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Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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Después de una nueva y corta espera, volvimos a entrar en la fanzapara tomar el té y acostarnos. Pero nuestro sueño no fue muy profundo, ya que el chino no cesó de gritar y de hacer alboroto con su cubeta de cobre.

Despertado a las nueve de la mañana, me informé de la composición de nuestro cuadro de caza y supe por Dersu que estaba compuesto de cinco jabalíes. Pero, los sobrevivientes habían vuelto todavía al campo después de nuestra partida para devastar todos los restos del maíz, por lo cual el chino estaba muy apenado. Nosotros no nos llevamos más que una sola de nuestras presas, dejando allí el resto. Los indígenas nos afirmaron que en otro tiempo había muchos menos jabalíes en esos parajes. Los animales se habían multiplicado en el curso de los diez últimos años, y habrían inundado la taiga entera si no estuvieran los tigres para matarlos.

Nos despedimos de nuestro huésped y continuamos el camino. Hacia el mediodía, como siempre, Dersu y yo fuimos solos por delante. Sobre la orilla opuesta al curso de agua, el sendero comenzó a subir una pendiente. En el momento de un pequeño alto, hecho a mitad de la cuesta, reajusté mi calzado y Dersu iba a encender su pipa, cuando detuvo bruscamente su ademán y arrojó una mirada atenta al bosque. Un minuto después, dijo con una franca risotada:

—¡Ah, el astuto! ¡Se hace escuchar bien!

—¿A quién te refieres? —pregunté al gold.

Sin decir palabra, señaló con la mano la espesura. Miré del lado indicado, pero no distinguí nada. Dersu me dijo que observara los árboles y no el suelo. Noté entonces que uno de los árboles estaba sacudido por un estremecimiento repentino y que aquello se repetía varias veces. Nos incorporamos en seguida, y, avanzando muy lentamente, tuvimos bien pronto la explicación: un oso de pecho blanco, sentado en lo alto de un árbol, se deleitaba con bellotas. Los osos de esta especie son más pequeños que sus compañeros pardos. Instalan sus guaridas en los huecos de los viejos álamos. Este animal comienza muy pronto su sueño invernal. Con sus dientes, abre por encima de los árboles huecos una pequeña abertura, que vienen más tarde a rodear témpanos de escarcha y que les sirve de ventilador. Por este dato los cazadores llegan a detectar la presencia de la fiera en un hueco.

Nos aproximamos al oso a una centena de pasos y pudimos así observarlo. «El patizambo» estaba encaramado en lo alto de la encina donde había dispuesto una especie de depósito. Pero quedaban todavía muchas bellotas prendidas a las ramas, que el animal no podía alcanzar. Así que el oso se aplicaba a sacudir fuertemente el árbol, mientras examinaba el suelo. Su cálculo parecía fundado, ya que las bellotas estaban bastante maduras para poder soltarse con una sacudida. Bien pronto «el compadre Martín» descendió de la encina para recogerlas por tierra.

—¿Qué especie de hombre eres? —le gritó Dersu.

El animal se volvió rápido, enderezó las orejas y aspiró profundamente el aire. Como no nos movíamos, él se calmó y estuvo presto a reanudar su comida. Pero el gold,en este momento, silbó. El oso se enderezó de cuerpo entero y se escondió detrás del árbol, donde se puso a mirar de reojo los alrededores. En este momento el viento nos sopló de espaldas. El animal lanzó en seguida un gruñido y se fue al galope, con las orejas erguidas. Los cosacos se nos reunieron bien pronto con los caballos.

