Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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Ya había amanecido cuando abrió los ojos. El mar tenía un aspecto maravilloso a la luz del sol naciente, pero O’Brien no oyó los gritos de los muchachos retozando por la playa.
«Saben que me estoy muriendo», pensó.
Contempló los entristecidos rostros de los hombres que le rodeaban.
–Amigos... —dijo. Y luego, en un idioma desconocido para ellos, murmuró—: Ante Dios —ante mi Dios—, he hecho todo lo que he podido.
El fuego de la muerte ascendió muy alto en la playa aquella noche, y el opresivo silencio de la mañana envolvió a los poblados. Al día siguiente, los cien jóvenes regresaron a sus casas del bosque para hacerse cargo de la herencia que el Langri les había dejado.
II
El Rirga estaba realizando una rutinaria misión de patrulla, y el comandante Ernst Dillinger se entretenía en su camarote jugando al ajedrez con su robot. Había capturado limpiamente la dama del robot, y estaba preparando el jaque mate, cuando se vio interrumpido por su oficial de comunicaciones.
El oficial saludó y le entregó un mensaje.
–Es confidencial —dijo.
Por la expresión del rostro del oficial, Dillinger supo que la noticia no era agradable. Echó una ojeada al mensaje y su rostro se congestionó.
Palmeó el papel.
–Esto es una orden del gobernador del sector.
–Sí, señor.
El oficial de comunicaciones pronunció aquellas dos palabras como si la información fuese nueva para él.
–Las naves de la flota no aceptan órdenes de burócratas ni de politicastros. Informe amablemente a Su Excelencia que yo recibo órdenes del Cuartel General de la Flota, y que el hecho que esté pasando a través de un rincón de su territorio no le autoriza a controlar automáticamente mis movimientos.
El oficial de comunicaciones rebuscó en sus bolsillos y sacó un cuaderno de notas.
–Si quiere usted dictarme el mensaje, señor...
–Acabo de darle el mensaje. Es usted un oficial de comunicaciones. ¿Acaso no domina suficientemente el idioma para decirle que se vaya al diablo de un modo halagador?
–Creo que sí, señor.
–Pues hágalo. Y dígale al teniente Protz que venga.
Un momento después se presentó el teniente Protz. Saludó al comandante Dillinger y se sentó tranquilamente, sin pedir permiso.
–¿En qué sector estamos ahora, Protz? —preguntó Dillinger.
–En el 2397 —respondió inmediatamente Protz.
–¿Y cuánto tiempo vamos a estar en el sector 2397?
–Cuarenta y ocho horas.
Dillinger dio una violenta palmada sobre el mensaje.
–Demasiado tiempo.
–¿Hay dificultades en alguna colonia?
–Mucho peor. El gobernador del sector ha perdido cuatro naves de reconocimiento.
Protz se puso repentinamente serio.
–¡Caramba! ¿Cuatro naves? Mire..., tengo concedido un permiso para el año próximo. Siento tenerle que dejar en la estacada, pero no renunciaría a mi permiso ni por una docena de naves de reconocimiento. Tendrá que encontrarlas sin mí.
–¡Cállese! —gritó Dillinger—. Ese idiota de gobernador, no sólo ha perdido cuatro naves de reconocimiento, sino que ha tenido la desfachatez de ordenarme que empiece a buscarlas. Ordenarme, ¿se da cuenta? Le he hecho saber que en la flota espacial existe lo que se llama el conducto reglamentario, pero dispone de tiempo para comunicar con el Cuartel General y conseguir que me envíen la orden desde allí. Se verán obligados a enviarla, desde luego, mientras el Rirga esté en la zona general.
Protz se inclinó hacia adelante y tomó el papel.
–De modo que han enviado una nave de combate en busca de las cuatro naves de reconocimiento... —Leyó y chasqueó los labios—. Podría ser peor. Podríamos encontrarlas todas en el mismo lugar. La 719 no regresó, de modo que enviaron a la 1123 en su busca. Y luego enviaron a la 572 en busca de la 719 y de la 1123, y a la 1486 en busca de la 719, de la 1123 y de la 572. Han estado de suerte al tenernos a nosotros aquí. El juego podría haberse prolongado indefinidamente.
Dillinger asintió.
–Resulta algo raro, ¿no le parece?
–No podemos atribuirlo a un fallo mecánico. Esas naves son muy seguras, y sería absurdo suponer que se habían estropeado las cuatro, una tras otra. ¿Supone usted acaso que uno de esos mundos está civilizado hasta el punto de pensar en los viajes espaciales, y ha capturado a las naves?
–Es posible —dijo Dillinger—, aunque poco probable. Sólo la décima parte de los planetas de este sector han sido explorados, pero el sector entero ha sido cartografiado, y la flota lo ha utilizado como campo de maniobras un par de veces. Si uno de esos mundos hubiera desarrollado los viajes espaciales, alguien se habría dado cuenta. No..., creo que encontremos a las cuatro naves en un planeta. La misma dificultad que afectó a la primera afectó a las otras. No podemos aventurarnos por un terreno desconocido. Un mundo inexplorado puede plantear dificultades insospechadas. Vaya a la sala de mapas, y trate de establecer una zona limitada de investigación. Tal vez estemos de suerte.
Veinticuatro horas más tarde el Cuartel General de la Flota envió una orden oficial, y el Rirga modificó su rumbo. Protz se paseaba por la sala de mapas, silbando alegremente y haciendo hábiles cálculos con una regla corrediza tridimensional. Un técnico los comprobaba después en una calculadora electrónica, y tenía dificultades en mantener el ritmo que el teniente imprimía a las operaciones.
Dillinger contempló enfurruñado las coordenadas que Protz le había entregado.
–¿Cree usted que este sistema es tan bueno como cualquier otro?
–Es mejor que cualquier otro —puntualizó Protz, señalando el mapa—. El último informe de la 719 procedió de aquí... Existen tres posibilidades, pero únicamente ésta está de acuerdo con la ruta seguida por la nave. Apostaría diez contra uno a que estoy en lo cierto. No debe haber más que un planeta habitable en esa ruta. Y podemos llegar a él en un par de días.
Dillinger refunfuñó:
–¡Un solo planeta para buscar cuatro naves de reconocimiento! Lleva usted demasiado tiempo en el espacio, Protz. ¿Ha olvidado acaso lo grande que es un planeta?
–Como usted dijo, tal vez estemos de suerte.
Estuvieron de suerte. Había un solo planeta habitable, con un solo y estrecho continente subtropical. En su primera observación divisaron a las cuatro naves de reconocimiento, alineadas en una pequeña elevación del terreno que dominaba el mar.
–¡Maldición! Vamos a perder más de una semana en este asunto, y esos imbéciles han bajado ahí para dedicarse a pescar...
–Tenemos que aterrizar —dijo Protz—. No podemos estar seguros.
Dillinger apartó la mirada de las fotografías, con una leve sonrisa en el rostro.
–Desde luego que vamos a aterrizar. Échele una mirada a esto. Aterrizaremos, y en cuanto les haya sacudido unos puntapiés a los tripulantes de esas naves, yo también me iré a pescar.
El Rirga se posó en el suelo a un millar de metros de la playa. Tras las necesarias comprobaciones científicas y una minuciosa investigación de la zona de aterrizaje, salió una patrulla en dirección a las cuatro naves de reconocimiento, protegida por los cañones del Rirga. Dillinger descendió por la escalerilla, respirando ávidamente la brisa del mar, y se encaminó hacia la playa.
Unos instantes después, Protz se reunió con él.
–Las naves están desiertas. Parece como si sus tripulantes las hubieran abandonado.
–Tenemos que localizarlos —dijo Dillinger—. Notifíquelo al Cuartel General.
Protz se alejó apresuradamente.
Dillinger regresó lentamente al Rirga. La zona de aterrizaje estaba siendo consolidada. Habían sido enviadas patrullas a lo largo de la costa y tierra adentro. Una de ellas señaló el descubrimiento de un poblado nativo, desierto. Dillinger se encogió de hombros con indiferencia y se dirigió a su camarote. Se sirvió una bebida y se tumbó en su litera, preguntándose si habría algo a bordo que pudiera ser utilizado como aparejos de pesca.
A través del teléfono interior llegó la voz del teniente Protz.
–¿Comandante?
–Estoy descansando —dijo Dillinger.
–Hemos encontrado un indígena.
–El Rirga debería ser capaz de entendérselas con un indígena sin necesidad de importunar a su comandante.
–Tal vez debí decir que el indígena nos encontró a nosotros. Desea hablar con el comandante.
Los reflejos de Dillinger eran lentos. Transcurrieron diez largos segundos antes que se sentara bruscamente, vertiendo el contenido del vaso.
–Habla galáctico —dijo Protz—. Le están trayendo hacia aquí. ¿Qué haremos con él?
–Monten una tienda. Le recibiré con el debido ceremonial.
Poco después, resplandeciente en un uniforme lleno de galones dorados, el comandante Dillinger descendía la escalerilla del Rirga. La tienda había sido ya montada y a su alrededor se encontraba una guardia de honor. A Dillinger le pareció que los miembros de la guardia hacían verdaderos esfuerzos para mantenerse serios. Un momento después comprendió el motivo. El indígena era un modelo de perfección física, joven, de aspecto inteligente. Llevaba únicamente un taparrabo de dudosa manufactura. Su pelo rojo refulgía a la brillante luz del sol.
De pie delante de él en uniforme de gala, Dillinger se dio cuenta de lo cómico de la situación y sonrió. El indígena dio unos pasos hacia adelante, con el rostro serio, lleno de confianza en sí mismo. Extendió su mano.
–¿Cómo está usted? Yo soy Fornri.
–Comandante Dillinger —respondió Dillinger, casi maquinalmente.
Se apartó ceremoniosamente a un lado, y permitió que el indígena le precediera para entrar en la tienda. Dillinger y varios de sus oficiales entraron detrás de él.
El indígena no hizo caso de las sillas y se encaró con Dillinger.
–Me veo en el desagradable deber de informarle que usted y el personal de su nave se encuentran detenidos.
Dillinger se dejó caer en una silla. Se volvió hacia Protz, el cual le guiñó un ojo. Detrás de él, un oficial no consiguió reprimir una risita ahogada. El indígena había hablado en voz alta, y sus palabras habían traspasado la lona de la tienda. En el exterior se oyeron murmullos y risas apenas disimuladas.
Un indígena pelirrojo armado con una lanza se permitía detener al Rirga. Sería un chiste muy bueno cuando lo contaran..., aunque todo el mundo lo tomaría por un simple chiste.
Dillinger fingió que no había visto el guiño de Protz.
–¿Cuál es la acusación?
El indígena recitó en un tono inexpresivo:
–Aterrizaje en una zona prohibida, evitación voluntaria de la aduana y de la cuarentena, carencia del permiso oficial de inmigración, sospecha de contrabando, y acarreo de armas sin la debida autoridad. Sígame, por favor, y le conduciré a su zona de detención.
Protz se puso repentinamente serio.
–No ha aprendido a hablar galáctico de ese modo de las tripulaciones de las naves de reconocimiento —susurró—. Sólo hace un mes que desapareció la primera de las naves.
Dillinger se volvió hacia los oficiales que le rodeaban.
–Les ruego que dejen de reír. Éste es un asunto serio.
Las risas cesaron.
–¿Es que no se dan cuenta, imbéciles? Este hombre representa a la autoridad civil. A menos que existan arreglos especiales en ese aspecto, el personal militar está sometido a las leyes de cualquier planeta que tenga un gobierno central. Si existen varios gobiernos autónomos... —Se dirigió al indígena—: ¿Tiene este planeta un gobierno central?
–Lo tiene —dijo el indígena.
–¿Tienen ustedes detenido al personal de las naves de reconocimiento?
–Desde luego.
–Ordene a todo el personal que regrese a la nave —le dijo Dillinger a Protz. Y al indígena—: Compréndalo... Debo informar a mis superiores acerca de esto.
–Con dos condiciones. Todas las armas que han sido desembarcadas de la nave quedarán confiscadas. Y no se permitirá a nadie, excepto a usted, regresar a la nave.
Dillinger se volvió hacia Protz.
–Haga que los hombres dejen sus armas en el lugar que él señale.
Transcurrieron ocho días antes que Dillinger pudiera entablar las negociaciones finales. Antes que empezara la conferencia, solicitó hablar con uno de los hombres de las naves de reconocimiento. Los indígenas lo trajeron a la tienda, bronceado por el sol, robusto, sin más ropa que un taparrabo como los que usaban los indígenas. Sonrió tímidamente a Dillinger.
–Casi lamento verle a usted, comandante.
–¿Cómo le han tratado?
–Estupendamente. No puede pedirse mejor trato. La comida es maravillosa. Tienen una bebida que juraría que es lo mejor que hay en toda la galaxia. Nos construyeron algunas chozas en la playa, y nos dijeron dónde podíamos ir y qué podíamos hacer, y nos dejaron solos. A excepción de los que nos traen la comida, y algunas barcas de pesca, apenas vemos a los indígenas.
–Tres nativas por cabeza, supongo —dijo secamente Dillinger.
–Nada de eso. Las mujeres no se acercan a nosotros. De todos modos, si tiene usted que ponerle nombre a este planeta, puede llamarlo Paraíso. Nos pasamos la mayor parte del tiempo nadando y pescando. ¡Debería usted ver la cantidad y calidad de peces que hay en este océano!
–¿Están ustedes armados?
–No. Nos tomaron por sorpresa, nos desarmaron, y eso fue todo. Lo mismo les ocurrió a los de las otras naves.
–Bien, es todo lo que quería saber —dijo Dillinger.
Los indígenas se llevaron al hombre, y Dillinger abrió las negociaciones. Se sentó a un extremo de la mesa, flanqueado por dos de sus oficiales. Fornri y otros dos jóvenes estaban en frente de ellos, al otro lado de la mesa.
–Estoy autorizado —dijo Dillinger– para aceptar incondicionalmente su relación de multas y sanciones. En el Banco de la Galaxia han sido depositados cuatrocientos mil créditos a nombre de su gobierno.
Empujó un recibo a través de la mesa. Fornri lo tomó indiferentemente.
–El estado legal de este planeta como mundo independiente será aceptado —continuó Dillinger—. Sus leyes serán respetadas por la Federación Galáctica y se aplicarán en los tribunales de la Federación de los cuales dependen los ciudadanos de la propia Federación. Proporcionaremos al gobierno un centro de comunicaciones, de modo que pueda mantener contacto con la Federación, y a fin que las naves que deseen tomar tierra en este planeta puedan obtener el permiso oficial.
»A cambio, esperamos la inmediata puesta en libertad del personal, la devolución del equipo, y el permiso de partida para las naves de la Federación.
–Me parece satisfactorio —dijo Fornri—. Siempre, desde luego, que los términos del acuerdo sean por escrito.
–Me ocuparé de ello inmediatamente —dijo Dillinger. Vaciló, sintiéndose un poco intranquilo—. Espero que habrá comprendido que esto significa que deben ustedes devolver todas las armas que han confiscado, lo mismo las del Rirga que las de las naves de reconocimiento.
–Desde luego —dijo Fornri. Sonrió—. Somos un pueblo pacífico. No necesitamos armas.
Dillinger respiró profundamente. Por algún motivo, había esperado que las negociaciones fracasaran al llegar a aquel punto.
–Teniente Protz —dijo—, ¿quiere usted ocuparse para que redacten los términos del acuerdo?
Protz asintió y se puso en pie.
–Un momento —dijo Dillinger—. Hay algo más. Debemos dar un nombre oficial a su planeta. ¿Cómo lo llaman ustedes?
Fornri pareció intrigado.
–¿Llamarlo?
–Hasta ahora, ustedes han sido únicamente coordenadas y un número para nosotros. Deben tener un nombre. Y será mejor que se lo den ustedes mismos. Si no lo hicieran lo harían otros, y a ustedes quizá no les gustase. Podría ser el que le aplican en su idioma, o un vocablo descriptivo..., en fin, que sea de su agrado.
Fornri vaciló.
–Creo que tendremos que discutir el asunto.
–Desde luego —dijo Dillinger—. Pero, tengo que advertirle una cosa: una vez que se le haya designado un nombre al planeta, será muy difícil cambiarlo.
–Comprendo —dijo Fornri.
El indígena se retiró, y Dillinger se retrepó en su asiento con una sonrisa, sorbiendo un trago de la bebida indígena que le habían servido en una especie de cubilete. La bebida era tan deliciosa como había asegurado el tripulante de la nave de reconocimiento.
«Tal vez Paraíso sería un nombre adecuado para este lugar —pensó—. Pero entonces... Será mejor que lo decidan los indígenas. Paraíso puede significar algo muy distinto para ellos. Cuando los planetas reciben su nombre de algún forastero, se presentan toda clase de complicaciones.»
Recordó la famosa historia de la nave de reconocimiento que pidió ayuda desde una zona pantanosa de un planeta desconocido. «¿Dónde están ustedes?», preguntó la Base. La nave de reconocimiento dio sus coordenadas y añadió, innecesariamente: «Esto es el infierno». Los habitantes del planeta llevaban dos siglos solicitando que se les cambiara el nombre, pero en todos los mapas oficiales el planeta figuraba aún como «Infierno».
Tres horas después estaban en el espacio, en camino hacia Fron, la capital del sector. Protz miró hacia atrás, contemplando el planeta cada vez más diminuto, y sacudió la cabeza.
–Langri —murmuró—. ¿Qué cree usted que significa?
En Fron, Dillinger informó al gobernador del sector.
–De modo que le han dado el nombre de Langri... —dijo el gobernador—. Y..., ¿dice usted que hablan galáctico?
–Lo hablan bastante bien, con un acento especial.
–Fácilmente explicable, desde luego. Una nave aterrizó allí en alguna época pasada. A la gente le gustó el lugar y se quedó, posiblemente. ¿Vio usted algún rastro de una nave, o naves?
–No. No vimos nada, a excepción de lo que quisieron que viéramos.
–Sí. Una situación delicada para usted. Y no por culpa suya, desde luego. Pero esos hombres de las naves de reconocimiento... —Sacudió la cabeza—. Lo que me intriga es que hablen galáctico. Lo lógico es que los extranjeros hubieran aprendido el idioma indígena. Hay un idioma indígena, ¿no es cierto?
–No puedo decirlo. No oí a ninguno de ellos hablar más que en galáctico. Desde luego, no les oí hablar entre sí. Cuando tenían que consultarse acerca de algo, se retiraban más allá del alcance de nuestros oídos. Pero, ahora que pienso en ello, me parece recordar que oí a unos chiquillos que hablaban galáctico.
–Muy interesante —dijo el gobernador—. Langri... Debe tratarse de una palabra indígena. Será mejor enviar un filólogo con el personal que establezcamos allí. Me gustaría saber cómo aprendieron el galáctico y por qué han continuado hablándolo también, me gustaría saber cuánto tiempo hace que hubo extranjeros allí.
–Es un pueblo inteligente —dijo Dillinger—. Llevaron muy bien las negociaciones y, en todo momento, se mostraron sumamente civilizados. Tengo órdenes de llevar un embajador a Langri, además del personal necesario para instalar allí una estación permanente. ¿Sabe usted algo de eso?
–Yo proporcionaré el personal para la estación. El embajador ha sido ya nombrado y llegará dentro de unos días. Entretanto, puede conceder un permiso a sus hombres y tomarse usted mismo un buen descanso.
Una semana más tarde, H. Harlow Wembling, embajador en Langri, ascendía por la rampa del Rirga, precedido de su imponente panza. Discutió con el oficial de servicio, reprendió a la tripulación, y cuando Dillinger le visitó en su camarote para presentarle sus respetos, pidió que asignaran a su servicio, como criado, a un miembro de la tripulación.
Dillinger salió del camarote con el ceño fruncido, y le expuso a Protz su opinión sobre el nuevo embajador con palabras que hicieron al teniente frotarse los oídos, estupefacto.
–¿Va a concederle usted lo que ha pedido? —preguntó Protz.
–Le he dicho —respondió Dillinger, saboreando el recuerdo—, le he dicho que la única persona de a bordo que dispone de algún tiempo libre soy yo, y que no estoy preparado para servir a un caballero de su categoría. Es un elemento insoportable. Realmente vergonzoso.
–No se preocupe, comandante. No tardaremos en vernos libres de él.
–Estaba pensando en los indígenas de Langri. Todo es política, desde luego. Wembling es un miembro adicto del partido, que ve recompensados con este cargo años enteros de servicios leales y sus aportaciones económicas a las campañas electorales. Siempre ocurre así, y la mayoría de los nombrados para esos cargos son bastante decentes. Algunos son incluso competentes, pero siempre existe el caso excepcional del hombre que cree que la palabra embajador delante de su nombre le eleva cuarenta grados hacia la divinidad. ¿Por qué habrán nombrado precisamente a éste para nuestro planeta?
–Es probable que no existan motivos de preocupación. Esos nombramientos políticos no suelen tener mucha duración. Y, de todos modos, no es asunto nuestro.
–Es asunto mío —dijo Dillinger—. Yo negocié el tratado con Langri, y hasta cierto punto me siento responsable de lo que pueda suceder.
Dejaron al embajador Wembling en Langri, junto con el personal que tenía que encargarse de la estación permanente que la Federación había decidido establecer en el planeta. En el último momento se produjo un altercado, ya que a Wembling se le ocurrió repentinamente insistir en que la mitad de la tripulación del Rirga debía quedarse de guardia en la estación. Finalmente, el Rirga regresó al espacio, con su tripulación completa. Dillinger se sentía dispuesto a olvidar por completo a Langri y a volver al trabajo.
Pero no consiguió olvidarlo, y en los meses y años que siguieron fueron muchas las veces que recordó las deliciosas playas de Langri, sus aguas pobladas de maravillosos peces y el aire marino mezclado con el perfume de miríadas de flores.
«¡Qué lugar tan maravilloso para, pasar unas vacaciones! —solía pensar—. O para un retiro... ¡Qué lugar tan maravilloso para un oficial de la Marina jubilado!»
III
Un anticuado carguero, que efectuaba la travesía entre Quiron y Yorlan, en una ruta espacial poco frecuentada, desapareció. A años-luz de distancia, un burócrata de imaginación exuberante pensó inmediatamente en la piratería. Se cursaron las oportunas órdenes, y el teniente-comandante James Vorish, del crucero de combate Hiln, modificó el rumbo y se dispuso a pasar seis monótonos meses en servicio de patrulla.
Una semana después, las órdenes fueron cambiadas. Vorish modificó nuevamente el rumbo y comentó lo que sucedía con el teniente Robert Smith.
–Alguien ha estado excitando a una población indígena —explicó—. Tenemos que dirigirnos allí y proteger a los ciudadanos y los bienes de la Federación.
–Hay gente que no aprenderá nunca —dijo Smith—. Pero... Langri... ¿Dónde diablos está Langri? Nunca había oído ese nombre.
Vorish pensó que aquél era el lugar más bello que había visto en su vida. Se encontraba al oeste. Los árboles extendían su follaje verde pálido hasta la misma playa. Las flores cerraban delicadamente sus hermosos pétalos a medida que el sol del atardecer dejaba de acariciarlas. Las olas de un mar extremadamente azul lamían con indolencia las doradas arenas de la playa.
Detrás de él, el espantoso esqueleto de un enorme edificio en construcción se erguía envuelto en las primeras sombras del crepúsculo. El turno de obreros de la tarde trabajaba activamente. A lo largo de la playa resonaban estruendosos ruidos. Los motores trepidaban y rugían. Piadosamente, la incierta claridad del atardecer celaba los estragos que la obra en construcción había causado en el bosque.
El hombre llamado Wembling hablaba.
–Tiene usted el deber de proteger las vidas y los bienes de los ciudadanos de la Federación.
–Desde luego —dijo Vorish—. Dentro de unos límites razonables. Lo que usted pide exigiría una división del ejército y material por valor de un millón de créditos. Y ni aun así podría garantizarse una seguridad absoluta. Dice usted que a veces los indígenas llegan por el mar. Esto quiere decir que tendríamos que rodear toda la península.
–Son unos redomados bribones —dijo Wembling—. Tenemos derecho a exigir protección. No puedo mantener a los hombres en el trabajo si temen por sus vidas.
–¿Cuántos hombres ha perdido usted?
–Ninguno, desde luego. Pero no ha sido por falta de intención en los indígenas.
–¿No ha perdido usted a ninguno? ¿Y qué me dice de los bienes? ¿Han sufrido algún daño los materiales o los suministros?
–No —dijo Wembling—. Pero sólo se debe a que nos hemos mantenido vigilantes. He tenido que convertir a la mitad de mis hombres en una fuerza de policía.
–Veremos lo que puede hacerse —dijo Vorish—. Concédame algún tiempo para hacerme cargo de la situación, y luego volveré a hablar con usted.
Wembling llamó a dos fornidos guardaespaldas y se alejó precipitadamente. Vorish bajó hasta la playa, devolvió el saludó a un centinela y se quedó en pie, contemplando el mar.
–No hay nadie frente a nosotros, señor —dijo el centinela—. Los indígenas...
Se interrumpió bruscamente, y volvió a saludar: había llegado el teniente Smith.
–¿Se ha enterado usted de algo? —preguntó Vorish.
–Esta situación resulta bastante rara. Las «incursiones» de las que hablaba Wembling, por ejemplo... Los indígenas suelen presentarse uno a uno, y no van armados. Se limitan a merodear por aquí, y lo máximo que hacen es tumbarse delante de una máquina o algo por el estilo, de modo que el trabajo tiene que interrumpirse hasta que alguien los aparta y los conduce hasta el bosque.
–¿Ha sido herido algún indígena?
–No. Los hombres dicen que Wembling ha dado órdenes muy severas acerca de eso. Pero los obreros están muy nerviosos porque no saben en qué momento va a surgir un indígena delante de ellos. Temen que si uno de los indígenas resulta herido, los otros se presentarán con lanzas, flechas envenenadas, o algo así.
–Por la impresión que he sacado de Wembling, mis simpatías están de parte de los indígenas. Pero debo cumplir las órdenes que me han dado. Colocaremos una línea de puestos de guardia a través de la península, y distribuiremos unos cuantos más alrededor de la zona de trabajo. Es lo mejor que podemos hacer, a pesar que esto será una molestia para nuestro personal. Veremos la cara que ponen los especialistas cuando les digamos que tienen que montar guardia.
–No creo que pongan reparos —dijo Smith—. Un par de horas de asueto en esta playa compensan ocho horas de guardia. Voy a empezar a distribuir los puestos.
Vorish regresó al Hiln y se convirtió en el blanco de una avalancha de mensajeros. Al señor Wembling le gustaría saber... El señor Wembling sugiere... Si no fuera demasiada molestia para usted... Saludos de parte del señor Wembling... El señor Wembling dice... Como mejor le parezca a usted... El señor Wembling lo lamenta, pero...
¡Dichoso señor Wembling! Vorish se había visto obligado a ordenar a su oficial de comunicaciones que instalase una línea directa con la oficina de Wembling. Luego encargó a un joven oficial que se dedicara exclusivamente a recibir a los mensajeros de Wembling.
Se disponía a aprovechar el pequeño respiro que le concedían aquellas medidas, cuando se presentó Smith, que regresaba de su tarea de distribuir los puestos.
–Un indígena desea verle —anunció—. Lo tengo ahí fuera.
Vorish levantó las manos.
–Bueno, he oído el punto de vista de Wembling. Puedo oír también el de los indígenas. Me fastidia pedirle favores a alguien, pero supongo que Wembling nos proporcionará un intérprete.
–Podría hacerlo si lo tuviera, pero no tiene ninguno. Esos indígenas hablan galáctico.
–¿Cómo dice? —Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza—. No, ya veo que está hablando en serio. Sospecho que este planeta no es lo que yo imaginaba. Haga entrar a ese hombre.
El indígena se presentó a sí mismo como Fornri y estrechó confiadamente la mano de Vorish. Su pelo rojo brillaba como una llama. Aceptó una silla, y se sentó con gran dignidad.
–Creo —dijo– que son ustedes miembros de la Marina Especial de la Federación Galáctica de Mundos Independientes. ¿Me equivoco?
Vorish dejó de mirarle con fijeza el tiempo suficiente para reconocer que estaba en lo cierto.
–En nombre de mi gobierno —dijo Fornri—, vengo a solicitar su ayuda para expulsar a los invasores de nuestro mundo.
–¡Diablo! —murmuró Smith.
Vorish estudió el serio y juvenil rostro del indígena antes de aventurar una respuesta.
–Esos invasores... —dijo finalmente—. ¿Se refiere usted al proyecto de construcción?
–Efectivamente —dijo Fornri.
–Su planeta ha sido clasificado 3C por la Federación, lo cual le coloca bajo la jurisdicción de la Oficina Colonial. Wembling y Compañía tienen un permiso de la Oficina para edificar aquí. Veo muy difícil que puedan ser considerados como invasores.
Fornri habló lenta y claramente.
–Mi gobierno tiene un tratado con la Federación Galáctica de Mundos Independientes. El tratado garantiza la independencia de Langri, y garantiza también la ayuda de la Federación en el caso que Langri sea invadida desde el espacio exterior. En este momento estoy reclamando de la Federación Galáctica de Mundos Independientes el cumplimiento de su garantía.
–Acérqueme el índice —le dijo Vorish a Smith. Tomó el pesado volumen, lo hojeó unos instantes y encontró una página encabezada Langri—. Establecido contacto inicial en el ‘84 —dijo—. Hace cuatro años. Clasificado 3C en septiembre del ‘85. No hay mención de ninguna clase de tratado.
Fornri sacó un tubo de madera de su cinto y extrajo de él un papel enrollado. Se lo entregó a Vorish, el cual lo desenrolló y lo alisó. Era una copia cuidadosamente escrito de un documento oficial. Vorish miró la fecha y consultó el índice.
–Fechado en junio de ‘84 —le dijo a Smith—. Un mes y medio después de establecerse el contacto inicial. Clasifica a Langri como 5X.
–¿Es auténtico? —preguntó Smith.
–Parece auténtico. No creo que esa gente pudiera haberlo inventado. ¿Tienen ustedes el original de este documento?
–Sí —dijo Fornri.
–Desde luego, no podía llevarlo encima. Probablemente no confía en nosotros, y no puedo reprochárselo.
Pasó el papel a Smith, el cual lo examinó minuciosamente y se lo devolvió.
–Resulta un poco extraño que la clasificación de un nuevo planeta se retrase un año y medio después de establecido el contacto inicial. Si este documento es auténtico, Langri debió ser reclasificado en el ‘85.
–El índice no habla para nada de reclasificación —dijo Vorish. Se volvió hacia Fornri—. Hasta que nos ordenaron venir a este planeta no habíamos oído hablar nunca de él, de modo que no sabíamos nada acerca de su clasificación. Cuéntenos cómo ocurrió.
Fornri asintió. Hablaba un galáctico perfecto, con un acento que Vorish no conseguía localizar del todo. De cuando en cuando hacía una pausa para buscar una palabra, pero su relato era claro y conciso. Describió la llegada de los hombres de las naves de reconocimiento, su captura, y las negociaciones con los oficiales del Rirga. Lo que siguió les hizo fruncir el ceño.