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Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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Estos animales parecían encontrar un placer particular el dejarse acariciar por las olas, que venían a salpicar las piedras con su espuma. Se estiraban, sacudían la cabeza, levantaban las extremidades traseras, se daban vuelta sobre el lomo y se deslizaban súbitamente de sus piedras para sumergirse en el agua. Pero jamás la piedra así abandonada quedaba libre: una nueva cabeza emergía en seguida y otro animal se apresuraba a tomar la plaza vacante. Las hembras reposaban al borde del mar en compañía de jóvenes animales, mientras que los machos adultos dormitaban apartados, cerca de las cavernas socavadas por las aguas. El pelaje de los viejos era de un color leonado bastante claro; los jóvenes tenían un tinte más oscuro. Estos últimos desplegaban una fiereza especial. Levantaban la cabeza y la giraban lentamente de un lado a otro. A pesar de su cuerpo torpe, no podía discutírseles una cierta gracia. Merecían bien el nombre de leones marinos que se da a sus parientes de las orillas californianas.

Fiel a la costumbre que es innata de los cosacos cazadores, Murzine apoyó y apuntó su fusil hacia la otariamás próxima, pero Dersu lo detuvo, apartando suavemente el cañón.

—No hay que tirar —dijo—. Yo no podría siquiera llevar el animal. Es malo disparar sin motivo.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta de la inaccesibilidad absoluta del lugar donde se encontraban los animales. Sobre los dos flancos, estaba defendido por promontorios que avanzaban en el mar, mientras que las escarpaduras alcanzaban una cincuentena de metros de altura y lo hacían inabordable del lado de la tierra. Solamente en barco nos podíamos aproximar a las otarias.Así que no podíamos llevarnos una bestia abatida; ¿para qué, pues, matar un animal y dejarlo en su sitio? Durante unos veinte minutos, observamos estos seres curiosos de los cuales yo no podía apartar mis ojos. Pero, de repente, sentí a alguien que me tomaba por el hombro:

—Capitán, hay que avanzar —me dijo el gold.

Es siempre más fácil seguir por una cresta que por una ladera, ya que existe el recurso de sortear en línea horizontal los puntos salientes. Cuando pudimos ganar nuestro sendero, la noche había caído ya. Teníamos entonces que escalar la altura más importante, antes de volver a descender a un vallecito encajonado. Comprobé que el paso estaba a 740 metros por encima del nivel del mar.

El cuadro que percibí desde este punto elevado me asombró de tal manera que dejé escapar una exclamación de sorpresa. Los restos del incendio rodeaban la montaña con una especie de cintura luminosa. Era a la vez un espectáculo grandioso y angustiante. Las luces centelleaban y parecían a veces apagarse, pero se volvían a encender con una fuerza mayor. Habían ya sobrepasado la garganta y descendían en aquel momento al valle. El incendio formaba un movimiento general concéntrico que subía al asalto en un círculo bastante regular. Había en el cielo dos llamaradas rojas, al oeste y al este, de las cuales una temblequeaba y la otra permanecía calma.

La luna comenzó a levantarse, mostrando primero un pequeño extremo por encima del horizonte. Lenta e indecisa, emergió poco a poco del agua para elevar cada vez más alto su largo disco rodeado de una aureola púrpura.

—Hay que andar, capitán —me cuchicheó Dersu por segunda vez.

Descendimos al valle, donde hicimos alto en medio de un encinar despejado en cuanto encontramos agua. Dersu nos hizo cortar la hierba a fin de preservar el campamento y se puso a preparar un nuevo incendio para contrarrestar el de la selva. La hierba seca y las hojas muertas se inflamaron como la pólvora. El fuego se esparció rápidamente, sin obedecer siempre a la dirección del viento. Los bosques tomaron un aspecto fantástico y yo seguí con interés la marcha de las llamas. Estas lamían el follaje con una cierta lentitud, pero daban saltos súbitos cuando alcanzaban la hierba. El calor hacía elevarse en el aire desperdicios secos que volaban ardiendo. El fuego se propagaba así cada vez más. Cuando llegó a las zarzas, una llama inmensa se elevó ruidosamente. Había en la proximidad un abedul amarillo cuya corteza colgaba en jirones. Instantáneamente, se transformó por entero en una antorcha, pero esto no duró más que un momento, apagándose a continuación la corteza consumida. Viejos árboles con la médula seca se quemaban sin tambalearse. Pasado el fuego, hilillos de humo blanco montaban de aquí y de allá provenientes de tizones que ardían por tierra.

Los animales y los pájaros, asustados, buscaban su salvación en la fuga. Una liebre pasó a mi lado; una ardilla saltaba sobre el ramaje caído que comenzaba a inflamarse. Un pájaro carpintero de plumaje abigarrado, se lanzaba de árbol en árbol con gritos estridentes. Yo iba cada vez más lejos siguiendo el fuego, sin temor a perderme. Avancé hasta el momento en que mi estómago me recordó que era tiempo de entrar. Suponía que la hoguera me indicaría el emplazamiento de nuestro campo. Pero cuando me volví, vi muchos fuegos distintos: era la madera de las ramas desgajadas la que acababa de consumirse. No pude distinguir cuál de aquellos fuegos era el nuestro. Como uno me parecía más importante que los otros, me dirigí hacia allí, pero era simplemente un tocón seco que estaba en llamas. La misma aventura se repitió aún. Continué así, pasando de un fuego a otro, sin encontrar el campamento. Me puse entonces a gritar y una respuesta me llegó del lado completamente opuesto. Di de nuevo media vuelta y acerté pronto a reunirme con los míos.

Las apreciaciones del golderan justificadas. Durante la segunda mitad de la noche, el fuego progresó directamente de nuestro lado, pero se alejó, falto de cualquier presa que pudiera consumir. Contrariamente a las previsiones, la noche fue cálida, a pesar del cielo sin nubes. Acostumbrado a dirigirme a Dersu en cada circunstancia que me parecía incomprensible, lo consulté también en esta ocasión, seguro de obtener una explicación satisfactoria.

—La helada es ahora impotente —me respondió—. Mira, capitán, hay mucho humo en todo alrededor.

Me acordé entonces de que los jardineros tenían la costumbre de ahumar sus cultivos para preservarlos contra las heladas matinales.

Al día siguiente, vimos un ciervo pastando cerca de un montón de ramas secas que ardían todavía. El animal lo franqueó tranquilamente para ir a morder lo que quedaba allí de una zarza. Los incendios frecuentes habían, aparentemente, familiarizado tan bien a las bestias con el fuego que ya no lo temían.


17




Fuego en el bosque


Durante la jornada, Dersu encontró sobre el sendero huellas humanas que escrutó con atención. Recogió en alguna parte una colilla y un pedacito de tela china azul. En su opinión, dos hombres habían pasado por allí. Pero no eran chinos trabajadores, sino gente desocupada, ya que un pedazo de trapo completamente nuevo, por estar simplemente manchado, no lo hubiera arrojado ciertamente un trabajador; éste hubiera guardado incluso un viejo trapo hasta que estuviera completamente usado. Además, los trabajadores fuman en pipa; los cigarrillos son demasiado costosos para ellos. Dersu prosiguió sus observaciones y encontró el lugar donde los dos paseantes habían reposado y donde uno de ellos había cambiado de calzado. Un cartucho caído en el suelo permitió establecer que aquellos chinos estaban provistos de carabinas. Hallazgos más variados se hicieron en el curso de nuestra marcha. El goldse detuvo súbitamente.

—Otros dos hombres han marchado por aquí —dijo—. Esto hace cuatro en total. Pienso que son hombres malos.

Después de haber deliberado, decidimos abandonar el sendero para adentrarnos en plena taiga. Habiendo escalado la primera altura que se presentaba, miramos todo alrededor. Al frente, a algunos kilómetros, aparecía la bahía de Plastoun; a nuestra izquierda, se levantaba una cresta elevada; detrás nuestro, estaba el lago de Dolgoyé, y, finalmente, a nuestra derecha, se veía una serie de colinas cortadas por las aguas, más allá de las cuales se extendía el mar.

No viendo nada sospechoso pensé en volver al sendero, pero Dersu me aconsejó descender hacia un pequeño arroyo que corría en dirección norte y seguirlo hasta el río. Después de una hora de marcha, llegamos a los linderos del bosque. El goldnos dijo que esperáramos su regreso para reconocer el país.

Al acercarse el crepúsculo, el pantano se tiñó de un amarillo leonado monótono, y se transformó en un desierto inanimado. Las montañas se revistieron con el velo azul de la niebla vespertina y se ensombrecieron. Pero a medida que se hizo más oscuro, el resplandor rojizo del cielo, producido por el fuego del bosque, se hizo más y más deslumbrador. Así pasó una hora, y después otra, sin que el goldregresara. Comencé a inquietarme.

De repente, se escuchó a lo lejos un grito, al que siguieron primero cuatro disparos de fusil, después otro grito y, por fin, una nueva detonación. Mi primer impulso fue correr en aquella dirección, pero me dije que eso no conduciría más que a una dispersión de nuestras fuerzas. De hecho, el goldvolvió al cabo de unos veinte minutos. Con aspecto muy alarmado, nos contó lo más brevemente posible lo que acababa de sucederle.

Marchando sobre las huellas de cuatro desconocidos, llegó a la bahía de Plastoun. Allí, vio una tienda donde había una veintena de chinos armados. Reconociendo en ellos a hundhuzes,se dio prisa para deslizarse en la maleza y volver hacia nosotros, pero un perro lo husmeó y se puso a ladrar. Tres chinos cogieron sus armas y corrieron en su persecución. Al huir, Dersu se atascó en el suelo movedizo de un pantano. Los hundhuzesle gritaron que se detuviera e hicieron fuego. Habiendo llegado a un lugar seco que le permitía arrodillarse, el goldapuntó bien e hizo fuego a su vez. Entonces, vio claramente a uno de sus atacantes que se desplomaba. Como los otros dos se quedaron cerca de su compañero, Dersu pudo reemprender su carrera. Pero, para engañar a los hundhuzes,se largó a propósito, mientras estos hombres pudieran seguirlo con la mirada, en una dirección opuesta a aquella en que nosotros estábamos acantonados y volvió hacia nosotros recorriendo todo un circuito.

—Los hundhuzesme han hecho un agujerito en la camisa —dijo, mostrando su chaqueta agujereada por una bala. Para concluir su relato, agregó aún esta reflexión—: Debemos marcharnos rápidamente.

A continuación, cargó su mochila a la espalda.

Avanzamos con precaución, absteniéndonos de hacer ruido. El goldevitó seguir senderos y nos condujo por escarpaduras arenosas, costeando el lecho desecado de un torrente. Hacia las diez de la noche, llegamos al río Yodzy-khé; pero en lugar de entrar en las fanzas,nos instalamos al aire libre. Por la noche, tuve mucho frío y me envolví lo mejor que pude en una lona de tienda. Pero la humedad se infiltraba por todas partes y nadie cerró los ojos. Esperamos con impaciencia el alba, pero, como a propósito, el tiempo se hizo particularmente largo.

Cuando apareció la luz, nos volvimos a poner en ruta. Dersu estimó de nuevo que era preferible no servirnos del sendero y adentrarnos en la montaña. Así se hizo. Vadeamos el río, encontramos a continuación un sendero y estábamos a punto de deslizamos en las altas hierbas, cuando un udehé,carabina en mano, salió de la maleza y se encontró frente a frente con nuestro destacamento. Al principio, se asustó y nos dio a su vez bastante miedo; pero cuando advirtió mi gorra de oficial, sacó de su bolsillo interior un pliego que se apresuró a entregarme. Era una carta por la cual se me informaba que una compañía de cazadores mandada por el jefe chino Tchan-Bao, acababa de abandonar el río Sanhobé, en persecución de los hundhuzes.Mientras leía este mensaje, Dersu y el udehése plantearon una serie de preguntas. Supimos así que Tchan-Bao y sus treinta cazadores habían pasado la noche no lejos de nosotros y debían llegar probablemente dentro de poco al Yodzy-khé. En efecto, los encontramos unos veinte minutos más tarde.

Tchan-Bao, que debía tener unos cuarenta y cinco años, era de talla robusta y llevaba la ropa azul tan corriente en China, si bien la suya estaba un poco más limpia que la de un obrero ordinario. Su rostro móvil traicionaba las pruebas que había sufrido. Su bigote negro, un poco canoso ya, le caía a los lados, al estilo chino. El rostro de este hombre, con sus ojos negros que chispeaban de gracia y la sonrisa que no desaparecía de sus labios, sabía, sin embargo, guardar siempre sus buenos modales. Antes de dar cualquier respuesta, meditaba lo que tenía que decir y hablaba suavemente, sin prisas.

El destacamento que comandaba Tchan-Bao se componía de chinos y de udehés.Eran todos jóvenes, musculosos, sólidos y bien armados. Noté en seguida la disciplina rigurosa que reinaba en esta tropa: Todas las órdenes del jefe eran rápidamente ejecutadas, sin que tuviera jamás necesidad de repetirlas. Tchan-Bao me saludó con corrección y dignidad. Cuando supo que Dersu había sido atacado por la noche por los hundhuzes,le preguntó en detalle dónde había pasado aquello y esbozó con una varita un croquis topográfico sobre la mesa.

Supimos que el grupo de bandidos encontrados en nuestro camino se había servido de barcos para llegar a la bahía de Plastoun, con la intención de saquear las embarcaciones acostumbradas a refugiarse allí por el mal tiempo.

Una vez obtenidas las informaciones necesarias, Tchan-Bao declaró que tenía prisa por partir, pero que volvería al río Sanhobé dentro de dos o tres días. A continuación se despidió de mí y continuó su camino a la cabeza de su destacamento.

No teníamos ya que escondernos de los chinos, así que entramos en la primera fanzapara tomar el té y acostarnos. Alrededor de esta casa, habitada por chinos, no había ni huertos ni campos labrados. Pero la mirada penetrante del goldpercibió una sierra rectangular, hachas de grandes mangos, cestas hechas en cáñamo trenzado y largas kangs—,cuyo número no respondía al de los habitantes de la fanza.Supimos que estos chinos se ocupaban de recoger los champiñones de los árboles y los líquenes de las piedras. Los champiñones, que no se recogen más que sobre las encinas, tienen un aroma especial y contienen mucha agua. Para cultivarlos, los chinos abaten una cantidad de encinas. Cuando estos árboles comienzan a pudrirse crecen en ellos champiñones cuya apariencia es la de los corales blancos y que los chinos llaman tu-eres.Después de haberlos recogido, los dejan secar, primero al sol y más tarde en el interior de la fanza,poniéndolos luego en kangsbien calientes.

Por su parte, los líquenes tienen el tono verde oscuro de una aceituna, pero se hacen negros después del secado. Los chinos los llaman chihei-pi,lo que significa «piel de piedra». Se los arranca de las rocas calcáreas y esquistosas para embalarlos en cestas trenzadas y enviarlos a Vladivostok en calidad de golosina selecta.

Los chinos están dotados de un espíritu de empresa que no deja de sorprender. Unos cazan el ciervo, otros buscan el gin-seng,los otros acosan a las cibelinas. Después vienen los que se procuran la sustancia olorosa que proporcionan los «almizcleros»; a continuación, los pescadores de coles marinas, de cangrejos y de trepangs [24].

Hay también cultivadores de adormidera, de la cual se saca el opio. Cada fanzarepresenta alguna industria nueva, que puede consistir en pesar perlas, producir algún aceite vegetal, fabricar hanchineo recoger raíces de astrágalo. En resumen, no es posible enumerar todas estas profesiones especiales.

La jornada nos había fatigado de tal manera que no fuimos más lejos, decididos a quedarnos allí por la noche. El interior de la fanzaera limpio y cuidado. Los chinos, hospitalarios, nos cedieron sus camas y se esforzaron en prestarnos todas las atenciones posibles. Fuera, estaba sombrío y frío; el ruido de las olas nos llegaba del mar, pero la casa era cálida y confortable. Por la noche, los chinos nos ofrecieron la «piel de piedra». Pero estos líquenes viscosos, de color castaño oscuro, no tenían ningún gusto, se pegaban a los dientes como cola de pescado y no podían realmente parecer apetitosos más que a los chinos.

Nuestros huéspedes nos dijeron que necesitábamos más de un día para llegar al Sanhobé. Como queríamos llegar antes de la puesta del sol, partimos al día siguiente, temprano. El río Sanhobé representaba el último límite del recorrido que planeábamos a lo largo de la costa. De allí, debíamos andar hacia el Sijote-Alin, y a continuación ir a la orilla del Iman. Se decidió, después de algunas consultas, que nos quedaríamos cerca del Sanhobé el tiempo necesario para restaurar nuestras fuerzas y equiparnos con vistas a una campaña de invierno. El caso era que la proximidad de las heladas hacía muy difícil el aprovisionamiento para los caballos. Así que reexpedí todos los animales y una parte del destacamento hacia la bahía de Santa Olga. Para emprender la campaña de invierno a través del Sijote-Alin, no quedaron más que seis hombres y yo, que hacía el séptimo.

Tchan-Bao, que había regresado la misma noche, nos informó que él no había encontrado a los hundhuzesen la bahía de Plastou. Después de su ataque contra Dersu, habían subido a bordo de una barca y se largaron, aparentemente hacia el sur.

Los tres días siguientes, del 28 al 30 de septiembre, me dediqué a establecer nuestros itinerarios, a redactar notas en mis diarios de ruta y a escribir cartas. Los cosacos abatieron un ciervo del cual hicieron secar la carne, mientras se ocupaban de preparar su calzado de invierno. No queriendo en absoluto distraerlos de su tarea, no les hice participar de mis excursiones a los alrededores.

El río Sanhobé nace de la confluencia de dos cursos de agua: el Sitza y el Duntza, que son de la misma importancia. Las informaciones que pude obtener me hicieron considerar la oportunidad de una marcha hacia el Iman, a lo largo del Duntza. En consecuencia quise explorar primero, mientras tuviera tiempo libre, el río Sitza. El primero de octubre, Dersu y yo, con las mochilas a la espalda, abandonamos nuestro «cuartel general». A mitad de camino entre el mar y la confluencia de los dos ríos, se encuentra el peñón de Dah-Laza. La leyenda afirma que un viejo chino habría encontrado un día, cerca del peñón, un gin-sengde dimensiones enormes; cuando la raíz fue llevada a la fanza,se habría producido un terremoto, en el curso del cual todo el mundo habría escuchado que el peñón gemía durante la noche. Según los chinos, el río Sanhobé forma el límite norte hasta donde puede crecer el gin-seng,que nadie ha encontrado más allá de esta corriente de agua. La cuenca inferior del Sitza representa una región de vallecitos rodeados de altas montañas. Allí crecen bosques magníficos, donde se encuentran muchos cedros. Cerca del río, un caminante no muy emprendedor había abatido los troncos, de los cuales no pudo, sin embargo, exportar más que la cuarta parte, y todo el resto tuvo forzosamente que ser abandonado sobre el lugar. Árboles gigantes, en el momento de caer, habían abatido una gran cantidad de otros árboles, que no estaban destinados a la explotación. Como resultado, hay allí más madera estropeada y seca que árboles verdeantes. Así que no se puede franquear este bosque por donde se quiere. Cuando tratamos una vez de apartarnos del sendero... no dimos más que unos pasos y nos enredamos en un montón de árboles abatidos del cual nos costó mucho trabajo salir. El sendero atraviesa aproximadamente por el centro del bosque. Para trazarlo, había sido necesario aplicar muchos esfuerzos y estropear no pocas sierras y hachas. Encontramos cada vez más raramente pistas humanas, pero las de fieras se hicieron cada vez más numerosas. Dersu avanzaba en silencio y observaba los alrededores con mirada indiferente. Yo me extasiaba delante del paisaje, mientras que el goldexaminaba cualquier pequeña rama rota, sabiendo establecer, de acuerdo con su posición, la dirección que había seguido el paseante. Igualmente, definía el tiempo del pasaje, según el aspecto más o menos reciente de la rotura, y podía adivinar la clase de calzado, etc. Cada vez que yo no alcanzaba a comprender algo, o expresaba alguna duda, Dersu me repetía:

—¿Cómo no lo comprendes, después de haber marchado tantos años por la montaña?

Todo lo que para mí era incomprensible, le parecía a él simple y claro. A veces le sucedía encontrar pistas en un lugar donde yo no podía percibir nada, a pesar de todos mis esfuerzos. Él, por el contrario, sabía notar que había pasado por allí una vieja cierva con su cría de un año. Estos dos animales —explicaba– habían ramoneado brotes de espírea (reina de los prados), pero habían huido precipitadamente, asustados, según las apariencias, por algo. Estas observaciones no las hacía por vanidad, ya que nos conocíamos demasiado íntimamente para eso. Dersu las exponía simplemente por ese hábito inveterado de no descuidar ningún detalle y de considerarlo todo con atención. Si él no se hubiera aplicado desde su infancia a estudiar las pistas, hacía tiempo que se hubiera muerto de hambre. Burlándose levemente de mí, Dersu sacudía la cabeza y me decía:

—Mira, tú eres un verdadero niño; te paseas con la cabeza colgando, sin ver nada, a pesar de tus ojos, y sin comprender las cosas. ¡Están bien los ciudadanos en su ciudad! Allí no tienen ninguna necesidad de cazar el ciervo; si quieren comerlo, lo compran. Pero cuando viven solos en la montaña perecen.

A decir verdad, tenía razón. Miles de peligros acechan al viajero solitario en la taiga, y no se puede salir victorioso de esta lucha constante más que sabiendo conocer las pistas.

En el curso de este trayecto, tuve la mala suerte de poner el pie sobre un árbol espinoso. Una espina perforó mi calzado y me pinchó en la planta del pie. Me descalcé rápidamente y retiré la espina, pero seguramente no la saqué entera; un pequeño trozo había quedado probablemente en la herida. Al día siguiente, tuve mal en el pie y pedí a Dersu que examinara mi herida, cuyos bordes estaban ya inflamados. Continué andando aquel día. Por la noche, el dolor aumentó y no pude cerrar los ojos hasta el alba. Por la mañana, una gran llaga apareció claramente en mi pie. Sin embargo, la falta de provisiones nos forzaba a avanzar. No teníamos más pan y no vivíamos más que del producto de la caza. Todo lo que poseíamos en cuestión de vendajes y medicamentos había quedado en el campo. Nos arriesgábamos a ser sorprendidos en la taiga por el mal tiempo y no se podía prever cuántos días iba yo a pasar eventualmente sin moverme. Así que decidí avanzar, por más dolor que aquello pudiera causarme. Pero únicamente mi pie derecho me servía de apoyo firme, pues el izquierdo no hacía más que arrastrarse. Dersu tomó su fusil y mis dos bolsas. Cuando se trataba de descender al fondo de un barranco, me sostenía y se desvivía por aligerar mis sufrimientos. Tuvimos así mucha dificultad para franquear justo ocho kilómetros en el curso de la jornada entera y nos quedaban aún veinticuatro para llegar hasta el campamento.

Por la noche, yo tuve el pie extremadamente malo, y la planta entera estaba entonces hinchada. Me preguntaba si podría aún arrastrarme, aunque sólo fuera para llegar a la primera fanza.Dersu parecía preocupado por el mismo pensamiento. Miraba a menudo el cielo, lo que me hizo creer que esperaba la lluvia. Pero tenía en realidad preocupaciones de otro orden. En verdad, el cielo estaba cubierto de una bruma que se espesaba cada vez más. La luna no estaba más que en primer cuarto creciente, pero su superficie, en vez de ser luminosa como de ordinario, era de un color mate y desaparecía a veces enteramente. De repente, un resplandor rojizo vino a aparecer por encima de la cresta de las montañas.

—Hay humo en abundancia —observó mi compañero.

Los primeros rayos del sol nos encontraron ya de pie. De todos modos, yo era incapaz de dormir y debía avanzar mientras me quedara la menor posibilidad. Jamás olvidaré esta jornada. Al cabo de una centena de pasos, estaba obligado a volver a sentarme en tierra. Para aliviar la presión de mi calzado, deshice simplemente las costuras. La selva donde entramos bien pronto estaba obstruida por los árboles abatidos y completamente envuelta en humo. A cincuenta pasos, no se podía ya distinguir los árboles.

—Capitán, hay que darse prisa —insistía Dersu—. Yo sigo teniendo miedo. No es la hierba la que se quema, es el bosque.

Reuniendo mis últimas fuerzas continué avanzando, metiéndome a cuatro patas cuando había que escalar la menor cuesta. Cada raíz, una piña, una piedrecita o un tallo tierno sobre el cual apoyaba por precaución mi pie herido, me obligaba a dar un grito de dolor y extenderme por tierra. El humo, por su parte, venía a irritarnos el gaznate y nos hacía la marcha más y más difícil. Parecía evidente que no tendríamos tiempo de franquear ese montón de árboles abatidos, secados por el sol y el viento, y que no anticipaban más que una inmensa hoguera.

Se sabe que una gran llama acaba por crear un torbellino. La oreja experimentada de Dersu supo pronto percibir el rumor de ese peligro que se aproximaba. La única salvación consistía en ganar la orilla opuesta de la corriente de agua. Pero, para hacerlo, había que tener aplomo en las piernas, lo que para mí era imposible. ¿Qué hacer, entonces? Dersu, sin decir una palabra, me tomó súbitamente en sus brazos y atravesó así el vado del río. Del otro lado, se extendía un espacio bastante ancho y pedregoso. Depositándome al borde del lago, el goldcorrió aún a buscar nuestros fusiles, pero el humo, que se había hecho muy espeso, me impedía ver cualquier cosa.

Cuando recobré mis sentidos, Dersu reposaba a mi lado sobre los guijarros, protegiéndonos a los dos una lona húmeda. Las chispas caían sobre esta cobertura y la humareda acre no nos permitía apenas respirar. Era la primera vez en mi vida que veía un incendio de bosque tan terrible. Cedros enormes, prendidos por las llamas, se quemaban como antorchas. Por otra parte, a ras del suelo, había un verdadero mar de fuego: hierbas secas, hojas muertas, madera desgajada, todo se consumía a la vez. Al mismo tiempo, se veían los árboles verdeantes estallar bajo la acción del calor, escuchándose una especie de gemidos. La humareda amarilla subía en grandes torbellinos al cielo. Olas de fuego corrían por tierra, lamiendo sus llamas los troncos de los árboles y las piedras completamente enrojecidas.

De repente, el viento cambió de dirección, separando la cortina de humo. Dersu se enderezó y me obligó a ponerme de pie. Traté de andar sobre los guijarros pero noté en seguida que esto sobrepasaba mis fuerzas. Mi talón, sobre el cual me apoyaba principalmente durante las últimas marchas, se encontraba fuertemente desollado. Por otra parte, mi pierna sana estaba muy fatigada y experimentaba dolores en la rodilla. Cuando el goldcomprendió que no podía ya avanzar, me levantó la tienda y trajo madera, declarando que iba a procurarme un caballo en casa de los chinos. Era el único medio de salir de la taiga. Así que Dersu partió, dejándome solo.

Las llamas continuaban torbellineando del otro lado del río. Multitud de chispas iluminaban la humareda, que se agitaba en el cielo. El fuego no cesaba de propagarse. Los árboles ardían a una cadencia desigual. Vi un jabalí atravesar torpemente la corriente de agua y a un pico-negro revolotear de árbol en árbol como un loco. A los gritos incesantes de un cascanueces, respondí con mis propios gemidos. Después, vino la oscuridad. Comprendí que Dersu no podía ya volver la misma noche. Como mi pie enfermo se había hinchado mucho, me lo desnudé y palpé el absceso. Había madurado bien, pero la piel de la planta estaba endurecida por las largas marchas y no podía reventar. Acordándome de que tenía un cortaplumas, me puse a afilarlo con la ayuda de piedras. Después añadí leños al fuego, esperé a que estuviesen bien inflamados y abrí la llaga. El dolor me nubló por un momento la vista. La sangre negra y el pus brotaron de la herida en espesa masa. Esfuerzos extremos me permitieron reptar hasta el agua para lavar mi herida, sirviéndome de una manga que arranqué a mi camisa. Hecho esto, puse una compresa en mi pie y volví hacia la hoguera. Al cabo de una hora, sentí un alivio; aunque el dolor persistía, era menos fuerte que antes.

El resplandor rojizo del incendio se veía ahora por el lado donde se habían corrido las grandes llamas. En la proximidad, las luces centelleaban todavía en la selva, proviniendo de los árboles abatidos que acababan de consumirse. Me quedé largo rato sentado bajo la tienda y pasé suavemente la mano sobre mi pie enfermo. Reconfortado por el fuego de la hoguera, me adormecí poco a poco.

Cuando me desperté vi a Dersu acompañado de un chino. Me encontraba abrigado por una manta; una tetera estaba suspendida por encima del fuego y al lado había un caballo ensillado. Mi dolor se había calmado, la hinchazón había empezado a disminuir. Lavé aún mi herida con agua caliente, tomé té y un poco de aquel pan seco cocido al estilo chino, sin levadura, y después me vestí. Dersu y mi compañero me ayudaron a izarme sobre el caballo y nos volvimos a poner en ruta.

El incendio se había alejado durante la noche, pero la selva estaba aún envuelta en humo. Tuve que estar inmovilizado hasta el momento en que mi herida se cicatrizó completamente. Al cabo de tres días, pude marchar de nuevo y una semana bastó para restablecerme completamente. Entretanto, Tchan-Bao me hizo varias visitas.

Observando a los chinos, noté la popularidad que rodeaba a este hombre en su medio. Sus palabras se propagaban de boca en boca. Todas sus órdenes eran ejecutadas de buen grado y sin dilación. Aunque mucha gente venía a consultarlo, parecía que no había jamás un asunto, por complicado que fuera, al cual no pudiera él encontrar solución.

Pero Dersu, no obstante, pasaba todas sus jornadas en casa de sus amigos indígenas. Encontró en aquel país a un anciano que él había conocido ya en su juventud. Por otra parte, tuvo tiempo de trabar conocimiento con todos y estuvo invitado en todas las fanzas.


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