355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Арсеньев » Dersu Uzala » Текст книги (страница 17)
Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



сообщить о нарушении

Текущая страница: 17 (всего у книги 21 страниц)

Al día siguiente, 13 de octubre, Dersu se sintió un poco reconfortado por el sueño, mientras yo seguía tan extenuado como antes. Pero no podíamos quedarnos en el lugar, ya que no nos quedaba ni una miga de pan. Así que nos levantamos con dificultad para continuar descendiendo penosamente el curso de agua.

El valle se ensanchó poco a poco. Habíamos dejado ya los espacios cubiertos de árboles abatidos o quemados. Por otra parte, en lugar de abetos, cedros y pinos, encontrábamos, cada vez más a menudo, abedules y sauces blancos, así como plantas diversas y enormes, algunas de las cuales tenían dimensiones de árboles y podían servir como madera de construcción. Yo andaba con fatiga, como un beodo. Dersu, por su parte, debió hacer esfuerzos extremos para continuar el camino. A nuestra izquierda se elevaban grandes peñascos, que nos obligaban a pasar de vez en cuando a la otra orilla, facilitándose la travesía por la división del curso de agua en ocho canales. Dersu hizo todo lo posible por estimularme, si bien la expresión de su rostro traicionaba sus propios sufrimientos.

Kanza(gaviota) —exclamó súbitamente, indicándome una vaga silueta blanca revoloteando en el cielo—. El mar ya no está lejos.

La esperanza de llegar pronto al término de todos estos sufrimientos me volvió a dar fuerzas. Sin embargo, tuvimos aún que volver a pasar a la orilla izquierda del Kuliumbé, que no ofrecía de nuevo más que un solo lecho. Un gran alerce arrojado a través del río vacilaba tan fuertemente, que perdimos mucho tiempo en efectuar ese pasaje. Dersu comenzó por transportar nuestros fusiles y mochilas y volvió para ayudarme durante el trayecto. Acabamos por reposar en la linde de un bosque de encinas, que crecían al pie de un acantilado. El mar estaba a un kilómetro y medio. Pero fue necesario reunir el resto de nuestras fuerzas para poder franquear esta distancia. Los cardos y la maleza se hicieron pronto más escasos y vimos centellear el mar. Nuestro penoso viaje había terminado. Dentro de poco contábamos con encontrar las provisiones aportadas por nuestros soldados, para inmovilizarnos a continuación hasta nuestro completo restablecimiento. A las seis de la tarde, llegamos al peñón de Van-Sine-Laza. Pero, ¡cuál no fue nuestra decepción al no encontrar allí las vituallas esperadas! Registramos todos los rincones, caminando por todos lados entre las ramas desgajadas y las grandes piedras: ¡no había nada! Una sola esperanza subsistía aún y era que los tiradores hubieran dejado nuestras provisiones al otro extremo del peñón. El goldtomó la iniciativa de ir y trepó penosamente por él. Pero, llegado a la cornisa, encontró el peligroso sendero cubierto de hielo y no se decidió a avanzar más allá. Por otra parte, pudo observar desde aquella altura la costa entera y no percibió nada en absoluto. Volvió a descender junto a mí y me comunicó la triste nueva, tratando en seguida de consolarme:

—Está bien, capitán —dijo—; en el litoral siempre se puede encontrar de comer.

Al ir hacia la orilla del mar, dimos vuelta a una piedra. Salieron de debajo de ella una cantidad de cangrejitos, que se escaparon en abanico para esconderse bajo otras piedras. Atrapándolos con nuestras manos, recogimos pronto dos docenas, sin contar los mariscos y un centenar de mejillones marinos. Después, elegimos un buen lugar para acampar e hicimos un gran fuego. Comimos los mariscos y los mejillones crudos, prefiriendo en cambio hervir los cangrejos. La comida no fue copiosa pero sí suficiente para aplacar las primeras embestidas del hambre.

Aunque no tenía ya más fiebre, mi agotamiento seguía siendo el mismo. Dersu, que quería ir a cazar de buena mañana, se acostó primero. Derrengado por el trayecto y debilitado por la fiebre, me reuní pronto con él y no tardé en dormirme.

El alba iluminaba apenas con su incierto resplandor el mar en calma y la costa desierta y nuestra hoguera se había casi extinguido, cuando despertó al gold;los dos a una soplamos sobre los tizones.

En ese momento, escuché a lo lejos dos sonidos seguidos, que más bien parecían aullidos.

—Es un ciervo —dije a mi compañero—. Ve pronto, quizá tengas suerte.

Dersu se vistió en silencio, pero se detuvo para reflexionar, y a continuación dejó caer esta observación:

—No, no es un ciervo. No pueden bramar en esta estación.

Los sonidos se repitieron otra vez y entonces pudimos distinguir netamente que venían del lado del mar. Creí reconocerlos, sin acordarme de dónde los había escuchado antes. Sentado frente al gold,volví la espalda al mar. De repente, Dersu saltó de su sitio y me dijo, con la mano tendida hacia delante:

—¡Mira, capitán!

Me volví y vi el torpedero Grozny,que doblaba el cabo vecino. Sin concertarnos, disparamos al aire dos tiros de fusil y saltamos hacia la hoguera para arrojar en ella unas hierbas, que hicieron elevarse un humo blanco.

El torpedero lanzó una serie de pitidos penetrantes y cambió de dirección para acercarse a nosotros, o sea que habíamos sido percibidos. Nos sentimos muy contentos, como si nos hubieran quitado un peso de encima.

Unos minutos después, éramos acogidos con hospitalidad por el comandante del Grozny.Nos enteramos de que volvía de las islas Chantar y había hecho escala en el estuario del Amagú, donde M. Merzliakov le señaló mi partida para la montaña y mi intención de volver hacia el mar en los alrededores del Kuliumbé. Por otra parte, el comandante sabía por los viejos creyentes que el udehéSalé y los dos soldados encargados de aportar provisiones hacia el peñón de Van-Sine-Laza, habían sido sorprendidos por una tempestad y que su barco se había estrellado contra los escollos, yéndose a pique toda la carga. Entonces, volvieron a partir en seguida por el Amagú, a fin de aprovisionarse de nuevo y venir a nuestro encuentro una segunda vez. El comandante resolvió a continuación ir a buscarnos. Después de llegar por la noche al estuario del Takema, viró de bordo y finalizó a esa hora matinal, en la desembocadura del Kuliumbé, haciendo funcionar la sirena, cuyo ulular había tomado yo por bramidos de ciervo.

Una comida copiosa y un buen té nos hicieron olvidar por unos momentos que llegábamos ya al Amagú. Volví a ver a M. Merzliakov, quejándose de reumatismo y pidiéndome permiso para ir a Vladivostok. Consentí de buen grado e hice partir con él a dos tiradores, a los que encargué traer provisiones y ropas de abrigo, viniendo al encuentro nuestro a lo largo del río Bikine.

Una hora después, el Groznyse preparó a levar anclas. Yo permanecí en la orilla, siguiendo con la mirada al comandante. Este, desde su puente, me saludó agitando su gorra.

En nuestro reducido destacamento no quedaban entonces, excepto yo mismo, más que Dersu, Tchan-Bao y cuatro tiradores que no querían volver a Vladivostok, prefiriendo quedar vinculados hasta el fin a la expedición.


26




El curso inferior del Kussún


Dediqué los cinco días siguientes a reposar un poco y a preparar nuestra marcha hacia el norte, a lo largo del litoral. El invierno se aproximaba. El hermoso follaje del estío no ofrecía más que desperdicios apilándose sobre el suelo en montones grises y amarillos; los árboles se levantaban como esqueletos despojados en la selva inanimada. Como se hacía cada vez más difícil alimentar a los mulos, decidí confiarlos hasta la primavera al cuidado de los viejos creyentes.

Partimos la mañana del 20 de octubre y no alcanzamos el río hasta las dos de la tarde. Un viento bastante fuerte, que venía del lado del mar, levantaba olas que se estrellaban ruidosamente sobre la orilla y derramaban su espuma sobre la arena. Un banco se extendía desde el estuario hacia el mar. Metiéndome allí por distracción, sentí como un peso a mis pies. Cuando quise retroceder, me fue imposible moverme; lentamente; me hundía en el agua.

—¡Arenas movedizas! —grité aterrado, tratando de apoyarme sobre mi fusil; pero éste se hundió también.

Los soldados no comprendían nada y miraban con aire perplejo mis extraños gestos. Por el contrario, Dersu y Tchan-Bao vinieron a socorrerme; el primero, para tenderme su tridente; el segundo, para arrojar sobre la arena pedazos de madera. Yo me aferré con la mano a una rama y acerté a sacar un pie detrás del otro, llegando así a ganar penosamente el suelo firme. Tchan-Bao me explicó que esas arenas movedizas eran muy frecuentes sobre el litoral. Las olas ablandaban el suelo arenoso y lo volvían peligroso para el caminante. Por otra parte, después de una calma momentánea del mar, el mismo terreno se afirmaba hasta el punto de poder sostener no solamente a un hombre sino también a un caballo con su carga. No teniendo otra alternativa, debimos esperar que se cumpliese el viejo refrán: después de la tempestad, viene la calma.

El mar se calmó, en efecto, en el curso de la noche, y yo comprobé al día siguiente por la mañana la exactitud de las palabras de Tchan-Bao: la arena se había hecho tan sólida que nuestros pies no dejaban la menor huella. Nuestro sendero nos llevó al borde de un gran acantilado, resto de una antigua terraza ribereña. Como por allí no había ya más árboles ni maleza, vimos extenderse frente a nosotros el vasto valle del Kussún. Enfrente, a un kilómetro apenas, aparecían algunas fanzaschinas. Cuando, tras un largo trayecto, encontramos viviendas, los hombres y los caballos aceleraron el paso.

Mi perra corría a la cabeza, examinando con atención los matorrales que bordeaban el camino. Pronto llegamos a unos campos cuyo trigo estaba ya cosechado y almacenado. De repente, Alpase detuvo al acecho. «¿Serán faisanes?», pensé, empuñando mi fusil. Pero noté que el animal estaba muy desconcertado y se volvía a menudo como para pedirme si debía o no continuar su caza. Cuando le hice un signo afirmativo, avanzó con precaución, olfateando el aire. Pude comprender por su actitud, que no debía tratarse de faisanes sino de otra cosa. Y he ahí que tres pájaros se elevaron ruidosamente. Hice fuego y fallé el tiro. Estos pájaros tenían sin embargo movimientos demasiado pesados, batiendo rápidamente las alas y volviendo a descender a tierra en un vuelo bastante torpe. Les seguí con la mirada y observé que se posaban en el patio más próximo de una de las fanzas:eran gallinas ordinarias, obligadas a buscar su alimento en los campos, lejos de su gallinero, ya que los indígenas no lo tenían en sus casas.

Nuestro camino nos llevó, en seguimiento de las gallinas, hacia la fanzade un viejo udehéllamado Lurl. Su familia se componía de cinco hombres y cuatro mujeres. Los indígenas de esta región no se ocupan por sí mismos de sus huertos, prefiriendo contratar para esta tarea a hortelanos chinos. Sus ropas son medio chinas, medio udehésy el lenguaje que hablan es habitualmente el chino, pero recurren a su propio idioma para contarse sus secretos. Hacía unos cuarenta años, los udehéshabían pululado sobre el litoral. Según una frase pintoresca del viejo Lurl, los cisnes blancos se volvían negros durante su vuelo desde el Kussún a la bahía de Santa Olga, como consecuencia del humo que salía de las tiendas de todo el poblado.

Sobre la orilla del Kussún encontramos un viejo remero manchú que respondía al nombre de Khei-Ba-Tú, que significa «el decano marítimo». Era un marino hábil, habituado desde su infancia a navegar por el Mar del Japón. Su padre, que se ocupaba igualmente de trabajos marítimos, había enseñado la navegación al hijo adolescente. Este, instalado anteriormente sobre la costa meridional de la región ussuriana, se había trasladado en aquellos últimos años hacia el norte. Tchan-Bao persuadió a aquel viejo para que nos acompañase a lo largo del litoral, acordándose que los udehésaportarían al día siguiente nuestros efectos al estuario del Kussún para embarcarlos por la noche a bordo del barco de Khei-Ba-Tú.

Me levanté a primera hora y empecé inmediatamente a organizar la partida, conociendo por experiencia la lentitud de los indígenas para ponerse en ruta, si no se les estimula un poco. No me equivoqué. Los udehésprocedieron primero a reparar sus zapatos y después sus barcos; así que no pudimos partir hasta el mediodía.

En los bordes del Kussún, tuvimos que despedirnos de Tchan-Bao, llamado nuevamente por ciertos motivos hacia Sanhobé. Rehusó toda remuneración pecuniaria y me prometió su ayuda para el año siguiente, si yo volvía por el litoral. Nos estrechamos la mano antes de separarnos y de partir, yo hacia el oeste y él hacia el sur.

En otoño, las jornadas al borde del mar son tan cálidas, que se puede marchar simplemente en camisa; pero por la noche, hay que envolverse en mantas forradas. Ordené, pues, embarcar todas nuestras vestimentas abrigadas para expedirlas por mar; así no teníamos que llevar más que nuestras raciones para un día y nuestras armas. Khei-Ba-Tú debía conducir su barco a la desembocadura del Tahobé, donde nos proponíamos reunimos con él.

Las orillas de ese estuario están cubiertas de una selva rala donde crecen el olmo, el tilo, la encina y el abedul negro. Un poco aguas arriba, aproximadamente a dos kilómetros de la costa, hay espacios más despejados, llanos y aptos para la colonización. Fue allí donde encontramos una pequeña fanzacuyos habitantes me parecieron udehés,si bien por la noche me explicaron que pertenecían a la tribu de los solones.

El aspecto de mis nuevos amigos no los distinguía mucho de otros indígenas ussurianos. Me parecieron solamente un poco más pequeños y huesudos, siendo también más móviles y expansivos. Aquellas gentes hablaban sea el chino sea un dialecto especial donde se mezclaban el solóny el gold.Su vestimenta no difería tampoco de la udehé,siendo quizá menos abigarrada y adornada. La familia de nuestros huéspedes estaba formada por diez miembros. Les preguntamos cómo se habían trasladado desde Manchuria a esta región, y nos hicieron el relato siguiente:

Instalados primero sobre el Sungari, abandonaron ese río y fueron al río Khor, afluente del Ussuri, para cazar allí. Pero cuando las numerosas bandas de hundhuzeshicieron su aparición, el gobierno chino envió tropas para combatir a esos bandidos. La familia de los solonesse encontró entonces entre dos fuegos: por una parte, estaba atacada por los hundhuzesmientras que por la otra las tropas gubernamentales se complacían en ensañarse en todo el mundo, sin distinción. Nuestros amigos huyeron entonces hacia el Bikin, para franquear a continuación el Sijote-Alin e instalarse finalmente sobre la costa.

Nosotros dedicamos las cuatro jornadas siguientes a explorar los ríos Tahobé y Kumukhú. El más joven de nuestros huéspedes, llamado Datzarl, robusto e imberbe, nos ofreció sus servicios de guía. Tenía una actitud orgullosa y consideraba a nuestros tiradores con cierta altanería. No pude dejar de notar la ligereza de su marcha, así como la agilidad y soltura de sus movimientos.

En la mañana del 23 de octubre, nos pusimos en ruta y costeamos la orilla izquierda del curso de agua. Yo marchaba a la cabeza con Dersu y Datzarl; los dos soldados, Zakharov y Arinin, venían a continuación. Una ardilla se cruzó en nuestro camino. Sentada sobre las patas traseras, la cola levantada sobre el lomo, el animalillo roía una piña de cedro. Al acercarnos, trepó rápidamente sobre un árbol, llevándose su comida, y nos miró de arriba a abajo con curiosidad. El solónse deslizó con pasos cautelosos hacia el cedro y golpeó violentamente el tronco con su bastón, dando un grito. La ardilla, atemorizada, dejó caer su piña y trepó aún más arriba. Era lo que esperaba Datzarl; recogiendo la piña, siguió su camino sin ninguna consideración por la bestezuela ofendida. Esta saltaba de rama en rama, agitándose para expresar su protesta contra aquel acto de pillaje cometido en pleno día. Todos nos reímos de buena gana y Dersu resolvió que en adelante recogería nueces según esa moda que no conocía todavía. Pero antes dirigió a la ardilla palabras de consuelo:

—No debes enfadarte. Nosotros andamos por tierra. ¿Cómo podríamos encontrar piñas? Mientras que tú, encaramada allá arriba, estás rodeada de ellas.

Y a continuación señaló con la mano el follaje del gran cedro.

Durante toda la jornada, el aire estuvo velado de bruma; las nubes, tan pronto pesadas y sombrías como vaporosas, cubrían el cielo como un encaje. Las «coronas» que aparecieron alrededor del sol se redujeron cada vez más para fundirse en una mancha opaca. El bosque quedó en calma, si bien el viento se puso a agitar las cimas de los árboles. Dersu y Datzarl parecieron inquietarse por esto y se hablaban a menudo, observando el cielo.

—Es malo —hice notar yo—, este viento que comienza a soplar del mediodía.

—No —rectificó gravemente el gold—. Aquélla es su dirección —agregó, indicando el nordeste.

Creí que se equivocaba e hice objeciones.

—¡Pero, mira los pájaros! —exclamó Dersu—. Ya ves que vuelven el pico al viento.

En efecto, una corneja, encaramada sobre un abeto vecino, tenía la cabeza vuelta hacia el nordeste. Para ella, era la posición más ventajosa, ya que el viento venía a deslizarse sobre sus plumas. Si ella le hubiera presentado el flanco o la cola, el viento habría penetrado bajo su plumaje y hubiera helado al pájaro.

Hacia la noche, el cielo se oscureció completamente, mientras la temperatura subía de dos a veinte grados. Este era otro síntoma desfavorable. Para prepararnos a cualquier eventualidad, instalamos muy sólidamente nuestras tiendas y recogimos más madera que de costumbre. Pero nuestras aprensiones fueron inútiles y la noche transcurrió en paz.

Cuando me desperté al día siguiente, mi primer impulso fue mirar al cielo. Las nubes se extendían en bandas paralelas, que iban de norte a sur. Como no había que retrasarse, tomamos pronto nuestras mochilas y subimos a lo largo del Tahobé. Yo me proponía llegar el mismo día al Sijote-Alin, pero nos lo impidió el mal tiempo. Una bruma espesa reapareció en el aire hacia mediodía. Las montañas se colorearon de un azul oscuro y lóbrego. Hacia las cuatro, primero llovió y después cayó una nieve espesa y aguada. El sendero se hizo en seguida blanco y quedó visible a lo lejos, a pesar de la maleza y de los árboles abatidos. El viento sopló violento e irregular. Hubo que resignarse a acampar. Llegamos precisamente a un peñón que se levantaba solitario sobre la orilla derecha, no lejos del curso de agua. Parecido a una fortaleza, estaba flanqueado de un bosquecillo de abedules. Los soldados aportaron combustible, mientras Datzarl se adentraba en la espesura buscando unas buenas «horquillas» (soportes) para nuestra tienda. Pero, un minuto después, lo vi volver a la carrera. A unos cien pasos del peñón, se detuvo para echar una ojeada y emprendió de nuevo su huida. De regreso en el campamento, habló ansiosamente con Dersu. Este miró a su vez el peñón, lanzó un salivazo y arrojó su hacha por tierra. Después, vinieron los dos hacia mí y me rogaron que hiciera instalar el campamento en cualquier otra parte. Les pregunté la razón y Datzarl me contó esto: desde que había comenzado a partir un árbol al pie del peñón, un espíritu se había divertido, por dos veces, lanzándole algunas piedras desde lo alto. Dersu y el solónme rogaron con tanta persistencia que abandonara aquellos lugares que acabé por ceder y ordené transportar las tiendas más abajo. Por otra parte, no tardamos en encontrar un lugar aún mejor situado que el primero.

Todos a una, realizamos el trabajo requerido; se trajo madera y se encendieron grandes hogueras. El goldy el solónemplearon mucho tiempo en instalar una especie de cercado, abatiendo algunos árboles, cuyos extremos hundieron en la tierra, apuntalándolos con soportes y poniendo incluso mantas. Cuando interrogué a Dersu sobre esto, me explicó que la cerca se había levantado para impedir al espíritu que observara desde lo alto lo que pasaba en el campamento. Encontré esto ridículo, pero me abstuve de decírselo a mi amigo para no ofenderlo. Mis soldados se preocuparon muy poco por saber si el espíritu los miraba o no desde su altura y se interesaron mucho más por cenar.

Como el tiempo empeoró por la noche, todos se escondieron en las tiendas para tomar té hirviendo. Hacia las once, cayó súbitamente una espesa nieve y en seguida brilló en el cielo un resplandor.

—¡Una tormenta! —exclamaron a coro los soldados.

Iba a responderles, cuando resonó un trueno violento.

Esta tormenta, acompañada de nieve, duró hasta las dos de la madrugada. El rayo estalló a menudo, caracterizándose por una luz roja. Los truenos eran potentes y resonaban a lo lejos, sacudiendo la tierra y la atmósfera. Dada la estación, aquel fenómeno era tan nuevo y extraordinario que no dejábamos de observar con curiosidad el cielo. Pero éste permanecía sombrío, y sólo al fulgor del rayo pudimos ver las pesadas nubes que se dirigían hacia el sudoeste. Uno de los truenos fue especialmente ensordecedor. El rayo acababa de caer precisamente del lado de la altura rocosa y el ruido del trueno se acompañó de otro producido por un desprendimiento. ¡Había que ver la emoción de Datzarl! Encendiendo una nueva hoguera, se abrigó detrás de su cerca. Yo eché un vistazo a Dersu. El goldtenía el aire confuso, asombrado, incluso espantado. El espíritu del peñón, lanzador de piedras, la tormenta mezclándose con la nieve, aquel desprendimiento en la colina, todo se confundía en la mente de mi amigo, pareciéndole relacionado entre sí.

—Es Enduli que persigue al diablo —advirtió con voz contenta, y a continuación se puso a hablar animadamente con Datzarl. Digamos de paso que este Enduli es una divinidad de los indígenas situada, según su opinión, en una esfera tan elevada que no desciende casi nunca entre los humanos.

La tormenta terminó pronto, pero los truenos continuaron aún mucho tiempo. Cuando el vasto resplandor de un relámpago venía a aclarar el horizonte, se distinguían muy netamente los contornos de las montañas lejanas y las gruesas nubes que derramaban a la vez agua y nieve.

Retumbos lejanos y amortiguados, pero que hacían temblar la tierra y el aire, no cesaron hasta mucho más tarde. Los soldados tomaron otra vez té antes de acostarse, mientras yo velaba con Dersu cerca del fuego y le preguntaba sobre los espíritus y sobre las tormentas de invierno. Él me dio de buena gana respuestas a propósito de todo lo que le pedía.

El trueno es Agdy. Cuando un espíritu reside demasiado tiempo en el mismo sitio, la divinidad Enduli envía una tormenta y Agdy caza al espíritu. Se puede deducir que éste ha permanecido en el lugar donde un huracán acaba de estallar. Después de su partida (es decir, después de una tormenta) la paz renace en derredor: animales, pájaros, peces, hierbas e insectos comprenden por su parte que el diablo se ha ido y se vuelven alegres y felices...

En cuanto a las tormentas acompañadas de nieve, el goldme afirmó que, en otro tiempo, el trueno y el rayo no hacían su aparición hasta los meses de verano. En toda su vida era la tercera vez que Dersu había observado semejante fenómeno.

Estos relatos hicieron pasar el tiempo hasta el alba. Poco a poco, las colinas boscosas, «el peñón del diablo» y los arbustos inclinados sobre el río, empezaron a salir de la oscuridad, y todo parecía anunciar un tiempo gris. Pero de repente, una aurora roja apareció por el oriente, detrás de las montañas, coloreando de púrpura el cielo, hasta entonces velado. Bajo este resplandor rosa y dorado, se vio destacar con nitidez cada zarza y cada rama de árbol. Miré, maravillado, el juego luminoso de aquellos rayos del astro que se elevaba en el cielo.

—Bueno, amigo mío, es hora también para nosotros de echar un sueñecito —dije a mi compañero; pero Dersu estaba ya profundamente dormido, apoyado contra una rama seca caída junto al fuego.

Nos levantamos muy tarde. Las nubes se deslizaban aún en el cielo, pero mucho menos terribles que la víspera. Tomamos una comida ligera rociada de té, y continuamos subiendo a lo largo del Tahobé en dirección del Sijote-Alin. Después de esta última acampada, sólo nos quedaba un paso a franquear para llegar a la línea divisoria de aguas. En efecto, al crepúsculo, no fuimos más allá de la cresta principal e instalamos nuestro campamento en un espeso bosque. La noche se anunciaba fría, ya que el cielo se había limpiado de nubes por la tarde. Pero yo contaba con la eficacia de mi manta y me acosté un poco separado del fuego, dejando mi lugar a Datzarl, cuya vestimenta era bastante ligera. Hacia las tres de la mañana, el frío me despertó. Todos mis esfuerzos para arroparme más cálidamente resultaron vanos: el aire punzante penetraba por cada abertura hasta mis espaldas o mis pies, obligándome a levantarme. Estaba oscuro y nuestro fuego se había extinguido. Recogí los tizones casi consumidos y soplé sobre ellos. La llama se reavivó pronto y pude ver los alrededores. Zakharov y Arinin estaban extendidos al abrigo en una tienda, mientras que Dersu permanecía sentado y dormía completamente vestido. Recogiendo leña, percibí a Datzarl, acostado lejos del fuego, completamente solo y desprovisto de manta e incluso de ropa abrigada. Estaba extendido sobre ramas de abeto y protegido solamente por su caftán de tela. Temí que tomara frío y lo sacudí por la espalda, pero dormía tan profundamente que me costó mucho trabajo despertarlo. Levantándose por fin, el solónse rascó la cabeza, bostezó y se volvió a acostar en el mismo sitio para dar a continuación sonoros ronquidos. Después de haberme reconfortado cerca de la hoguera, me metí bajo la tienda de mis soldados donde pude gozar de un buen sueño.

Al día siguiente, nos levantamos todos muy temprano. Nuestras provisiones estaban a punto de agotarse y tuvimos que apresurarnos. Para comer, nos contentamos con una ardilla asada, con restos de un pan cocido en la ceniza y una taza de té hirviendo. Partimos en el momento en que el sol acababa de salir, emergiendo de la selva e inundando con su luz las cimas de las montañas cubiertas de nieve. Después de pasar la cresta, llegamos al río Kumukhú.

Cada vez que un itinerario previsto toca a su fin, uno comienza a apresurarse, queriendo terminar la marcha lo más pronto posible. Pero, a decir verdad, no teníamos nada que ganar en nuestro retorno al litoral. Desde el estuario de este curso de agua, íbamos a subir a lo largo de otro río hacia la montaña. Tendríamos que instalar de nuevo el campamento, plantar tiendas y recoger leña para la noche. Pues bien, a pesar de todo, se experimenta un placer acabando un tramo determinado de la ruta. Así que nos fuimos a dormir temprano, a fin de estar prestos al día siguiente lo más pronto posible.

Nos levantamos en efecto, como siguiendo una consigna, con los primeros rayos de la aurora. Aproveché el tiempo necesario para los preparativos de marcha, y fui a bañarme al río, provisto de una toalla. Era todavía la hora de gran calma que precede a la salida del sol, aquella en que la naturaleza dormita en un estado de beatitud silenciosa. El río exhalaba un vapor espeso y el rocío era abundante. No obstante, una ligera brisa matinal atravesó la selva, la bruma empezó a levantarse y la orilla opuesta se hizo visible. Cuando los hombres empezaron a desayunar el campamento enmudeció.

De repente, escuché resonar las piedras; alguien marchaba por ellas. Me volví en el acto y vi dos sombras vagas, de proporciones diferentes. Eran dos alces; una hembra, con su pequeño de un año. Acercándose al río, los animales abrevaron con avidez. La hembra sacudió la cabeza y se rascó con los dientes los pelos del flanco. Admiré a los cérvidos y temí que fuesen percibidos por mis soldados. Pero la hembra olfateó en este momento un peligro, levantó sus grandes orejas y miró con atención hacia nuestro lado. El agua que goteaba de sus belfos, cayó en la corriente, produciendo sobre la superficie anchos círculos. El animal tropezó, dio un grito ronco y saltó hacia la selva. Un viento ligero, que acababa de levantarse, sumió de nuevo en la bruma la orilla opuesta. Zakharov disparó un tiro de fusil que falló su blanco, de lo cual me alegré en secreto.

El sol se levantó por fin, coloreando con un tinte anaranjado los torbellinos de niebla y permitiendo poco a poco distinguir las zarzas, los árboles y las montañas. Una media hora más tarde, andábamos por el sendero conversando alegremente.

Un cierto Dolganov, viejo creyente ruso, había instalado su vivienda desde hacía mucho tiempo en medio de la pradera más próxima a la costa y explotaba todo lo que podía a los indígenas que residían en los bordes de los ríos vecinos. Me repugnaba la idea de descender a casa de un hombre que se creaba su bienestar a expensas de estas pobres gentes. Así es que fuimos directamente hacia el mar, donde encontramos al batelero Khei-Ba-Tú, que nos esperaba en el estuario con su embarcación. No había tardado más que un día en pasar de la desembocadura del Kussún a la del Kumukhú y se encontraba allí desde hacía una semana.

Por la noche, los soldados encendieron grandes hogueras y demostraron tanta alegría como si hubieran vuelto a su propia casa. Aquellos hombres habían tomado la costumbre de las marchas continuas hasta tal punto que ya no experimentaban sus dificultades. Nos quedamos un día en el lugar para descansar, renovar fuerzas y poner nuestros efectos en orden. Así llegó el primero de noviembre, comienzo del primer mes de invierno.


27




En el corazón de la región Transussuriana


Sobre el río Kumukhú nos separamos de Datzarl. Él volvió a su casa, mientras que nosotros continuamos hacia el norte. El sendero de la costa, que habíamos seguido todo el tiempo, se terminaba en el estuario del Kumukhú. Entre el cabo de la Olimpiada y el río Samarga, la distancia es sólo de 150 kilómetros en línea recta, pero representa 230 si se siguen todas las sinuosidades de aquel litoral montañoso.

Los bosques de coníferas aterciopeladas, que revisten todas las alturas y descienden hasta el borde mismo del mar, se parecen a un cepillo espeso de corcho. Este sector del trayecto se considera de muy difícil acceso. Los indígenas mismos evitan afrontarlo. Un recorrido que puede hacerse en una media jornada de navegación, requiere al menos cuatro días de larga marcha a lo largo del litoral. Por otra parte, el barco de Khei-Ba-Tú no podía entrar más que en estuarios desprovistos de barras y que ofreciesen, aunque fuera de un solo lado, una superficie calma y abrigada. En consecuencia, tomé las disposiciones siguientes: nuestro batelero debía conducir la embarcación hacia el Nakhtokhú, y esperarnos, mientras que nosotros íbamos a remontar el río Kholunkhú para descender después hacia el mar, siguiendo el curso del Nakhtokhú. Ordené también a los hombres que fuesen, tan pronto se hiciera de noche, a buscar a bordo del barco todo lo que necesitábamos, a fin de permitir a Khei-Ba-Tú desamarrar al alba.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю