Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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–¿Dando por sentado que es preferible ser un cerdo feliz que un Sócrates desgraciado? —preguntó Byron.
El doctor Krypton se encogió de hombros.
–Los cerdos, desgraciadamente extinguidos, nunca tuvieron un razonable cociente de felicidad. En el mejor de los casos experimentaban un simple contento. Sócrates en cambio era feliz en sí mismo, si hemos de dar crédito a los antiguos relatos.
–Pero la felicidad consiste en adaptarse uno mismo al mundo. No pienso...
–Al contrario, usted piensa, doctor Byron. Pero no de un modo práctico. De no ser así, se daría cuenta de que cuando uno se adapta al mundo solo obtiene contento. Tal como demuestran los extinguidos cerdos, que eran unos animales perfectamente adaptados a su medio. En cambio, Sócrates prefirió adaptar al mundo a sí mismo... y obtuvo con ello la mayor felicidad. Como usted sabe, murió tranquilamente, es decir, felizmente. La muerte, para él, fue el deleite final. Estaba colmado.
El doctor Byron se sintió perplejo.
–Quizás una prefrontal me convertirá en un Sócrates feliz —dijo.
Krypton sonrió.
–O quizá le evite el convertirse en un cerdo desgraciado. Aquí está su pasaporte. Lo necesitará porque esta noche va usted a visitar a los ignorantes del bloque séptimo, donde Thalia le estará esperando, sin duda resulta desagradable creer que toda la filosofía se deriva del sexo. Pero es algo que diariamente queda confirmado.
Por primera vez, Byron se mostró asustado.
–¿Qué sabe usted acerca de Thalia?
–Mi querido amigo. ya le advertí que tendría que jugar sin reina. Ayer vino usted a verme, también, y le sumí en una profunda hipnosis. Créame, es mucho más rápido y menos engorroso. No sólo me contó usted todo lo referente a la tal Thalia, sino que me describió sus encantos tan prolijamente que no tendría ninguna dificultad en reconocerla. Tiene veintitrés años, y se dedica a la pintura subjetiva. Su Cociente de Felicidad es veinte puntos más alto que el de usted, y su. Cociente de Inteligencia veinticinco puntos más bajo. Su padre era un técnico alfa prefrontal, y su madre una ignorante. Es volátil y elástica. ¿Algún dato más?
–¿Qué va usted a hacer con respecto a ella? —preguntó Byron, sin poder ocultar la ansiedad que le dominaba.
–Soy un psiquiatra, no un inquisidor. Ella es una ignorante. No necesito tomar ninguna medida.
El joven estaba realmente intrigado.
–Entonces, ¿por qué me permite usted que vuelva a verla?
–Por un motivo de plena evidencia. Dejándole a usted en libertad para visitarla, debilito su resistencia. Si usted aprovecha esta última oportunidad. cuando venga a verme mañana estará emotivamente exhausto. Si no la ve usted, se sentirá frustrado por un conflicto sin resolver. En ambos casos tendré una ventaja, ya que tengo que decidir lo que haré mañana con usted. Será interesante observarle sometido a esa tensión.
–¿Por qué me cuenta usted todo eso?
–Puedo permitirme el no tener secretos. Buenos días, doctor Byron. ¡No olvide usted su pasaporte!
—¿Te harán la prefrontal? —preguntó la muchacha en voz baja.
Estaban paseando cogidos de la mano a través de los escasos acres de verdor existentes entre los bloques séptimo y octavo. Las luces, brillando a través de las ventanas sin visillos de los pisos, parecían bailar entre las hojas de los abedules y de los sicómoros.
–Eso creo —respondió Byron—. No hay otra solución.
–Podemos escaparnos —dijo la muchacha—. Podemos intentar unirnos a los primitivos, en las montañas. Dicen que hay varios millares de ellos al norte de las Grampians.
Byron sacudió la cabeza.
–Los coordinadores permitirían que se escapara un ignorante, pero no un técnico. Además, ni siquiera estamos seguros de que los primitivos existen.
–¿Tienes miedo? —preguntó Thalia.
