355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Арсеньев » Dersu Uzala » Текст книги (страница 8)
Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



сообщить о нарушении

Текущая страница: 8 (всего у книги 21 страниц)

De hecho, él y la naturaleza eran una misma cosa, hasta el punto de que su ser entero experimentaba físicamente todo cambio de tiempo que fuera a sobrevenir; se hubiera dicho que poseía, para este fin, un sexto sentido particular.

Levantamos nuestro campo en un encinar ralo que crecía al borde del río. Algunos cosacos fueron a hacer una batida por los alrededores y me dijeron a su regreso que acababan de encontrar muchas pistas de fieras, pidiéndome permiso para ir a cazar.

Los habitantes cuadrúpedos de la taiga se acantonan durante el día en la espesura para terminar su reposo poco antes del crepúsculo. Entonces, comienzan a errar a lo largo de los lindes de la selva, y van a pacer sobre los prados después de la caída de la noche. No obstante, los cosacos no esperaron el crepúsculo y partieron en seguida, tras haber descargado los caballos y colocado las sillas. En el campamento quedamos sólo Dersu y yo.

Ahora bien, yo noté que durante toda la jornada el goldtenía un aire singular y distraído. Se sentaba aparte, meditando profundamente y mirando a lo lejos, con las manos colgando. Cuando le pregunté si estaba enfermo, el viejo Dersu negó con un simple movimiento de cabeza, tomó en las manos su hacha y pareció esforzarse en alejar pensamientos penosos.

Pasaron dos horas y media. Las sombras se extendían por tierra hasta el infinito, indicando que el sol iba a tocar el horizonte. Era el momento de comenzar la caza. La llamada que lancé a Dersu pareció asustarlo.

—¡Capitán! —me dijo, con una voz donde se notaba un acento de súplica—. Yo no puedo ir a cazar hoy. Es allá (señaló con un ademán la selva) donde perdí a mi mujer y a mis hijos.

A continuación, me dijo que la costumbre del país no permitía ir a las tumbas de los difuntos y que no se podía disparar, ni hacer fuego, ni coger frutos o pisar la hierba en los alrededores, por miedo a turbar el reposo de los desaparecidos.

Comprendiendo la razón de su ansiedad, sentí piedad por el anciano, y le aseguré que no iría desde luego a cazar sino que me quedaría con él en el campamento.

Al crepúsculo, escuché tres tiros de fusil y me alegré al comprobar que los cazadores habían tirado a una gran distancia del emplazamiento de las tumbas. Era completamente de noche cuando los cosacos volvieron al fin, trayendo un gamo. Después de la cena, nos acostamos temprano. Me desperté dos veces durante la noche y noté que Dersu estaba sentado, completamente solo, cerca del fuego.

Por la mañana se me informó que el goldse había eclipsado. Pero sus efectos y su fusil habían quedado en su sitio; era evidente que iba a volver. Esperando su regreso, fui a vagar por una pradera y llegué de nuevo, sin ser visto, al curso de agua. Encontré a Dersu inmóvil junto a la orilla, cerca de una gran roca. Estaba sentado en tierra y miraba la corriente. Cuando lo interpelé, volvió hacia mí un rostro donde se leía una noche de insomnio.

—Vámonos, Dersu —le dije.

—Es aquí donde he vivido en otro tiempo. Mi choza y mi granero se encontraban por allí. Hace ya mucho tiempo que el fuego los destruyó. Mis padres habían vivido también aquí...

Sin acabar sus palabras, el anciano se levantó, hizo un signo con la mano y me acompañó en silencio al campamento. Prestos ya para la partida, los cosacos esperaban solamente nuestra llegada.

A primera hora de la tarde, llegamos a una fanzaque ya conocíamos. Un viejo udehéque se ofreció para acompañarnos un poco, marchó todo el tiempo al lado de Dersu, hablándole a media voz. Supe a continuación que se conocían de hacía tiempo y que el udehéplaneaba trasladarse al litoral. Al separarse de aquel hombre, Dersu le regaló, en señal de amistad, la botella vacía que yo había tirado. Había que ver la sonrisa de contento del beneficiario.

