Текст книги "Dersu Uzala"
Автор книги: Владимир Арсеньев
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Путешествия и география
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Al cabo de una hora, el oriente comenzó a enrojecer. Miré mi reloj: indicaba las seis. Era hora de despertar al hombre de servicio. Lo sacudí por los hombros hasta que se sentó, desperezándose. El fuego de la hoguera le hería la vista y frunció un poco el entrecejo. Después, percibiendo a Dersu, dijo sonriente:
—¡Vaya un hombre original...! —Y a continuación, empezó a calzarse.
Nuestro campamento se reanimó muy pronto. Los hombres se pusieron a hablar; los caballos abandonaron su postura entumecida; un pájaro gorjeó en algún sitio; más abajo, al fondo del barranco, otro le hizo coro; se escuchó el grito del pico-verde y el piar incesante de un pico-negro. La taiga se despertó. La luz aumentaba de un momento a otro y, de pronto, los brillantes rayos del sol aparecieron en haz sobre la cresta de las montañas, iluminando el bosque entero. El campamento cambió de aspecto. En el lugar de nuestra hermosa hoguera, de donde el fuego había desaparecido, sólo quedaba un montón de cenizas; latas de conserva vacías se esparcían por el suelo y sólo algunas pértigas emergían de la hierba pisoteada, indicando el lugar donde se habían elevado las tiendas.
3
La caza del jabalí
Después del té, los soldados comenzaron a cargar nuestros caballos. Dersu se preparó igualmente para la marcha. Ajustándose a la espalda su zurrón y tomando en la mano su fusil así como su pequeño tridente, se asoció a nuestro destacamento cuando nos volvimos a poner en marcha.
El desfiladero que hubimos de seguir era largo y sinuoso. Otros barrancos de la misma especie desembocaban y vertían sus aguas en él. Poco a poco, no obstante, la garganta se ensanchaba y tomaba el aspecto de un valle. Los árboles que crecían allí estaban marcados por antiguas muescas que nos llevaron hasta un sendero.
El goldmarchaba a la cabeza, sin cesar de mirar atentamente al suelo. A veces, se agachaba para palpar con sus manos el follaje.
—¿Qué haces? —le pregunté.
Dersu se detuvo para explicarme que aquella senda, hecha para caminantes y no para caballos, servía de comunicación a lo largo de una línea de trampas para cibelinas y que un paseante solitario, muy probablemente un chino, la había seguido pocos días antes. Sus palabras nos sorprendieron a todos. Notando nuestra desconfianza, Dersu exclamó:
—¿Cómo es posible que no lo entiendas? Pues bien, no tienes más que mirar.
Y a continuación nos proporcionó argumentos que no dejaban ningún lugar a dudas. La cosa era clara y simple, hasta el punto de que yo me asombraba de no haberla comprendido antes. La senda no tenía ninguna huella de patas de caballo y sus bordes no estaban desprovistos de ramas. Nuestros caballos la seguían con dificultad, rozando continuamente sus cargas con los árboles vecinos. Además, los recodos eran tan empinados que los caballos no podían tomarlos y debían ser conducidos por otro lado. Por otra parte, los troncos aislados, arrojados a través de los arroyos, presentaban ciertos indicios de pasaje, pero en ninguna parte la senda descendía hasta el agua. Finalmente, el árbol desgajado que atravesaba el camino no había sido levantado, permitiendo avanzar libremente sólo a los hombres, mientras que los caballos estaban obligados a desviarse. Todo aquello probaba bien que la senda no estaba destinada a bestias de carga.
—Sólo caminantes han pasado por aquí, desde hace ya algún tiempo —observó Dersu, hablando más bien para sí mismo—. Después, ha caído la lluvia.
A continuación, Dersu se puso a calcular la fecha de la última lluvia.
Seguimos aquel camino cerca de dos horas. El bosque de coníferas se convirtió gradualmente en bosque de árboles diversos: chopos, arces, álamos, abedules y tilos, se encontraban cada vez más a menudo. Iba a ordenar un segundo alto, pero el goldme aconsejó avanzar todavía un poco.
—Bien pronto vamos a encontrar una barraca —dijo, mostrando algunos árboles con la corteza arrancada.
Comprendí en seguida lo que quería decir. Aquello indicaba la proximidad de una construcción a la cual estaba destinada la corteza de los árboles. Tras diez minutos de marcha acelerada, encontramos una pequeña barraca protegida por un techo de piel de cabrito, situada al borde de un arroyo y acondicionada seguramente por cazadores o por buscadores de gin-seng,planta cuya raíz, según los chinos, posee una virtud curativa milagrosa. Nuestro nuevo compañero dio la vuelta a la barraca y nos confirmó que un chino había venido a pisar esta hierba bastante recientemente, pasando una noche en el interior de la construcción. La prueba eran las cenizas que la lluvia había desparramado desde entonces, una modesta capa de heno y un par de viejas rodilleras arrojadas afuera, hechas de daba,especie de trapo azul bastante sólido, con el cual confeccionan los chinos sus vestimentas. Comprendí definitivamente que Dersu no era un hombre vulgar, sino un pionero muy avezado.
Como había que alimentar a nuestros caballos, aproveché para acostarme a la sombra de un cedro, donde me dormí en seguida. Olenetiev vino a despertarme al cabo de unas dos horas. Al levantarme, pude notar que Dersu había partido leña y recogido cortezas de árbol, depositándolo todo en la barraca. Me imaginé que quería incendiarla y creí mi deber disuadirlo de este capricho. Por toda respuesta, él me reclamó una pizca de sal y un puñado de arroz. Curioso de conocer sus intenciones, le di lo que me pedía. El goldenvolvió cuidadosamente entre las cortezas algunos fósforos, puso la sal y el arroz en otro pedazo de corteza y suspendió los dos paquetes de un muro interior de la construcción. A continuación, aplastó la corteza y estuvo presto para partir.
—Entonces, ¿tú cuentas con volver por aquí? —le pregunté.
Como él me contestó con un signo negativo de cabeza, le pregunté para quién dejaba el arroz, la sal y las cerillas.
—Algún otro va a llegar hasta aquí —respondió el gold—.Verá esta barraca y se sentirá feliz de encontrar madera seca, cerillas y algo que comer para no morirse.
Me sentí profundamente conmovido. Así es que Dersu pensaba de antemano en algún caminante desconocido. Sin embargo, él no vería jamás a ese ser anónimo y éste, a su vez, no sabría en absoluto a quién debería agradecer el fuego y el alimento. A propósito de esto, me acordé de que nuestros soldados, al abandonar un campamento, quemaban siempre lo que quedaba de combustible en la hoguera. Por otra parte, no lo hacían en absoluto por malicia sino simplemente por divertirse, y yo jamás se lo había prohibido.
—Los caballos están preparados; sería hora de partir —me dijo Olenetiev reuniéndose conmigo.
—¡Adelante, en marcha! —dije a los fusileros, precediéndolos en el sendero, acompañado del gold.
A medida que avanzábamos, este sendero se ensanchaba y mejoraba. En cierto lugar, pasamos cerca de un árbol abatido a golpes de hacha. Dersu se aproximó para examinarlo y me dijo:
—Esto se ha cortado en la primavera. Dos hombres han trabajado juntos: uno, de gran talla, se servía de un hacha enmohecida; el otro, que era pequeño, tenía un hacha bien afilada.
Para este ser sorprendente, no existían secretos. Sabía todo lo que pasaba en la comarca. Decidí entonces estar yo mismo atento y desenvolverme con las huellas que llegara a advertir. Bien pronto vi un nuevo tocón de árbol cortado a golpes de hacha. Alrededor había numerosas virutas empapadas de resina. Comprendí que alguien se había procurado madera para alumbrarse en este lugar. Pero ¿qué más podía deducir? No sabía nada en absoluto.
—Allá hay una fanza—observó Dersu como respondiendo a mis reflexiones.
En efecto, bien pronto encontramos de nuevo algunos árboles desprovistos de corteza (esto ya sabía lo que significaba) y, no lejos de allí, al borde mismo del río, una fanzade caza instalada sobre un pequeño prado. Se trataba de una construcción exigua, con las paredes de arcilla y el techo de corteza de árbol. Estaba vacía, con la puerta de entrada apuntalada por una estaca. Cerca de la fanzase encontraba un minúsculo vergel, con el suelo arrasado por los jabalíes.
Desde este sitio, nuestra marcha prosiguió por un sendero bien apisonado, practicable para los caballos. Los soldados soltaron sus bridas, arrojándolas al cuello de los animales y abandonando a éstos la elección de la marcha. Las inteligentes bestias marchaban muy bien, procurando no rozar sus cargas contra los árboles. En los terrenos pantanosos o pedregosos, evitaban dar saltos y avanzaban con precaución, tanteando con los pies el suelo sobre el cual iban a adentrarse. Esa es una cualidad de los caballos del Ussuri, acostumbrados a transportar cargas a través de la taiga.
Llegamos así a las fanzasagrícolas situadas sobre la orilla derecha del Lefu, al pie de una montaña bastante alta, el monte Tu-dinzy.
La súbita aparición de un destacamento militar produjo cierta confusión entre los chinos. Yo encargué a Dersu que les dijera que no tenían nada que temer y que continuaran sus trabajos. Los habitantes de esta región eran menos agricultores que cazadores y tramperos, como lo probaban las pieles de lince, de cibelinas y de martas puestas a secar en sus fanzas,los cuernos de ciervo apilados y los útiles para la construcción de trampas. Sin embargo, cerca de aquellas fanzashabía algunos pequeños terrenos de cultivo. Los chinos sembraban trigo, alforfón y maíz. Pero, recientemente, rebaños enteros de jabalíes habían descendido de las alturas, arruinando los campos de aquellos valles. Fue, pues, necesario cosechar los cereales antes de que estuvieran maduros. No obstante, como las bellotas acababan de esparcirse por el suelo de los encinares, los animales se habían retirado a los bosques.
El sol estaba todavía alto en el cielo cuando decidí escalar la montaña para echar una ojeada por los alrededores. Dersu me acompañó. Partimos desprovistos de todo lastre inútil, tomando sólo nuestras carabinas.
Las hojas amarillentas habían empezado ya a caer. El bosque se desnudaba por todas partes y únicamente los encinares guardaban su atavío intacto, aunque sin brillo. La montaña era escarpada y tuvimos que hacer más de un alto en el curso de nuestra ascensión. Alrededor de nosotros todo el suelo estaba destripado. El goldse paraba a menudo para examinar las huellas. Ellas le servían para adivinar la edad y el sexo de las bestias. Notó las trazas de un jabalí cojo, así como un lugar donde dos de estos animales habían luchado, persiguiéndose uno al otro. Sus palabras me permitieron reconstruir claramente esta escena. Me parecía extraño no haber observado antes todas las huellas de este género.
Al cabo de una hora, llegamos a la cima del Tu-dinzy, obstruida por los desmoronamientos. Allí nos sentamos sobre unas piedras y tratamos de orientarnos.
Al este, se prolongaba la línea de cumbres de las cuencas del Lefu y del Daubi-khé. Otra cadena montañosa se extendía del este al oeste separando el Lefu del Mai-khé.
Desde lo alto del Tu-dinzy, se veía muy bien toda la cuenca del alto Lefu, compuesta de tres ríos de igual importancia.
—Mira, capitán —me dijo Dersu, designando la vertiente opuesta—. ¿Qué es aquello?
Echando una rápida ojeada, percibí una mancha oscura. Creí que era la sombra proyectada por una nube y expresé esa suposición al gold.Me respondió con una carcajada, mostrándome el cielo. Levanté la cabeza y me di cuenta de que no había ni una sola nube. Al cabo de algunos minutos, la mancha se modificó y cambió un poco de lugar.
—¿De qué se trata, entonces? —pregunté a mi vez.
—Tú no comprendes —me respondió—. Ve hacia allí y mira.
Volvimos a descender. Pronto percibí que la mancha venía igualmente a nuestro encuentro. Al cabo de unos diez minutos, Dersu se detuvo y se sentó sobre una piedra, haciéndome señal de imitarlo.
—Debemos esperar aquí —me dijo—. Pero hay que estar tranquilo, sin romper nada, sin hablar.
Después de una corta espera, volví a ver la misma mancha. No obstante, ahora pude distinguir que eran seres vivientes los que se desplazaban sin cesar y adiviné de qué se trataba: ¡eran jabalíes!
En efecto, había más de un centenar de paquidermos salvajes. Algunos de estos animales se apartaban del rebaño, pero no tardaban en volver a él. Bien pronto se pudo distinguir cada bestia por separado.
—Hay allí un hombre muy voluminoso —apuntó Dersu en voz baja.
Yo no comprendía de qué hombre quería hablar, y lo miraba con asombro.
En medio del rebaño se destacaba, como un montículo, el lomo de un jabalí enorme, sobrepasando a todos los otros por sus proporciones. Los animales se acercaban cada vez más; se escuchaba distintamente el ruido de las hojas secas batidas por centenares de pies, el crujido de las ramas, los gruñidos de las bestias mayores y el aullido de los jabatos.
—No hay que aproximarse al hombre grueso —dijo Dersu, pero de nuevo no lo pude comprender.
El enorme jabalí se mantenía en el centro, mientras que muchos otros se marchaban a veces bastante lejos del rebaño. Así que cuando estas bestias aisladas llegaron cerca de nosotros, el gran jabalí se encontraba todavía fuera del alcance de nuestros fusiles. Permanecimos sentados sin movernos. De repente, uno de los jabalíes más próximos, que estaba masticando, levantó su hocico. Aún me parece estar viendo su gran cabeza, sus orejas tiesas, su faz móvil y sus colmillos blancos. La bestia se quedó quieta, dejó de comer y fijó sobre nosotros sus ojos malignos. Previendo el peligro, el animal lanzó un gruñido penetrante. De golpe, el rebaño entero se arrojó de costado, resoplando en medio del tumulto. En este momento, un tiro partió y uno de los animales se desplomó.
La carabina del goldhumeaba. Durante algunos segundos se oyó todavía en el bosque el crujido de las ramas secas. Después, se restableció la paz. La bestia muerta por Dersu era una jabata de dos años. Tenía la piel parda, el lomo y las piernas negras, como todos los jabalíes del Ussuri, la cabeza en forma de cuña, el cuello corto y poderoso. El jabalí del Ussuri (Sus. leucomystax continentales)se parece al jabalí japonés. Su peso puede alcanzar alrededor de los doscientos kilos; los colmillos del macho son muy puntiagudos y a veces tienen veinte centímetros de longitud. Como al jabalí le gusta frotarse contra los pinos y los cedros, su piel está a menudo impregnada de resina. En invierno se acuesta en el barro, y el agua helada y los témpanos que se forman sobre su cuerpo, son tan espesos que traban sus movimientos. El jabalí del Ussuri es tan astuto como vigoroso. Herido, resulta muy peligroso. Desgraciado el cazador que osara perseguirlo sin tomar grandes precauciones. Yo le pregunté a mi compañero por qué no había abatido un jabalí adulto.
—¡Bah! ¡Un viejo! —respondió, entendiendo por viejo todo jabalí macho con los colmillos bien desarrollados—. Es malo para comer y la carne tiene ya mal olor.
Me sorprendió al comprender por fin que el goldllamaba «hombres» a los jabalíes, y le interrogué sobre este asunto.
—Son realmente hombres —me aseguró—. Aunque vestidos de otra manera, conocen el engaño, la cólera y todo el resto. Son como nosotros...
Me di cuenta de que este ser primitivo profesaba una especie de antropomorfismo y lo aplicaba a todo lo que le rodeaba.
Dersu despellejó rápidamente la jabata abatida y se la cargó a la espalda. En seguida, volvimos a tomar el camino de las fanzasy llegamos al cabo de una hora a nuestro campamento.
Como las habitaciones chinas eran estrechas y llenas de humo, resolví acostarme al raso, cerca de Dersu. Este, después de haber escrutado el cielo, emitió su opinión:
—Pienso que la noche será cálida; pero mañana por la noche, tendremos lluvia...
4
Incidente en un pueblo coreano
Por la mañana, me desperté más tarde que los otros y me sorprendió no ver el sol. El cielo entero estaba cubierto. Notando que los soldados, en el momento de embalar sus sacos, cuidaban de preservarlos de la lluvia, Dersu dijo simplemente:
—¡Nada de hatos! Marcharemos bien durante la jornada; no lloverá hasta la noche.
Le pregunté por qué no preveía lluvia durante la jornada.
—Inspecciona un poco por ti mismo —me respondió—. Tú ves que los pajarillos vuelan por todos lados, que juegan y comen. Cuando la lluvia está próxima, se quedan tranquilos como si durmieran.
Me acordé de que, efectivamente, la lluvia va siempre precedida de un tiempo calmo y gris, mientras que en ese momento el bosque estaba lleno de vida: se oía por todas partes un concierto de pico-verdes, de arrendajos y de cascanueces, a los cuales respondían los silbidos alegres de una cantidad de activos trepadores.
Tras de haber pedido a los chinos algunos detalles sobre el camino a seguir, reanudamos la marcha.
A partir de este lugar, el valle del Lefu gana súbitamente en extensión y se ven aparecer ciertos poblados. Hacia las dos de la tarde, llegamos a un pueblo donde yo descansé un poco, encargando a Olenetiev de comprar avena y alimentar a los caballos. Luego continué inmediatamente el camino en compañía de Dersu, ya que queríamos llegar lo más pronto posible a otro pueblo, habitado por coreanos, a fin de asegurar al destacamento un abrigo cubierto para la noche.
En otoño, con un tiempo gris, el crepúsculo llega siempre bastante pronto. Hacia las cinco, comenzó a caer una lluvia fina. Aceleramos el paso. Bien pronto, la ruta se bifurcó delante de nosotros: uno de los ramales se iba en dirección hacia el río; el otro parecía conducir hacia la montaña. Escogimos este último. Pero todavía se presentaron otros caminos, que cortaban el nuestro en varias direcciones.
Cuando llegamos al pueblo coreano, la oscuridad era ya completa.
Mis soldados, que llegaban a esta misma hora a una encrucijada de las rutas, y no sabían por dónde tomar, dispararon dos tiros de fusil. Para evitar que se perdieran, les respondí con la misma señal. De repente, un grito resonó en la fanzamás próxima, seguido de un disparo, y después un segundo y un tercer disparo, de forma que al cabo de algunos minutos estalló una verdadera fusilada en el pueblo entero. Yo no comprendía nada: esta lluvia, esos gritos, esos disparos de fusil... ¿Qué había sucedido y por qué tal alarma? Una luz brilló súbitamente en el ángulo de una fanzay apareció un coreano, llevando en una mano una antorcha de petróleo y en la otra una carabina. Corría gritando de forma incomprensible. Nos dirigimos a su encuentro. La luz vacilante y rojiza de su antorcha revoloteaba de un charco al otro e iluminaba su faz, alterada por el miedo. Cuando nos percibió, este hombre echó su antorcha, tiró a quemarropa sobre Dersu y huyó. El petróleo derramado por tierra se inflamó en seguida, proyectando fuego y humo.
—¿No estás herido? —pregunté al gold.
—No —me respondió, recogiendo la antorcha.
No obstante, yo veía que aún tiraban contra Dersu. Pero él se levantó y, pese a su pequeña estatura, se contentó con agitar la mano y gritar algo a los coreanos. Al escuchar la fusilada, Olenetiev dedujo que éramos atacados por los hundhuzes.Dejó dos conductores cerca de los caballos y acudió con el resto del destacamento en nuestro auxilio.
Por fin, cesaron los disparos desde la fanzavecina. Dersu aprovechó para entrar en trato con los coreanos. Pero éstos no quisieron de ninguna manera abrir sus puertas. Lanzaban juramentos y amenazaban con volver a tirar. No nos quedaba otro remedio que instalar un campamento. Nos alumbramos con hogueras al borde del agua y plantamos nuestras tiendas. Al lado de una vieja fanzaen ruinas, un poco apartada, se amontonaban pilas de leños que los coreanos habían acumulado para el invierno.
Por otra parte, la fusilada en el pueblo no cesó del todo tan pronto. Toda la noche se dispararon tiros desde las fanzasmás alejadas. ¿A quiénes querían rechazar esas gentes? Ni ellas mismas lo sabían.
Al día siguiente, ordené una jornada de reposo, pero dije a los soldados que examinaran las sillas, que secaran todo lo que estaba mojado y que limpiaran las armas. La lluvia había cesado; un viento fresco, que venía del noroeste, hizo desaparecer las nubes. El sol volvió a salir. Me vestí y fui a ver el pueblo.
Después de la escaramuza de la víspera, hubiera parecido natural ver llegar a los coreanos a nuestro campo para contemplar un poco a los hombres sobre los cuales habían disparado. Pues bien, ¡nada de eso! Dos individuos salieron de una fanzavecina, vestidos con sacos blancos de mangas ahuecadas y pantalones de algodón blanco. Su calzado estaba hecho de cuerdas trenzadas. Pasaron a nuestro lado sin mirarnos siquiera. Cerca de otra fanzaestaba sentado un anciano que trenzaba hilos. Cuando yo me aproximé a él, levantó la cabeza y me miró con ojos que no expresaban ni curiosidad ni asombro. Una mujer venía a nuestro encuentro a lo largo de la ruta; estaba vestida con una falda y una blusa blancas. Avanzaba muy erguida hacia adelante, llevando sobre la cabeza un cántaro de cerámica, con el paso mesurado y los ojos bajos, mirando al suelo. Al cruzarnos, no pensó siquiera en apartarse ni levantó los ojos, sino que siguió tranquilamente su camino. Por otra parte, fuera donde fuese, encontraba esta indiferencia sorprendente, característica de los coreanos.
Habitan fanzasaisladas, bastante alejadas unas de otra, cada una rodeada de sus campos y huertos. Un pueblo coreano de poca importancia ocupa una superficie de varios kilómetros cuadrados.
Al regresar a nuestro campamento, entré en una de las fanzas. Sus paredes delgadas estaban revocadas de arcilla, lo mismo en el interior que en el exterior. La habitación tenía tres aberturas enrejadas recortadas en las puertas y protegidas por hojas de papel pegado. La techumbre de paja estaba cubierta por una maraña de hierbas secas. En el interior, estaba la misma mujer que habíamos ya encontrado en el camino. Agachada en el suelo, vertía agua, de un jarro de madera, en una marmita. Lo hacía lentamente, sosteniendo el jarro a una gran altura y dejando correr el agua de una manera singular, con la mano vuelta hacia la derecha. Me miró con indiferencia y siguió con su tarea. Un hombre quincuagenario estaba sentado sobre el kang [9]fumando su pipa, No hizo un solo movimiento y no respondió siquiera a mi saludo. Me quedé sentado durante un minuto y volví a salir para reunirme con mis compañeros.
Después de comer, emprendí una excursión por los alrededores y no volví hasta la hora del crepúsculo. El pueblo coreano estaba en calma completa. Pequeños humos blancos salían de las chimeneas y se evaporaban rápidamente en el aire fresco de la noche. Sobre los senderos aparecían, aquí y allá, algunas siluetas blancas de indígenas. En la parte baja, al borde del río, brillaba un fuego: era nuestro campamento. El agua de la corriente parecía negra y su superficie lisa reflejaba la llama de la hoguera, mientras las estrellas brillaban en el cielo. Los tiradores estaban sentados alrededor del fuego. Uno contaba algo y los otros se reían.
—¡A comer! —gritó el soldado de servicio.
Las risas y las bromas cesaron inmediatamente. Después de la comida, me senté cerca de la hoguera y me puse a escribir algunas notas en mi diario. Dersu examinaba el contenido de su alforja y atizaba el fuego.
—Esto pica un poco —dijo, encogiéndose de hombros.
—Ve a acostarte en la fanza—le aconsejé.
—No pienso hacerlo —respondió—. Duermo siempre fuera.
Plantó en el suelo algunas pértigas de álamo, las rodeó de una gruesa lona, extendió por tierra una piel de cabra para sentarse, echó sobre sus hombros su chaqueta de cuero y encendió su pipa. Unos minutos después, Dersu dormía. Apoyó su cabeza sobre el pecho, sus brazos se aflojaron, la pipa apagada cayó de su boca y resbaló por sus rodillas... «Y pensar que ha pasado así toda su existencia —pensé yo en ese momento—. ¡La de penas y privaciones que debe costar el ganarse la vida como lo hace este hombre...!»
Al día siguiente, nos levantamos todos de madrugada. Nuestros caballos, que no habían encontrado nada para comer por la noche en los campos de los coreanos, se habían ido a pastar del lado de la montaña. Mientras se los buscaba, el soldado de guardia preparó el té e hizo hervir la kacha [10].
Cuando los tiradores volvieron con los animales, yo había podido terminar mi trabajo. Partimos a las ocho de la mañana.
A medida que avanzábamos, el valle tomaba cada vez más el aspecto de una pradera. Las montañas parecían haber retrocedido en algún sitio para dar lugar a vastas y suaves pendientes, cubiertas de maleza. Durante la noche, sentado al lado de Dersu, cerca del fuego, discutía con él la continuación de nuestro itinerario que se extendía a lo largo de todo el Lefu. Yo tenía muchas ganas de avanzar hasta el lago de Janka, descrito por Prjevalski. El goldme previno, no obstante, que íbamos a encontrar vastos pantanos y una ausencia total de caminos. También me aconsejó utilizar una embarcación, dejando atrás los caballos y una parte del destacamento. Aquél era un consejo plenamente justificado.
En consecuencia, al día siguiente me hice acompañar solamente por Olenetiev y por el fusilero Martchenko, enviando a los otros soldados al pueblo de Tchernigovka, donde les dije que esperaran mi regreso. Con la ayuda del starosta [11]logramos muy pronto obtener una canoa de fondo plano y pasamos toda la jornada acondicionándola.
Dersu ajustó por sí mismo los remos, sirviéndose de pequeñas estacas para hacer de toletes; instaló unas banquetas y preparó las pértigas.
Yo admiraba su habilidad y su energía para el trabajo. Nunca se agitaba; cada uno de sus actos eran ponderados y sabía evitar toda demora. Se notaba que la escuela de la vida le había enseñado a no perder el tiempo inútilmente.
Por un feliz azar, encontramos en una isba galletas bien secas. Era exactamente lo que nos faltaba, puesto que disponíamos en cantidad suficiente de todas las vituallas necesarias, tales como té, azúcar, sal, harina de trigo y conservas.
Por consejo del gold,el conjunto de nuestras provisiones fue transportado la misma noche a bordo de la embarcación, que reposaba aún sobre el ribazo. Así es que pasamos la noche a orillas del río.
Fuimos favorecidos por una noche fría, acompañada de ráfagas. La falta de madera nos impidió encender una gran hoguera, y tiritábamos sin apenas poder dormir. Por mi parte, hiciera lo que hiciese para envolverme mejor en mi abrigo, el viento encontraba siempre una hendidura, y unas veces penetraba por los hombros y otras por el costado o por la espalda. La madera, bastante mala, crepitaba, proyectando chispas por todas partes. Yo escuchaba en mi sueño como maldecía los leños, llamándolos, a su manera: «gente sucia».
—Siempre se queman así; se diría que gritan —decía, como si se dirigiese a alguien e imitando con su voz el crepitar de la leña.
A continuación, escuché un chapoteo en el río y el silbido de un tizón que cae. El viejo debía haberlo arrojado al agua. Después, mal que bien, conseguí entrar en calor y me dormí.
Por la noche me desperté y percibí a Dersu sentado delante del fuego, acomodándolo. Por encima de mi capote se encontraba la manta del gold.Así, pues, gracias a él, había podido entrar en calor y dormir. Los cazadores también estaban abrigados en su tienda. Yo le ofrecí a Dersu acostarse en mi lugar, pero él rehusó.
—No, capitán —dijo—. Duerme; yo guardaré el fuego. ¡Ellos son tan malos! —agregó, señalando los leños.
Cuanto más observaba a este hombre, más me gustaba. Cada día descubría en él nuevas cualidades. Antes, yo había pensado siempre que el egoísmo es propio del hombre primitivo, y que los sentimientos de humanidad eran solamente inherentes a los hombres civilizados. ¿No estaría equivocado? Con estos pensamientos, me rindió el sueño hasta la mañana siguiente.
5
Nuestra navegación a lo largo del Lefu
Dersu nos despertó cuando se hizo de día. Hizo calentar el té y asar la carne. Después de la comida, lanzamos la embarcación al agua y comenzamos nuestro periplo.
Con la ayuda de las pértigas, la embarcación siguió fácilmente la corriente. Al cabo de cinco kilómetros, llegamos a un puente ferroviario donde nos detuvimos. Dersu nos contó que él había acompañado a su padre en esta región cuando era sólo un muchacho. Iban por allí a la caza del gamo. Pero el goldno había visto nunca un ferrocarril, aunque había oído hablar de él a los chinos.
Cerca del puente se elevaban los últimos contrafuertes de las montañas. Yo dejé la embarcación para subir a la altura más próxima y dominar por última vez todo el horizonte. Un hermoso panorama se desplegó ante mi vista. Detrás, hacia el este, se veía la masa de montañas; al sur, descendían las suaves pendientes, revestidas de bosques ralos y desprovistos de coníferas; al norte, se extendía a lo lejos un terreno bajo, infinito y cubierto de hierba. Por más que esforzaba la vista no alcanzaba a ver el límite, que iba a desaparecer más allá del horizonte. Cada vez que una ráfaga de viento barría esta llanura, la hierba se ondulaba y se agitaba como un oleaje. Se podía seguir con la vista el curso del río Lefu a una gran distancia, después de los bosquecillos de alisos y de sauces, que crecían en abundancia en las orillas.
Este descanso no fue largo; nos volvimos a poner en ruta e hicimos el gran alto bastante pronto. Todos estábamos hartos de estar sentados en el barco durante horas; queríamos salir para aflojar nuestros músculos entumecidos. Yo tenía ganas de explorar el campo. Olenetiev y Martchenko se pusieron a instalar el campamento, mientras que Dersu y yo íbamos a cazar.
Desde nuestra partida, estuvimos rodeados de grandes hierbas salvajes. Eran tan grandes y tan espesas que un hombre parecía desaparecer entre ellas. Tanto por debajo como por encima de nosotros, y por todos los costados a la vez, no hubo bien pronto más que hierba; solamente sobre nuestra cabeza se podía percibir el azul del cielo. Nos parecía que marchábamos por el fondo de un mar verde. Esta impresión se acentuaba más cuando yo trepaba sobre algún cerro, desde el cual se podía ver el remolino de la estepa. Con prudente aprensión, volví a hundirme en la hierba para continuar el camino. En esta región es tan fácil perderse como en un bosque. Más de una vez, nos equivocamos de dirección y debimos apresurarnos a reparar nuestro error. Tan pronto como encontraba un cerro, yo montaba arriba, tratando de ver lo que había por delante. Dersu cogía brazadas de hierbas salvajes para plegarlas por tierra y permitirme mirar delante de mí, pero yo veía siempre el mismo mar verde, infinito y ondulante.