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Dersu Uzala
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 14:13

Текст книги "Dersu Uzala"


Автор книги: Владимир Арсеньев



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Estas estepas pantanosas están principalmente pobladas de pájaros. Por añadidura, era el momento de su migración otoñal. No es posible imaginar lo que pasa en la cuenca del Lefu cuando se produce esa gran migración. Millones y millones de pájaros se van hacia el mediodía, en grandes o pequeños grupos. Algunos se dirigían también en sentido inverso o al través. Tan pronto sus vuelos se elevaban hacia el cielo como volvían a descender. El horizonte parecía cubierto de una especie de tela de araña.

En la parte más alta, dominaban las águilas. Con las alas extendidas, planeaban describiendo amplios círculos. ¿Qué podían importarles las distancias? Algunos de estos reyes del aire, describían sus círculos a tal altura que apenas eran perceptibles. Por debajo de ellos, pero siempre muy altos, se veía volar los gansos. Estos pájaros prudentes, que avanzaban en triángulos regulares, con movimientos de alas pesados y poco coordinados, hacían resonar en el aire sus gritos estridentes. A la misma altura, volaban lavancos y cisnes.

Más abajo, bastante próximos a la tierra, venían los patos apresurados. Había tropeles de grandes patos salvajes ordinarios, así como innumerables cercetas y otras especies más pequeñas. Los halcones describían a su vez bellas curvas y se detenían mucho tiempo en un punto fijo, haciendo palpitar sus alas y acechando sus presas sobre la tierra. Algunas veces, se desplazaban un poco, girando de nuevo y descendiendo de golpe como flechas, con las alas plegadas, para venir a rozar apenas la hierba y volverse a elevar en seguida hacia el cielo.

Por otro lado, las gaviotas de río se quedaban con preferencia en los lugares pantanosos. Los charcos de agua estancada parecían ser puntos de referencia que les permitían observar la dirección deseada.

Completamente de improviso, viniendo de quién sabe dónde, apareció una pareja de gamos a unos sesenta pasos de donde nosotros nos encontrábamos. Casi no se los podía distinguir entre la hierba espesa, a través de la cual apenas se dejaban percibir, de tanto en tanto, sus cabezas, sus orejas separadas y las manchas blancas encima de sus patas traseras. Huyeron a una distancia de ciento cincuenta pasos. Yo tiré sobre ellos sin éxito. El eco repitió el ruido del disparo y lo amplió a lo largo del río. Miles de pájaros levantaron el vuelo del agua, escapando en bandadas. Los gamos, asustados, parecieron desprenderse del suelo y volvieron a partir con grandes saltos. Dersu apoyó el fusil en el hombro, pero no apretó el gatillo hasta el momento en que vio la cabeza de uno de los animales que aparecía por encima de la hierba. Cuando la humareda se disipó, no ubicamos más a los gamos. El goldvolvió a cargar su carabina y avanzó sin prisa. Yo le seguí sin hablar. Dersu miró alrededor, dio media vuelta y se fue hacia otro lado para volver después sobre sus pasos. Me di cuenta de que buscaba algo.

—¿Qué buscas? —le pregunté.

—El gamo —respondió.

—¡Pero si se ha marchado!

—No —dijo con seguridad—. Le he dado en la cabeza.

Por mi parte, me puse a buscar a la bestia abatida, sin darle demasiado crédito a la afirmación del gold,que me parecía errónea. Pero, al cabo de diez minutos, nos encontramos al gamo, cuya cabeza estaba, en efecto, perforada por la bala. Dersu lo colocó sobre sus espaldas y regresó lentamente al camino. Era ya la hora del crepúsculo cuando volvimos al campamento.

Cerca de la corriente de agua se levantaba la masa sombría del bosque, cuyos árboles se parecían tanto que no se podía distinguirlos. El resplandor de nuestra hoguera brillaba a través del follaje. La noche era calma y fresca. Escuchamos en la vecindad una bandada de patos que se posaba ruidosamente sobre el agua, y pudimos reconocer por su vuelo que eran cercetas.