Por la noche, después de cenar, estábamos todos charlando alrededor del fuego. De repente, un ser gris blancuzco vino a rozarnos con su vuelo lento y silencioso. Los soldados creyeron que era un gran oso, mientras que yo lo tomé por un grueso murciélago. El extraño animal reapareció pronto. Sin batir las alas, seguía una línea casi horizontal, desviándose ligeramente hacia la tierra. Posándose sobre un álamo, trepó a lo largo del árbol. El color de esta bestezuela era tan parecido a la corteza, que hubiera sido absolutamente imposible percibirlo si hubiera estado inmóvil. Después de haber escalado seis metros, el animal se detuvo y pareció petrificarse. Yo tomé mi fusil de caza para enviarle plomo, pero Dersu me lo impidió. Cortó rápidamente algunas ramas pequeñas, las ató en una gavilla espesa a la punta de un bastón y se aproximó al árbol, levantando este dispositivo luego de encenderlo en la hoguera. Cegado por el fuego, el animal se quedó en su sitio. Cuando la escoba estuvo a la altura de la bestezuela, Dersu la empujó contra el árbol y dijo a un cosaco que sostuviese el bastón. El mismo trepó al álamo, se sentó sobre la rama más próxima y se apoderó de la víctima, sirviéndose de la escoba como de una fregona. La bestezuela se zarandeó chillando. Era un roedor perteneciente a la especie de las ardillas llamadas «volantes», que poseen en el flanco, entre las patas delanteras y las traseras, una membrana cutánea que les permite volar de árbol en árbol. Todo el cuerpo de esta «ardilla volante» está cubierto de pelos suaves y lisos, de color gris claro, con una raya a lo largo de la cola. Este animal se encuentra en toda la región ussuriana y habita las selvas de especies mezcladas, prefiriendo siempre el abedul y el álamo. Los soldados rodearon en seguida al roedor volante y lo observaron con curiosidad. Lo que tiene de más original es su cabeza, con grandes bigotes y enormes ojos negros, adaptados para absorber un máximo de rayos de luz durante la noche. Cuando todo el mundo hubo examinado a placer el animalito, Dersu lo levantó por encima de su cabeza, pronunció en alta voz algunas palabras incomprensibles y le devolvió la libertad. El bicho voló casi a ras del suelo y desapareció en la oscuridad. Pregunté al goldpor qué lo había dejado irse.

—No es ni un pájaro ni un ratón —respondió Dersu—; no hay que matarlo.

Discutimos mucho tiempo sobre este tema y me habló también de otros animales. Cuando le pregunté cuál era, a su juicio, la bestia más nociva, Dersu reflexionó un poco y me dijo:

—Es el topo.

Interrogado sobre los motivos de este desprecio especial, el goldme respondió:

—¡A fe mía! Nadie quiere dispararle ni tampoco comérselo.

Con este juicio, me hacía comprender que el topo no servía para nada.


15




Bramidos de ciervos


En la taiga, el fin de agosto y el comienzo de septiembre representan el período más interesante de todo el año. Es entonces cuando los ciervos se ponen a bramar y cuando se entablan entre los machos esas luchas en las que se decide la posesión de las hembras. A fin de atraer a un ciervo hay que proveerse de un pequeño cuerno que se fabrica uno mismo con corteza de abedul. Basta con arrancar al árbol una larga banda de unos diez centímetros de ancho y enrollarla en espiral, para obtener así un cuerno que alcanza casi medio metro. El sonido se produce por aspiración del aire. Nada es más fácil que abatir un ciervo mientras brama. Cegados por la pasión y embaucados por los sonidos del cuerno, los machos no se imaginan el peligro y se acercan al cazador casi a quemarropa.