Dersu y yo avanzábamos sin prisa, observando los pájaros. En la espesura del bosque se percibían algunos pájaros hortelanos en acecho y, aquí y allá, pequeños trepadores ussurianos. Entre ellos, el más interesante era el pico-verde de cabeza dorada. Aplicándose con celo a martillear la corteza, no temía en modo alguno la proximidad de los hombres. Por encima del agua revoloteaban las libélulas: una de ellas era perseguida por un aguzanieves, que trataba de atraparla al vuelo, pero el bichito perseguido escapaba ágilmente al peligro. De pronto, escuchamos no lejos de nosotros el grito de alarma de un cascanueces. Dersu me indicó detenerme.

—Espera, capitán —dijo—. El pájaro vendrá aquí.

En efecto, los gritos se aproximaron, estaba claro que aquel pájaro ansioso seguía a alguien por el bosque. Alrededor de cinco minutos después, un hombre salió de la maleza. Al percibirnos, se quedó inmóvil. Al primer golpe de vista, reconocí en él a un buscador de gin-seng.Llevaba una camisa y un calzón de dabaazul, untasde cuero y un gorro cónico de corteza de abedul. Un delantal untado de grasa protegía sus ropas del rocío por la parte delantera, mientras que una piel de tejón ajustada a su cintura le permitía sentarse sobre la madera húmeda sin temor a mojarse. También sujetos a su cintura, llevaba un cuchillo, una varita de hueso para extraer del suelo el gin-sengy un saquito conteniendo un sílex y un encendedor. El chino tenía en sus manos un largo bastón que le servía para rastrillar la hierba y las hojas caídas.

Dersu le dijo que se acercara sin miedo. Era un hombre de unos cincuenta años, de cabellos grises, con el rostro y las manos tan curtidas que llegaban a ser de un rojo aceitunado. Estaba desarmado.

Cuando se persuadió de que no le queríamos hacer ningún daño, se sentó sobre un tocón y sacó de su pecho un trapito para enjugar su rostro sudoroso. Toda su figura denotaba una fatiga extrema. ¡Por fin tenía delante de mí un auténtico vagabundo y buscador de gin-seng! Sin embargo, preguntándole, pudimos saber que poseía una fanzaen las fuentes del río, aunque para buscar la preciosa raíz se alejaba a una distancia tal de su domicilio que a veces no volvía a él durante semanas. Por lo demás, nos indicó la situación de su morada y nos rogó detenernos en ella. Después de un corto reposo, el chino se despidió de nosotros, tomó su cayado y continuó su camino. Al acompañarlo largo tiempo con la mirada, noté que se bajaba una vez para recoger de la tierra un poco de musgo y depositarlo sobre un árbol.

Hacia la noche, encontramos en efecto una fanzaminúscula, más bien una de esas chozas indígenas protegidas por un techo a dos aguas que viene a apoyarse directamente sobre el suelo. Dos ventanas flanqueaban la puerta de entrada; estaban cubiertas de papel roto, pero remendado. No vimos útiles de trampero; en cambio, había azadas, rastrillos, cajas de distinto tamaño hachas de corteza, y esa especie de cayados que sirven para extraer el gin-seng.Avanzando más en la espesura de la selva, hicimos un breve alto. Después de comer Dersu y yo continuamos el camino, dejando los caballos atrás. Como muy pronto se presentó una pequeña subida, creí que el torrente franqueaba alguna garganta estrecha y por esa razón hacía torcer nuestra ruta. Pero más tarde noté que no estábamos en nuestro antiguo sendero. Por una parte, el que seguíamos en aquel momento no tenía ya huellas de caballos; por otra, cuando pude volver a ver el agua, me di cuenta de que nuestro nuevo sendero subía ahora a lo largo de un arroyo desconocido. Decidimos entonces volver sobre nuestros pasos y marchar en línea recta hacia el río, esperando que volveríamos a cruzar por alguna parte nuestro antiguo camino. Pero ocurrió que nuestro último sendero nos había obligado a hacer un largo desvío. Ganando entonces la orilla izquierda del arroyo, avanzamos, siguiendo por la parte baja de una colina. Allí, en un desorden pintoresco, crecían robles seculares y poderosos cedros, abedules negros y arces, araliáceas y abetos, álamos y hayas, así como pinos, tejos y alerces. Esta selva tenía algo de especial y la penumbra reinaba en la espesura.