Después de cenar, Dersu y Olenetiev se ocuparon de desollar el gamo.

Al día siguiente, nos levantamos bastante pronto e hicimos un alto para ordenar nuestros efectos a bordo y poder continuar, siguiendo el curso del Lefu. A medida que avanzábamos, el río se hacía cada vez más sinuoso. Sus «traveses» (palabra que los indígenas dan a los meandros) describen círculos casi enteros, retroceden y se vuelven a desviar de nuevo, sin dejar correr el río siquiera un poco en línea. No es nada fácil localizar el lecho principal del Lefu en el dédalo de sus diversos canales.

La corriente se hacía gradualmente más lenta. Las pértigas de las que se servían mis dos soldados para hacer avanzar la embarcación, una vez apoyadas contra el fondo, se deslizaban a menudo hasta el punto de escapar de las manos de los improvisados bateleros. Por otra parte, la profundidad del agua es muy desigual en este sector del Lefu. Tan pronto nuestra canoa chocaba con bancos, como pasábamos por lugares tan profundos que la pértiga se hundía casi entera en la corriente.

El suelo de los dos ríos es bastante sólido en las cercanías inmediatas a la corriente del agua pero es suficiente apartarse un poco para atascarse en seguida en el pantano. Hacia la noche, llegamos cerca del río Tchernigovka e instalamos nuestro campo sobre un istmo estrecho que lo enlaza con un antiguo canal.

Ese día, el vuelo masivo de los pájaros era particularmente numeroso. Algunos patos abatidos por Olenetiev nos proporcionaron una cena excelente. Cuando sobrevino la oscuridad, todos los pájaros interrumpieron su viaje y la calma se estableció súbitamente en los alrededores. Se hubiera creído que en estas estepas faltaba toda clase de vida. Sin embargo, no había ni un pequeño lago, ni un charco de agua, ni un brazo de río, donde no hubiesen descendido por la noche bandadas de cisnes, de somormujos (cuervos marinos), patos y otros pájaros acuáticos.

Al día siguiente, por pura casualidad, nos despertamos muy pronto. Desde el alba, los pájaros se elevaron en el aire y prosiguieron con gritos sonoros su camino hacia el sur. Los gansos se elevaron primero; después, cada uno a su turno, partieron los cisnes, los patos y, en fin, todas las otras aves migratorias. Al principio, se mantenían a poca altura, pero a medida que aumentaba la luz, se elevaban a regiones más altas.

El río se dividió en gran número de brazos, muchos de ellos de una longitud de varios kilómetros. Estos canales formaban a su vez ramificaciones y pequeños cursos de agua subsidiarios. Todo esto representa un laberinto que se extiende a los dos lados del lecho principal; si se abandona éste para adentrarse en un canal lateral, con la ilusión de ganar tiempo, es muy fácil perderse.

También seguíamos el curso central, no abandonándolo más que cuando era indispensable, y sólo para volver a tomarlo en la primera ocasión. Estos canales cubiertos de cañas de todas clases, cubrían completamente nuestra embarcación. Avanzábamos lentamente, y a veces algunos pájaros se acercaban a nosotros hasta una distancia inferior al alcance de un tiro de fusil. De vez en cuando nos parábamos para observarlos largamente. Así, alcancé a ver un alcaraván. Con sus plumas de un gris amarillento, su pico amarillo tirando a rojizo, ojos y patas igualmente amarillas, este pájaro tiene un aspecto francamente desagradable. Sombrío y encorvado, se paseaba por la arena, persiguiendo sin tregua a una becada siberiana, tan ágil como ligera. La becada volaba a veces a poca distancia. Pero cuando se posaba en tierra, su adversario se volvía lentamente hacia ella, aceleraba súbitamente el paso al mismo tiempo que se aproximaba y trataba de atacarla con su pico puntiagudo. Tan pronto como el alcaraván percibió nuestro barco, se escondió en la hierba, estiró el cuello y quedó inmóvil, con la cabeza levantada en el aire. Cuando nos aproximamos, Martchenko apuntó y tiró sobre él; pero falló el tiro, si bien su bala rozó al pájaro tan de cerca que alcanzó a las cañas de los bordes. El alcaraván no acertó siquiera a moverse.

