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Dersu Uzala
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Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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En 1902, un oficial del zar, explorador y etnógrafo, Vladímir Arséniev, visita en los confines de Siberia y China algunas regiones hasta entonces desconocidas para los europeos. Una noche, en el corazón de la taiga siberiana, se encuentra con un viejo cazador. Dersu Uzala, quien a partir de entonces se convierte en su guía y amigo. Con sagacidad e intuición prodigiosas, Dersu revela todos los secretos de la naturaleza; conoce y siente todas las manifestaciones de la vida al aire libre; lo mismo habla con los animales que con las nubes y el sol, el fuego y la noche... De esta obra, verdadero canto a la naturaleza y la amistad, el prestigioso semanario parisino L'Express ha dicho: «Por su ritmo y por su maravillosa simplicidad, Dersu Uzala puede compararse con las obras maestras de la literatura clásica rusa». En suma, un magistral relato en el que se inspiró la película que, con este mismo título, dirigió el realizador japonés Akira Kurosawa en 1974.



Vladímir Arséniev



Dersu Uzala

La taiga del Ussuri





Traducción de Teresa Ramonet





grijalbo mondadori


Título original: DERSOU OUZALA

Traducido de la edición de Éditions Pygmalion, París, 1977

Cubierta: Jordi Solé

© 1977, ÉDITIONS PYGMALION

(por acuerdo con la Agencia de la URSS para Derechos de Autor, Moscú, 1997)

© 1978 de la traducción castellana para España y América:

GRIJALBO MONDADORI, S. A

Aragó, 385, Barcelona

Primera edición en esta colección

ISBN: 84-253-3105-6

Depósito legal: B. 1.303-1997

Impreso en Hurope, S. L., Recared, 2, Barcelona


Prólogo



El nombre de Vladímir Arséniev es conocido en todos los países. Sus expediciones por la región del Ussuri, que recorrió en todas direcciones durante muchos años, le dieron renombre universal.

Actualmente, la curiosidad por el extremo oriente ruso es más viva que nunca. Las obras de Arséniev constituyen una fuente inagotable de hechos referentes a esta zona, y una de las lecturas más atrayentes. Máximo Gorki ha escrito a propósito del libro que presentamos hoy al lector español que, además de «su valor científico indudable y tan importante», él estaba «encantado y entusiasmado por su poder de evocación». «Usted ha logrado —le escribía al autor– ser a la vez Brehm y Fenimore Cooper, lo que no es poco, que digamos.»

Y Fritjof Nansen, que había tenido ocasión de conocer a Vladímir Arséniev en Jabarovsk, expresaba así su opinión sobre él, en el prólogo a la edición alemana de una de sus obras: «Este explorador nos descubre un mundo desconocido hasta ahora. Lo asombroso es que nosotros, habitantes del Viejo Mundo, conocíamos mejor a los indígenas de América del Norte que a los de Siberia, y sobre todo a los de la Siberia oriental, que presentan ciertamente un interés más considerable para nosotros. Espero que la obra magnífica y llena de interés de Arséniev encontrará un gran número de lectores.»

El autor nos conduce a la región montañosa de Sijote-Alin, a las selvas que han quedado hasta nuestros días impenetrables para los europeos. Los golds,que ocupan la región del Ussuri hasta la desembocadura del Daubi-khé, son ante todo cazadores apasionados. Habitantes de un país donde el pescado es poco abundante en los ríos, pero donde la taiga, esa especie de selva de la Siberia, abunda en caza, consagran toda su actividad a ésta. Siempre a la caza de cibelinas; de bosques poblados de jóvenes marales [1], llamados panty,que son particularmente apreciados para diversos usos; a la búsqueda de la raíz del gin-seng,considerado como un poderoso medicamento, penetran a menudo en los rincones más remotos de Sijote-Alin. Son cazadores maravillosos y de una sagacidad prodigiosa en el arte de descifrar las huellas de los animales.

Dada la importancia del papel que representó en estas expediciones el cazador goldDersu, Arséniev comienza por describir su primera expedición, a principios de nuestro siglo, a lo largo de los ríos Tzimu-Khé y Lefu, donde encontró a Dersu por primera vez. Después, relata otras dos expediciones realizadas más tarde en la misma comarca.

Observador atento, escritor de talento, Arséniev ha sabido revivir la vida misteriosa de la taiga del Ussuri y las montañas de Sijote-Alin. Su mérito consiste en haber destruido la leyenda según la cual la taiga sería un reino muerto y de silencio; en verdad, la taiga y las montañas están llenas de animación, de sonidos que hay que saber comprender, y de dramas ocultos.

Arséniev recorrió durante veinte años las selvas del Ussuri, la cadena del Sijote-Alin, que tiene una longitud de mil kilómetros, y los ríos del mar del Japón y del golfo de Tartaria. Desde el punto de vista geográfico, este país constituye una región aparte. El relato luminoso y documentado de la expedición de Arséniev, sus hojas de ruta, nos transportan a los lugares por donde él ha pasado. Y, además de sus riquezas naturales, que pueden compararse con una especie de Parque de Yellowstone, esta tierra tiene un pasado histórico del más profundo interés.

Hace un millar de años, formaba parte del Imperio de la China del Norte, bajo la dinastía de los Leao. Investigaciones geológicas muy recientes han establecido que, en aquella época, la explotación del oro, la plata y el cobre, así como los trabajos de forja del hierro eran de lo más activos. Ciertos geólogos han pretendido que las minas de oro del país del Ussuri suministraban metal precioso al Asia entera, y que se encuentra oro proveniente de los bordes lejanos del golfo de Tartaria en los antiguos ornamentos de los rajás hindúes actuales.

Cuando el Imperio de Leao sucumbió, en el siglo VIII, la región del Ussuri dejó de existir para la historia, pero en ella tuvieron lugar numerosos movimientos de población, y en el siglo XVI constituyó la parte oriental de las posesiones de los dauro-diutcheros,pueblo inteligente, de un grado de cultura bastante elevado, y que logró mantener su independencia junto a la potencia china.

Por esta región pasaban las vías comerciales que iban de China al extremo norte de Asia. Los chinos exportaban pan y arroz y recibían en cambio ricas pieles y pescado. El Ussuri era entonces una vía de tránsito importante.

En el siglo XVIII aparecieron sobre el Amur los primeros destacamentos moscovitas. Los cosacos, a la búsqueda de tierras fértiles, habían conquistado la mayor parte de Siberia y alcanzaban el Océano. Los indígenas les resistieron primero heroicamente, pero tuvieron que ceder ante el número. Entonces emigraron a China; pero cuando más tarde los chinos recuperaron la región del Ussuri, no dejaron volver a los dauro-diutcherosa su territorio y establecieron frente a Rusia, para protegerse, una zona desértica que frenó el desarrollo del país.

Los rusos no volvieron hasta el siglo XIX. En 1860, un barco de guerra ruso echó el ancla en la bahía del Gran Trepang, en el emplazamiento de la actual Vladivostok; la China, debilitada, cedió al gobierno ruso la orilla izquierda del Amur, y millares de colonos cosacos fundaron en toda la región una cadena de puestos militares. Se construyeron pequeñas ciudades y se organizaron estaciones de avituallamiento, pero el centro de la comarca quedó salvaje. Las bellezas naturales, la flora la fauna del Ussuri son actualmente tan variadas y tan ricas, como lo fueron en los tiempos primitivos. La grandiosa cordillera del Sijote-Alin deja un recuerdo imborrable a los poquísimos europeos que la visitan.

Todos estos tesoros de la naturaleza son revelados por Vladímir Arséniev en su libro, que nos abre las puertas de un mundo insospechado.