Dersu marchaba lentamente, observando el suelo como de costumbre. De repente, se detuvo para mirar con atención alguna cosa. Se quitó su zurrón, dejó en tierra su fusil y su tridente, arrojó su hacha y se extendió cuan largo era en el suelo, elevando a alguien unas plegarias incomprensibles.

—¿Qué te ocurre, Dersu? —le pregunté.

Se levantó, señaló con la mano la hierba y dijo una sola palabra:

—Pantzouy [15].

Ahora bien, había allí muchas hierbas diversas. Como yo no sabía cuál era el gin-seng,Dersu me la mostró. Vi una pequeña planta herbosa, de unos veinticinco centímetros de alto, con cuatro hojas. Cada una de ellas tenía cinco dientes: el central, en saliente; los dos vecinos, un poco menos largos y, finalmente, los dos últimos más cortos que los anteriores. Como el gin-senghabía perdido sus flores, los frutos ya aparecían. Semejaban pequeños estuches redondos, dispuestos como los de las plantas verticiladas. Aquellos estuches no estaban aún abiertos para echar sus semillas. Dersu despejó de todas las otras hierbas el terreno alrededor del gin-seng,recogió todos los frutos y los envolvió en un trocito de tela. Después, me pidió que apoyara ligeramente mi mano sobre lo alto de la planta y él se puso a extraerle la raíz. Lo hizo con mucho cuidado, poniendo toda su atención para no arrancar los zarcillos de la raíz. Después, se la llevó al agua para lavarla y limpiarla delicadamente de todo residuo de tierra. Yo le ayudé como mejor pude. La tierra se desprendió poco a poco, y a los pocos minutos se pudo descubrir la raíz. Con un largo de casi diez centímetros, terminaba en un cabo dividido en dos, signo de su sexo masculino. Dersu cortó la planta, la envolvió con su raíz en el musgo y lo rodeó todo con corteza de abedul. A continuación, volviéndose a poner su zurrón y recogiendo su fusil y su tridente, me dijo:

—Tienes suerte, capitán.

A lo largo del camino, le pregunté al goldlo que se proponía hacer con aquella raíz. Me explicó que quería venderla para con el dinero así obtenido, poder comprar cartuchos. Entonces decidí comprarle el gin-sengy ofrecerle una suma superior a la que le podrían dar los chinos. Le expresé mis intenciones, pero el resultado fue totalmente imprevisto. Dersu hundió su mano en el pecho y me tendió la raíz, diciendo que me la regalaba. Mi rechazo le asombró y le hirió al mismo tiempo. Más tarde supe que era una costumbre del país hacer regalos, y que había que dar las gracias al donante ofreciéndole a su vez algún objeto de un precio equivalente.


12




«Amba»


Una bruma espesa y pesada envolvía toda la comarca. El día era gris y triste, tan frío como húmedo. Mientras los soldados recogían nuestros efectos y cargaban los caballos, Dersu y yo tomamos rápidamente el té y partimos los primeros, llevando cada uno un pan sin levadura. Por la mañana, habitualmente, yo abandonaba el campamento antes que los otros. El destacamento venía a alcanzarme y a continuación me adelantaba, puesto que yo marchaba lentamente, tomando relevos a lo largo de nuestro itinerario.

Desde la víspera, Dersu me había dicho que por aquella región erraban muchos tigres, y me aconsejó también no quedarme demasiado atrás.

El sendero corría por el borde del río, pero separándose a menudo para adentrarse en el bosque. Quien no ha estado en la taiga ussuriana, no puede imaginar sus espesuras y sus malezas. A una distancia escasa de algunos pasos, no se puede ya volver a encontrar el camino. A veces me ocurrió que hacía huir a una fiera de su lugar de descanso, situado a cuatro o seis metros delante de mí y no adivinar la dirección de su huida más que al escuchar los ruidos y crujidos de las ramas. Por una región de ese tipo avanzábamos desde hacía dos días.

El tiempo nos favoreció poco: caía sin cesar una lluvia fina, la hierba estaba mojada y gruesas gotas aisladas caían de los árboles. La selva, de una paz sorprendente, parecía desierta. Hasta los picos verdes parecían haberla abandonado.

—¡Qué tiempo del diablo! —dije a mi compañero—. No se sabe si se trata de niebla o de lluvia. ¿Qué crees tú, Dersu, esto va a aclararse o va todavía a empeorar?

El goldmiró al cielo y los alrededores, pero prosiguió su camino en silencio. Sólo se detuvo un minuto más tarde para decirme:

—Yo pienso esto: las colinas y la selva son como los hombres. Ahora están dispuestas a sudar. ¡Escucha...! Respiran como nosotros...

Tras estas palabras, reemprendió la marcha.

Eran casi las once de la mañana. Normalmente, nuestra caravana hubiera tenido que adelantarnos hacía largo tiempo, pero nada se escuchaba todavía en la parte de la taiga que acabábamos de atravesar.

—Hay que esperar —le dije a mi compañero.

Él se detuvo sin responder, posó su fusil, lo apoyó contra un árbol, hundió su tridente en el suelo y se dispuso a fumar.

—¡Maldita sea! He perdido mi pipa —exclamó irritado.

Quiso volver a buscarla, pero le aconsejé tener paciencia, esperando que los soldados que nos seguían pudieran encontrarla y traérsela. Nos quedamos allí unos veinte minutos. Yo veía que el viejo tenía muchas ganas de fumar. Por fin, no aguantó más y volvió a tomar su fusil diciéndome:

—Pienso que mi pipa está muy cerca. Es preciso que la encuentre.

Por mi parte, temiendo que hubiera ocurrido algún accidente a mis caballos, deshice camino con el gold.Este me adelantó, sacudiendo la cabeza como de costumbre y hablando para sí mismo:

—¿Cómo he podido perder mi pipa? ¿Me estaré volviendo chocho o mi cabeza se estará debilitando? En tal caso...

Se detuvo justo a la mitad de la frase, retrocedió un poco y se inclinó para examinar algo en el suelo. Me reuní con él. Bastante mohíno, Dersu miraba hacia todos lados. Me cuchicheó:

—Mira, capitán, es Amba.Nos persigue, el muy villano. La pista está aún fresca. Estaba aquí ahora mismo.

En efecto, huellas muy recientes de una gran pata de tigre se destacaban claramente sobre el sendero fangoso. Las huellas no estaban antes, cuando lo seguimos en sentido inverso. Yo me acordaba muy bien y Dersu no hubiera dejado ciertamente de verlas. Pero he ahí que aparecían sobre nuestro camino de regreso, en el momento en que pensábamos encontrar a nuestro destacamento. La fiera, evidentemente, nos había perseguido sin cesar.

—Se ha escondido muy cerca de aquí —afirmó el gold,apuntando con la mano hacia la derecha—. Estaba por aquí mientras buscábamos mi pipa por allá. Al volver nosotros, habrá dado un salto rápido. Mira, capitán, ni siquiera hay agua en las huellas.

En efecto, en medio de todos los charcos de alrededor, las huellas dejadas por las patas del tigre estaban todavía secas. No había duda: el carnívoro acababa de estar allí y de saltar hacia la espesura al escuchar nuestros pasos para esconderse entre todos aquellos árboles abatidos.

—No ha ido lejos. Lo sé perfectamente. Espera, capitán...

Nos quedamos algunos minutos en el sitio esperando que un estremecimiento, aunque fuera muy ligero, vendría a traicionar la presencia del felino, pero un silencio sepulcral reinaba en todo nuestro contorno.

—Capitán —prosiguió Dersu—, hay que estar muy atentos. ¿Está cargado tu fusil? Marcha despacito, mira bien cada agujero y cada árbol derribado. ¡Nada de prisas! Es Amba,¿comprendes? ¡Amba!

