ketas (salmo lagocephalis)entraban desde el mar a los ríos y remontaban la corriente para poner sus huevos. Imagínese a millares de esos peces, de un peso de tres a cinco kilos cada uno, que llenan el río y suben aguas arriba hacia los rápidos, con una fuerza irresistible que parece obligarlos a ir contra la corriente y sobreponerse a todos los obstáculos. Durante este período, los peces no consumen nada, mantenidos únicamente por la reserva de fuerzas vitales adquirida en el mar.

Desde lo alto de los terraplenes de la orilla, podíamos ver todo lo que pasaba en el agua. La masa de peces era tal que impedía a veces percibir el fondo del río. Es curioso observar la manera en que esos ketasfranquean los rápidos. Van en zigzag, volviéndose de un lado y de otro, dando volteretas y avanzando de todos modos. Si encuentran una caída de agua, dan saltos y tratan de adherirse a las piedras. Magullados y heridos, alcanzan por fin las fuentes del río, deshovan y perecen en seguida, mientras nuevos cardúmenes llegan a continuación como si fueran al asalto.

Al principio las comimos con avidez, pero pronto estuvimos saturados e incluso asqueados.

Tras nuestro largo alto al borde del mar, hombres y caballos avanzaban muy a gusto. Pero ya las montañas lejanas se revestían de la capa azul de la niebla vespertina. Era el comienzo de la noche, portadora de la paz. Noté, sin embargo, que con el aumento de la sombra, el valle se llenaba de ciertos sonidos indistintos. Se percibían voces humanas y ruidos metálicos, tan pronto lejos como cerca.

—¿Qué es esto, Dersu? —pregunté al gold.

—Los manzascazan jabatos.

Comprendí mal sus palabras y las interpreté en el sentido de que los chinos hacían entrar sus cerdos por la noche. Pero Dersu me objetó que nadie dejaba salir a estos animales del establo antes de la cosecha del maíz y de las legumbres. Tras unos veinte minutos de marcha, noté que se habían encendido luces del lado de las fanzas,pero a una cierta distancia.

—Los manzascazan jabatos —repitió el gold,sin darme a entender aún lo que quería decir con esta frase.

Por fin, en el momento en que sorteábamos las rocas para llegar hasta un prado, los sonidos se hicieron de repente más precisos. Un chino dirigía sonoras llamadas a alguien que se encontraba a lo lejos y, al mismo tiempo, golpeaba con un bastón una pequeña cubeta de cobre. Oyendo la proximidad de nuestra tropa, lanzó gritos más fuertes y encendió leños amontonados cerca del sendero.

—Espera, capitán —me dijo el gold—.Es peligroso avanzar así. Este hombre puede tirar sobre nosotros. Nos toma por jabatos.

Esta vez comencé a ver claro. El chino podía, en efecto, imaginar que éramos jabalíes y disparar. Dersu le gritó algo. El otro respondió en seguida y corrió a nuestro encuentro. Se podía ver que estaba a la vez asustado y contento de nuestra aparición. Resolví acampar en este lugar. Mientras los cosacos desensillaban los caballos, entré en la fanzae hice algunas preguntas a los chinos. Ellos se quejaron de su suerte, explicando que, las tres últimas noches, los jabalíes venían continuamente a devastar sus campos y sus huertos. Casi todas las legumbres habían sido aniquiladas en cuarenta y ocho horas. No quedaba más que maíz. Pero como los paquidermos habían sido ya vistos en las proximidades a lo largo de la jornada, se podía imaginar que reaparecerían a la noche. El primero de los chinos me rogó tirar al aire, prometiendo remunerarme al contado. Tras estas palabras salió corriendo, para volver a sus gritos y su tamborileo sobre la cubeta. Un segundo chino le respondió del otro lado de la montaña; de más lejos aún, llegaba un tercer eco. Estos sonidos, poco acordados, se expandían por el valle e iban a morir en el aire calmo de la noche.

Después de cenar, decidimos ir de caza. Cuando la oscuridad sucedió al crepúsculo, el chino corrió hacia el campo de maíz para encender la hoguera. Armados de nuestros fusiles, Dersu y yo partimos a cazar. Como el chino que nos hacía compañía no cesaba de gritar, Dersu le hizo observar que era inútil, ya que los jabalíes vendrían de todos modos al campo de maíz. Nosotros llegamos al cabo de unos minutos. Yo me instalé en uno de los lindes de este campo y me senté entretanto sobre un tocón. Dersu se instaló en el límite opuesto. Una columna de humo subía de la hoguera cuya luz roja chispeaba por tierra en rayos caprichosos, iluminando el maíz, la hierba, las piedras y todos los alrededores.

Nuestra espera no fue larga. Un ruido resonó detrás del campamento, justo frente a nosotros, aumentando por momentos. Los jabalíes batían con sus patas el herboso suelo, y manifestaban con gruñidos su descontento al husmear la presencia humana. A pesar de los gritos del chino y del fuego encendido, los animales iban derecho hacia el maíz. Los vimos uno o dos minutos más tarde, cuando los primeros paquidermos habían comenzado ya su saqueo. Dersu y yo hicimos fuego casi simultáneamente, abatiendo cada uno a una de las bestias. El rebaño se retiró hacia atrás, pero volvió al cabo de un cuarto de hora. Dos nuevos disparos nos aportaron todavía un par de animales. Un jabalí saltó hacia nosotros, con el hocico partido, pero una bala del goldlo dejó tieso. Entretanto, el chino bombardeaba a los paquidermos con tizones. Nuestros disparos se multiplicaron aún, pero no sirvieron de nada; los jabalíes parecían ir al ataque. Quise aproximarme a las bestias abatidas, pero Dersu me detuvo diciéndome que era peligroso, porque podía haber alguno que solamente estuviese herido.


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