Dersu se puso a reír:

—Es un hombre muy maligno —hizo notar—. No hace más que gastar esta clase de bromas.

De hecho, ya no se percibía en absoluto al palmípedo. La hierba parecía haberse tragado las plumas coloreadas y el pico rígido y enhiesto.

A continuación, contemplamos otra escena. Un martín pescador estaba instalado, completamente solo, en la rama de un zarzal de la orilla. Este pájaro, de cabeza gruesa y gran pico, tenía el aire de estar durmiendo. Pero, de repente, se arrojó al agua y reapareció en la superficie, llevando en el pico un pescadito. Después de tragar su presa, se volvió a colocar sobre su rama y se adormeció de nuevo. Cuando escuchó en la proximidad el ruido que hacía nuestra embarcación, pegó un grito y se fue a lo largo del río, haciendo centellear el azul resplandeciente de sus plumas. A cierta distancia, se posó sobre otro zarzal, pero un meandro del río nos lo hizo perder de vista.

Encontramos también gallinas de agua negras, pájaros nadadores, cuyos pies, en forma de zancos, les permitían marchar fácilmente sobre las hojas de las plantas acuáticas. Por el contrario, en el aire, parecían perdidos, como si no estuviera allí su elemento natural. Durante el vuelo, agitaban curiosamente sus largas patas, como si acabasen de abandonar su nido y no hubieran aprendido todavía a moverse bien en el aire.

Sobre algunos charcos de agua se percibían somormujos, con las orejas separadas y collares de plumaje multicolor. Estos pájaros no volaban, sino que trataban de esconderse en la hierba para sumergirse.

El tiempo nos era favorable: una de esas jornadas cálidas de otoño, muy frecuentes en octubre en la región del bajo Ussuri. No había una sola nube en el cielo claro y la brisa del oeste era muy ligera. Pero este tiempo, siempre engañoso, viene a menudo seguido de un viento frío. Cuanto más prolongada es la calma, se anuncia más seguro un cambio decisivo.

Ese día, pudimos observar en el oriente un curioso fenómeno atmosférico: la aparición de un sector sombreado de tierra. La luz vespertina desplegaba sus colores de un esplendor especial; al principio pálida, se convirtió después en esmeralda. A continuación, dos rayos de un amarillo claro emergieron del horizonte y subieron en columnas separadas sobre este fondo verde. Al cabo de algunos minutos desaparecieron, mientras que el verde del crepúsculo se transformaba en naranja y después en rojo. En el fondo, el horizonte escarlata se oscureció como bajo el efecto de una humareda. En el momento de acostarnos, un sector sombreado de la tierra apareció en el este, envolviendo el horizonte de norte a sur. El borde exterior de esta sombra era púrpura y el sector entero subía a medida que declinaba el sol. Así, esta banda escarlata se confundió bien pronto con el rojo del sol poniente y, a continuación, se hizo noche cerrada.

Yo miraba aquello extasiado, pero en ese momento escuché refunfuñar a Dersu:

—Tú no entiendes nada.

Adivinando que esta observación se dirigía a mí, le pregunté de qué me hablaba.

—Es malo —dijo, señalando el cielo—. Yo creo que tendremos mucho viento.

Durante la noche, no nos retrasamos demasiado junto al fuego. Como nos habíamos levantado temprano y la jornada había sido fatigosa, nos fuimos a dormir en seguida de cenar. Hacia el alba, nuestro sueño fue más bien opresivo. Despiertos, experimentamos en el cuerpo una cierta distensión y, al mismo tiempo, cierta debilidad; nuestros movimientos no tenían vigor. Como este estado nos afectaba a todos de la misma forma, temí que pudiéramos estar atacados por la fiebre o intoxicados. Dersu me tranquilizó diciéndome que sucedía siempre así cuando había un cambio de tiempo. Sin ningún entusiasmo, tomamos nuestra comida y proseguimos el viaje. Hacía calor; los zarzales inmóviles parecían dormir. Las montañas lejanas, antes muy visibles, desaparecían ahora en la bruma. Bandas de nubes se extendían en el cielo pálido y halos concéntricos rodeaban el sol. Noté que el paisaje no tenía ya la animación de la víspera. Los gansos, los patos y todos los pájaros más pequeños se habían escondido en alguna parte. Sólo las águilas planeaban en el cielo. Pero ellas debían encontrarse a cubierto de estos cambios atmosféricos que provocaban sobre la tierra la apatía y la somnolencia general de los seres vivos.

—Bueno —señaló Dersu—. Pienso que el viento cambiará a mediodía.

Como le pregunté la razón por la cual ya no se veía volar a los pájaros, me dio una larga conferencia sobre el método de sus migraciones. Según él, los pájaros preferían avanzar al encuentro del viento. Por otra parte, cuando había una calma completa o un calor demasiado grande, permanecían en los pantanos. Por el contrario, cuando el viento les sopla en el dorso —según lo expuesto por el gold– penetra bajo sus plumas, helándolos, y obligándolos a esconderse en la hierba. Sólo una nieve repentina puede forzarlos a seguir su viaje, pese al viento y la helada.


6




Al borde del lago de Janka


Cuanto más nos acercábamos al lago de Janka, más pantanosa se hacía la llanura. Los árboles desaparecieron de todos los bordes de los canales para dar lugar a malezas aisladas y escasas. La disminución de la corriente influyó inmediatamente en la vegetación y empezaron a aparecer flores acuáticas como los lirios de estanque, nenúfares y castaños de agua. La hierba crecía a veces con tal espesor que nuestra embarcación no podía franquearla. Entonces, estábamos obligados a realizar grandes desviaciones. En cierto lugar, acabamos por perdernos y llegar a un callejón sin salida. Olenetiev tuvo la idea de abandonar la embarcación, pero apenas tocó el suelo se atascó hasta las rodillas. Desandando camino, llegamos a un laguito, desde el cual pudimos volver felizmente a nuestro inicial brazo de río. El laberinto de hierba quedó atrás, y nos alegramos de haber salido de él tan fácilmente.

La dificultad de la orientación crecía cada día. Al principio, podíamos divisar desde bastante lejos el curso del río, gracias a los árboles. Ahora no había pájaros, ni tampoco se podía prever, a una distancia de algunos metros, si la corriente iba a doblar a la izquierda o a la derecha.

El pronóstico hecho por Dersu se cumplió; a partir de mediodía, tuvimos el viento del sur, que aumentaba poco a poco, volviéndose del lado del oeste. Los gansos y los canarios se elevaron de nuevo y reemprendieron su vuelo, aunque a una altura muy moderada.

Por fin, encontramos en alguna parte muchos leños flotantes arrastrados por las crecientes del río. No había que desdeñar este detalle en una comarca donde nos exponíamos a tener que pasar la noche sin combustible. Al cabo de algunos minutos, los soldados descargaron nuestra canoa mientras Dersu preparaba el fuego y levantaba la tienda.

Teníamos que hacer todavía una quincena de kilómetros para llegar al lago de Janka por vía fluvial. Pero, en línea recta a través del campo, la distancia total no sobrepasaba los dos o tres kilómetros. Dersu y yo decidimos ir al día siguiente a pie para volver al crepúsculo. Olenetiev y Martchenko se quedarían en el campamento a esperar nuestro regreso.

Como teníamos la velada completamente libre, nos quedamos largo tiempo cerca del fuego, tomando el té y charlando. La madera seca se quemaba alegremente y el ruido de los juncos ondulantes hacía parecer al viento más fuerte de lo que era realmente. El cielo estaba brumoso; no se podía distinguir más que las grandes estrellas. Un ruido de oleaje nos venía del lago.

Hacia la mañana, el cielo se cubrió de cúmulos. El tiempo se estropeó un poco, pero no hasta el punto de impedir nuestra excursión.