Mientras me decía esto, él mismo examinaba cada matorral y cada árbol. Marchamos así cerca de una media hora. Dersu iba siempre a la cabeza, sin perder de vista el sendero.

Por fin, escuchamos voces: primero fue la de un cosaco, que lanzaba invectivas contra su caballo. Los soldados y sus animales se nos reunieron en seguida. Dos caballos estaban completamente embarrados; hasta sus sillas aparecían embadurnadas de tierra. Al parecer, los dos animales acababan de tropezar en el momento de atravesar una pequeña corriente de agua y se habían atascado en el pantano, causando todo ese retraso. Como yo había previsto, los soldados pudieron devolver a Dersu su pipa, que habían encontrado en el sendero.

Para continuar el camino, fue necesario primero ajustar todo de nuevo; es decir, volver a cargar los fardos y desembarrar aunque fuera un poco a las bestias. Yo tuve la intención de acampar y de hacer hervir agua, pero Dersu me aconsejó que me contentase con reajustar las cargas y seguir la marcha sin dilación. Me aseguró que en las proximidades había una barraca de cazadores, que nos ofrecía la ocasión de instalar nuestro campamento. Después de reflexionar un poco, me plegué a su opinión.

Mientras los soldados se ponían a descargar a los derrengados caballos, volví a tomar el sendero con Dersu. No habíamos hecho aún doscientos pasos, cuando volvimos a dar con la pista del felino. Nos había seguido de nuevo durante nuestro regreso, pero también ahora, como la primera vez, sintió nuestra proximidad y evitó el encuentro. Dersu se detuvo, volvió la cara hacia el lado donde el tigre, aparentemente, se había emboscado, y exclamó con una voz sonora donde se mezclaban notas indignadas:

—¿Por qué nos sigues...? ¿Qué necesitas, Amba? Nosotros marchamos por el sendero, sin molestarte. ¿Para qué perseguirnos? ¿No es bastante grande la taiga para ti?

Blandiendo su fusil, el goldestaba en un estado de excitación tal, como yo no lo había visto nunca. A juzgar por su mirada, él tenía una fe profunda en que aquel tigre, aquel Amba,escuchaba y comprendía sus palabras. Dersu estaba convencido de que la fiera iba a aceptar el desafío o bien nos iba a dejar en paz y marcharse a otra parte. A los tres minutos, el viejo dio un suspiro de alivio, encendió su pipa, se puso su carabina al hombro y volvió a tomar el camino con paso seguro. Su rostro se volvió a la vez indiferente y concentrado, porque acababa de confundir al tigre y obligarlo a partir.

Avanzamos todavía cerca de una hora entre el follaje. Este se hizo súbitamente más raro, dejando ver una vasta extensión. Fatigados de nuestra larga marcha a través de la taiga, nos apetecía precisamente un cuadro reposado y espacioso. Así, se podrá comprender la alegría que tuvimos al abandonar la selva y contemplar esta llanura despejada.

—Es Kvandagú —dijo el gold—. Vamos a encontrar pronto una barraca.

El sector que atravesábamos en ese momento representaba uno de esos espacios ribereños descampados, que las gentes del país llaman yelane.La planicie estaba cubierta de orliak,un helecho poco alto, pero espeso.

A la derecha, se extendía la banda estrecha de un pantano salado, donde, según Dersu, venían cada noche ciervos y gamos golosos de ranúnculos y no desdeñaban el roer un poco aquella tierra negra y salina.

—Debemos ir hoy de caza —observó el gold,designando con su tridente el pantano.

A las tres de la tarde, encontramos, en efecto, una pequeña barraca construida en corteza de abedul, con su primitivo techo a dos aguas. Los cazadores chinos la habían construido de tal manera que el humo de la hoguera encendida en el interior podía escaparse por cada una de las dos aberturas del frontón, impidiendo así a los mosquitos penetrar en el edificio. Un pequeño arroyo corría justo al lado. Se necesitó aún algún tiempo para hacerlo franquear por nuestros caballos, pero aquello acabó por arreglarse.

