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Dersu Uzala
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Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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A bordo del río Sanhobé, volvimos a ver a Tchan-Bao, el jefe de la compañía de tiradores indígenas, y pasamos juntos toda la jornada. Estaba al corriente, como pude comprobar, de muchas cosas que nos habían ocurrido el año precedente en la cuenca del Iman. Me sentí muy contento al saber que se proponía acompañarme hacia el norte. Aquello ofrecía una doble ventaja: primero, él conocía bien la geografía del litoral; por otra parte, la autoridad de que él gozaba entre los chinos y la influencia que ejercía sobre los indígenas, iban a facilitar sensiblemente el cumplimiento de mis tareas.

Llovía. Descendimos la cresta e instalamos el campamento en cuanto encontramos un arroyo con bastante agua. Los soldados se pusieron a descargar los mulos. Dersu y yo fuimos, según nuestra costumbre, a hacer un reconocimiento, descendiendo el golda lo largo del arroyo, mientras yo lo remontaba.

Cuando cae agua en el bosque, esto supone una doble lluvia. A la menor sacudida, cada zarza y cada árbol riegan al caminante. Cinco minutos de marcha me empaparon tanto como si me hubiese tirado de cabeza al río. Iba a regresar, cuando percibí un animal extraño que descendía de un árbol. Apunté e hice caer a la bestia. Se desplomó en el suelo y con un segundo tiro de fusil puse fin a sus sufrimientos. Era un gato salvaje, cuyas dimensiones me asombraron. Primero lo tomé por un lince, pero la ausencia de pelos en las orejas y la longitud de la cola me hicieron comprender que se trataba realmente de un gato salvaje, y comprobé que alcanzaba un metro de longitud. Este animal se distingue del gato doméstico no sólo por su tamaño, sino también por sus dientes fuertes, por sus largos bigotes y sus pelos espesos. El gato salvaje lleva una existencia solitaria, prefiriendo las espesuras tupidas de sombra, ricas en acantilados pedregosos y en árboles huecos. Este animal, muy prudente y temeroso, es no obstante capaz de pasar a un contraataque furioso cuando se trata de defenderse.

Los cazadores han tratado de domesticar a jóvenes gatos, pero sin ningún éxito. Los udehésafirman que las crías de una gata salvaje, aunque sean recogidas en edad temprana, no se dejan domesticar jamás. Es un puro azar el abatir a una de estas bestias, que nadie quiere cazar especialmente. Sin embargo, los chinos del país emplean su pelo para confeccionar cuellos de invierno y gorros.

Llevé mi presa al campamento, donde todo el mundo estaba ya reunido para instalar las tiendas, encender las hogueras y preparar la cena. La lluvia cesó hacia las ocho, pero el cielo permaneció gris. De repente nos vimos rodeados de una especie de charla muy ruidosa. Algo me vino a golpear muy dolorosamente el rostro y sentí un cuerpo extraño posarse en mi cuello. Llevé en seguida la mano a él y cogí un objeto duro y picante, que lancé no sin temor a tierra. Era un escarabajo enorme, parecido a los coleópteros que se llaman ciervos,pero desprovistos de cuernos. Rechacé otro que se había posado sobre mi mano y percibí todavía un tercero sobre mi camisa y dos sobre mi ropa. Numerosos de ellos subían alrededor del fuego y caían incluso entre los tizones brillantes. Pero los que volaban y trataban de posarse sobre nuestras cabezas, parecían los más espantosos. Yo salté de mi cama y traté de apartarme. Los soldados se servían de sus brazos para deshacerse de los insectos y lanzaban juramentos. Durante mucho tiempo, los escarabajos se encontraron sobre las mantas, los capotes, en una mochila o en el fondo de un gorro. El goldse mantenía de pie y nos decía, designando uno de aquellos escarabajos:

—Jamás he visto a estos hombres en masa. A veces me ha ocurrido encontrarlos de uno en uno. ¿De dónde pueden haber salido en tal cantidad?

Atrapé uno de aquellos insectos y pude convencerme de que era un representante muy raro de esta fauna del período terciario, que sobrevive todavía en la región ussuriana. Pardo, con el dorso peludo, con mandíbulas desarrolladas y curvadas hacia arriba, recordaba mucho al coleóptero llamado leñador,pero tenía los bigotes más curvos. Su longitud era de 9,5 centímetros, con una anchura de 3 centímetros a la altura del tórax. Empleamos bastante tiempo en luchar contra estos insectos y no recobramos la paz hasta después de medianoche.


23




Inundación


Proseguimos nuestra marcha hacia el norte andando a lo largo de la cresta. Después, volvimos a descender el monte Ostraya y encontramos una pequeña fuente que nos condujo hacia el río Bilihe. Después de haber hecho pacer a nuestros mulos, remontamos ese curso de agua, que alcanza una longitud de alrededor de noventa kilómetros y cuyas fuentes se encuentran en los montes del Sijote-Alin. De los dos lados, los bosques son tan espesos que el río parece correr por un pasillo verde. En muchos sitios, los árboles inclinados se entrelazan por encima de la corriente y forman arcadas pintorescas. Todos esos días hizo un tiempo desapacible, frío y húmedo. Los árboles tenían el aspecto de llorar; gruesas gotas caían de sus ramas y hasta los mismos troncos estaban mojados.

En el valle, que se estrechaba cada vez más, encontramos varias fanzasabandonadas. La clase de instalación demostraba que servían solamente de asilo de invierno a los cazadores de cibelinas. Hicimos un corto alto en la última de esas casitas y llegamos hacia mediodía a las fuentes del río. Nuestro sendero hacía largo tiempo que había desaparecido y avanzábamos sin rumbo, pasando a menudo de una orilla a la otra.

Yo tenía la intención de franquear el Sijote-Alin para descender a lo largo del río Kuliumbé, pero Dersu y Tchan-Bao me dijeron que había que esperar lluvias violentas. Así que el goldme aconsejó que tratáramos de regresar a las fanzasde caza. Aquello me pareció razonable y regresamos el mismo día. Desde la mañana, una espesa niebla cubría el paso de la montaña, transformándose después en nubes gruesas que venían lentamente a franquear la cresta. Dersu y Tchan-Bao avanzaban los primeros, elevando a menudo miradas hacia el cielo y hablando entre ellos. La experiencia me había enseñado que Dersu se equivocaba raramente. Si estaba inquieto, no podía ser más que por una razón seria.

Hacia las cuatro de la tarde, alcanzamos la primera de las fanzas.En aquel momento, una nueva bruma vino a envolvernos, y era tan espesa que parecía infranqueable. Aceleramos el paso y llegamos hacia el crepúsculo a una segunda fanza,más confortable y espaciosa. En pocos minutos, la hicimos habitable. Los objetos esparcidos por el suelo se pusieron en un rincón, el suelo fue barrido y se encendió fuego en el hogar. Pero, sea a causa de la bruma, sea porque hacía tiempo que no se había encendido fuego, no se estableció corriente de aire en la chimenea y la fanzaentera se llenó de humo. Hubo que empezar por servirse de tizones ardientes para dejar la chimenea en buen estado. Solamente a la noche, cuando la oscuridad se hizo completa, la chimenea tiró a pedir de boca, calentando poco a poco los kangs.Los soldados encendieron también una gran hoguera al aire libre, prepararon té y se entretuvieron charlando y riendo. Dersu y Tchan-Bao se sentaron cerca de otra hoguera, fumando en silencio sus pipas. Después de haberlos consultado, resolví proseguir nuestro camino al día siguiente, en el caso de que no lloviera demasiado fuerte. Era necesario, costara lo que costase, franquear el paso denominado Los Carrillos; si no, en caso de crecida, nos veríamos forzados a hacer un largo rodeo a través de las colinas rocosas llamadas Oncu Tchugdyni,lo que en udehésignifica «la morada del diablo». La noche pasó tranquilamente. Era todavía oscuro cuando Tchan-Bao despertó a todo el mundo. Tenía el talento de adivinar la hora sin consultar el reloj.

Tomamos de prisa el té y partimos antes de salir el sol. Por otra parte, a juzgar por la hora, el astro debía haber salido hacía algún tiempo, pero el cielo permanecía gris y tristón. Las montañas estaban veladas por una niebla que podía también ser una bruma lluviosa. En efecto, pronto cayó la lluvia, pero el chapoteo fue además acentuado por otro ruido, que venía de no sé dónde.

—Esto empieza —acotó Dersu, mostrando el cielo. A través de un desgarrón súbito de la niebla, vi distintamente el movimiento de nubes que corrían rápidamente hacia el noroeste. Muy pronto estuvimos literalmente empapados. Como no había nada que hacer y la lluvia no podía detenernos más, preferimos no contornear los acantilados y descendimos hacia el río, para costearlo marchando sobre un banco pedregoso. Todos estaban de buen humor; los soldados no hacían más que reír y empujarse unos a otros en el agua. A las tres de la tarde, salimos por fin del estrecho desfiladero, dejando así detrás nuestro la región peligrosa. En el bosque, no tuvimos que sufrir el viento; pero cada vez que nos aproximábamos al río, nos resentíamos del frío. A las cinco, encontramos la cuarta fanza,construida al borde de un pequeño brazo del río. Corría del lado izquierdo, paralelamente al curso de agua principal. Vadeando éste, instalamos nuestro campamento por la noche. Mientras los soldados se atareaban cerca de la fanza,Tchan-Bao y yo ascendimos a una colina vecina, desde donde se podía ver lo que pasaba en el valle del Bilihe. Un viento fuerte e irregular, que venía del mar, nos traía una niebla que rodaba por tierra, formando torbellinos parecidos a olas gigantes, para ir a mezclarse en la montaña con las nubes lluviosas.

Al crepúsculo, volvimos a la fanza,donde una hoguera estaba ya encendida. Me extendí sobre el lecho, pero no pude dominarme en seguida. El viento azotaba las ventanas; en algún sitio, por encima de mí, sin duda sobre el techo, se escuchaban los crujidos de la corteza; el ulular del viento y una especie de gemido, que podían provenir sea de la lluvia, sea de las zarzas y los árboles, invadidos por el frío, se amplificaban. La tempestad siguió desenfrenada toda la noche.

La mañana del 10 de agosto, fui despertado por un ruido violento, y no tuve necesidad de salir para comprender lo que era. Llovía torrencialmente; ráfagas de viento impetuoso sacudían la fanzahasta los cimientos. Me vestí de prisa y abandoné la casa. Afuera pasaba algo inimaginable. La lluvia, la niebla y las nubes iban al unísono. Cedros inmensos se balanceaban a derecha e izquierda, pareciendo lamentarse sobre su suerte. Percibí a Dersu andando por el borde del río y examinando con atención el agua.

—¿Qué haces ahí? —le pregunté.

—Miro las piedras; el agua sube —respondió, y prorrumpió en invectivas contra aquel chino que había construido su fanzatan cerca del río. Sólo en aquel momento, me di cuenta de que la vivienda estaba efectivamente situada sobre la orilla baja del curso de agua y podía fácilmente ser sumergida por una crecida del río.

Hacia mediodía, Dersu y Tchan-Bao tuvieron una corta conversación y fueron al bosque. Me endosé mi impermeable para seguirlos y los encontré cerca de la colina que yo había escalado la víspera. Recogían leña, y la amontonaban. Me asombró verles preparar este combustible tan lejos de la fanza,pero no quise estorbarles y trepé a la colina. En vano había contado con ver otra vez el valle del Bilihe; no percibí nada, salvo la lluvia y la niebla. Cortinas lluviosas, avanzando en el aire como trombas, atravesaban el bosque. Después de un momento de calma, la tempestad parecía recuperarse y redoblaba su furor. Transido de humedad y de frío, regresé a la fanzay envié a Dersu mis soldados para traer la leña recogida. Pero, a su regreso, me anunciaron que Dersu y Tchan-Bao habían rehusado su ayuda. Sabiendo que cada acto del goldtenía un motivo justificado, fui yo mismo, acompañado de mis soldados, a remontar el brazo del río para buscar combustible. Al cabo de unas dos horas, Dersu y Tchan-Bao volvieron a la fanzacon las ropas empapadas y se desnudaron para secarse cerca del fuego.

Antes del crepúsculo, salí todavía una vez para observar la crecida. Como el agua subía lentamente, no era de esperar el desborde del río antes de la mañana. No obstante, ordené embalar todos nuestros efectos y ensillar los mulos. Esta medida de precaución mereció la aprobación del gold.Por la noche, al hacerse completamente oscuro, se desencadenó una lluvia torrencial con un estrépito realmente preocupante.

De repente, la fanzaentera fue iluminada por un relámpago, seguido de un trueno seco, cuyo eco ruidoso atravesó todo el cielo. Los mulos trataron de desprenderse de sus bridas y los perros aullaron. Dersu escuchaba lo que pasaba fuera. Tchan-Bao, sentado cerca de la puerta, cambiaba con él breves palabras. Yo dije algo, pero Tchan-Bao me hizo signo de callarme. Reteniendo el aliento, me puse igualmente a escuchar y pude percibir un sonido ligero que se parecía al de un chorro. Dersu saltó del lecho para arrojarse afuera. Reapareció un minuto después con la nueva de que había que despertar pronto a todo el mundo, ya que el río se había desbordado y el agua venía a circundar la casa. Los soldados saltaron de sus lechos para vestirse deprisa. Dos de entre ellos confundieron sus zapatos y se pusieron a reír.

—¿De qué os reís? —exclamó el goldcon cólera—. Bien pronto vais a llorar.

Antes incluso de que estuviéramos calzados, el agua había tenido tiempo de filtrarse a través de un muro y sumergir el hogar. Al pálido resplandor del fuego expirante, pudimos recoger pronto nuestras sábanas y mantas e ir hacia nuestros mulos. Ellos estaban ya con agua hasta las rodillas y arrojaban miradas asustadas hacia todos lados. Encendiendo cortezas y alquitrán para alumbrarnos, ensillamos los animales. ¡Ya era hora! El agua había cavado un canal profundo detrás de la fanzay el menor retraso ulterior nos hubiera impedido franquearlo. Dersu y Tchan-Bao acababan de partir corriendo y confieso que me sentí muy asustado. Ordené a los hombres juntarse unos contra otros y me dirigí con ellos hacia la colina a la que había trepado en la jornada. Apenas traspasado el ángulo de la casa, chocamos contra la oscuridad, el viento y el frío. Nuestros rostros fueron azotados por el agua, no pudimos abrir los ojos, y por otra parte todas las cosas eran invisibles. En esta noche completa, parecía que la selva, la colina y el río eran arrastrados por el viento a un precipicio, formando el todo una masa compacta que avanzaba a una velocidad monstruosa. La confusión se produjo entre los soldados. Pero en este momento percibí una pequeña hoguera y adiviné que habría sido encendida gracias al cuidado de Dersu y de Tchan-Bao. Como íbamos a lo largo del nuevo canal que se había formado detrás de la fanza,ordené a los soldados que se confiaran al instinto de los animales y marcharan cerca de ellos, colocándose del lado de tierra firme. Teníamos apenas ciento cincuenta pasos a hacer para llegar a la hoguera, pero aquello nos tomó bastante tiempo. La oscuridad nos hizo meternos primero entre los árboles desgajados; a continuación, nos enredamos entre la maleza, y acabamos por encontrarnos en el agua, que se precipitaba con rapidez. Deduje que hacia la mañana iba a sumergir todo el bosque. Por fin, alcanzamos la colina.

Fue entonces cuando me di cuenta de toda la previsión de mis guías y de la razón por la cual ellos habían recogido madera en el curso de la jornada. Dos grandes piezas de corteza de cedro habían sido fijadas por ellos sobre dos pértigas: era un cobertizo primitivo, que les había permitido encender la hoguera. Comenzamos sin tardar a instalar las tiendas. La alta escarpadura, al pie de la cual acabábamos de resguardarnos, nos protegía contra el viento. Pero fue imposible dormir. Sentados cerca del fuego, empleamos mucho tiempo en secarnos, mientras la tempestad bramaba con una furia cada vez mayor y el ruido del río aumentaba sin cesar.

El alba llegó al fin. A la luz del día, no reconocimos el lugar donde se encontraba nuestra fanza: no quedaba nada de ella. El bosque entero estaba sumergido. El agua iba a alcanzar nuestro campamento y llegó el momento de transportarlo más alto. Una palabra fue suficiente para informar a los soldados sobre lo que tenían que hacer. Unos se ocuparon de transportar las tiendas y otros se dedicaron a abatir ramas de coníferas para esparcir por el suelo húmedo. Dersu y Tchan-Bao volvieron a recoger leña. El transporte del campamento y la búsqueda de combustible duraron cerca de hora y media. Entretanto, la lluvia pareció calmarse un poco, pero no fue más que un pequeño intervalo. Una nueva espesa bruma se elevó enseguida para producir un nuevo aguacero. En mi vida había visto una cosa semejante. Los montes y los bosques vecinos fueron tapados por una muralla de agua. Nosotros nos agazapamos de nuevo en nuestras tiendas.

Pero de repente resonaron unos gritos: se presentaba aún otro peligro como consecuencia de una circunstancia que no habíamos previsto en absoluto. El agua bajaba entonces a lo largo de la garganta en cuya desembocadura estaba nuestro campamento. Felizmente, una parte de esta cavidad era más baja que el resto y el agua se trasladó allí enseguida, cavando rápidamente una profunda torrentera. Tchan-Bao y yo preservamos el fuego contra la lluvia, mientras que Dersu y los soldados luchaban contra el agua. Nadie pensó ya en secarse; todos nos considerábamos muy felices de poder calentarnos un poco de cuando en cuando. Apercibiendo, en raros intervalos, un rincón sombrío de cielo, se notaba que las luces no seguían la dirección del viento.

—Es malo —declaró el gold—. El fin no está próximo.

Antes del crepúsculo, fuimos todos a recoger leña, a fin de aprovisionarnos para la noche entera.

Al alba del 12 de agosto, se elevó un viento nordeste. Si bien se calmó poco tiempo después, la lluvia continuó sin interrupción. Estábamos todos tan derrengados que nuestras piernas apenas podían sostenernos. Tan pronto había que mantener una tienda amenazada de ser llevada por el viento, como proteger la hoguera o aportar una nueva reserva de combustible. Como el agua se abría a menudo camino hacia nuestro vivac, tuvimos también que levantar diques para desviar las oleadas que venían a embestirnos. Las hogueras, empapadas, en vez de hacer fuego nos enviaban humo. Éste, unido al insomnio prolongado, nos hacía mal a los ojos y nos daba la sensación de tenerlos llenos de arena. Los desgraciados perros se quedaban acostados, al pie del acantilado, sin levantar cabeza.

El río era terrible de ver. Su corriente impetuosa daba vértigo; las orillas parecían correr, con la misma rapidez del agua, en sentido inverso. La extensión entera del valle, hasta el pie mismo de las montañas circundantes, se encontraba ya sumergida. Gigantes del bosque, con las raíces socavadas por el agua, caían en el río, donde arrastraban con ellos montones de tierra y vegetación baja. Todos los árboles abatidos eran inmediatamente atrapados y llevados por la corriente. El agua se precipitaba por todas partes en movimientos furibundos. Cuando encontraba un montón de maderas flotante, se formaban torbellinos de espuma amarilla. En cada charca danzaban burbujas, que se elevaban con el viento, estallaban y reaparecían sin cesar.

La jornada tocó a su fin, pero la lluvia y el viento volvieron a empezar con nueva furia. Pasamos la noche en un estado de alelamiento. Cuando uno de nuestros hombres conseguía enderezarse, otros se desplomaban agotados. Así pasó la cuarta noche de tempestad.

El alba que le siguió no modificó en nada la situación. Agazapados bajo las tiendas y envueltos en sus capotes, los soldados permanecían inmóviles. Sólo Dersu y Tchan-Bao, aunque cediendo también a la fatiga, permanecían cerca del fuego. Yo me sentí completamente rendido y no experimentaba ya deseo de comer, beber o dormir, deseando sólo tenderme y no moverme más.

Hacia el mediodía, el cielo pareció aclararse, pero sin que la lluvia disminuyese. De repente, sobrevinieron ráfagas intermitentes de viento, tan cortas como violentas, todas ellas seguidas de calma. Estas ráfagas se esparcieron cada vez más, pero su vehemencia no hizo sino aumentar.

—Esto va a acabar pronto —saltó Dersu.

Sus palabras tuvieron el don de poner un fin súbito a la apatía general. Todos se animaron y se levantaron. El agua cayó del cielo por rachas y los chaparrones alternaron con la más fina de las lluvias. Aquello nos aportó una cierta variedad de impresiones y nos hizo esperar un cambio atmosférico. Al crepúsculo, la lluvia disminuyó sensiblemente y paró del todo durante la noche. El cielo se serenó poco a poco y las estrellas aparecieron aquí y allá. Tuvimos un placer infinito en poder secarnos, tomar el té y extendernos sobre literas no mojadas para gozar de un buen sueño. Aquel fue un verdadero reposo.

Al día siguiente, nos levantamos tarde. El sol había reaparecido en medio de nubes, pero parecía esconderse aún detrás de su cortina, para no tener que mirar la tierra y ver todos los estragos que la tempestad había producido. El agua turbia continuaba precipitándose en cascadas ruidosas desde todas las alturas; el follaje y las hierbas no habían tenido tiempo de secarse y brillaban como barnizados; el sol se reflejaba en cada gota, irisándola con todos los colores del arco iris. La naturaleza volvía a la vida. Las nubes se habían retirado hacia el este. En aquel momento, la tempestad debía hacer estragos cerca de las costas del Japón o en la extremidad sur de la isla de Sakhaline.

Nos quedamos allí todo el día, secando nuestros efectos y reposando. Pero el ser humano olvida pronto las adversidades. Los soldados volvieron a reír y a burlarse unos de otros. El resplandor del sol tomó un tinte púrpura y el crepúsculo fue largo. Nos acostamos temprano; necesitábamos el sueño para librarnos del pasado y asegurar el porvenir.

El 15 de agosto nos levantamos al alba. Una banda de nubes sombrías se extendía todavía en el horizonte, por el este. Según mis cálculos, M. Merzliakov y el resto del destacamento no podían encontrarse muy lejos, ya que la inundación los había sin duda detenido cerca del río Bilihe. Para reunimos con nuestros compañeros, debíamos pasar sobre la orilla derecha y hacerlo tanto más rápidamente cuanto que la corriente iba aumentando aguas abajo, lo que hacía la travesía más difícil en la región inferior. Para realizar ese proyecto, seguimos al principio el borde del valle, pero pronto nos vimos obligados a detenernos, ya que el río socavaba la base de los acantilados. El agua había aportado montones de ramas desgajadas, que formaban una gran barrera. Del otro lado, se percibía una pequeña colina emergiendo del agua, que debía ser explorada. Tchan-Bao fue el primero en hacer la travesía. Hundiéndose en el agua hasta la cintura, provisto de una estaca, siguió la orilla opuesta, sondeando el fondo de la corriente. Su examen le permitió establecer que el río, en este lugar, se dividía en dos brazos, separados uno del otro por una distancia de treinta metros. El segundo de estos brazos era ancho, más profundo que el primero y desprovisto de madera flotante. Arrastrada por la corriente, la pértiga no tocaba fondo. Dersu y Tchan-Bao se pusieron a abatir un gran álamo. Los soldados se apresuraron a venir en su ayuda, sirviéndose de una sierra transversal. Trabajaron con mucho celo, si bien el agua les montaba por encima de las rodillas. Al cabo de un escaso cuarto de hora, el árbol crujió y cayó ruidosamente en el agua. La copa del álamo fue primero llevada por la corriente, pero se enganchó enseguida con un obstáculo, impidiendo que el árbol entero fuera arrastrado. Nos servimos de él como de un puente para atravesar el segundo brazo. Después no quedaba más que franquear unos cincuenta metros de esa selva sumergida. Como estábamos convencidos de que no iban a surgir más canales, volvimos cerca de nuestros compañeros. Es cierto que los hombres eran capaces de emprender la travesía y que se podían transportar efectos y sillas; pero ¿qué hacer de los mulos? Si los obligábamos a ir a nado, la fuerza de la corriente los llevaría hacia las ramas desgajadas antes de que pudiéramos retirarlos con una cuerda. Tomamos el más sólido de los cabestros y le atamos una cuerda, cuyo otro cabo fue tendido por encima de todos los obstáculos formados por la madera flotante. Estando todo presto, la primera de nuestras bestias fue descendida, con precaución, en la corriente; tropezó en el agua turbia y se zambulló completamente. La corriente impetuosa se apoderó del animal y lo llevó hacia el montón de madera, mientras las ondas azotaban por todas partes la cabeza del pobre mulo. Este mostró los dientes y perdió el aliento. En ese momento, tiramos de él hacia la orilla. Esta primera experiencia no tuvo demasiado éxito y entonces elegimos otro lugar donde el descenso hacia el agua ofrecía una pendiente más suave. El trabajo subsiguiente tuvo más éxito.

Pero tuvimos aún mucha dificultad para franquear el bosque inundado. Hundiéndose por encima de las rodillas en el légamo del suelo aluvial, los mulos tropezaron, cayeron en profundos agujeros y se extenuaron completamente. Sólo hacia el crepúsculo pudimos por fin llegar a las alturas que dominaban el valle a nuestra derecha. Si los mulos estaban derrengados, los hombres lo estaban más aún. El frío venía a añadirse a la fatiga y nos costó bastante entrar en calor. No obstante, lo esencial estaba hecho y habíamos conseguido atravesar el río.

El buen tiempo cesó pronto de complacernos. En la noche del 16 de agosto hubo de nuevo niebla, acompañada de una lluvia fina. Ésta continuó toda la noche y todo el día siguiente, obligándonos a andar durante aquel día con el agua casi hasta las rodillas.

La oscuridad iba a instalarse y yo perdía ya la esperanza de llegar al estuario antes de la noche, cuando escuchamos súbitamente el ruido de las olas del mar. La niebla que nos rodeaba al llegar a la ribera marítima, nos lo había ocultado hasta el momento en que vimos a nuestros pies algas marinas y la espuma blanca de la marea alta.

Yo quería ir a la izquierda, pero Dersu me aconsejó tomar la dirección opuesta, porque él acababa de notar huellas de pies humanos que se extendían en los dos sentidos a lo largo de la costa que se sitúa entre los estuarios del Chakira y del Bilihe. Aquello le hizo presumir que el campamento de M. Merzliakov debía encontrarse a nuestra derecha. Yo disparé dos tiros al aire y la respuesta me llegó inmediatamente del lado del río Chakira. Unos minutos después, nos reuníamos con el resto del destacamento. De una parte y de otra nos hicimos preguntas sobre las aventuras y las experiencias de aquellos últimos días. Nos retardamos cerca del fuego para cambiar en detalle nuestras impresiones. La noche era fría y los soldados se levantaron a menudo para acercarse más a las hogueras. Al alba, el termómetro no indicó más que 7º. Cuando el sol hubo caldeado un poco la tierra, todo el mundo se volvió a dormir, para no levantarse hasta las nueve de la mañana.