Provistos de estos cuernos, Dersu y yo trocamos el campamento por la selva y franqueamos juntos cerca de un kilómetro antes de separarnos. Yo elegí un lugar un poco despejado y me senté, como de costumbre, sobre un tocón, esperando la presa. A medida que la luz desaparecía, la selva se hacía cada vez más silenciosa. De repente, en la dirección sur, escuché el bramido de un ciervo. Su grito de llamada se esparció por toda la selva y provocó en seguida una respuesta. Ésta resonó próxima a mí; debía provenir de un viejo macho. Empezando por notas bajas, el ciervo hizo resonar una serie de modulaciones que iban hacia un registro elevado para terminar por una octava vibrante. Le respondí a mi vez, sirviéndome para este fin de mi cuerno. No pasó más de un minuto antes de que escuchase un crujido de ramas; percibí, a continuación, al esbelto ciervo. Avanzaba con una actitud segura y graciosa, sacudiendo la cabeza y cuidando mucho sus cuernos, que por momentos llegaban a chocar con las ramas de los árboles. Me quedé callado. El ciervo se detuvo, echó la cabeza hacia atrás y resopló en el aire, tratando de adivinar con la ayuda del olfato el lugar en que se encontraba su adversario. Durante algunos minutos admiré al bello animal, sin tener la menor intención de matarlo. Pero el ciervo estaba muy excitado, presintiendo la presencia de un enemigo. Se sirvió de sus cuernos para remover el suelo y a continuación, con la cabeza levantada, dio un potente bramido que le hizo exhalar un ligero vapor. Antes que hubiera resonado un eco, una respuesta llegó de la orilla opuesta. El ciervo se estremeció e hizo escuchar una especie de gemido que se transformó bien pronto en un bramido corto y furioso.

Escuché de repente a mi izquierda un ligero ruido. Miré de ese lado y percibí una cierva. Cuando me volví, los dos machos habían ya entablado la lucha. Se coceaban con rabia uno al otro. Escuché los choques de sus cuernos y los soplidos profundos, cortados por quejidos. Las patas de atrás bien extendidas, los animales habían retraído las de delante sobre el vientre. En un momento dado, sus cuernos se entrelazaron a tal punto, que los combatientes no pudieron por mucho tiempo desasirse uno del otro. Pero uno alcanzó a romper, con una fuerte, sacudida de su cabeza, la extremidad de la cornamenta de su adversario, lo que fue el único medio de desprenderse.

Este combate duró unos diez minutos. Al fin, era evidente que uno de los dos ciervos debía ceder. El más débil respiraba penosamente y abandonó paso a paso. Notando esta retirada, su adversario redobló el furor. Las bestias desaparecieron pronto de mi vista y el ruido de su lucha fue disminuyendo gradualmente. Estaba claro que el más fuerte perseguía a su enemigo. La cierva los seguía a cierta distancia.

Un tiro lejano que estalló en la selva me hizo comprender que Dersu estaba manos a la obra. Hay que reconocer que los machos combatían por todas partes y producían un verdadero estrépito en la selva entera.

La noche caía rápidamente. Los últimos fulgores del sol luchaban aún en el cielo con la oscuridad, que llegaba rápidamente por el este.

Una media hora después, regresé al campamento. Dersu estaba ya instalado cerca del fuego, limpiando su arma. Hubiera podido muy bien abatir algunos ciervos, pero se había contentado con una ortega [23].

Nos quedamos todos alrededor del fuego, escuchando los bramidos, que nos impidieron dormir aquella noche. Por mi parte, cuando comencé a dormitar, los bramidos de los ciervos me despertaron de nuevo. Los cosacos permanecían junto al fuego y no dejaban de blasfemar. Las chispas se elevaban en el cielo como fuegos de artificio, girando algún tiempo hasta extinguirse en la noche.

El alba llegó por fin y los bramidos se apaciguaron poco a poco. No quedaron más que ciervos aislados que no llegaban a calmarse. Erraban sobre las laderas sombreadas de la montaña dando bramidos pero nadie les respondía ya. Después de la salida del sol, la taiga volvió a quedar silenciosa.

Aquel día, los ciervos más impetuosos se pusieron a bramar cuando había aún bastante claridad; sus bramidos resonaron primero en las alturas y se repitieron bien pronto en los valles. Resolví volver otra vez a la taiga e invité a Dersu a acompañarme. Habiendo atravesado el río, nos alejamos alrededor de un kilómetro y medio del campamento, para detenernos a escuchar cerca de un arroyo apacible. Al hacerse más espesa la oscuridad, los animales dieron gritos más fuertes y bien pronto la selva resonó con ellos. Tratamos sin éxito de acercarnos a los ciervos. Pudimos atisbarlos bien raras veces, y de una manera insuficiente; tan pronto se notaba una cabeza guarnecida de sus cuernos como no aparecía más que la parte trasera y las patas. Una sola vez alcanzamos a ver un hermoso macho, ya flanqueado por tres ciervas. Como los animales avanzaban sin prisa, seguimos su pista. Pero, sin el gold,hubiera yo perdido pronto de vista esta tropa. El ciervo marchaba siempre a la cabeza y respondía a cada desafío que se le lanzaba, sintiéndose superior a sus rivales.

De repente, el goldse detuvo para escuchar algo, dio media vuelta y se quedó como helado. Por mi parte, en ese momento escuché el bramido de un viejo macho, pero pude notar que las notas de su voz alternaban en una serie poco parecida a la de los bramidos ordinarios.

—¡Caramba! ¿Conoces tú esa especie de hombre? —me preguntó Dersu en voz baja.

Respondí que en mi opinión se trataba de un ciervo, pero al parecer muy viejo.

—Es Amba—cuchicheó el gold—. Es muy astuto y es así como engaña al ciervo. Este no sabe distinguir quién es el hombre que lo llama. Ambava a atrapar bien pronto a una cierva.

Como para confirmar sus palabras, el ciervo respondió con una voz sonora a la pérfida llamada del tigre. El felino respondió de nuevo sin dilación, imitando hábilmente al rumiante, pero dejando escapar, hacia el final, una especie de corto maullido. El tigre se aproximaba e iba a pasar probablemente cerca de nosotros. Dersu pareció agitado y mi corazón batió más fuerte. A pesar mío, sentí que el miedo me invadía a mi vez. Pero de repente, Dersu se puso a dar un grito prolongado:

—¡Ah-ta-ta, ta-ta-ta...!

A continuación, disparó al aire, saltó hacia un abedul y arrancó un poco de corteza para encenderla en seguida. La madera seca se prendió con una llama viva que hizo aparecer los alrededores más negros todavía.

Asustado por el tiro de fusil, los ciervos se arrojaron de lado y reinó un silencio completo. El goldtomó un bastón y ató el haz de corteza inflamada. Al cabo de un minuto, deshicimos el camino al resplandor de esta antorcha improvisada. Después de atravesar el pequeño río, ganamos la senda que nos llevó al campamento.

Uno de nuestros soldados acababa de encontrar en la vecindad los esqueletos de dos ciervos con los cuernos entrelazados. Seguí la dirección que me indicaba y encontré, en efecto, después de una corta marcha, estos restos curiosos esparcidos por el suelo. Se podía notar que pájaros y fieras se habían dedicado a limpiar los cadáveres. Eran las cabezas de los ciervos o más bien los cráneos los que ofrecían más interés. En el curso de la batalla, los dos combatientes habían cruzado tan bien las armas, que no pudieron separarse más y perecieron de hambre. Nuestros soldados trataron de desunir estos dos pares de cuernos, poniéndose tres de cada lado. Pero fue en vano. Se puede imaginar el encarnizamiento de la lucha. Un choque particularmente violento había sin duda hecho ceder los cuernos, proporcionando así a los animales la ocasión de este supremo abrazo. Si bien nuestros caballos estaban ya sobrecargados, decidí llevarme este raro hallazgo hasta el primer albergue para depositarlo en casa de los chinos.

Por la noche, después de la cena, se habló de caza. A decir verdad, fue Dersu quien habló, mientras nosotros le escuchábamos. La vida de este hombre estaba llena de aventuras de lo más interesantes. Nos contó que, diez años atrás, cazaba el ciervo, justo en el momento más propicio para recoger los pantyde jóvenes machos. Aquello sucedía en las fuentes mismas de uno de los afluentes del Daubi-khé. Las aguas alpinas habían cavado barrancos profundos y largos en las laderas boscosas. Dersu disponía de su carabina, de un cuchillo de caza y seis cartuchos. Cerca de su campo, levantó un pequeño ciervo pero sólo lo hirió levemente. El animal cayó, pero se enderezó pronto sobre sus patas y huyó hacia el bosque. El goldlo alcanzó y le envió otras cuatro balas, ninguna de las cuales fue mortal. El ciervo huyó de nuevo y Dersu tiró su sexto y último cartucho. A continuación, la bestia acosada se escondió en el fondo de un barranco que estaba comunicado con otra garganta. El ciervo se encontraba justamente en el lugar donde las cavidades venían a reunirse. El animal herido estaba en el agua, no dejando aparecer más que una parte de sus espaldillas, su cuello y su cabeza, que reposaban sobre piedras. Enderezaba a veces la cabeza y parecía próximo a expirar. Dersu se sentó sobre una piedra y comenzó a fumar, esperando la muerte del ciervo. Pero tuvo tiempo de consumir dos pipas antes de sorprender el último estertor de su presa. Se aproximó a continuación al animal para cortarle la cabeza adornada con sus hermosos cuernos. El sitio era poco cómodo: un aliso macizo que crecía justo al borde del agua. A pesar de todos sus esfuerzos, Dersu no podía colocarse de otra manera que arrodillándose del lado derecho, apoyando el pie izquierdo contra una piedra del arroyo. Carabina en bandolera, se puso a desollar su pieza. Pero apenas había hecho dos incisiones, escuchó detrás de él, a pesar del ruido del agua, un estremecimiento súbito. Al instante, antes que tuviera el tiempo de volverse, vio a su lado un tigre. Queriendo posar una de sus patas sobre una piedra, el felino acababa de hacer un falso movimiento sumergiéndola en el agua. El goldsabía que el menor gesto de su parte lo llevaría a la muerte. No rechistó más y retuvo la respiración. El tigre no hizo más que echar una mirada del lado de Dersu y continuó su camino, percibiendo esta silueta inmóvil. Adivinaba, sin embargo, que este objeto, si bien estaba quieto, no era ni un tocón ni una piedra, sino un ser viviente. El felino se volvió dos veces para aspirar el aire con fuerza. Felizmente, la dirección del viento era favorable al cazador, ya que la corriente de aire iba del tigre hacia Dersu y no en sentido inverso; o sea que el felino no sintió el olor del animal muerto y comenzó a trepar por el escarpado, haciendo rodar piedras y arena en el arroyo. Pero, llegado a la cima, percibió de golpe el olor de hombre. Con los pelos del lomo erizados, rugió y se golpeó con la cola. Dersu no pudo hacer otra cosa que dar un grito y huir a lo largo del barranco. El tigre se arrojó hacia el lugar que el goldacababa de dejar y se puso a husmear el ciervo abatido. Aquello salvó a Dersu, que acertó a salir del barranco y continuó su loca carrera, como un cordero perseguido por el lobo.

Comprendió entonces que el ciervo que acababa de abatir, no le pertenecía a él, sino al tigre. En su opinión, era la razón por la cual seis cartuchos le habían apenas bastado para terminar con esa presa. Acabó por asombrarse de no haber adivinado la cosa desde el principio. En lo sucesivo, Dersu no fue más por aquellos barrancos, que consideró desde entonces como un lugar prohibido. Había pagado para saberlo.


16




La caza del oso


Se puede considerar que el valle del Mutu-khé es la región más abundante en caza de todo aquel litoral. Ciervos, corzos y jabalíes salían constantemente de la maleza mientras avanzábamos por el río. Los cosacos no hacían más que gritar y agitarse y tuve bastante trabajo para prohibirles disparar, lo cual hubiera significado la destrucción inútil de aquellos animales. Una tarde, hacia las tres, di orden de interrumpir la marcha.

Yo tenía muchas ganas de matar un oso. «Otros afrontan a estas fieras cara a cara, ¿por qué no haría yo otro tanto?», pensé.

Este pensamiento, en el que se entremezclaban mi pasión por la caza y mi vanidad, me hizo tomar la decisión de intentar la suerte.

Son numerosos los cazadores que afirman haber abatido osos sin experimentar el menor miedo y que se limitan a destacar los aspectos cómicos de esta caza. Unos pretenden que el oso huye al primer golpe de fusil; según otros, por el contrario, el animal se encabrita para ir delante del cazador, dejando a éste todas las facilidades para enviarle varias balas. Dersu no compartía ninguna de estas opiniones. Cada vez que escuchaba contar historias de este género, se irritaba hasta el punto de escupir, pero desdeñaba toda controversia. Cuando supo que yo quería ir solo a cazar el oso, me aconsejó prudencia y me ofreció sus servicios. Pero estas reflexiones no hicieron más que excitarme más aún y mi decisión de afrontar a «los patizambos» cara a cara se hizo más firme todavía.

Desde el primer kilómetro que recorrí al abandonar el campamento, tuve tiempo de levantar dos corzos y un jabalí. La abundancia de caza era tal que aquello recordaba un poco esos jardines zoológicos donde se ve pasear libremente animales traídos de todas partes.

Atravesé un arroyo y me detuve al acecho en un bosque despejado. A los pocos minutos, vi un ciervo que corría a lo largo de los lindes; jabalíes, acompañados de sus jabatos aulladores, hacían ruido en el avellanar vecino.

Pero he aquí que escuché, frente a mí, un crujido de ramas, seguido de un ruido de pasos. Alguien avanzaba con una marcha media y pesada. Me asusté y estuve a punto de retroceder, pero mi miedo predominaba y no me moví. La masa negra de la silueta de un gran oso apareció pronto, caminando oblicuamente por la ladera, un poco por encima del lugar en que yo me encontraba. Parándose a menudo y escarbando la tierra, el animal dio vuelta al ramaje caído para examinar con atención lo que había debajo. Esperé que la fiera estuviera a unos cuarenta pasos, apunté lentamente e hice fuego. A través de la humareda, vi al oso volverse con un rápido alarido y apretar con los dientes la parte de su cuerpo donde acababa de alojarse mi bala. No me acuerdo bien de lo que ocurrió luego, ya que todo había pasado tan rápidamente que no podía darme cuenta de la sucesión exacta de los acontecimientos. Poco después de la detonación, el oso se arrojó sobre mí con furor. Sentí un choque violento, y un segundo disparo explotó en el mismo instante. Jamás pude comprender ni cómo ni cuándo había tenido tiempo de recargar mi arma. Creo que caí a la izquierda. El oso dio una voltereta y rodó a la derecha, precipitándose a lo largo de la ladera. Ya no sé cómo pude incorporarme sin dejar mi carabina. Corriendo por la pendiente escuché un ruido de persecución. En efecto, el oso me perseguía, pero sus movimientos eran ahora amortiguados. Entonces, me acordé de que mi fusil estaba otra vez descargado y me detuve para reajustar lo más pronto posible la culata. «Hay que tirar: mi vida depende de una buena puntería», tal fue el pensamiento que atravesó mi mente. Con la culata del fusil apoyada contra la espalda, no vi sin embargo ni el alza ni la guía, no percibiendo en aquel momento más que la cabeza peluda del oso, su boca abierta y sus ojos llenos de rabia. Cuando estuvo muy cerca, tiré casi a quemarropa. El animal se desplomó, mientras yo escapaba de nuevo. Echando una mirada hacia atrás, vi a la bestia que rodaba por tierra. Pero en el mismo instante, escuché un nuevo ruido a mi derecha. Me volví instintivamente de aquel lado y quedé petrificado, al advertir otro oso que asomaba su cabeza desde la maleza. Pero éste desapareció rápidamente, mientras yo huía hacia la derecha, haciendo el menor ruido posible. Llegado al río, paseé durante unos veinte minutos sin otra finalidad que recobrar la calma. Se tiene vergüenza de regresar al campamento con las manos vacías. Si yo podía estar seguro de que el oso estaba verdaderamente abatido, sería una lástima abandonarlo. Pero había allí un segundo oso, y éste, indemne. ¿Qué hacer? Erré así hasta la puesta de sol. Cuando el astro desapareció detrás del horizonte, sus rayos abandonaron la tierra para no alumbrar más que el cielo. Entonces, decidí dar un rodeo para ver al oso de lejos. Pero mi miedo creció a medida que me aproximaba al lugar peligroso. Mis nervios, extremadamente tensos, me hacían volver con terror a cada pequeño ruido. Pensaba constantemente ver osos y notar su persecución. Después de haberme detenido varias veces para escuchar, percibí finalmente el árbol del cual mi oso había caído por última vez. Este árbol me parecía ahora particularmente pavoroso. Decidí sortearlo, caminando a lo largo de la ladera para mirarlo desde lo alto del valle. Así que hice de nuevo un gran rodeo, deteniéndome en los lugares que me parecían sospechosos y lanzando piedras a derecha e izquierda.

De repente, noté que algo se removía entre las zarzas. «Un oso», pensé retrocediendo instantáneamente. Pero al instante resonó una voz humana: la de Dersu. Transportado de alegría, corrí hacia él. El goldme vio y se sentó sobre un árbol abatido, encendiendo su pipa. Cuando me acerqué para preguntarle cómo había venido allí, Dersu me dijo que él se encontraba en el campamento en el momento en que habían sonado mis tiros. Partiendo en socorro mío, supo establecer, de acuerdo con las pistas, el lugar desde donde yo había tirado y la manera en que había sido atacado por el oso. Había visto también el lugar de mi caída. Otras trazas le indicaron que el oso me había perseguido y así hasta el final. En resumen, me contó todo lo que acababa de pasarme.

—Sin duda, el animal herido se ha marchado —dije a mi camarada.

—No, se ha quedado aquí —objetó Dersu, mostrándome un gran montón de tierra.

Recordando ciertos relatos de cazadores, lo comprendí todo. Según ellos, un oso tiene la costumbre de enterrar a cualquier bestia muerta que encuentre, para relamerse más tarde con ella, cuando la carne comienza a pudrirse. Pero lo que yo ignoraba en absoluto es que un oso fuera capaz de enterrar a uno de sus propios hermanos. Para Dersu también esto era nuevo. Procedimos rápidamente a desembarazar al animal abatido, cubierto no solamente de tierra sino de una cantidad de piedras y de ramas rotas.

Yo encendí fuego mientras Dersu se ponía a despellejar a la fiera. El oso que yo acababa de matar tenía pelaje oscuro, tirando a negro, y era muy voluminoso, midiendo dos metros por uno. Su peso sobrepasaba los trescientos kilos. Provisto de músculos de gigante, disponía además de colmillos sólidos y de largas garras. Es curioso advertir que la piel de oso, negra en el mediodía, palidece a medida que se remonta hacia el norte, donde acaba por tener un tono leonado claro. Este animal tiene un carácter bastante bonachón mientras se lo deja en paz, pero se vuelve realmente terrible cuando está herido. Se alimenta principalmente de vegetales, pero no desdeña el relamerse, si tiene ocasión, con carne y pescado. El oso de pelaje leonado instala su madriguera bajo las raíces de los árboles, en hendiduras pedregosas, es decir, bajo tierra. Como a sus congéneres de antaño, le gusta huir a las cavernas para vivir no solamente en invierno sino también en la estación cálida. Estos animales, por otra parte, no comienzan su sueño invernal hasta una época avanzada y a veces les ocurre que vagan por la taiga hasta diciembre, evitando trepar a los árboles, quizás a causa de su gran peso.