El tiempo continuaba no obstante «sudando», según la expresión de Dersu. El cielo, que había estado gris por la mañana, comenzó a serenarse; la niebla subió en el aire, dejando aparecer algunos claros; la lluvia fina acabó por parar, si bien el suelo guardaba todavía su humedad. Decidí que nos quedaríamos allí por la noche. Yo tenía tanta más gana de cazar en el pantano cuanto que estábamos desde mucho tiempo privados de carne, no habiendo comido los últimos cuatro días más que pan sin levadura.

A los pocos minutos, el campamento se agitó con ese trabajo alegre y activo que es tan familiar a cualquiera que haya viajado por la taiga. Los caballos fueron desatados y puestos en libertad. Apenas desensillados se revolcaron por tierra, aunque se incorporaron en seguida para sacudirse e ir a pacer en el pasto. Todos los fardos fueron ordenados y cubiertos de toldos para protegerlos de una eventual lluvia. Mientras nos ocupábamos de los caballos y de sus cargas, alguien tuvo tiempo de encender una hoguera y colocar una tetera sobre el fuego.

En cada acampada, Dersu desplegaba una energía sorprendente. Corría de un árbol a otro para procurarse corteza, cortaba pértigas, levantaba la tienda, secaba sus ropas así como las de otros, y se esforzaba en preparar la hoguera de manera que permitiera quedarse en el interior sin sufrir por la humareda. Cuando nosotros llevábamos ya mucho tiempo descalzos y reposando, el goldcontinuaba atareado alrededor de la barraca.

En el mes de agosto, y más especialmente en una jornada gris, el crepúsculo cae muy pronto. Tal fue el caso aquella noche. La niebla no se quedaba más que en las cimas de las montañas, y sólo algunos jirones sueltos continuaban circulando entre los zarzales, como fantasmas. Después de una cena rápida, Dersu y yo fuimos de caza, tomando primero el sendero que nos había llevado al campamento, y volviendo a continuación hacia la salina por el lado de la selva. La llanura entera estaba cubierta de huellas de ciervos y de gamos. El suelo negruzco de la salina estaba casi desprovisto de vegetación. Delgados arbolillos bordeaban la laguna. El terreno por donde marchábamos, a veces muy pisoteado, indicaba que los ciervos venían constantemente, solos o en manadas.

Eligiendo un lugar apropiado, nos sentamos a esperar la presa. Apoyado contra un tocón, me puse a mirar a mi alrededor. La oscuridad se hacía rápidamente más densa alrededor de los zarzales y bajo los árboles. Dersu no pudo recuperar su tranquilidad tan fácilmente. Rompió ramas —para facilitar una buena puntería– y se entretuvo en doblar un pequeño abedul que crecía detrás de él. La calma oprimente que reinaba en el bosque y en la pradera estaba turbada solamente por el bordoneo de los mosquitos. Cada vez estaba más oscuro. Los zarzales y los árboles tomaban contornos imprecisos, recordando a seres vivientes que parecían moverse cambiando de lugar. A veces, creía que se trataba de ciervos y me entregaba a mis sueños. Ajustaba mi arma, presto para disparar, pero me retenía cada vez, mirando la cara tranquila del gold.La ilusión se desvanecía y la sombría silueta entrevista se convertía en el zarzal o el árbol que era en realidad. Dersu se quedó sentado, calmo como una estatua. Examinando con atención las malezas que bordeaban la laguna, esperaba apaciblemente su botín. Una sola vez se puso al acecho, enderezando lentamente su fusil y tendiendo su mirada. Sentí mi corazón latir más fuerte y miré hacia el mismo lado que Dersu, pero sin ver nada. Notando en seguida que el goldrecuperaba su calma, hice otro tanto.

Bien pronto se hizo noche cerrada, hasta el punto de que no se veía ya, a algunos pasos, ni el suelo negruzco del pantano ni las siluetas oscuras de los árboles. Los mosquitos nos picaban sin piedad, y yo me puse una redecilla sobre la cara. Dersu no la usaba, pareciendo ignorar las picaduras.

De repente, percibí un vago estremecimiento. Esta vez no había error. El ruido venía de las zarzas situadas al otro lado del estrecho pantano, justo frente a frente de donde nosotros estábamos sentados. Miré de nuevo a Dersu. Con la cabeza inclinada, parecía aguzar su vista para taladrar la oscuridad y saber la causa de los sonidos. Estos iban creciendo por momentos y se hacían muy precisos, para calmarse más tarde y cesar completamente. No había duda: alguien franqueaba prudentemente la maleza, dirigiéndose hacia nosotros. Era sin duda un ciervo que venía a roer o a lamer la tierra salina. Yo me imaginaba ya un animal esbelto, con buenos cuernos ramificados. Arrojando mi redecilla y olvidando los mosquitos, tendí mi oído y mi vista para localizar el ciervo que yo suponía estaba a una distancia de setenta u ochenta pasos como máximo.

Pero de golpe resonó en el aire un gruñido sordo, que recordaba a un trueno lejano. Dersu me cogió de la mano.

—¡ Amba,capitán! —dijo con voz asustada. Yo sentí una especie de lasitud pesada deslizarse a lo largo de mis piernas. Era como si me vertieran plomo en las rodillas. Pero al mismo tiempo, un sentimiento diferente, donde se entremezclaban la curiosidad y la pasión por la caza, se apoderó de mi espíritu.

—¡Está mal! Nos hemos equivocado al venir aquí. Ambase enfada: este lugar es el suyo —afirmó Dersu, sin dejarme comprender si se dirigía las palabras a sí mismo o me las dirigía a mí. Me pareció aterrado.

En el aire tranquilo de la noche, se dejó escuchar de nuevo un «r-r-r-r» amenazante. El goldse incorporó súbitamente. Creí que iba a hacer fuego. Pero cuál no sería mi asombro cuando le vi sin fusil y le escuché dirigir al tigre este discurso:

—¡Está bien, Amba,está bien! No tienes que enfadarte, no hay motivo. Este lugar es tuyo, lo sabemos y nos iremos en seguida a otra parte. La taiga es grande, no tienes que enfadarte...

El goldpermanecía de pie, con las manos extendidas en dirección al felino. De repente se arrodilló, se prosternó dos veces y comenzó a mascullar algo en su propia lengua. Sin saber por qué, tuve piedad del viejo. Este acabó por incorporarse, se aproximó al tocón y volvió a tomar su fusil.

—Partamos, capitán —dijo resueltamente, y no esperó mi respuesta para ir rápido a través de la maleza en dirección al sendero. Yo le seguí maquinalmente, apaciguado a mi vez por el aire tranquilo del goldy por esta seguridad que le permitía avanzar sin echar miradas temerosas hacia atrás; sentí que el tigre no iba a seguirnos y que no se decidiría a atacarnos. Después de haber dado unos doscientos pasos, me detuve y traté de persuadir al viejo de esperar todavía un poco.

—No —dijo Dersu—, yo no puedo. Y te prevengo, por otra parte, que jamás iría a cazar a Ambaen compañía. Tienes que saberlo bien: cuando se tratara de tirar sobre Amba, yo no sería de la partida.

Volvió a tomar el sendero en silencio. Yo quise primero quedarme atrás, pero me invadió una especie de angustia y alcancé a Dersu. Marchamos todo el tiempo, entregado cada uno a sus propios pensamientos y recuerdos. Sin embargo, yo lamentaba no haber visto al tigre y expresé esta reflexión a mi compañero.

—¡Ah, no! —repuso el gold—. Es malo verlo. Yo creo que el hombre que no ha visto jamás a Ambaes afortunado y tendrá siempre una vida feliz.

Dersu dio un profundo suspiro y continuó después de una corta pausa:

—Yo he visto a menudo a Amba.Una vez, le disparé encima y ahora tengo mucho miedo. Todavía me llegará una desgracia.

Las palabras del viejo revelaban un estado de alma tan profundamente turbado, que lo compadecí de nuevo y traté de calmarlo, pasando a otros temas. Al cabo de una hora, llegamos al campamento. Asustados por nuestra proximidad, los caballos se arrojaron de costado y relincharon. Los hombres se agitaron alrededor del fuego y dos cosacos vinieron a nuestro encuentro.

—Los animales no han cesado de tener miedo esta noche —nos dijo uno de ellos—. En lugar de comer, miran todo el tiempo a lo lejos. ¿Hay quizá alguna fiera en las proximidades?

Dije a los cosacos que embridaran los caballos, que encendieran varios fuegos y que emplazaran un centinela armado. Dersu calló toda la jornada, muy impresionado de haber vuelto a encontrar al tigre. Después de cenar, se acostó en seguida, pero noté que tardó mucho tiempo en dormirse, revolviéndose de un lado a otro y pareciendo monologar.

Ahora bien, él y yo teníamos habitualmente largas conversaciones sobre la caza, las fieras y los fuegos de la selva. Él me había dicho un día que, unos veinte años antes, los tigres habían emigrado, durante dos inviernos consecutivos, del oeste al este. Todas sus huellas seguían entonces la misma dirección. Según él, fue un éxodo masivo de felinos, trasladándose de la región de Sungari hacia el Sijote-Alin.

Después, traté en varias ocasiones de preguntar a Dersu las circunstancias en las cuales él había abatido un tigre, pero el goldevitó obstinadamente responderme, tratando cada vez de llevar la conversación sobre cualquier otro tema. Finalmente, acabé por saber lo que quería. Aquello había pasado en el mes de mayo, sobre la orilla del Fudzin. Acompañado de su perrito, Dersu atravesaba un encinar ralo que se extendía a lo largo del valle. El perro, que corría al principio alegremente, se revolvió después, inquieto. No viendo nada de sospechoso y creyendo que el perro estaba simplemente alarmado por la pista de un oso, el goldcontinuó marchando sin preocuparse. Sin embargo, el animalito no cambió de actitud y se estrechó contra su amo hasta el punto de trabar su marcha. De hecho, había muy cerca de allí un tigre, que se había emboscado detrás de un tronco, ante la proximidad del hombre. Por casualidad, Dersu iba precisamente en dirección a ese árbol. Cuanto más se acercaba el hombre, más se escondía el felino, encogiéndose como un ovillo. Sin figurarse el peligro, el goldempujó con el pie al perrito; en ese momento, se abalanzó el tigre. Saltando primero de costado y golpeándose con la cola, el felino rugió con furor.

—¿Por qué aúllas? —le gritó Dersu—. Yo no te toco. ¿Por qué te enfadas?

El tigre reculó entonces algunos pasos y se detuvo, sin dejar de rugir. El goldle gritó todavía que se fuese. Pero la fiera no cesó de moverse y lanzó un nuevo rugido. Comprendiendo que el terrible felino no quería marcharse, Dersu le lanzó este desafío:

—¿Así que no quieres marcharte? Pues entonces, disparo, y la culpa no será mía...

Levantó su fusil y apuntó, pero el tigre cesó de rugir y se retiró entre la maleza de la cuesta vecina. Entonces, hubiera tenido que abstenerse de dispararle. Sin embargo, Dersu no se conformó con esto y disparó el tiro en el momento en que el tigre alcanzaba lo alto de la cuesta. La fiera se zambulló en la maleza, mientras Dersu reanudaba su camino. Unos cuatro días más tarde, cuando volvía sobre sus pasos y pasaba cerca de la misma pendiente, el goldpercibió en la cima de un árbol tres cornejas, una de las cuales se limpiaba el pico contra una rama. Entonces, el espíritu del goldquedó embargado por la idea de que había podido verdaderamente matar al tigre. Apenas franqueada la cresta, tropezó en efecto con el cadáver del felino, cuyo flanco estaba enteramente roído por los gusanos. Dersu tuvo mucho miedo: puesto que el tigre se alejaba, ¿por qué le había disparado...? Él huyó, pero desde entonces quedó obsesionado por la idea de que había matado al felino sin motivo. Toda su obsesión consistía en creer que un día u otro tendría que pagar por su delito.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю