Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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–¿Y por qué no? —dijo el profesor Reigner—. Tome la precognición, por ejemplo. Es un hecho científicamente comprobado. Personas dotadas de esa facultad han sido capaces de predecir el futuro en condiciones rigurosamente controladas. Ahora bien, ¿dónde está el acontecimiento en el momento de la predicción? No está en el espacio, ni está en el tiempo. Tiene aún que surgir.
–¿Del sub-espacio? —preguntó Jansen con escepticismo.
–Posiblemente; yo no lo sé. Lo único que digo es que tiene que haber alguna condición de existencia a un nivel que nosotros no podemos percibir normalmente.
El Coordinador miraba pensativamente a través de la cúpula de observación del cohete, como si las mudas rocas de Copérnico pudieran confirmar o negar tan fantástica explicación.
Finalmente, dijo:
–No tiene objeto que sigamos perdiendo nuestro tiempo aquí. Será mejor que regresemos a Lunar City. Puede usted contarme el resto de la historia por el camino.
–¿Qué hay acerca del regreso de la nave espacial? —preguntó el profesor.
En los labios de Jansen se dibujó una débil sonrisa.
–Creo que usted dijo que tardaría unas veinte horas. Bien, estaremos aquí para recibirla... suponiendo que no se haya estrellado. ¿Por qué está usted tan seguro de que va a regresar?
–Porque fui testigo de los cálculos del viaje —respondió el profesor.
El Coordinador se encogió de hombros. Habló con el piloto a través del teléfono interior y le dio instrucciones. Luego se volvió al profesor Reigner.
–Ahora podrá contarme usted el resto de la historia, especialmente lo que afecta a su implicación en ella. Desde luego, esa teoría psíquica resulta algo difícil de tragar. Se hace usted cargo, ¿verdad?
–Y tan difícil... —fue la seca respuesta—. Como puede usted ver, a mí me ha envejecido considerablemente.
Una leve vibración indicó que el cohete se alzaba suavemente. Copérnico quedó rápidamente atrás. Mirando a través del tablero de observación, el profesor vio solamente una oscilante masa de estrellas. Notó un frío absurdo y empezó a tiritar.
El Aula Quinta de la Universidad Byrd, en la Zona Internacional de la Antártica, estaba llena hasta los topes. El profesor Otto Reigner había dado principio a su conferencia.
Su juvenil figura contrastaba extrañamente con un grave y ocasionalmente pomposo modo de hablar, y no siempre resultaba fácil identificarle como el hombre encargado de transformar la Antártica en una de las grandes zonas del mundo productoras de alimentos.
El auditorio —principalmente jóvenes ingenieros, bioquímicos y médicos– escuchaba con respetuosa atención.
–Con una población de cuatro mil millones de seres —estaba diciendo el profesor—, sería estúpido por nuestra parte esperar que el suelo de este planeta respondiera a nuestras necesidades de un modo adecuado e indefinido. Todos ustedes conocen la hostilidad popular a los cultivos sin tierra. No necesitamos ocuparnos de esto ahora...
Hizo una pausa. Pareció tambalearse, y súbitamente se llevó una mano al pecho.
El auditorio se inclinó hacia adelante con aire de expectación. Se oyeron unas exclamaciones ahogadas. Pero el profesor se recobró rápidamente y siguió hablando, como si nada hubiese ocurrido.
–Para mí, es suficiente mencionar que una gran propaganda y una campaña educativa van a enfrentarse con el problema de esa hostilidad, que no tiene sentido...
Otra pausa. Reigner se tambaleó como si estuviera borracho y se agarró al respaldo de una silla para no caer.
El aula se llenó de murmullos. Los que ocupaban las primeras filas se pusieron en pie, con la vaga idea de prestar ayuda al profesor, pero éste había vuelto a recobrarse con gran rapidez y con un gesto de la mano les obligó a sentarse de nuevo.
–De todos modos, la hostilidad general a los cultivos sin tierra y a otros métodos revolucionarios de producción de alimentos tiene muy poca importancia. A medida que la población aumente, descubriremos que el hambre es un gran destructor de prejuicios. Por lo tanto, deseo... deseo... concentrarme en...
El rostro del profesor estaba mortalmente pálido. Súbitamente, se derrumbó sin sentido. Antes de que llegara a tocar el suelo, un médico había corrido hacia él.
Después de un rápido examen, el profesor Reigner fue colocado en una improvisada camilla y conducido a una pequeña sala de descanso. Allí permaneció inconsciente durante dos horas y cincuenta minutos. Los médicos no pudieron encontrar nada anormal en un reconocimiento preliminar; todas las respuestas fueron normales.
Pero, mientras discutían entre sí, y aplicaban los más complicados tests cardíacos y cerebrales, se estaba produciendo un lento e incomprensible cambio.
La pigmentación de Reigner se estaba alterando. Su epidermis iba poniéndose fláccida. Su pelo negro se convertía imperceptiblemente en gris, y luego en blanco. Y mientras la mayoría de los médicos parecían paralizados por aquella increíble aceleración del proceso de envejecimiento, uno de ellos hizo otro interesante descubrimiento: el profesor Reigner estaba perdiendo peso rápidamente.
Eventualmente, el profesor recobró el conocimiento. Al principio se negó a creer que había estado sin sentido menos de tres horas. Pero los hechos eran ineludibles.
El profesor Reigner se miró en un espejo, sonrió débilmente y dijo:
–Ahora, caballeros, ¿será alguno de ustedes tan amable como para reservarme una plaza en el próximo cohete a la Luna?
Creyeron que se había vuelto loco. Deseaban saber qué había detrás de todo aquello. Trataron de establecer una relación entre un desfallecimiento psicosomático y el impulso a ir a Lunar City. El profesor Reigner no les aclaró nada. Se limitó a repetir su petición con creciente ansiedad.
Los médicos terminaron por capitular, pero trataron de obligarle a aceptar un compañero de viaje, sugiriendo la posibilidad de un nuevo ataque.
El profesor se negó en redondo. No habría más ataques. Estaba seguro de ello.
Y dado que su prestigio en el mundo científico era enorme y dado que ninguno de los médicos se atrevió a expresar lo que sentía, el profesor Reigner obtuvo su reserva en el cohete lunar.
Mientras se dirigía hacia el espaciopuerto, el proceso de envejecimiento continuó.
La grisácea luz de amanecer de la transición se hizo más brillante a través de la rielante nave espacial. El tablero de mandos, todo el cuarto de navegación, parecía oscilar lentamente entre la existencia y la no-existencia. Max Reigner sólo podía esperar y confiar.
Pero ahora había algo más real que el propio viaje espacial, algo que provocó una risa demencial en Max, casi a punto de efectuar su propia siniestra transición. Había... comunicación. La transparente forma de Otto Reigner se iba convirtiendo rápidamente en opaca, adquiría rápidamente una ilusión de sustancias. Contemplándola, fascinado, Max vio el movimiento de los labios. No oyó ningún sonido, pero las palabras penetraron claramente en su cerebro.
Y luego notó la corriente de ideas, la ola recíproca de imágenes pasando entre su propia mente y la de su hermano.
Max transmitió imágenes de la Base Tres; del Piloto 7 despegando de Copérnico; de la idea de Haggerty de un imperio solar; de las cifras surgiendo del transmisor; de sí mismo transportando el cilindro de monóxido de carbono al dormitorio; de su tarea de destrucción; y de la nave espacial viajando hacia la transición.
La respuesta de Otto significó comprensión y una extraña piedad. Luego formuló una nueva pregunta.
Max respondió con una imagen de Procyon.
Otto transmitió la aceptación. Luego trazó un cuadro del aula de conferencias de la Universidad, de sí mismo en la tribuna; de su repentino colapso. Max sintió ansiedad, una ansiedad culpable. Otto replicó con confianza y curiosidad. Caminó alrededor del cuarto de navegación, examinando la nave espacial mientras Max permanecía derrumbado en su asiento... aunque ya no estaba solo. Súbitamente, Otto se dejó caer en otro asiento y esperó con aire de expectación.
Con un esfuerzo, Max dirigió una mirada al cuadro de mandos. Todo seguía envuelto en una claridad borrosa, pero Max tuvo la impresión de que el indicador se movía hacia el punto de desaceleración. Y entonces, la claridad grisácea se hizo insoportable. Cerró los ojos, pero la claridad pareció penetrar en su cuerpo, pareció deslizarse agonísticamente hasta su cerebro.
La claridad se convirtió en un retumbar de trueno: trueno de luz estallando en la nave. Hasta que pareció que la masa de irradiante energía iba a romperlo todo.
Luego, súbitamente, no hubo más que oscuridad. El extraño mundo ondulante de la transición produjo una enorme agitación final. Luego estalló como un alambre tenso hasta el punto de romperse. Y sólo quedaron el negro infinito del espacio, el remoto tapiz de estrellas y una nave que parecía ser el centro inmóvil de un universo que giraba lentamente.
Pasó un largo rato antes de que Max Reigner abriera los ojos. Entonces se puso en pie pesadamente, miró con una expresión de incredulidad los contornos ahora sólidos del cuarto de navegación y se dirigió, tambaleándose, a la mirilla de observación más próxima.
Las constelaciones se habían desviado ligeramente, pero el paisaje espacial seguía siendo el mismo. Sin ninguna dificultad, Max reconoció a Betelgeuse, a Aldebarán, a Sirio...
Directamente en frente de él había un extraño sol, blanco y brillante. Calculó que estaba a unos veinticinco minutos-luz de distancia, y se sintió invadido por una sensación de victoria. Incluso a través del opaco cristal plastificado, su brillo era demasiado intenso para que la vista pudiera soportarlo. No cabía duda acerca de su identidad.
Procyon.
Se volvió para encontrar a Otto de pie a su lado. Y abrió la boca para hablar. Las palabras se convirtieron en sonidos llenando la nave espacial con su significado.
—Fantástico —dijo el Coordinador Jansen—, absolutamente fantástico. Lo malo del caso es que le creo a usted. En realidad, estoy obligado a creerle. De no ser así...
Se interrumpió, con aire de impotencia, y contempló a Otto Reigner, que seguía sorbiendo su interminable café, como si temiera verle desaparecer de un momento a otro.
Estaban en casa de Jansen, en Lunar City, y el profesor daba fin a su relato rodeado de cierta comodidad. Incluso durante el corto espacio de tiempo transcurrido desde su llegada a la luna, el profesor Reigner parecía haber añadido unos cuantos años más a su aspecto. El Coordinador empezó a preguntarse si se trataba de simple fatiga, o si el proceso seguía actuando. En este último caso, se preguntó cuánto duraría Reigner, cuanto tiempo transcurriría antes de que la senilidad se apoderase de él y su mente y su cuerpo empezaran a degenerar.
El profesor pareció adivinar sus pensamientos.
–No mucho tiempo —murmuró—. El esfuerzo ha sido demasiado intenso. Mi metabolismo ha empezado a descomponerse. Este fue el segundo de los motivos por los cuales deseaba llegar aquí lo más rápidamente posible.
–¿El segundo? Entonces, ¿cuál fue el primero? —se apresuró a preguntar Jansen.
–Deseaba presenciar el regreso. Hasta cierto punto, esto completaría la cosa.
El Coordinador permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo bruscamente:
–¿Qué me dice de los planetas? ¿Había alguno... o no tuvo usted tiempo para dedicarlo a la observación?
–Dos —dijo el profesor—. Max hizo un cálculo provisional y dijo que tenían que haber por lo menos cuatro. Conseguimos localizar dos con el telescopio manual.
–¿Pudieron apreciar algún detalle?
–No. Uno de ellos tenía un vago parecido a Marte, pero con más oxígeno. Supongo que es inhabitable. O tiene alguna forma de vida compleja y específica.
Jansen no pudo disimular su exasperación.
–¿Por qué diablos ha tenido que tomar decisiones en nombre de todos nosotros?
–¿Se refiere usted a Max? Ya le he hablado de sus motivos.
–No son válidos. Son falsos.
Reigner sonrió débilmente.
–Eran válidos para él. Cuando los hombres puedan comprender los motivos de individualistas como Max, posiblemente estarán preparados para viajar a otros sistemas planetarios Antes, no.
–¿Está usted de acuerdo con él?
–Un poco. Sólo que yo me doy cuenta de la inutilidad de querer ponerle un freno a la historia.
Jansen empezó a pasear arriba y abajo.
–Supongo que es definitivo... me refiero a la pérdida de la nave espacial. ¡Si pudiéramos recoger la unidad Azimov!
El profesor Reigner se sirvió más café.
–Cuando estábamos trabajando en los cálculos para el viaje de regreso, Max se estaba muriendo. Lo sabía él, y lo sabía yo. El esfuerzo había sido demasiado intenso... no en lo que respecta a la transición en sí, sino en todo lo demás. El esfuerzo de obligarse a sí mismo a matar a once hombres, a destruir la base, y luego el esfuerzo final de psicoproyección. Pero, de todos modos, la transición es algo con lo cual no puede enfrentarse un hombre solo.
–¿No murió realmente mientras usted estaba allí? —insistió Jansen.
–No hubiera sido posible —dijo el profesor—. Max me estaba controlando a mí. ¿Cómo podía haber estado proyectado con un control muerto?
–De modo que no presenció usted su muerte...
–No. En el momento en que nos disponíamos a regresar de la transición, Max estaba demasiado débil para retenerme.
–Entonces, es teóricamente posible que su hermano modificara sus planes —observó el Coordinador en tono de esperanza.
–No durante la transición... y creo que ésta acabó con él.
–Pero, más tarde, si sobrevivió...
–Si hubiera sobrevivido —le interrumpió el profesor con aire fatigado—, sería posible. Pero, ¿a qué conduciría? ¿Por qué invalidar sus propios motivos?
Jansen se encogió de hombros.
–La lógica de todo este asunto está por encima de mi capacidad de comprensión. Sólo me queda la esperanza de que exista una posibilidad entre un millón.
Otto Reigner se puso en pie y se pasó una mano por los ojos. Durante unos momentos pareció incapaz de ver las cosas con claridad. Luego se recobró, con un evidente esfuerzo.
–Ya es hora de que regresemos a Copérnico —dijo—. Y espero que no sea demasiado tarde.
La oscuridad era todavía la oscuridad del espacio estelar, pero no tardaría en haber otra oscuridad, interminable, impenetrable...
A popa, el blanco globo de Procyon empezó a brillar con un rojo mate a medida que la nave espacial avanzaba hacia la transición. De repente, la rojez se intensificó, esparciéndose hacia las otras estrellas y a través de las constelaciones. Súbitamente, la nave pasó con suavidad a su velocidad de llegada.
Max Reigner permanecía hundido en su asiento, manteniendo los ojos abiertos gracias a un enorme esfuerzo físico. Se preguntó si podría resistir hasta la transición.
La figura de Otto estaba volviendo ya a la transparencia. Muy pronto, Max no podrá ya cogerle. Muy pronto, volvería el terrible aislamiento... un breve preludio para la eternidad.
Unas imágenes chocaron en su mente y se dio cuenta de que Otto estaba utilizando la corriente de pensamiento para transmitir un aviso de su inminente partida y preguntar si había algo que Max deseaba que hiciera cuando regresara a la Tierra. si es que regresaba.
Max trató de pensar. Tenía que haber algún mensaje, alguna decisión. Pero nada parecía ya importante. Nada que él pudiera recordar.
Transmitió una negativa, acompañada de pensamientos de gratitud y de despedida, todo ello mezclado extrañamente con imágenes de la infancia, y compartidas aventuras en un mundo de ensoñadora realidad.
Repentinamente, Otto transmitió una impresión de Lunar City, y luego una interrogación.
Max tuvo un raro impulso: comunicar las modificaciones introducidas a la nave de Azimov. Pero inmediatamente se recriminó a sí mismo por su debilidad; además, sabía que no quedaba tiempo. Transmitió una respuesta que no significaba nada concreto: Diles lo que sabes.
La respuesta de Otto fue afirmativa. Entonces empezó a construir otra imagen. Pero la imagen se negaba a tomar forma en el cerebro de Max. Se alejaba, irreconocible. Esperó que Otto efectuara otra tentativa. Pero ésta no se produjo.
Vagamente, Max dirigió una mirada circular al cuarto de navegación. Allí no había nada que ver. Sólo aquel extraño resplandor. Sólo la grisácea luz de amanecer de la transición.
El cohete de inspección estaba dando vueltas alrededor de Copérnico a cinco mil pies de altitud. La claridad verdosa hacía que el lecho de lava pareciera un verde lago.
Las miradas inexpresivas del Coordinador se repartían entre el cráter y el firmamento.
–Esta es la vuelta número catorce —dijo—. Ni rastro de nave espacial. Si hay un error de tiempo, ¿cuál cree usted que debe ser la probable magnitud?
El profesor Reigner ignoró la pregunta.
–Llegará —dijo.
Pero Jansen no compartía su fe. Después de tres horas de ansiosa espera, empezaba a sentirse un poco defraudado.
Con un suspiro, el piloto del cohete se aprestó a iniciar la vuelta número quince, preguntándose hasta cuándo duraría aquello.
Y entonces llegó. Todos lo vieron en el mismo instante: una flecha luminosa curvándose suavemente en el espacio. Visible a más de cien mil pies, tardó casi dos minutos en llegar a la altura del cohete de inspección. La nave espacial pasó a una distancia de cinco o seis millas, en un lento arco que se extendía hacia el segmento septentrional de Copérnico.
–¡Santo cielo! ¡Va a aterrizar! —gritó el Coordinador—. ¡Sígale! —le ordenó al piloto—. Aterrice lo más cerca que pueda de él.
Mientras el cohete cambiaba de rumbo, la nave espacial llevaba a cabo un perfecto aterrizaje.
Al mismo tiempo, el profesor se había puesto mortalmente pálido y sus ojos mostraban un repentino vacío. Luego habló. La voz le resultaba familiar a Jansen. Pero no era la voz de Otto Reigner.
El futuro del hombre está en el espacio, pero su pasado pertenece a la jungla terrestre. Algún día aprender a alcanzar los astros sin avaricia. Pero sólo cuando no vea ninguna jungla en el firmamento. Por eso es por lo que este primer viaje debe terminar en...
La voz se convirtió en un murmullo apenas audible y luego enmudeció.
Simultáneamente, se produjo un brillante resplandor.
Jansen se dirigió rápidamente a la mirilla de observación y miró hacia abajo. A unos mil pies de distancia, la nave espacial colgaba suspendida. Luego pareció deshacerse en grandes pétalos de fuego. Y por un momento el cráter quedó inundado de luz. Después, los restos incandescentes cayeron lentamente a través del silencio lunar.
Cuando no hubo ya nada que ver, el Coordinador se volvió furiosamente hacia Reigner.
–Bien. Espero que estará usted satisfecho con...
Se interrumpió. Le estaba hablando a un hombre muerto.
O, como se dijo a sí mismo ceñudamente, a dos hombres muertos.
Miró a la encogida figura, al rostro cansado y gris, y pensó que lo que había llevado a Otto Reigner a la muerte era lo que había tenido que soportar durante los últimos tres días.
Al cabo de unos instantes, el piloto dijo:
–¿Desea aún que aterrice?
–No, ahora ya no importa.
El piloto, un joven de veintiún años, estaba lleno de curiosidad. Ajustó la dirección del cohete y conectó el piloto automático. Entonces se acercó a echarle una mirada al cadáver.
–Coordinador, ¿qué quiso decir el profesor al hablar de una jungla en el cielo?
El Coordinador Jansen se rió amargamente.
–¿No lo sabes? Entonces, yo te lo diré, hijo. Quiso decir que todos nosotros somos un montón de simios educados; que la civilización es sólo superficial en nosotros; y que no estamos preparados para poner nuestros dedos peludos en los profundos espacios.
El piloto meditó lo que acababa de oír. Luego dijo:
–Personalmente, prefiero ser un simio educado que un humano imbécil.
A través de la mirilla de observación, Jansen contempló los duros perfiles de Copérnico, cada vez más lejanos. Dejó oír otra amarga risa.
–¿Tienes alguna idea de la diferencia existente?
El Cerebro Infantil
Edmund Cooper
Aunque el doctor Thomas Merrinoe deploraba en su fuero interno el hecho de que su hijo, de diez años de edad, no diera señales de ser un genio, estaba agradecido a Dios por ciertos pequeños favores. El chiquillo no tenía dos cabezas, ni era un idiota congénito en el sentido clínico. Objetivamente, casi podía decirse que Timothy era un ejemplar normal... con una cantidad crecida de rasgos atávicos.
Esto era una fuente de continuas preocupaciones para el doctor Merrinoe. Como director de un equipo ocupado en proyectar y construir cerebros electrónicos, estaba profesionalmente disgustado por la idea de que un calculador de capacidad equivalente a la de un ser humano podía ser manufacturado por medio de un trabajo inhábil. Afortunadamente, esto no le impidió engendrar a Timothy.
Pero, como padre comprensivo, el doctor Merrinoe quedaba algo por debajo del nivel habitual. Su esposa, Mary, una rubia sensible que consideraba a la trigonometría como una grave operación abdominal, tenía muchas dificultades en convencerle de que la infancia era, no sólo deseable, sino necesaria. Con su característica impaciencia, el doctor Merrinoe había tratado de enseñar a Timothy a jugar al ajedrez a la edad de tres años, y el cálculo diferencial a los cuatro años y medio.
Después de todo, argüía, ¿de qué servía la ciencia si no podía ser aplicada a la vida? Si era posible adaptar un cerebro electrónico a todos los procesos del razonamiento matemático, ¿por qué no podía hacerse lo mismo con un chiquillo? Encontró la respuesta con mucha rapidez. Era trágicamente sencilla. En materia de enseñanza, la máquina no tenía opción. ¡Y el chiquillo la tenía!
Cuando cumplió los diez años, Timothy se las había arreglado no sólo para destruir la fe del doctor Merrinoe en todos los métodos educativos conocidos, conduciéndole a buscar consuelo en unos mayores y más perfeccionados cerebros electrónicos, sino también para ignorar la ciencia de las matemáticas completamente.
De modo que cuando, en el ápice de su carrera, el doctor Merrinoe, después de tres años de ímprobos trabajos, consiguió terminar el cerebro electrónico llamado Peeping Tom, los frutos de su victoria tuvieron para él un gusto ligeramente amargo.
Había construido un cerebro que podía ver, oír, hablar y en un sentido limitado, sentir. Había construido un cerebro al lado del cual las jaulas electrónicas del mundo occidental parecerían simples juguetes. Había preparado a Peeping Tom para contestar preguntas que nadie sería lo bastante sabio para formular. Sin embargo, no podía enseñar a su propio hijo que dos y dos eran cuatro.
Una tarde, sentado en frente del cromado rostro de Peeping Tom, contemplando sus ojos de pantalla televisiva y el altavoz que tenía por boca, el doctor Merrinoe no experimentó el menor júbilo: sólo una leve amargura. Era lamentable, pensó, que uno pudiera imprimir las huellas de su trabajo en todas las cosas... excepto en los niños.
Poco tiempo atrás había adquirido la costumbre de hablar consigo mismo, por fortuna únicamente cuando estaba solo. Pero, aunque su presente abstracción no era más que un monólogo murmurado en voz baja, no tardaron en recordarle que no estaba completamente solo.
–Perdone, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Tendría usted la bondad de facilitarme los datos exactos del problema?
El doctor Merrinoe enrojeció con una sensación de culpabilidad, pero no tardó en reaccionar, recordando que Peeping Tom era sólo una máquina, después de todo.
–¡Vete al infierno, glorificada pianola! No estaba hablando contigo.
–Lo siento, señor —replicó Peeping Tom humildemente—. Pero como no hay nadie más presente, y puesto que me preparó usted para contestar a todas las preguntas, creí...
–¡Cierra el pico! —le interrumpió el físico—. Vete a dormir.
Los ojos de Peeping Tom brillaron con desaprobación.
–Sí, señor.
–¡No, espera un momento! —gritó Merrinoe—. ¿Eres inteligente?
–No, señor. Simplemente listo.
–Correcto. Ahora, dime quién te ha construido, a quién perteneces y cuál es tu trabajo.
–Me proyectó usted, señor, y su equipo me construyó. Pertenezco a la Imperial Electric Inc., que pagó dos millones, doscientos cuarenta y cinco mil, trescientos sesenta y siete dólares y treinta y tres centavos por los materiales y la construcción.
–Exacto —asintió el doctor Merrinoe—. ¿Puedes ganarme al ajedrez?
–Sí, señor.
–¿Puedes calcular cuántos átomos hay en el cosmos?
–Sí, señor... aproximadamente.
–¿Puedes calcular cuánto arroz consumirá la probable población de China en 1975?
–Sí, señor.
–Entonces —dijo el doctor Merrinoe con ironía—, no cabe duda de que serás capaz de resolver un problema sencillo. ¿Por qué se chupa el dedo un niño?
Se retrepó en su asiento, con aire satisfecho, esperando que Peeping Tom admitiera su derrota.
–Un niño se chupa el dedo —replicó el cerebro inesperadamente– por los siguientes motivos: a) porque lo han destetado demasiado pronto, b) porque está echando los dientes, c) porque experimenta inseguridad, o d) porque tiene hambre. Si persiste en la costumbre de chuparse el dedo, se recomienda que...
–¡Diablos! —exclamó el doctor Merrinoe—. ¿Quién te metió todo eso en el buche?
Peeping Tom pareció gozar su momento de triunfo.
–Usted, señor —dijo—. Usted almacenó en mi memoria el contenido de un millar de escogidos manuales. Uno de ellos era Cómo cuidar a los niños, de Benjamin Spock, M. D.
El doctor Merrinoe estaba ligeramente furioso.
–Bien. En tal caso, quizá tú, íncubo chupador de amperios, podrás decirme por qué mi hijo Timothy combina las características físicas del homo sapiens con la capacidad mental de un simio antropoide.
–De acuerdo con la teoría de la evolución —empezó Peeping Tom sentenciosamente—, una forma de vida primitiva es capaz de...
–¡Déjate de monsergas! —le interrumpió el físico, dando rienda suelta a su indignación—. Lo que quiero que me digas es por qué está mi hijo retrasado intelectualmente, a pesar de sus antecedentes generales.
–¿Puedo pedir los datos más importantes?
–Desde luego —dijo el doctor Merrinoe regiamente—. Procuraré ser completamente objetivo.
A pesar de sus limitaciones mecánicas, Peeping Tom se las arregló para dar la impresión de que respiraba a fondo.
–Necesito conocer su edad, estado de salud, peso, tipo físico, forma del cráneo, vocabulario aproximado, habilidades manuales, características emotivas, intereses primarios, costumbres, aficiones y ambiciones. También necesito valorar sus relaciones con su madre, y sus relaciones con usted.
El doctor Merrinoe contempló el aplastado rostro de Peeping Tom, con aire aterrado.
–No son muchos datos, ¿verdad?
–No, señor —respondió suavemente Peeping Tom. Luego añadió—: Si puedo permitirme una sugerencia, señor, ¿por qué no me habla usted de Timothy a su manera? Yo iré recogiendo los hechos importantes a medida que vayan surgiendo.
El doctor Merrinoe estaba demasiado preocupado por todo aquel asunto para darse cuenta de que acababa de producirse un hecho crucial en la historia de los calculadores electrónicos. Era la primera vez que uno de ellos hacia una sugerencia por su propia iniciativa.
–Tal como yo lo veo —empezó el físico pensativamente– Timothy posee una cualidad primordial: la obstinación. Es tan obstinado como una mula, con un complejo de zanahoria. Al principio, me decía a mí mismo que esto era una especie de vigorosa independencia, pero...
Y el doctor Merrinoe siguió hablando, durante media tarde, confiando sus problemas a la máquina de su propia creación. Peeping Tom escuchaba tranquilamente, sin alterar para nada la soñolienta expresión de sus ojos cuadrados.
Finalmente, el doctor Merrinoe pareció haberse agotado a sí mismo. Se interrumpió en medio de una frase, parpadeó como si despertara de un sueño y llegó a la conclusión de que en los últimos tiempos había trabajado demasiado.
Peeping Tom aprovechó la oportunidad para emitir su veredicto.
–Es evidente, señor, que existe un desajuste. De todos modos...
–¡Desajuste! —exclamó el doctor Merrinoe—. Desde luego, el chico está desajustado. Por eso he estado perdiendo el tiempo hablando contigo.
Los ojos de Peeping Tom brillaron intensamente.
–No me refiero a un desajuste en Timothy, señor —anunció—. Lo que quiero decir es que usted es un padre desajustado.
El doctor Merrinoe trató de conservar su científica objetividad...
–Una interesante teoría —concedió, con cierta ironía—. Naturalmente, tendrás alguna solución que ofrecer...
–Naturalmente —asintió Peeping Tom—. Dado que no ha conseguido usted despertar la curiosidad intelectual del chiquillo, es evidente que tiene que aplicarse otra clase de estímulo.
–¿Cuál? —preguntó el doctor Merrinoe.
–Yo —respondió Peeping Tom.
El doctor Merrinoe cerró silenciosamente la puerta detrás de él y compuso una cansada sonrisa para su esposa.
–¿Has tenido un buen día, querido? —le preguntó Mary. El doctor Merrinoe notó con satisfacción que, a los treinta y siete años, su esposa seguía siendo sumamente atractiva. Era un gran consuelo.
–Terrible —contestó—. Hemos llegado al punto crítico de nuestro trabajo...
–La cena está a punto —dijo Mary.
El doctor Merrinoe se portó como un marido complaciente.
–¿Dónde está Timothy? —preguntó en tono casual.
–Viendo alguna película de capa y espada en la televisión.
El doctor Merrinoe hizo un ruido parecido al de un neumático que acaba de recibir un pinchazo.
–Creo que no sería mala idea coger un hacha y emprenderla a golpes con ese condenado aparato. Está destruyendo su iniciativa, para no hablar de sus facultades críticas. Cuando yo tenía su edad...
–Querido —le interrumpió mistress Merrinoe amablemente—, estás tomando demasiada adrenalina. Te agradecería que controlaras un poco más tu lenguaje... por lo menos en casa. Las paredes tienen oídos.
–¡Hum! ¿Ha cenado el Niño Maravilloso?
–Sí, no quería perderse la película.
–¡No quería perderse la película! —repitió el doctor Merrinoe en tono irritado, siguiendo a su esposa al comedor—. Bueno, supongo que tenemos que mostrarnos agradecidos por poder disfrutar de una cena tranquila juntos... A propósito, más tarde quiero charlar un rato con él... ¿No hueles a quemado?
Mary suspiró.
–El único que huele a quemado eres tú, querido. Oye, ¿por qué no vas a ver a un psiquiatra?
–¿Para Timothy?
–No, para ti. Timothy se encuentra perfectamente, pero parece que te está produciendo una desmedida ansiedad, que se está convirtiendo en neurosis. Si le dejaras en paz, todos iríamos mucho mejor.