Mis tres balas habían alcanzado a la fiera: una en el flanco, otra en el pecho y la tercera en la cabeza. Cuando Dersu acabó su trabajo, era ya de noche. Echamos en la hoguera bastante madera húmeda para que se quemara hasta por la mañana y fuimos lentamente hacia el campamento. La noche era calma y fresca. Mientras volvíamos, todavía levantamos jabalíes que se dispersaron por todos lados con mucho ruido. Finalmente, percibimos entre los árboles los fuegos del campamento.

Después de cenar, los cosacos fueron a acostarse pronto. Yo había estado tan agitado durante la jornada pasada que no pude dormirme. Levantándome, me senté cerca del fuego para revivir mentalmente mis experiencias recientes. La noche era clara y apacible. Animales salvajes erraban por los linderos del bosque somnolientos. Algunos llegaban bastante cerca del campamento, revelándose los corzos como los más curiosos de todos. Sintiéndome al fin invadido por el sueño, me acosté al lado de los cosacos.

Al alba, Dersu se despertó el primero; yo fui el segundo, después les llegó el turno a los soldados. El sol acababa de salir, no iluminando todavía más que las cimas de las montañas. Tras un ligero desayuno, ajustamos los fardos y reanudamos la marcha. El camino, extremadamente pedregoso, que seguimos hasta el paso del valle del Mutu-khé, no fue nada fácil. Hendiduras entre las rocas y hoyos entre las raíces, representaban verdaderas trampas. Las bestias de carga estaban constantemente expuestas a romperse las patas y apenas si avanzaban penosamente. Asombra, no sin motivo, ver los caballos indígenas chinos, sin herraduras y soportando pesadas cargas, franquear un recorrido como aquél. Hicimos alrededor de cinco kilómetros a lo largo del río antes de volver hacia el mar, en la dirección este.

Noté desde la mañana un cambio desfavorable de la atmósfera. Una bruma, que vino a revestir con su velo blanco el azul del cielo, escondió completamente las montañas lejanas. Llamé la atención del goldsobre aquello, comunicándole muchas cosas que la meteorología me había enseñado sobre el capítulo de la niebla seca.

—Yo creo que se trata de humo —respondió él—. Pero como no hay viento, no sé dónde está el incendio.

Apenas llegados sobre la altura, vimos de qué se trataba. Una humareda blanca subía en gruesos torbellinos del otro lado de la cuesta situada a la derecha del Mutu-khé. Más lejos, al norte, otras colinas estaban también llenas de humo todavía. Evidentemente, el incendio se había apoderado ya de un vasto espacio. Tras haber admirado ese cuadro durante algunos minutos, fuimos hacia el mar; pero en cuanto estuvimos cerca de la costa, volvimos a la izquierda para evitar los barrancos profundos y los promontorios elevados.

Sorprendiendo sonidos extraños que nos traía de abajo el viento y que parecían ladridos roncos y prolongados, fui lentamente al borde del precipicio y vi un espectáculo de lo más interesante: al borde del mar estaban acostadas una gran cantidad de pequeñas otarias(leones marinos), mamíferos que representan una variedad de la familia de las focas orejudas.

Este animal, más bien voluminoso, alcanza una longitud de cuatro metros y un diámetro de seis, llegando su peso hasta los seiscientos u ochocientos kilos. He aquí sus características principales: orejas de pabellones finos, hermosos ojos negros, grandes mandíbulas y colmillos poderosos, cuello más bien alargado y provisto de pelos más largos que los del resto del cuerpo, extremidades traseras con las plantas completamente descarnadas. Los machos tienen habitualmente el doble de volumen que las hembras. En la Primorié rusa (provincia del litoral), las otariasse encuentran a todo lo largo de la costa del Mar del Japón. Los indígenas las cazan sobre todo por su piel gruesa, de la cual hacen calzado y correas que sirven para enjaezar a los perros.


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