–Sí, tengo miedo por los dos. Será mejor esperar a que me envíen a la reserva. Entonces podremos vernos con frecuencia.
Thalia agarró fuertemente la mano del joven.
–Después de la operación, puedes dejar de amarme.
–Podrás conquistarme de nuevo.
–Puedo... puedo no desear hacerlo. Tus sentimientos serán completamente distintos. A los prefrontales no les importa nada. Te perforarán el cerebro, y tal vez te dediques a hacerle el amor a alguna mujer prefontal y no seas capaz de comprender lo que yo siento.
Byron se detuvo, rodeó a la muchacha con su brazo y susurró:
–Mira las estrellas. Son un inmemorial reflejo del cosmos. Un reflejo de propósitos desconocidos en el cerebro del espacio. Para ellas, Nova Mancunia no es nada. ¡Ni siquiera es la característica de un astroesporo enfermo! Las constelaciones están más allá de nuestro tiempo. Brillaban con la misma intensidad cuando Lake Manchester era una ciudad llena de vida. Y seguirán brillando cuando Nova Mancunia sea una leyenda más dudosa que la de Troya.
–No estoy segura de comprenderte —dijo Thalia con lentitud—. Pero, cuando hablas de ese modo, deseo creerte sin comprender.
–¿Ves qué inmóviles y tranquilas están las estrellas?
–Cuando las miramos juntas —respondió la muchacha—, empiezo a creer que podemos participar de su inmovilidad.
Thalia le oyó reír suavemente.
–Las estrellas se mueven a una velocidad de millones de kilómetros por hora —dijo Byron—. Arden en su propio fuego hasta morir, para iluminar un viaje sin destino. ¿Corren hacia su propia extinción inútilmente o cumplen una misión en el espacio?
–No lo sé.
–Ni yo tampoco. Del mismo modo que ellas pueden estar muriendo por trillones, nosotros podemos producir un momento de vida en la eternidad.
El doctor Krypton miraba con aire ausente a través de la ventana de su oficina hacia el molino de viento de cristal del subdirector. El enigma seguía sin resolver. Algún día, quizá, las aspas dejarían de girar, y el pasaporte de un coordinador alfa reposaría sobre la mesa del psiquiatra.
¿Revolución o evolución? Una de la peculiaridades del hombre del siglo XXV era su enemistad hacia ambos conceptos.
El psiquiatra oyó que se abría la puerta y dijo, sin volverse:
–Buenos días, doctor Byron. Si una ardilla y media se comen una nuez y media en un minuto y medio, ¿cuántas nueces se comerán nueve ardillas en nueve minutos?
–Cincuenta y cuatro —respondió Byron, tras una breve pausa.
–Ha tardado tres segundos en responder —observó Krypton—. Está usted moderadamente alerta... Confío en que anoche se purgó usted.
–Desde luego. ¡Maté a la muchacha!
El doctor Krypton volvió el rostro hacia su visitante.
–Esto es interesante. ¿Por qué no se mató usted también?
–Porque necesitaba vivir a fin de matarle a usted.
–Probablemente es usted más fuerte que yo —dijo el psiquiatra en tono tranquilo—. Al Parecer, Nova Mancunia necesitará muy pronto un nuevo coordinador alfa. Y los neurocirujanos son difíciles de sustituir. Desgraciadamente, doctor Byron, no puede usted matar el sistema.
–Puedo intentarlo.
–Puede usted fracasar. Esto es todo. Ahora, será mejor que empiece su fracaso matándome a mí.
Byron dio un paso hacia adelante, pero se detuvo súbitamente. Volvió a avanzar, y volvió a detenerse. Todo su cuerpo estaba temblando. El sudor corría a raudales por su rostro.
–Temo —dijo el psiquiatra– que me aproveché de la profunda hipnosis para volver a arreglar, temporalmente, su instinto de coacción y de tabú. Como puede ver, estaba completamente justificado al hacerlo. Si es usted capaz de ponerme una mano encima, le aseguró que no encontrará ninguna resistencia. He estado pensando en su caso desde ayer. Al parecer, no existe más alternativa que una leucotomía prefrontal... oficialmente.
–¿Y de un modo no oficial? —preguntó Byron, mirando fijamente a su interlocutor.
–Le operaré a usted, doctor Byron, pero me limitaré a practicar una incisión y luego la cerraré. No cortaré ninguna fibra cerebral.
–¿Por qué?
–Porque la raza humana le necesita a usted, mi querido amigo. Hasta que la necesidad se manifieste, vivirá usted en la reserva prefrontal.
–Uno de los dos está completamente loco —dijo Byron lentamente.
–El loco soy yo —admitió Krypton—. Es una locura incurable. Vera yo no tengo ninguna fe en Nova Mancunia. La sociedad actual no es estática, y llegará un momento en que se paralizará. Esto será la señal para un retorno a la humanidad.
–¿Hizo usted que matara a Thalia? —preguntó Byron abruptamente.
–Sí. Usted. quizá necesitará morir antes de que se establezca una nueva sociedad. Me he limitado a hacer las cosas más fáciles para usted.
Por espacio de un minuto, el doctor Byron permaneció silencioso. Cuando habló de nuevo, su voz era tan tranquila como su actitud.
–¿Cuándo me operará usted?
–Mañana por la mañana.
–¿Está usted dispuesto a no cortar ninguna fibra, o bien la sugerencia forma parte del tratamiento?
El doctor Krypton sonrió, mientras acompañaba a su visitante hasta la puerta de la oficina.
–Es un punto muy interesante, debido a que usted no lo sabrá nunca.
El regalo del futuro de alegría o de pena
renueva el problema del deseo.
Detrás de cada estólido par de ojos
acecha el triste prisionero del fuego.
Invasión Del Planeta Del Amor
George P. Eliot
Una cosa nos sorprendió en la borrascosa superficie de Venus, y de un modo agradable: la temperatura. No bajaba de los 10 grados centígrados en los polos, ni superaba los 70 grados en el ecuador. Vimos varios volcanes en actividad, y ninguna señal de agua. En la zona templada meridional, resguardada por una cordillera de montañas de unos 20.000 pies de altura, y un par de horas antes de la tormenta más próxima, aterrizamos. Rossi y Bertel, blindados y precavidos, empezaron a explorar los alrededores de la nave; el doctor Pound y yo les cubrimos con el cañón depresor.
No había nada que descubrir sino granito. Una montaña de granito, una llanura de granito, rocas de granito, capas de granito. Y polvo de granito, por todas partes polvo de granito. Regresamos a la nave y nos pusimos nuevamente en marcha, huyendo de la tormenta que se acercaba. Nos detuvimos en medio de una llanura de una extensión aproximada a la de África. Granito.
Después de setenta y dos horas de infructuosa exploración, nos encontrábamos todos en un estado de ánimo deprimido, especialmente Rossi el cual, siendo el experto de esta fase de nuestra expedición, parecía sentirse ligeramente culpable del estado de cosas en el segundo planeta. Bertel se marchó a dormir. y yo, como hago siempre en tales casos, me dediqué a comer más de la cuenta. El doctor Pound había dejado de rezar; de su rostro se había borrado incluso aquella sonrisa que costó tres siglos de conquistas anglicanas; permanecía pegado a su periscopio, contemplando el granito.
En lo íntimo de nuestras mentes se albergaba el temor al fracaso. Cinco expediciones a Marte habían fracasado: se habían acercado al planeta, habían comenzado el aterrizaje, y nada más se supo de ellas. Nosotros habíamos sido enviados a Venus, y también estábamos fracasando. A pesar de que aterrizamos sin contratiempos, y a pesar de que probablemente podríamos regresar sanos y salvos, estábamos fracasando. No habíamos encontrado lo que debíamos encontrar.
Quedamos incomunicados con la Tierra a causa de las tormentas; creo que todos nos alegrábamos de ello, ya que de no ser por esa circunstancia hubiésemos tenido que esperar hasta la hora 300, tal como se había planeado, para utilizar nuestro último recurso. Disponíamos de 500 horas en total; si nos quedábamos más tiempo, nuestro regreso a la Tierra podría verse seriamente comprometido.
No podíamos utilizar el cráter de uno de los volcanes apagados, como estaba proyectado, porque los cráteres aparecían llenos de arena. Acordamos hacerlo en una zona templada, y cerca de una montaña. Regresamos al lugar de nuestro primer aterrizaje. Al llegar nos encontramos con una tormenta venusiana en todo su apogeo. Rossi dijo que debíamos apresurarnos a eliminar la intensa radioactividad. Dejamos caer la bomba a la hora 82; y a la hora 96 regresamos, completamente protegidos, esperando encontrar unas cuantas variaciones más sobre el mismo tema: granito. Y en vez de ello, creímos encontrar lo que estábamos buscando: recursos naturales y seres racionales... ricos y enemigos.
La cavidad que la bomba había producido tenía centenares de pies de profundidad. En ella existían evidencias de muchos depósitos minerales, incluyendo, dijo Rossi, una gran veta de oro y grandes cantidades de pecblenda. Pero su entusiasmo ante los minerales y el agua desapareció repentinamente ante el descubrimiento de las evidencias de vida madrigueras excavadas en el interior de la cavidad. No muchas, y no muy grandes —de unos cuatro pies de diámetro—, pero a intervalos regulares y sin duda alguna artificiales.
–¡Allí! —gritó el doctor Pound, con los ojos pegados a su periscopio—. ¡Allí! ¡Uno de los agujeros que había allí ha desaparecido!
Desde luego, el lugar estaba bastante oscuro, y el doctor Pound no era un observador en el cual pudiera confiarse demasiado, pero juró y perjuró que mientras estaba contemplando una de aquellas aberturas, ésta se había cerrado. En menos de diez segundos desapareció de allí, y su lugar quedo ocupado por la uniforme pared de granito. No podía haber sido la arena. Nos colocamos nuestras armaduras y salimos de ahí.
Fuimos acercándonos lentamente al más próximo de los agujeros. Rossi llevaba un desintegrador, Bertel un Murdlegatt, yo dos depresores, y el doctor Pound, que era un hombre viejo estilo, llevaba un fusil ametrallador en una mano y una cruz en la otra. Llegamos al agujero sin ninguna dificultad, y no vimos nada, hasta donde alcanzaron nuestras linternas, salvo una especie de túnel excavado por mineros que hubieran trabajado a cuatro patas. El aire que salía de él era relativamente fresco.
Intrigados, miramos a nuestro alrededor. En alguna parte, detrás de nosotros, se oía un ruido como si alguien estuviera escarbando. El ruido nos llegaba con toda claridad en medio de las ráfagas de viento. Y entonces, tal como el doctor Pound había dicho, la entrada de un agujero, que en aquel momento ninguno de nosotros estaba mirando, pero que todos sabíamos donde estaba, desapareció repentinamente. Corrimos hacia el lugar en cuestión, y encontramos lo que de momento nos pareció un taco de piedra arenisca en la entrada. Pero Rossi, examinándolo bien, descubrió que se trataba de una especie de pantalla de un metal muy ligero. Aplicó a ella su desintegrador puesto a 7,7, y la pantalla dejó de ser un obstáculo: entramos en el túnel.
El interior del túnel no estaba completamente oscuro —ignoramos aún cómo lo conseguían—, a pesar de que la oscuridad era completa. Trataré de explicar esta aparente paradoja: uno no podía verse la mano colocada delante de su rostro, pero podía decir lo que no estaba viendo, que es más de lo que puede decirse cuando reina una completa negrura. En la superficie del túnel no había irregularidades de ninguna clase Tampoco había curvas, de modo que ahorramos la luz de nuestras linternas. Andamos durante mucho rato siempre ascendiendo ligeramente.
El doctor Pound, que iba en último lugar, dijo ¡Alto! en un tono de voz que hizo que se erizaran los pelos de nuestras nucas. Al principio, el túnel parecía estar sumido en la oscuridad; pero de repente supimos que resonaba en él un ruido sordo, que era algo más que el latir de nuestros corazones resonando en nuestros oídos, y que llegaba de algún lugar situado a nuestras espaldas.