Teníamos necesidad de reposo; los mulos parecían rendidos; había que acomodar nuestras ropas y nuestro calzado, reparar las sillas, limpiar las armas. Además, nuestras reservas de provisiones estaban a punto de agotarse. Yo decidí cazar y envié a dos soldados para hacer ciertas compras entre los chinos de la vecindad. Mientras estos dos hombres se preparaban, regresé hacia el Bilihe para examinar la disminución de la marea, que había tenido lugar durante la noche. Pero, apenas andados cien pasos, escuché que me llamaban y volví al campamento, donde vi llegar a dos chinos con caballos cargados. Eran precisamente dos obreros que venían de la fanzade Dun-Tavaiza, donde yo quería que fuesen a buscar las provisiones. Estos hombres me dijeron que sus patrones, figurándose nuestra impotencia para atravesar en aquel momento el Bilihe, habían resuelto enviarnos algunas mercancías. Agradecido por esta atención de los chinos, quise ofrecer a los enviados algunos regalos, pero ellos no quisieron aceptarlos. Los dos trabajadores pasaron la noche con nosotros y me contaron que había también una fuerte crecida del Yodzy-khé, en el curso de la cual varias personas se habían ahogado. Por otra parte, el río Sanhobé arrastró en su corriente algunas fanzas,sin que hubiera que deplorar pérdida de vidas humanas, si bien perecieron muchos caballos y otras bestias.

Acompañé a los chinos y llegué al estuario del Bilihe. El mar tenía un aspecto extraño: cerca de la costa, sobre una anchura de dos o tres kilómetros, se extendía una superficie de agua amarilla y embarrada, toda cubierta de madera flotante. De lejos, parecía una flotilla de barcos de diversas especies, veleros, chalupas y otros. Ciertos árboles mantenían todavía su verdor. Era el cambio de viento el que había empujado toda aquella madera hacia el litoral.

Dos días más tarde, el agua del río comenzó a bajar y pudimos planear su travesía. Mis compañeros se pusieron contentos al recibir la orden de partida. Todos se afanaron, poniéndose a ordenar y embalar sus efectos.

Después de la tempestad, la atmósfera había recobrado su equilibrio y la naturaleza entera se había vuelto apacible. Las tardes fueron particularmente calmas, pero seguidas de noches bastante frías.

Cuando los últimos resplandores nocturnos se extinguieron y reinó la oscuridad completa, tuvimos ocasión de observar un fenómeno meteorológico producido por la electricidad: era un fulgor marítimo, que se acompañaba esa vez de un estallido excepcional de la Vía Láctea. No se veía el menor remolino sobre el mar y su superficie lisa proyectaba una especie de luz mate. A veces, esta luz irradiaba de un extremo al otro como si un relámpago viniera a atravesar el océano entero. Los estallidos súbitos desaparecían en uno de los sectores para renacer en otro e ir a extinguirse en el horizonte. Al mismo tiempo, el cielo estaba sembrado de tantas estrellas que semejaba una inmensa nebulosa compacta en medio de la cual destacaba con resplandor especial la Vía Láctea. Todavía hoy me pregunto si aquello era un simple resultado de la transparencia del aire o si existía entre estas dos apariciones simultáneas, resplandor marítimo y claridad celeste, alguna relación directa. No nos acostamos hasta muy tarde, admirando tan pronto el cielo como el mar. Aquel resplandor, según me dijeron por la mañana nuestros centinelas, duró toda la noche y no cesó hasta un poco antes del alba.


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