Vladímir Arséniev murió en 1930. Los relatos de sus expediciones y de sus cacerías son muy leídos en su país. Se han publicado ediciones especiales para la juventud ansiosa por conocer la Siberia Oriental, esta tierra virgen tan llena de futuro que puede ser un día para la Unión Soviética lo que fuera el Far-West para los Estados Unidos.


Los editores


Primera parte



1




El valle de cristal


En el transcurso del año 1902, con motivo de una misión que emprendí a la cabeza de un equipo de cazadores, remonté el río Tzimu-khé, que desemboca en la bahía del Ussuri, cerca del pueblo de Chkotovo. Mi convoy se componía de seis tiradores siberianos, junto con cuatro caballos cargados de equipaje. El objeto de esta misión era el estudio —para los servicios del ejército– de la región de Chkotovo y la exploración de los desfiladeros del macizo montañoso de Da-dian-chan [2], donde nacen las fuentes de cuatro ríos: el Tzimu-khé, el Maia-khé, el Daubi-khé y el Lefu. A continuación, debía señalar todas las pistas vecinas al lago de Janka y al ferrocarril del Ussuri.

La cadena de montañas de que se trata aquí comienza cerca del Iman y desciende hacia el sur, paralelamente al río Ussuri, dirigiéndose del nor-nordeste hacia el sud-sudoeste, de tal manera que tiene al oeste el río Sungari y el lago de Janka, y al este el río Daubi-khé. Después, la cordillera se separa en dos partes: una de ellas se extiende hacia el sudoeste y forma la cadena llamada «La Rica Cabellera» ( Bogataia Griva),que corre a lo largo de la península de Muraviev-Amurski, mientras que la otra se dirige hacia el sur y se confunde con la alta cadena que separa los ríos Daubi-khé y Sui-chang.

La parte norte de la bahía del Ussuri se llama ensenada de Mai-tung. En otro tiempo, esta ensenada entraba mucho más profundamente en el continente. Eso salta a la vista en seguida. Ahora, los acantilados han retrocedido algunos kilómetros de la costa. En otro tiempo, la desembocadura del Tanegouze se encontraba en el emplazamiento actual de los lagos Sane y El-Pouza, mientras que la desembocadura del Maia-khé se ubicaba un poco más arriba del lugar en que este río está cortado hoy día por la vía férrea.

Todo este espacio, en una superficie de veintidós kilómetros cuadrados, representa una llanura pantanosa rellenada por los aluviones del Maia-khé y del Tanegouze. Entre los pantanos, quedan todavía algunos lagos pequeños, marcando los lugares que eran antiguamente más profundos. Este lento proceso de retirada del mar y de crecimiento de la tierra firme continúa todavía. La misma suerte espera también a la ensenada de Maitun, que ya actualmente es muy poco profunda. Sus costas occidentales están formadas de pórfidos; sus costas orientales son terrenos terciarios. En el valle del Maia-khé abundan los granitos y las sienitas, mientras que al este del río dominan las formaciones basálticas.

El pueblo de Chkotovo se encuentra en la orilla derecha del Tzimu-khé [3], cerca de su desembocadura. Construido en 1864, fue quemado por los hundhuzesen 1868 y reconstruido en 1869. Prjevalski, en 1870, no encontró más que seis casas con treinta y cuatro habitantes. A mi llegada era ya un pueblo de cierta importancia.

Nosotros pasamos dos días recorriendo los alrededores y preparándonos para nuestro lejano viaje.

El río Tzimu-khé, de treinta kilómetros de largo, corre en dirección este-oeste y no tiene a su orilla derecha más que un solo afluente, el Beitza, cuyo valle es llamado por los habitantes del país el Valle de Cristal. Este nombre le viene de una fanza [4]china de cazadores en medio de cuya ventana había un pequeño trozo de vidrio. En esa época, la región del Ussuri no poseía ninguna fábrica de vidrio y éste tenía un gran valor entre sus atrasados pobladores. En el fondo de las montañas y de los bosques el vidrio servía como moneda de cambio, y se podía trocar una botella vacía por harina o sal.

Los ancianos cuentan que, en caso de disputa, los adversarios trataban de penetrar unos en casa de otros para romper la cristalería. En estas condiciones, no hay que asombrarse de que un pedazo de vidrio en la ventana de una famachina se considerase como un gran lujo. Los primeros colonos quedaron tan sorprendidos que, más allá de la famachina y del río, llamaron a toda la región Valle de Cristal.

De Chkotovo, remontando el valle del Tzimu-khé, se sigue primero una pequeña ruta que, después del pueblo de Novorossisk, se transforma en sendero. Este conduce al Sutchan y al río Kangouzon [5], en la dirección del pueblo de Novonéjine. La ruta atraviesa el río varias veces, lo que hace que en los momentos de crecida las comunicaciones se encuentren interrumpidas.

Partiendo temprano de Chkotovo, alcanzamos el mismo día el Valle de Cristal y nos adentramos en él. El Beitza corre hacia el oeste sudoeste, casi en línea recta; después, dobla hacia el oeste, pero ya en las proximidades de su desembocadura. La anchura del Valle de Cristal varía según los lugares. Tan pronto disminuye hasta reducirse a cien metros como, por el contrario, excede de un kilómetro. Como la mayor parte de los valles de la región del Ussuri, éste es uniformemente llano. Las montañas que lo encuadran, recubiertas de escasos encinares, tienen pendientes muy abruptas. El paso de la llanura a la montaña es extremadamente brusco, lo que señala importantes fenómenos de erosión. En tiempos antiguos, este valle era mucho más profundo; no se rellenó hasta más tarde, con los aluviones del río.

A medida que avanzábamos en la montaña, la vegetación se hacía más rica. Los escasos encinares dieron lugar a bosques espesos de esencias variadas, en los que destacaban numerosos cedros. Un pequeño sendero, trazado por cazadores chinos y buscadores de gin-seng,nos servía de hilo conductor. Dos días después llegamos al lugar donde se encontrara, en otro tiempo, la célebre famade vidrio, pero de ella no quedaban sino ruinas. Cada día el sendero se hacía más y más difícil. Parecía evidente que ningún pie humano lo había hollado desde hacía tiempo. Estaba invadido por la maleza y obstruido por maderas secas. Poco después, lo perdimos de vista completamente. Volvimos a encontrar huellas de animales y decidimos seguirlas, siempre que nos llevaran en nuestra dirección.

La noche del tercer día nos aproximábamos a la cresta del Da-dian-chan, que aquí está orientado en el sentido del meridiano y tiene una altura media de setecientos metros. Dejando a mis compañeros al pie de la montaña, trepé a una de las cimas más próximas para observar si el desfiladero por donde debíamos pasar estaba aún alejado. Desde la cima se distinguían claramente todas las montañas y comprobé que el desfiladero se encontraba a dos o tres kilómetros de nosotros. No podíamos pues alcanzarlo antes de la noche, e incluso si lo alcanzábamos correríamos el riesgo de pasar la noche desprovistos de agua, ya que las fuentes de las montañas estaban agotadas en esta época del año. En consecuencia, decidí acampar allí donde había dejado los caballos y retomar al día siguiente la marcha hacia el desfiladero.

No prolongué nunca nuestra marcha hasta la caída de la noche. Acampaba cuando aún estaba claro, para poder levantar las tiendas y aprovisionarnos de madera.

Mientras que los tiradores trabajaban para instalar el campamento, yo aproveché el tiempo libre para inspeccionar los alrededores. Mi compañero en estos paseos era siempre un tal Policarpo Olenetiev, hombre excelente y hábil cazador. Tenía entonces veintiséis años; de peso medio y de buena estatura, con cabellos de un rubio tirando a rojizo, los rasgos acentuados y pequeños bigotes. Olenetiev era un optimista; no perdía su buen humor ni en las situaciones más dificultosas, y se esforzaba por convencerme de que todo estaba de lo más bien y en el mejor de los mundos. Después de dar las instrucciones necesarias, tomamos los fusiles y partimos para hacer una batida.

El sol declinaba en el horizonte, y mientras sus últimos rayos iluminaban aún las cimas de las montañas, espesas sombras recubrían los valles. Las copas de los árboles de hojas amarillas se perfilaban fuertemente sobre el cielo azul pálido. La proximidad del otoño se percibía en todos los detalles: en el comportamiento de los pájaros y de los insectos, en la hierba desecada y en el aire.

Después de franquear una cresta poco elevada, penetramos en el valle vecino, cubierto por un frondoso bosque. El lecho ancho y desecado de un antiguo torrente de montaña, lo partía en dos. Allí nos separamos; yo tomé a la izquierda, caminando por la parte de los guijarros, y Olenetiev a la derecha. Habían pasado apenas dos minutos cuando sonó un disparo, que venía del lado de Olenetiev. Me volví y entreví un instante algo ligero y coloreado que apareció a una cierta altura. Me precipité hacia Olenetiev. Él trataba a toda prisa de recargar su fusil pero, por una desgraciada coincidencia, un cartucho se había atascado en la recámara y la culata no cerraba.

—¿Contra qué has disparado? —le pregunté.

—Creo que era un tigre —respondió—. Estaba sobre un árbol. Le he apuntado bien y debo haberle tocado.

Finalmente, pudo quitar el cartucho atascado.

Olenetiev recargó su arma y nos dirigimos prudentemente hacia el lugar donde el animal había desaparecido. La sangre derramada sobre la hierba seca demostraba que el tigre había sido realmente herido. De pronto, Olenetiev se detuvo y se puso a escuchar. Frente a nosotros, un poco a la derecha, se oía como un estertor. Pero el follaje de los helechos nos impedía ver nada. Un gran árbol caído por tierra nos obstruía el camino. Olenetiev se aprestaba ya a franquearlo, pero el animal herido lo adelantó y saltó hacia delante. Olenetiev disparó a bocajarro, sin haber tenido ni siquiera tiempo de apoyar el fusil sobre el hombro, y el resultado fue maravilloso. La bala alcanzó a la fiera directamente en la cabeza: cayó sobre una rama, quedando desplomada de tal manera que la cabeza le colgaba de un lado y el resto del cuerpo del otro.

Tras algunos movimientos convulsivos, se puso a morder la rama, después perdió el equilibrio y se derrumbó pesadamente a los pies del cazador.

Reconocí en seguida que era una pantera de Manchuria (Felis Orientalis). Este magnífico espécimen de la raza de los felinos figuraba entre los más grandes. La longitud de su cuerpo, desde el extremo del hocico hasta la raíz de la cola, alcanzaba un metro cuarenta. Su piel —de un amarillo ocre por los lados y por el lomo, y blanca sobre el vientre– estaba salpicada de manchas negras dispuestas en rayas como las de un tigre. Sobre los lados, las patas y la cabeza, las manchas eran pequeñas y de un solo color; sobre el lomo y la cola, grandes y oceladas.

En la región del Ussuri, apenas si se encuentran panteras más que en el sur, y más precisamente en los distritos de Suifum, Possiet y Barabachev. Su principal alimento son los ciervos moteados, los corzos y los faisanes. La pantera es un animal extremadamente astuto y prudente. Perseguida por los cazadores, se refugia sobre los árboles y se agarra con fuerza a la rama que se encuentra justo encima del lugar que acaba de dejar, en la parte opuesta al radio visual del cazador. Extendida sobre esta rama, pone la cabeza sobre sus patas delanteras y se fija en esta posición, dándose perfecta cuenta de que su cuerpo es menos visible de frente que de costado.

El desollamiento del animal que acabábamos de matar nos llevó una hora entera. Cuando tomamos el camino de vuelta, la noche era ya bastante cerrada.

Avanzábamos lentamente. Por fin, aparecieron los fuegos del campamento y bien pronto se pudo distinguir las siluetas de los hombres entre los árboles; se removían formando sombras delante del fuego. Los perros nos acogieron con un concierto de ladridos. Los tiradores rodearon a la pantera, dando cada uno su opinión sobre ella. Se discutió hasta la noche.

Al día siguiente, volvimos a ponernos en marcha.

El valle se hacía más estrecho y el avance era más difícil. El ciervo que habita la región del Amur se llama maral ( Cervus canadensis). Este animal es esbelto y muy gracioso. Mide alrededor de dos metros de largo y un metro cincuenta de alto. Su peso puede llegar a los doscientos kilos. Su pelo es castaño claro en verano y gris leonado, con un disco amarillento detrás, en invierno. El cuello es largo y vigoroso, con una guedeja en los machos. La cabeza es bella, con grandes orejas móviles en forma de cornete. Los cuernos son bifurcados, y poseen también mogotes basilares. El número de ramas permite establecer la edad del maral, añadiendo el año en que ha perdido sus cuernos. No obstante, su número es limitado. En general, un macho adulto no tiene más de siete. Los cuernos jóvenes que aparecen por la primavera —recubiertos de una piel sobre la cual circulan los vasos sanguíneos, y que todavía no son duros– se llaman panty.

En la región del Ussuri, el maral habita al sur de la comarca, en todo el valle de este río y de sus afluentes, sin rebasar la zona de coníferas de Sijote-Alin. Sobre el litoral marino, se lo vuelve a encontrar hasta la bahía de la Olimpíada.

En verano, el maral permanece en los lugares sombreados de las montañas boscosas; en invierno, en los lugares soleados, en los valles, en las partes llanas de la taiga, en los claros del bosque y en sus confines.

A mediodía, hicimos una gran parada. Debíamos encontrarnos, según mis suposiciones, no lejos de la montaña en forma de cúpula.

En una expedición hay que contar no sólo con la capacidad de resistencia del hombre sino, sobre todo, con la resistencia de las bestias de tiro, que llevan cargas pesadas: en cada alto más o menos prolongado, se las debe descargar.

Cuando los caballos fueron desembarazados de sus arneses, se los liberó. Como la hierba estaba aún verde bajo los follajes, nos proporcionó una buena pastura.


2




El visitante nocturno


Después del alto, nuestro convoy volvió a ponerse en marcha, pero a causa de las dificultades del terreno, cubierto de bosque, cercana la noche no habíamos llegado más que hasta la mitad de la ladera de una montaña desconocida. Detuve a hombres y caballos y trepé solo a la cima para reconocer un poco el lugar. Felizmente, mi incertidumbre fue disipada bien pronto: la altura que acabábamos de alcanzar representaba el núcleo central de esta región montañosa, y ése era el objeto de nuestras búsquedas.

Cuando me reuní con mi destacamento, el sol iba a tocar el horizonte y tuvimos que apresurarnos para encontrar agua, tan indispensable para los hombres como para los animales. Pronto tuvimos que descender de esa altura por otra vertiente, que ofreció al principio una pendiente más suave, haciéndose a continuación más escarpada. Para poder continuar la marcha, los caballos doblaban sus patas traseras, pues las cargas se deslizaban constantemente hacia delante. Si las sillas no hubieran estado provistas de retrancas, los fardos habrían descendido hasta las cabezas de los animales. Nos vimos obligados a hacer muchos zigzags, muy difíciles entre tantos árboles desgajados.

Franqueado el paso, nos encontramos en seguida en terreno de barrancos.

—Está bien —dijeron los soldados—, vamos a acostarnos, mejor o peor. ¡No será para todo el año! Mañana encontraremos un paisaje más alegre.

El paraje no me gustaba demasiado para acampar, pero no podía elegir. Al escuchar el ruido de un torrente en el fondo de la garganta, me dirigí hacia allí. Como encontré un lugar bastante llano, ordené plantar las tiendas. En la paz del bosque resonaron a continuación golpes de hacha y voces de hombres. Mis fusileros se pusieron a traer combustible, a desensillar los caballos y a preparar la cena.

¡Pobres animales! En este lugar pedregoso y obstruido por los troncos abatidos, iban a quedarse hambrientos. Nos consolamos pensando que al día siguiente estarían bien alimentados, siempre que llegáramos a las fanzasagrícolas.

Nuestro campamento se calmaba poco a poco. Después del té, cada cual se ocupó de su trabajo: uno, limpiaba su carabina; otro, reacomodaba su silla o recosía su ropa. Siempre hay muchas tareas de éstas en un campamento. Cuando las hubieron cumplido, se apretujaron tanto como pudieron los uno contra los otros, se cubrieron con sus capotes y durmieron como benditos. Los caballos, que no tenían de qué alimentarse en el bosque, se aproximaron al campo y se adormilaron, con las cabezas inclinadas.

Sólo Olenetiev y yo no nos acostamos tan pronto. Yo escribía en mi diario el itinerario recorrido, mientras que el soldado reparaba su calzado. Hacia las diez de la noche, cerré mi cuaderno de notas para extenderme cerca del fuego, arrebujado en mi boruca [6].

De pronto, los caballos levantaron la cabeza y enderezaron las orejas; después se calmaron y se adormilaron de nuevo. Nosotros no prestamos en principio demasiada atención y continuamos hablando. Pasaron algunos minutos. Yo hice una pregunta a Olenetiev; como no me respondía, me volví hacia él. Estaba de pie, al acecho, mirando a lo lejos y protegiéndose de la luz de la hoguera con la mano en forma de visera.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

—Alguien desciende por la ladera —respondió en un murmullo.

Los dos nos pusimos a la escucha, pero los alrededores estaban calmos, penetrados de esa calma que no se encuentra más que en el bosque, en una fría noche de otoño. De repente, algunas piedrecitas se oyeron rodar por la montaña.

—Debe ser un oso —dijo Olenetiev, cargando su fusil.

—¡No tire! ¡Es un hombre...! —resonó una voz en la oscuridad. Pocos minutos después, alguien se aproximó al fuego.

El individuo estaba vestido con una chaqueta y un calzón de piel de reno curtido. Iba cubierto con una especie de venda y calzaba untas [7].

Llevaba un gran zurrón a la espalda y en las manos una especie de tridente (o bieldo) que le servía como soporte, y una carabina tan larga como pasada de moda.

—Buenos días, capitán —me dijo el recién llegado.

A continuación apoyó su fusil contra un árbol, se sacó el zurrón de la espalda, se enjugó con la manga el rostro sudoroso y se sentó cerca del fuego.

Entonces pude examinarlo bien. Aparentaba alrededor de cuarenta y cinco años. Más bien pequeño y robusto, tenía pronunciado tipo indígena: los pómulos salientes, la nariz pequeña, los ojos bien característicos, con el pliegue mongol en los párpados, y la boca ancha.

Pero el desconocido, por su parte, no nos tenía en cuenta en absoluto. Sacó de su bolsillo interior una petaca, rellenó su pipa de tabaco y se puso a fumar en silencio. Según la costumbre de la taiga, yo lo invité a cenar, sin preguntarle quién era ni de dónde venía.

—Gracias, capitán —dijo él—. Tengo mucha hambre, pues no he comido en toda la jornada.

Yo continuaba observándolo mientras él atacaba los alimentos. Un cuchillo de caza colgaba de su cintura; era evidentemente un cazador. Tenía las manos endurecidas y arañadas. Otros rasguños, aún más profundos, marcaban su rostro: uno en la frente y otro en la mejilla, cerca de la oreja.

Nuestro invitado era del género silencioso. Olenetiev, que no podía ya contenerse, acabó por hacerle esta pregunta directa:

—¿Quién eres tú? ¿Chino o coreano?

—Soy gold—fue la breve respuesta.

—¿Eres cazador? —le pregunté.

—Sí —respondió—. Yo cazo siempre y no tengo otro oficio. No soy pescador, nada más que cazador.

—Pero, ¿dónde habitas? —insistió Olenetiev.

—No tengo casa, habito siempre en la montaña. Enciendo una hoguera e instalo una tienda para dormir. ¿Cómo se puede habitar una casa cuando no se hace nada más que cazar?

A continuación, nos contó que ese día había perseguido con ardor ciervos y había herido una corza, pero sin llegar a abatirla. Ocupado en seguir la pista sangrienta, descubrió nuestro pasaje y llegó así hasta el desfiladero. Cuando se hizo de noche, vio nuestro fuego y vino directamente.

—Marchaba despacio —dijo—. Me preguntaba quiénes podían ser esos hombres que se habían adentrado tan lejos en la montaña. Después, percibiendo un capitán y soldados, os he alcanzado.

—¿Cómo te llamas? —pregunté al desconocido.

—Dersu Uzala —respondió.

Este hombre me interesaba. Tenía algo de particular. Hablando de una manera simple y en voz baja, se comportaba con modestia, pero sin la menor humildad... En el curso de nuestra larga conversación, me contó su vida. Tenía delante de mí a un cazador primitivo que había pasado toda su existencia en la taiga. Ganaba con su fusil para ir tirando, cambiando los productos de su caza por tabaco, plomo y pólvora que le facilitaban los chinos. Su carabina era una herencia que le venía de su padre.

Me dijo que tenía cincuenta y tres años y que jamás había tenido domicilio. Viviendo siempre al aire libre; únicamente en el invierno se acondicionaba una yurta [8]provisional, construida de raíces o de corteza de abedul. Sus recuerdos de infancia más antiguos eran el río, una choza, una hoguera, sus padres y su hermanita.

—Hace mucho tiempo que se han muerto todos —dijo para concluir su relato, y tomó un aire soñador. Tras un corto silencio, añadió todavía—: En otro tiempo, tuve también una mujer, un chico y una chica. Todos sucumbieron a la viruela, y me he quedado solo.

Yo tenía ganas de testimoniarle mi simpatía y hacerle algún favor, pero no sabía cómo. Por fin, tuve la idea de proponerle que cambiase su viejo fusil por uno nuevo, pero rehusó diciendo que él tenía apego a su carabina, recuerdo de su padre, y que se había habituado a esta arma, que por otra parte llevaba muy bien. Extendiendo su brazo hacia el árbol, tomó la vieja arma y acarició la culata.

Las estrellas estaban ya altas en el cielo, indicando que era más de medianoche, pero nosotros seguíamos charlando al lado del fuego. Es cierto que el interlocutor principal fue Dersu, mientras que yo me limitaba a escucharle, no sin placer, la mayor parte del tiempo. Me habló de sus cazas, de sus encuentros con tigres. Una vez, había sido atacado y gravemente herido por uno de estos felinos. La mujer del goldlo buscó durante algunos días. Cuando lo encontró, siguiendo sus huellas, él estaba agotado por la hemorragia. Durante su enfermedad, fue su mujer quien lo reemplazó para ir a cazar.

Le pregunté también a Dersu acerca de la región donde nos encontrábamos. Me explicó que estábamos cerca de las fuentes del río Lefu, y que deberíamos llegar al día siguiente a una fanzade cazador.

Uno de los tiradores adormecido se despertó, nos miró a los dos con aire asombrado, masculló alguna cosa para sí mismo y se volvió a dormir con la sonrisa en los labios.

El cielo y la tierra estaban aún sombríos; se sentía apenas la proximidad del alba por el este, donde continuaban sin embargo apareciendo nuevas estrellas. Cayó un rocío abundante, anuncio seguro de buen tiempo para la jornada.


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