Alrededor de las diez, Dersu y yo abandonamos el campamento, tras haber dado todas las instrucciones necesarias. Como contábamos estar de regreso hacia la noche, no llevamos casi nada con nosotros, dejando en el campamento todo lo que nos parecía superfluo. Para utilizarlo con cualquier fin, me puse un jersey sobre mi chaqueta. Dersu se llevó una lona gruesa de tienda de campaña y dos pares de medias de piel.

En el curso de la ruta, el goldobservó a menudo el cielo, hablando consigo mismo, y acabó por preguntarme:

—Bueno, capitán, ¿vamos a volver muy pronto o no? Creo que la noche será mala.

Le objeté que el lago no estaba lejos y que no íbamos a quedarnos mucho tiempo.

Dersu era conciliador. Siempre se le podía persuadir sin dificultad. Él consideraba su deber señalar toda amenaza de peligro, pero si no se le escuchaba, se resignaba y avanzaba en silencio, sin discutir jamás.

—Bueno, capitán —me respondió—. A ti te corresponde decidir; lo que es bueno para ti, es bueno para mí.

Estas últimas palabras representaban la fórmula habitual que le servía para expresar su consentimiento.

No se podía marchar de otra manera que costeando los bordes de las corrientes de agua y de los pequeños lagos, ya que el suelo estaba un poco más seco que en otras partes. Elegimos la orilla izquierda del brazo del río donde se encontraba nuestro campamento. Después de haber seguido durante un tiempo bastante largo la dirección deseada, esta corriente de agua se volvió bruscamente hacia atrás. Entonces la abandonamos para atravesar un pequeño pantano y pudimos ganar otro brazo estrecho, pero más profundo. Después de franquearlo debimos abrirnos camino de nuevo a través de los juncos. Así, explorando durante algún tiempo el campo, contorneando los charcos de agua estancada y saltando de un montículo a otro, franqueamos, en total, alrededor de tres kilómetros. Yo me detuve, al fin, para poder orientarme. El viento violento que venía ahora del norte, es decir, de la parte del lago, hacía balancear y resonar los juncos. Algunas veces, los doblaba hacia la tierra, descubriendo así lo que había enfrente. El horizonte norte estaba envuelto en una bruma que parecía una humareda. Pero el sol quedaba por lo menos visible a través de las nubes, lo que yo consideraba como un buen signo. Por fin, percibimos el lago de Janka, rugiente y lleno de espuma.

Dersu me hizo observar los pájaros. Su migración tranquila se había transformado en una huida precipitada. Empleando el lenguaje de los cazadores, avanzaban ahora «en oleadas», pero de forma desordenada. Viniendo a nuestro encuentro, parecían inmensos dragones de tiempos legendarios. No se les veían ya ni las patas ni la cola; sólo una masa informe que se acercaba batiendo sus largas alas, con una rapidez increíble. Cuando nos percibían, los pájaros se elevaban de golpe, pero tan pronto como el peligro había pasado, volvían a formar sus filas y a descender más cerca de la tierra.

Hacia mediodía, llegamos al lago. Este mar de agua dulce —el lago de Janka tiene 95 kilómetros de largo y una superficie de 2.400 kilómetros cuadrados– tenía en ese momento un aspecto amenazante. Sus aguas hervían como en una caldera. Después de nuestra larga marcha por los pantanos herbáceos, el aspecto de esta gran superficie libre era muy agradable. Me senté sobre la arena para contemplar el agua. Las olas tienen un atractivo especial; se pueden pasar horas enteras viéndolas romper contra la orilla. El lago estaba desierto; no se percibía ninguna vela ni ninguna especie de barco.

Erramos junto a la orilla alrededor de una hora, abatiendo algunos pájaros.

—Los patos han cesado su vuelo —gritó el gold.

De hecho, el vuelo de los pájaros había cesado de golpe. La bruma negra que velaba el horizonte se levantó súbitamente. Ya no se veía más el sol. Nubes aisladas, de un color blanquecino, parecían perseguirse a través del cielo sombrío. Sus bordes rasgados pendían como trapos, como andrajos de algodón gris.

—Capitán, tenemos que regresar rápidamente —dijo Dersu—. Tengo un poco de miedo.

Debíamos, en efecto, pensar en el regreso al campamento. Nos reajustamos rápidamente el calzado antes de volver sobre nuestros pasos. Cuando llegué de nuevo a los grandes juncos, me volví para echar una última ojeada sobre el lago. Sacudido de una orilla a la otra, proyectaba una espuma amarillenta.

—El agua sube —notó Dersu observando la orilla.

Tenía razón; el viento impetuoso había empujado las aguas del lago hacia la desembocadura del Lefu, y el río se desbordaba e inundaba la llanura. Llegamos a un ancho brazo del río que nos impidió el camino. Yo no creí reconocer este lugar; Dersu no pudo tampoco. Me detuve para reflexionar un poco y volví hacia la izquierda. Pero como el canal hacía una curva para seguir en otra dirección, lo abandonamos para avanzar directamente hacia el sur. Unos minutos más tarde nos encontramos con un pantano, así que regresamos pronto al canal. Por otra parte, también tuvimos que abandonar éste sin tardar, marchando ahora hacia la derecha. Eso nos llevó a otro brazo, que vadeamos. Después fuimos hacia el este para llegar bien pronto a una verdadera hondonada pantanosa. Por fin, encontramos una banda estrecha de terreno seco, formando una especie de puente a través del aguazal. Tanteando el suelo con nuestros pies, recorrimos prudentemente más de quinientos metros y llegamos a un espacio menos húmedo, pero siempre cubierto de hierbas espesas. El pantano parecía franqueado definitivamente.

Miré mi reloj. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, pero el crepúsculo parecía haber llegado ya. Nubes pesadas y muy bajas, corrían rápidamente hacia el sur. De acuerdo con mis cálculos, no nos quedaban más que dos kilómetros y medio para volver a nuestro campamento al borde del río. Una colina aislada, situada frente a frente del campo, nos servía de punto de referencia. De este modo, era imposible perdernos; a lo único que nos exponíamos era a un retraso. Pero de improviso nos encontramos frente a un lago importante. Cuando quisimos rodearlo, resultó bastante largo. Tomando a la izquierda, hicimos alrededor de ciento cincuenta pasos y llegamos a otro brazo del río, cuyo curso formaba un ángulo recto con el lago. Entonces, elegimos otra dirección y volvimos a encontrar pronto el pantano infranqueable. Me decidí a intentar la posibilidad, marchando otra vez a la derecha. Pero el agua no tardó en empapar nuestros zapatos y no vimos frente a nosotros más que grandes charcos.

Era evidente que nos habíamos perdido. Como la situación se agravaba, propuse al goldvolver sobre nuestros pasos, a la busca del istmo que nos había llevado a esta isla. Dersu consintió, pero nos fue imposible, deshaciendo el camino, encontrar nuestro istmo.

El viento se apaciguó súbitamente. De lejos, escuchábamos siempre el rugido del gran lago. Oscurecía, y los copos de nieve se pusieron a revolotear por el aire. La calma no duró más que algunos momentos, seguida de una ráfaga repentina. La nieve cayó más fuerte.

—Tendremos que pasar la noche aquí —fue mi reflexión; pero me acordé al instante de que en esta isla no había leña, ni arbustos, nada más que agua y hierba. Aquello me dio escalofríos.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté a Dersu.

—Tengo mucho miedo —respondió.

Sólo entonces comprendí toda la gravedad de nuestra situación. Íbamos a quedarnos toda la noche, con la tempestad, en medio de esos pantanos, sin fuego y sin ropa abrigada. No tuve otra esperanza que Dersu, viendo en él la única posibilidad de salvación.

—Escucha, capitán —me dijo—, ¡escúchame bien! Tenemos que actuar rápidamente; si no, es la muerte. Hay que cortar pronto la hierba.

No le pregunté para qué podía servir aquello. Escuché sólo esta orden:

—¡Pronto, a cortar la hierba!

Sacando rápidamente todas nuestras armas y municiones, nos pusimos febrilmente a la tarea. Pero mientras yo recogía un puñado que cabía en una mano, Dersu recogía más del doble de esa cantidad. El viento soplaba por ráfagas, con una violencia que nos permitía apenas permanecer de pie. Mis ropas comenzaron a helarse. Cuando depositamos en tierra la hierba recogida, la nieve la recubrió enseguida. El goldme prohibió cortar hierba en ciertos lugares. Se enfadaba mucho cuando yo no le obedecía al momento.

—¡No entiendes nada! —gritó—. A ti te corresponde obedecer y trabajar. Yo sé lo que quiero.

Dersu se apoderó de nuestras bandoleras y de su cinturón de cuero. Yo le di también cuerdas que encontré en mi bolsillo y él escondió todo eso en su pecho. La oscuridad y el frío no cesaban de aumentar. A pesar de la capa de nieve, se podía todavía distinguir ciertas cosas en la tierra. Dersu se movía a una velocidad sorprendente. Su voz tomaba a veces tonos asustados e indignados. Eso me hacía volver a tomar mi cuchillo y ponerme de nuevo al trabajo hasta el agotamiento. La nieve que cubría mi camisa comenzó a fundirse y sentí los hilillos de agua fría correr a lo largo de mi espalda. Creo que pasamos más de una hora cortando así la hierba. El viento penetrante y la nieve punzante me azotaban terriblemente el rostro. Mis manos estaban heladas. Trataba de recalentarlas con mi aliento y dejé caer mi cuchillo. Notando que cesaba de trabajar. Dersu me gritó de nuevo:

—¡Capitán, manos a la obra! Tengo mucho miedo. La muerte se aproxima.

Como yo objeté que había perdido mi cuchillo, me gritó todavía, esforzándose en dominar con su voz el ruido del viento:

—¡Arranca la hierba con las manos!

Casi inconsciente, como un autómata, rompí los juncos y me corté las manos. Pero ahora tenía miedo de interrumpir el trabajo y arranqué hierba hasta el momento en que me faltaron por completo las fuerzas. Veía círculos que giraban alrededor de mis ojos; mis dientes castañetearon y sentí que me adormecía. Un pensamiento atravesó mi espíritu: «¡Aquí está, es la muerte por el frío!» Después, caí en una especie de sopor.

De golpe, sentí que alguien me sacudía por los hombros. Era Dersu, que se inclinaba hacia mí diciendo:

—¡De rodillas!

Obedecí, apoyándome con las manos contra la tierra. El goldme cubrió con su lona y se puso a echar hierba por encima. Inmediatamente, tuve más calor. El agua congelada comenzó a gotear por mis ropas. Dersu marchó mucho tiempo por todo alrededor, amasando la nieve y apisonándola con sus pies. Un poco reconfortado, volví a caer en una especie de sueño opresivo. Pero, de nuevo, escuché la voz del gold:

—¡Capitán, córrete un poco!

Tuve que hacer un esfuerzo por apartarme. Dersu se deslizó en la tienda improvisada, se acostó de lado junto a mí y nos cubrió a los dos con su chaqueta de cuero. Extendiendo la mano, palpé sobre mis pies el calzado forrado que ya conocía.

—Gracias, Dersu —le dije—. Cúbrete tú también.

—Está bien, está bien, capitán —respondió—. ¡No hay que temer! He atado la hierba muy fuertemente. El viento no podrá esparcirla.

Cuanto más nos enterraba la nieve, más caliente se ponía nuestra choza. En su interior no caían ya más gotas. Escuchábamos el viento que aullaba fuera, pero aquello recordaba los sonidos de las sirenas o de las campanas. Vi en sueños como una fantasía de danzas; después, tuve la sensación de una serie de caídas cada vez más profundas y acabé por adormecerme con un sueño sano y prolongado, que duró —supongo– casi doce horas. Cuando me desperté, estaba oscuro y calmo. De repente, noté que estaba solo.

—¡Dersu! —grité con miedo.

—¡Capitán! —me respondió una voz afuera—. Sal un poco, hay que volver a nuestra verdadera madriguera.

Salí de prisa y me llevé instintivamente la mano a los ojos. Todo estaba blanco de nieve. El aire era fresco y transparente. Helaba todavía. Nubes deshilachadas atravesaban el cielo, que era azul en ciertos lugares. Aunque hiciese todavía un tiempo gris y brumoso, se presentía la aparición inminente del sol. La hierba abatida por la nieve estaba esparcida por franjas. Dersu recogió un poco de desperdicios secos y encendió una pequeña hoguera para secar mis rodilleras.

Comprendí entonces por qué el goldme había impedido cortar la hierba en ciertos lugares. Era para trenzarla y tenderla a continuación, con la ayuda de correas y de cuerdas, por encima de nuestra singular choza, a fin de que el viento no pudiera esparcirla. Le di las gracias a Dersu por haberme salvado:

—¡Bueno, bueno! Hemos marchado y trabajado juntos. ¡Nada de agradecimientos! —después añadió, como si quisiera cambiar de conversación—: Muchos hombres han perecido esta noche.

Adiviné que los «hombres» de que hablaba Dersu eran seres con plumas.

Tras demoler nuestro abrigo de hierbas, tomamos de nuevo los fusiles y fuimos a buscar otra vez el istmo, que se encontraba en realidad poco alejado de nuestro campo. Franqueado el pantano, avanzamos todavía un poco hacia el lago de Janka y volvimos a continuación hacia el este, tratando de llegar al curso principal del Lefu.

Después del huracán de nieve, la estepa parecía inanimada y desierta. Los gansos, patos, gaviotas y mergos, habían desaparecido todos. Pantanos cubiertos de nieve formaban grandes manchas sobre el fondo amarillo betún. La marcha nos resultó fácil, ya que ahora la tierra húmeda estaba congelada y podía soportar fácilmente nuestro peso. Llegamos bien pronto al río, y al cabo de una hora volvíamos a entrar en el campamento.

Olenetiev y Martchenko no se habían inquietado por nosotros, pensando que habíamos encontrado al borde del lago algún abrigo para pasar la noche. Yo me cambié de calzado, tomé un té y me tendí cerca del fuego. Dersu durmió al otro lado de la hoguera.

A la mañana siguiente, el frío era muy intenso. El agua estancada se heló por todas partes y el río se cubrió de témpanos flotantes. Nuestra jornada entera se pasó navegando a lo largo de diversos brazos del Lefu. A menudo, entramos en algún brazo de agua que no tenía salida, lo que nos obligaba a deshacer camino. Después de una acampada final al borde del agua, Dersu rogó a Olenetiev que le ayudara a sacar la embarcación a la orilla. Desprendió cuidadosamente la arena pegada, la limpió con hierba y la volvió a poner sobre rodillos de madera. Hacía esto —yo lo sabía bien ahora– en provecho de cualquier hombre desconocido que pudiera aprovecharlo en el momento oportuno.

Por la mañana, abandonamos el Lefu y fuimos a pie hacia Tchernigovka, donde los otros soldados nos esperaban con los caballos. A mediodía, llegamos al pueblo de Dmitrovka, situado más allá del ferrocarril del Ussuri. Atravesando la vía férrea, Dersu se detuvo para tantear con las manos los raíles, miró a los dos lados y dijo simplemente:

—Y bien, yo he escuchado hablar de él a un montón de gente. Hoy, lo veo por mí mismo.

En el pueblo, tomamos alojamiento, pero el goldno quiso entrar en una isba, prefiriendo dormir al aire libre. Por la noche, me resentí de su ausencia y fui a encontrarle. La noche era oscura pero la blanca nieve permitía una cierta visibilidad. En todas las isbas, se habían encendido las estufas; humos blanquecinos salían de las chimeneas en delgados hilos y se elevaban apaciblemente en el aire, formando una nube por encima del pueblo entero. La luz se escapaba por las ventanas de las casas, iluminando los montones de nieve. Detrás del pueblo, completamente apartado, percibí un fuego al borde del río. Adivinando que era el lugar donde Dersu pasaría la noche, fui allí directamente. Sentado cerca de su hoguera, el goldestaba sumido en su meditación.


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