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Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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—¿De dónde provienen? —pregunté a Panachev.

—De los chinos —me respondió.

—Entonces, ¿tenéis chinos hasta en vuestra taiga? —le preguntaron los cosacos.

—¿Dónde puede faltar un chino? —replicó el viejo creyente—. En la taiga pululan. Se los encuentra por todas partes.

Las muescas eran numerosas y se escalonaban en la dirección que nos convenía; se decidió seguirlas tanto tiempo como fuera posible. El error de Panachev era precisamente el haber hecho muescas demasiado dispersas, y haberse dejado así extraviar. Tampoco había previsto que en el transcurso del tiempo estas señales se harían confusas y poco visibles a cierta distancia.

Siguiendo las señales, encontramos pronto trampas para cibelinas. Unas eran viejas, pero las otras estaban tan nuevas que parecían recién instaladas. Como una de ellas nos obstruía la ruta, Kojevnikov levantó el madero para arrojarla al costado. Había algo debajo: eran los huesos de una cibelina.

Evidentemente, la bestia había sido enterrada bajo la nieve poco tiempo antes de su captura. Hecho curioso, ¿por qué el chino no había ido a ver sus trampas antes de abandonar la taiga? Quizás en el momento de dar la vuelta fuera sorprendido por una tormenta, que no le permitió seguir las señales hasta el final, o bien cayó enfermo y se encontró impedido para ocuparse de su caza... La cibelina había esperado largo tiempo a su amo; después, en la primavera, con la nieve fundida, vinieron los cuervos a despedazar a picotazos al pequeño y precioso carnívoro, del cual no quedaron más que mechones de pelo y huesecillos.

Yo me acordé de Dersu. Si él hubiera estado allí, habríamos sabido por qué la cibelina se había quedado en esa trampa. Además, él hubiera sabido sacarnos de nuestra difícil situación.

Hacia el mediodía, alcanzamos lo alto de una cima boscosa. Después de discutir la situación, resolvimos descender al valle y costear la corriente de agua. La vertiente este de la cresta, además de ser escarpada, estaba obstruida por árboles desgajados y desprendimientos. Hubo que descender en zigzag, lo que llevó algún tiempo. El arroyo que seguíamos se torció bien pronto hacia el mediodía; tuvimos forzosamente que abandonarlo y franquear todavía algunos contrafuertes. Panachev cumplió su deber en silencio; continuaba marchando a la cabeza y nosotros nos arrastrábamos a continuación. El error cometido era irreparable y no podíamos hacer más que una cosa: encontrar algún arroyo que pudiera conducirnos al río Ula-khé.

A la hora del gran alto, volví a examinar nuestras provisiones. Era evidente que sólo nos quedaban galletas para la comida de la noche; aconsejé, pues, reducir las raciones del día.

Antes de la noche aparecieron por primera vez los pequeños mosquitos que las gentes del país llaman gnouss.Estos insectos de la región ussuriana son un verdadero flagelo de la taiga. Después de su picadura se forma inmediatamente una llaga minúscula y sangrante. Eso causa un prurito violento y que aumenta más aún cuando se lo rasca. Si los insectos son numerosos, no se puede levantar un solo instante la redecilla que se lleva en el rostro. Los gnoussnos ciegan, se adhieren a los cabellos, a las orejas, penetran en las mangas y nos pican en el cuello de una manera insoportable. El rostro se hincha como después de una erisipela. Después la hinchazón disminuye, al cabo de unos tres días, y se llega a crear en el organismo la inmunidad.

Los hombres pudieron aún defenderse contra los gnousscon la ayuda de mosquiteros, pero la suerte de los caballos fue lamentable; sus belfos y sus párpados fueron devorados por los insectos. En vano las pobres bestias sacudieron sus cabezas; nada pudo preservarlas de los torturadores. El mejor medio de defensa contra los gnouss,es la paciencia; un hombre que está desprovista de ella, acaba por llorar combatiendo a los insectos. Bien provistos de esa arma, avanzamos hasta la puesta del sol. Panachev fue a continuación a reconocer los lugares y no volvió al campamento hasta que hubo oscuridad completa. Nos dijo que acababa de ver, desde lo alto de la colina, el valle del Ula-khé y que al día siguiente a mediodía saldríamos de la selva. Esta noticia nos reanimó a todos y los hombres comenzaron a bromear y a reír.

Nuestra cena fue escasa. Las migajas que restaron de nuestros bizcochos fueron distribuidas en partes iguales.

Al día siguiente, apenas acabábamos de abandonar el campamento, encontramos una especie de camino: era una senda de fieras que se dirigía vagamente hacia las alturas. Panachev nos condujo por allí, no sin inquietud por nuestra parte. Pero esta vez resultó ser el verdadero camino. Primero, llegamos a una fanzade tramperos. El bosque de distintas especies, dio lugar a bosques ralos donde no crecían más coníferas. Los caballos presintieron el fin del trayecto y aceleraron la marcha. Por fin, hubo un claro y alcanzamos la linde del bosque.

Llegados, después de algunos minutos de marcha, al borde del río, pudimos ver en la orilla opuesta el pueblo de Kocharovsk. Los habitantes nos trajeron barcas y transportaron nuestras sillas y nuestro equipaje. No fue necesario en absoluto estimular a los caballos; estos inteligentes animales comprendían perfectamente que una alimentación abundante les esperaba al otro lado. Ellos mismos entraron en la corriente y la atravesaron a nado.

Hombres y caballos estaban derrengados por esta etapa. Así que se decidió hacer un alto de tres días en Kocharovsk.


8




A través de la taiga


El 6 de junio nos marchamos de Kocharovsk. Después del reposo, nuestros caballos avanzaron mucho más rápidos. Pero nosotros fuimos perseguidos por un enjambre de zánganos y de gnouss.Fue la retaguardia la que sufrió más, pues los terribles insectos se apiñaron principalmente hacia la cola de una de sus columnas. Así que fue necesario reforzar por turno la distribución de nuestros caballos y de nuestros soldados.

A partir del pueblo, el camino se extiende a lo largo de la orilla derecha del Ula-khé. Una sola vez, en un lugar en donde este curso de agua baña el acantilado de la orilla, el camino se adentra en la montaña, pero alcanza de nuevo el valle una vez pasado este corto tramo.

Los rododendros estaban en plena floración, adornando y coloreando de un violeta púrpura los roqueros. El valle del Fudzin parece una pradera. Algunos viejos robles, tilos de ramaje abundante y sauces nudosos crecen aisladamente. Las colinas vecinas están cubiertas de bosques variados donde dominan no obstante los pinos y los abetos blancos.

La belleza un poco salvaje de este país se atenúa por la presencia de seres humanos. Semejantes a codornices escondiéndose delante de los cazadores, se veían aquí y allá, entre los árboles, pequeñas fanzasgrises habitadas por chinos. Alrededor de ellas se extendían campos de cereales y huertos. Había profusión de todo: trigo, maíz, alforfón, avena... adormideras de las que proporcionan narcóticos, habichuelas, tabaco y gran cantidad de otras plantas que yo no conocía. Más cerca de las fanzascrecían habas y patatas, y también rábanos, calabazas, coles, lechugas, nabos, pepinos y toda clase de cebollas y guisantes. En los campos, se veían por todas partes las siluetas azules de los chinos, que interrumpían su trabajo para seguirnos largamente con sus miradas. La aparición de un destacamento militar parecía turbarlos seriamente; la presencia de nuestros caballos de carga les indicaba que veníamos de lejos y estábamos todavía lejos de nuestra meta.

Me dirigí hacia una de las fanzas.Los perros, olfateando la proximidad de extranjeros, ladraron furiosamente y se arrojaron a nuestro encuentro. El patrón mismo, atraído por el ruido, salió de su casa y dijo en seguida a sus obreros que ayudaran a nuestros soldados a desensillar los caballos. La fanzachina es una construcción curiosa. Los muros de tierra arcillosa sostienen un techo a dos aguas construido con cañas. Las ventanas en forma de verja están recubiertas de papel pegado y ocupan casi toda la fachada principal; por el contrario, faltan en las fachadas posteriores y laterales, En el interior, a ambos lados de la puerta de entrada, hay estufas bajas, construidas en piedra, que contienen calderas de hierro sólidamente fijadas con cemento. Sus chimeneas se extienden horizontalmente por los muros, caldeando los kangspor debajo. Estas camas están hechas en piedra tallada y sirven para dormir. Su longitud corresponde a la talla humana y están recubiertas de esteras. Los chinos duermen desnudos, con la cabeza posada hacia el centro de la habitación y los pies extendidos hacia el muro.

En medio de la fanza,una vieja caldera, muy a menudo rajada, está colocada sobre un trípode. Llena de arena y de cenizas, sirve de brasero donde se colocan carbones ardientes, sacados de las estufas, cuando los alimentos están prestos y los kangssuficientemente calientes. Si hay que recalentar los alimentos, los chinos encienden fuego simplemente en este brasero. A causa de lo cual todo objeto que supera la talla de un hombre se encuentra ahumado y cubierto de una espesa capa de polvo.

Nos instalamos en fanza comosi estuviéramos en nuestra propia casa. Los chinos se esforzaban por adivinar todos nuestros deseos...

Después de comer, fui a ver las cuevas. La mitad de una de estas construcciones estaba destinada a destilar alcohol. La otra contenía un molino compuesto de dos muelas, de las cuales la inferior quedaba inmóvil. La fuerza motriz estaba a cargo de un caballo que giraba en redondo, con los ojos vendados, asegurando la rotación de la muela superior. La harina se separa del salvado con la ayuda de un tamiz, colocado en una moldura especial puesta en movimiento por los pies de un hombre. El mismo operario incitaba al caballo y vertía el grano sobre las muelas.

Cerca de este molino había un almacén donde se guardaba habitualmente el stock de granos y los géneros más diversos. Había un poco de todo: pieles de bestias, astas de ciervo, piel de oso, pieles de cibelinas y de ardillas, bujías y pergaminos, rollos de té, hachas de repuesto, útiles de carpintero y de hortelano, arcos para trampas, lanzas de cazador, fusiles a mecha, dispositivos para ajustarse las cargas sobre la espalda, vestimentas, vajilla sin utilizar, daba [12]china azul, tejidos de colores blanco y negro, mantas, suelas de zapatos nuevas, hierba seca para el calzado, cuerdas y, en fin, recipientes de anteca llamados tuluzas.Estos últimos son cestas de varillas trenzadas, revestidos de un material parecido al papel, pero impermeable hasta el punto de resistir incluso al alcohol, que recuerdan las botellas chatas con grandes golletes. Estos mismos recipientes, pero de dimensiones reducidas, sirven a los chinos cuando van de excursión para llevar aceite de haba. A manera de tapón, se pone habitualmente un tronco de maíz envuelto en un trapo. Estos objetos se fabrican a falta de vajilla de vidrio o de piedra.

Al lado de una fanzavecina, se estaba procediendo a templar los panty [13].

Fui allí para ver cómo se hacía. Aquello se efectuaba al aire libre. El fuego calentaba el agua contenida en una gran marmita colocada sobre tres piedras. El chino encargado de la tarea se aplicaba con cuidado a no dejar que el agua llegara al estado de ebullición. Tenía en la mano un pequeño tenedor de madera, en el cual estaban enganchados los pantys.Después de haber empapado ligeramente estos cuernos de ciervo en el agua, el chino los retiraba para enfriarlos un poco, soplando por encima; después los sumergía de nuevo y los refrescaba todavía con la ayuda de su aliento. Esta especie de cocción se repite todos los días, hasta que los pantysse hacen oscuros y duros. Preparados así, los cuernos pueden conservarse durante años. Pero si se supera la duración de esas inmersiones consecutivas en agua caliente, aunque sea por dos o tres segundos cada vez, los cuernos se rajan y pierden su valor. Cuando regresé, la jornada había terminado. En el momento en que el sol tocó el horizonte, los chinos cesaron sus trabajos, como si obedeciesen a una orden, y volvieron a sus casas, sin manifestar, por otra parte, la menor prisa. Los campos quedaron desiertos.

De regreso en la fanza,me puse a escribir mi diario como de costumbre. Dos chinos se sentaron a continuación a mi lado para observar mi mano, y se asombraron de la rapidez de mi escritura. Como ocurrió que tracé maquinalmente algunas palabras sin mirar el papel, dieron un grito de admiración. Al instante muchos otros chinos saltaron de sus camas y, al cabo de algunos minutos, estaba rodeado de casi todos los habitantes de la fanza,pidiéndome todos sin cesar que repitiera mi hazaña.

Una escasa ración de maíz mondado, algunas legumbres saladas y dos panecillos de trigo, componen el menú completo de estos obreros. Agachados delante de una mesa exigua, comieron en silencio. Después de la comida, los chinos se desnudaron para ir a acostarse en sus kangs.

Después de pagar al patrón, remontamos el río Fudzin, que forma cerca de allá una curva en forma de pi griega. Al llegar, seguimos el sendero que va a la derecha hacia la montaña y representa un atajo considerable. Este camino nos obligó a atravesar crestas y también una fuente de aguas abundantes.

A mediodía, ordené un alto cerca de un arroyo. Después del té, sin esperar siquiera a que se hubiera cargado a los animales, di las órdenes necesarias y proseguí solo el sendero. Tras haber franqueado un nuevo paso llegué todavía a un segundo, donde el sendero se dividió en dos; uno siguiendo a la izquierda y el otro todo derecho hacia el bosque. Escogí este último.

El bosque se hacía cada vez más alto y espeso. Bien pronto aparecieron las cimas redondeadas de los cedros y los conos puntiagudos de los abetos, que dan siempre a la vegetación un aspecto un poco triste. Sin prestar demasiada atención, franqueé todavía una pequeña cresta y descendí al valle vecino, alegrado por un ruidoso arroyo.

Fatigado, me senté bajo un viejo cedro. De lejos, me llegaban sonidos monótonos y tristes. Se acercaban poco a poco y escuché, por fin, justo por encima de mí, el ruido de un vuelo acompañado de un arrullo difuso. Elevé muy lentamente la cabeza y descubrí una tórtola salvaje de la especie que habita los bosques de la Siberia Oriental. Por descuido, dejé caer una cosa; el pájaro, espantado, se adentró precipitadamente en la espesura. Otro grito estridente me hizo reconocer a un cascanueces siberiano y muy pronto pude verlo, pesado, con la gruesa cabeza y el plumaje abigarrado. Trepando ágilmente a lo largo de los árboles, descascarillaba piñas de abeto y lanzaba gritos tan penetrantes que se hubiera dicho que quería anunciar mi presencia al bosque entero.

Cansado de quedarme en el mismo sitio, decidí volver sobre mis pasos para reunirme con mi tropa. En aquel momento, percibí un ligero ruido. Se escuchaba a alguien avanzar con precaución entre el barullo. «Sin duda, una fiera», pensé al instante, preparando mi fusil. El ruido se acercó. Con la respiración cortada me esforcé en percibir, a través de la espesura, al animal que iba a aparecer. Pero sentí un escalofrío cuando vi a uno de esos hombres a los que se llama «los buscadores». Y es que yo conocía por antiguas experiencias el peligro de un encuentro con este género de individuos.

En la taiga ussuriana, hay que prever siempre la posibilidad de encontrarse frente a frente con una fiera. Pero nada es tan desagradable como tropezarse con un ser humano. La bestia, por lo general, huye a la vista de un hombre y no lo ataca más que si es perseguida. En ese caso, cazador y animal saben lo que tienen que hacer. Un ser humano es completamente distinto. En la taiga no hay testigos oculares; además, la costumbre ha creado esta táctica singular: el hombre que percibe a otro, debe primero esconderse y tener su carabina dispuesta. En los bosques de esta región, todos se pasean armados: los indígenas chinos, coreanos y otros, y también los tramperos venidos de otra parte. El verdadero cazador-trampero es aquel que vive casi exclusivamente de su oficio. Por lo general, forma pareja con su padre, o algún pariente próximo. Se tiene a menudo interés de ir a cazar con un hombre de esta clase, pues disponen de muchos procedimientos curiosos adquiridos por una experiencia de largos años. Saben los lugares donde se acantona tal fiera, el medio de cercarla, tienen la capacidad de orientarse y de instalarse por la noche por el tiempo que sea, el talento de perseguir silenciosamente la caza y de imitar los gritos de los animales: tales son las características de estos profesionales. Pero hay que distinguir al «cazador-trampero» de lo que se llama un «buscador».

Éste es el que va a la taiga no para cazar, sino para ejercer una «industria» cualquiera. Además de su fusil, lleva una pala de zapador y una bolsa de cuero llena de ácidos. Aunque va sobre todo a la búsqueda de oro, no desdeña, ocasionalmente, perseguir al «bizco» (el chino) y al «cisne» (el coreano), hurtar una cama a su prójimo o matar una vaca de otro para vender su carne haciéndola pasar por la de una corza. Encontrarse a uno de estos buscadores es mucho más peligroso que encontrar una fiera.

Ahora bien, yo me encontraba en presencia de un individuo que pertenecía precisamente a esa especie. Vestido con un traje extraño, medio ruso y medio chino, encorvado, echando sin cesar miradas a todos lados, venía a cortarme el camino oblicuamente. De repente se detuvo, levantó prestamente la carabina de su espalda y se escondió detrás de un árbol. Comprendí que había detectado mi presencia. Pasamos algunos minutos inmóviles. Por fin, decidí tomar la iniciativa. Prudentemente, me deslicé a través de la maleza y llegué, un minuto después, a otro gran árbol. El «buscador» retrocedía igualmente, escondiéndose entre los zarzales. Esto me hizo comprender que me temía; no podía evidentemente admitir que yo estuviera solo y sospechaba, por el contrario, la proximidad de muchos otros representantes del género humano. Yo me retiré todavía un poco y miré hacia atrás. Su vestimenta azul era entonces apenas visible en la espesura. Suspiré con alivio y me alejé con precaución de aquella zona peligrosa, deslizándome con maña entre árbol y árbol y entre roca y roca. Cuando me sentí fuera del alcance de su fusil, volví a tomar el sendero y marché con paso ligero a reunirme con mi destacamento.

Al cabo de una media hora volví al cruce de caminos. Acordándome de las enseñanzas de Dersu, estudié las huellas dejadas sobre los dos senderos. Como las más frescas, procedentes de los caballos, iban hacia la izquierda, seguí esta dirección a paso acelerado y alcancé, después de marchar una media hora, el curso del Fudzin. Sobre la orilla opuesta vi una fanzachina, rodeada de una empalizada, y a nuestro destacamento, que acababa de detenerse.

Esta región se llama Iolayza. La fanzachina elegida para la instalación del campo, representaba la última fanzaagrícola situada sobre nuestro camino. Más allá, se extendía la taiga salvaje y desierta, que no ganaba una cierta animación hasta el invierno, en la época de la caza de la cibelina.

La tropa esperaba mi retorno. Ordené en seguida desensillar los caballos y levantar las tiendas. En aquel lugar debíamos aprovisionarnos por última vez. Después de un corto reposo, fui a ver otras fanzasque se encontraban cerca de las que habitaban los chinos. Los autóctonos del país ussuriano se llaman udehés,los que poblaban desde hacía tiempo la parte meridional de esta región, se asimilaron poco a poco a los chinos, hasta el punto de que no se podían ya distinguir en absoluto de sus vecinos. Sin embargo, lo que caracteriza a los udehéses su extrema pobreza.

Cuando me acerqué a una de sus habitaciones, uno de estos indígenas vino a mi encuentro. Vestido de harapos, los ojos enfermos, la cabeza roñosa, me saludó con una voz que denotaba una medrosa timidez. Unos niños desnudos jugaban con perros cerca de la fanza.Esta era vieja y estaba un poco ladeada; su revestimiento de arcilla, descascarillado en algunas partes; el viejo papel que recubría las ventanas, apedazado, amarillento por el tiempo y en parte destrozado; jirones de esteras se arrastraban sobre los kangspolvorientos; paños toscos, deslucidos y ahumados, se veían suspendidos de las paredes. No había más que abandono, suciedad y miseria.

Yo pensaba al principio que todo esto era resultado de la pereza de los habitantes, pero más tarde me persuadí de que este empobrecimiento tenía otras causas y provenía esencialmente de la situación creada a los udehésen medio de la población china. Las preguntas que yo hacía me permitieron establecer que el chino al que pertenecía nuestra fanzade Iolayza era una personalidad muy conocida en la región entera. Todos los autóctonos del valle del Fudzin recibían de este hombre crédito en provisiones, tales como opio, alcohol, víveres y el material necesario para la vestimenta. En compensación, ellos estaban obligados a remitirle todos los productos de sus cazas: cibelinas, cuernos de ciervos, gin-seng,etc. Los udehéshan caído así en el estado de deudores insolventes. Más de una vez ha sucedido que raptasen a sus mujeres e hijas —como rehenes para asegurar sus deudas– y que ellos mismos hayan sido entregados, en carácter de mercancía, a un nuevo propietario, después a un tercero y así sin fin. Estos desgraciados, que habían tomado prestada su cultura a los chinos, fueron sin embargo incapaces de apropiársela, al no saber proseguir una existencia de agricultores y, por otra parte, haber perdido el hábito de sus antiguas profesiones de cazadores y tramperos. Los chinos afortunados aprovecharon esta situación de inferioridad cultural e hicieron de ellos sus esclavos.

Cuando abandoné a estas gentes, extravié mi camino y me encontré en otro lugar de la orilla del Fudzin. Encontré a dos chinos ocupados en pescar perlas al borde del agua. Uno se mantenía sobre la orilla y apretaba con todas sus fuerzas una gran pértiga contra el fondo del río, mientras que el otro se deslizaba a lo largo de esa pértiga hasta el agua, de donde sacaba conchas con la mano derecha, sin soltar de su mano izquierda la pértiga. La rapidez del torrente es la que dicta este método de trabajo. El que se zambulle no queda más de treinta segundos bajo el agua. Reteniendo sabiamente la respiración, podría muy bien demorar más, pero la temperatura del agua lo fuerza a subir pronto a la superficie. La misma razón obliga a los chinos a zambullirse completamente vestidos.

Yo me senté a la orilla para observar su trabajo. Después de cada zambullida, el pescador se calentaba al sol alrededor de cinco minutos.

Como por otra parte los dos hombres se relevaban, cada uno de ellos no ejecutaba más de diez zambullidas por hora. Durante este tiempo, no recogieron en total más que ocho conchas, de las cuales, por añadidura, ninguna contenía una perla.

Los chinos me dijeron que se encontraba por término medio una perla cada cincuenta conchas. Así que ellos obtienen, en el transcurso del verano, alrededor de doscientas perlas, de un valor de quinientos a seiscientos rublos. Estos pescadores baten toda la región y escogen de preferencia corrientes de agua abandonadas y fangosas.

Bien pronto los dos hombres interrumpieron su tarea para ponerse vestimentas secas y beber un poco de vodka caliente. Se sentaron a continuación sobre la orilla y se pusieron a cascar su botín con martillos, buscando perlas. Me acordé de haber entrevisto previamente, en los bordes de los ríos, montones de esas conchas rotas, sin saber la explicación. En aquel momento la tenía. Es evidente que esta pesca de perlas reviste un carácter de pillaje. Las conchas se rompen y se arrojan en el acto. Sobre un total de ochenta piezas que tenían entre manos, los chinos pusieron de lado dos, preciosas. En vano las examiné; no pude ver las perlas hasta que me las mostraron. Eran pequeñas excrecencias brillantes, de un gris sucio. La capa de nácar era mucho más resplandeciente y más bella que la perla misma. Cuando estas dos conchas estuvieron secas, los chinos tomaron dos cuchillos para desprender cuidadosamente cada una de las perlas de su valva y las pusieron en pequeños sacos de cuero.

Al día siguiente, abandonamos Iolayza muy temprano. Una senda muy pequeña nos indicó la dirección a seguir, pero ella empeoró a medida que nosotros nos alejábamos de la fanza.

Cada vez que se entra en una selva que se extiende centenares de kilómetros, se experimenta un sentimiento que se parece al miedo. Una selva virgen que alcanza estas proporciones representa algo así como un elemento cósmico. A medida que nos adentramos, la selva está más obstruida por árboles desgajados. En la montaña, la capa del suelo propicia a la vegetación es insignificante; a causa de ello las raíces de los árboles no se hunden profundamente en la tierra, sino que se extienden a lo largo de la superficie. Los troncos, poco sólidos, son fácilmente derribados por el viento. Esto explica la cantidad de árboles desgajados que se ven en la taiga ussuriana. Los árboles derribados enderezan sus raíces con la tierra y las piedras que se adhieren, formando barricadas que alcanzan a menudo una altura de cuatro a seis metros. Esto hace los senderos forestales muy sinuosos, ya que siempre hay que ir sorteando árboles derribados. Hay que tenerlo bien en cuenta y prever que toda distancia sobrepasa prácticamente en un cincuenta por ciento a la que está indicada en los mapas.

Por el contrario, los árboles que crecen en los valles se arraigan mucho más sólidamente en la capa profunda de las tierras aluviales. Se pueden observar gigantes de la selva que alcanzan treinta o cuarenta metros de altura y dos metros de circunferencia. Viejos álamos sirven a menudo de resguardo a los osos. Sucede a veces que dos o tres de estos animales se ubican en un solo hueco. La vegetación de los valles es a veces tan espesa que no se llega a ver el cielo a través de las ramas. En la espesura del bosque reinan siempre la penumbra, la frescura y la humedad. Las horas del alba y del crepúsculo son diferentes en la selva y en los espacios descubiertos. Por otra parte basta que una nubecilla tape el sol para oscurecer en seguida el bosque y volver el tiempo completamente gris. En un día límpido, en cambio, los troncos de los árboles iluminados por el sol, el follaje de un verde luminoso, las coníferas brillantes... las flores, musgos y líquenes multicolores, componen un decorado único. Lo que es lamentable es que todos los beneficios del buen tiempo se encuentren emponzoñados por estos insectos atroces que se llaman gnouss.Es difícil dar una idea de las torturas que el hombre soporta en la taiga durante el verano. No se las puede describir; hay que haberlas experimentado.

Marchamos alrededor de tres horas sin parar, hasta que escuchamos un ruido de agua. El sol era ardiente. Los caballos avanzaban resoplando, con la cabeza baja. El aire era tan caliente que incluso la sombra de los grandes cedros no proporcionaba frescura. No se escuchaban ni bestias salvajes ni pájaros; sólo los insectos revoloteaban por el aire, manifestando una actividad creciente, a medida que el sol iba calentando más.

Yo había pensado hacer un largo alto, pero los caballos rehusaban la comida, prefiriendo dejarse lamer por el humo de nuestro fuego. En esas condiciones, la marcha es mejor que el reposo y ordené pronto volver a ensillar para partir sin dilación.

Más tarde, instalamos un campamento regular cerca de una fanzade tramperos adonde nos condujo el sendero. Estaba vacía. Como el crepúsculo no había llegado todavía, partí con mi carabina para explorar un poco los alrededores. A un kilómetro aproximadamente del campamento, me senté sobre un tocón para escuchar los ruidos de la selva. Dedicado por entero a la contemplación de la naturaleza, olvidado de mi aislamiento y de mi alejamiento del campamento, escuché súbitamente, viniendo de muy cerca, un ruido que me pareció muy fuerte en medio de aquella calma profunda. Pensé en la proximidad de algún gran animal y me preparé a la defensa. Pero era solamente un tejón, que avanzaba dando saltitos y se paraba a veces para buscar alguna cosa en la hierba. Pasó tan cerca de mí que habría podido tocarlo con el cañón de mi arma. El animal fue a abrevar en el arroyo y continuó su camino. La selva volvió a la calma.

Pero he aquí que de repente resonó detrás de mí un grito agudo, penetrante y corto, parecido a un fuerte tijeretazo. Me volví y percibí un burunduk,la ardilla siberiana estriada. Multicolor, alerta y graciosa, corría hábilmente por el ramaje caído, trepaba a los árboles y descendía para esconderse de nuevo en la hierba. Su piel presenta varios matices de amarillo y tiene cinco rayas negras que se extienden a lo largo del lomo y los flancos.

Noté que esta ardilla volvía a menudo al mismo sitio y volvía a partir cada vez con una pequeña carga. Cuando se iba, sus carrillos acusaban siempre una hinchazón sensible, pero se encontraban otra vez hundidos en el momento de volver a la superficie. Me interesé en este juego y me aproximé para observarla. Sobre el ramaje caído estaban dispuestos pequeños champiñones secos, raíces y piñas de cedro. Como en el bosque no había todavía ni champiñones, ni piñas de cedro, era evidente que la ardilla los había sacado de su madriguera. Pero, ¿por qué motivo? Recordé entonces haber oído decir a Dersu que la ardilla acumula provisiones abundantes, a veces para un período de dos años. Para evitar su deterioro, las saca de vez en cuando a secar sobre el ramaje seco, listas para llevarlas por la noche a su madriguera.

Tras haberme detenido un poco en este lugar, avancé de nuevo. Viendo por todas partes árboles desgajados y revueltos recientemente, reconocí la obra de un oso, ya que es ésa su ocupación favorita. Él vagabundea por la taiga, divirtiéndose en levantar los troncos abatidos para buscar alguna cosa debajo. Los chinos aseguran en broma que el oso hace secar las ramas derribadas por el viento, exponiendo sus diferentes superficies al sol.

En mi camino de regreso, pasé sin pensarlo demasiado por los mismos lugares. Volví a ver el cedro inmenso que me había servido de abrigo, volví a atravesar el arroyo marchando sobre el mismo árbol derribado, caminé por el borde de un barranco pedregoso y llegué finalmente al lugar donde la ardilla había secado sus provisiones. En lugar de su madriguera, no quedaba más que un agujero profundo; las piñas y los champiñones estaban desparramados, mientras que en el suelo, francamente removido, se notaban las huellas de un oso. La escena se me representó muy clara: «el señor Oso» acababa de saquear la madriguera de la ardilla y de comer sus provisiones, y quizá también a su propietaria.


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