–¿Cómo puede haber alguien detrás de nosotros?, —murmuré, al tiempo que encendía mi linterna.
A veinte pies de distancia, cegado por la repentina claridad, había un extraño bípedo, encorvado. de ojos grandes y rostro contraído en una mueca que podía ser tomada por una sonrisa. Iba desnudo y su cuerpo parecía estar completamente desprovisto de pelos y de arrugas; su carne tenía el color blanquecino propio de la vida subterránea; avanzó a nuestro encuentro con las manos —en realidad garras– extendidas; su aspecto era evidentemente humano. El doctor Pound le advirtió que se detuviera, con palabras y con gestos, pero el venusiano no se detuvo. Sus garras eran muy afiladas; la mueca de su rostro era espantosa.
El doctor Pound disparó contra él a una distancia de cinco pies. Le vimos agarrarse el vientre y estremecerse de dolor; pero, cuando estaba a punto de morir, sus facciones se relajaron y adquirieron una expresión apacible, y su último gesto fue una sonrisa de felicidad dirigida al doctor Pound; murió con aquella sonrisa en los labios. El doctor Pound se arrodilló, hizo el signo de la cruz sobre el cadáver, y murmuró una jaculatoria por el alma que el venusiano pudiera haber tenido; y a continuación reemprendimos nuestro camino.
No habían pasado tres minutos cuando vimos una lucecita al final del túnel; un débil resplandor, muy lejano. Luego, el resplandor desapareció; oímos una especie de grito; otro venusiano se acercaba, sin duda para investigar la causa del ruido. Le cegué con la luz de mi linterna, y Rossi le desintegró (con el desintegrador a 2,1); pasamos por encima del charco en que se había convertido el venusiano y nos acercamos a la entrada adoptando grandes precauciones. El túnel sólo permitía el paso de dos hombres uno junto a otro; Rossi y yo nos arrastramos hacia adelante sobre manos y rodillas, con las armas preparadas, hasta que pudimos ver el interior de una gran caverna.
En la caverna hacía calor y había humedad —exactamente las condiciones necesarias para poder ir desnudos, como los venusianos—, y era tan grande que no logramos ver el otro lado de ella. Las paredes, cortadas a pico, eran muy altas, el suelo estaba lleno de suciedad y las enormes estalactitas que cubrían la bóveda brillaban intensamente. Desde nuestra ventajosa posición. a unos centenares de pies por encima del suelo, pudimos ver una abundante vegetación, de un verde muy pálido, y un gran número de aquellos pequeños y pálidos seres. Estaban haciendo algo... brincando de un lado para otro, desapareciendo debajo de las hojas, gritando con voces guturales.
–¿Qué están haciendo ahí abajo? —le pregunté a Rossi.
Se encogió de hombros.
–Son lunáticos. Y están bailando.
Pero Bertel y el doctor Pound nos estaban tocando ya impacientemente, apremiándonos para que les dejásemos mirar. Les cedimos el sitio.
Los dos se excitaron hasta el punto de olvidar toda prudencia. Alargaron sus cuellos y empezaron a discutir, levantando insensiblemente la voz a medida que discutían.
–No existe ningún motivo —dijo Bertel– para suponer que lo que están haciendo es una extravagancia.
–Mírelos —dijo el doctor Pound—. Mírelos, hombre.
–¿Qué sabemos acerca de sus motivos? Sólo podemos suponer lo que esto significaría si lo hiciéramos nosotros.
El doctor Pound le miró con expresión de extrañeza.
–¿Y usted es psicólogo —inquirió—, y además especializado en pueblos primitivos?
–¡Bah! —dijo Bertel, eludiendo la pregunta—. Si esos individuos son humanos, yo diría que son pre-sapiens. Fíjese en...
–¡No! —le interrumpió el doctor Pound—. En sus movimientos hay una especie de método. Estoy dispuesto a apostar cualquier cosa a que esto representa una danza por medio de la cual invocan la protección de los dioses por la terrible explosión de nuestra bomba.
–No es mala idea —dijo Bertel—. Pero a mí me parece demasiado aventurada. Yo diría que pueden estar seriamente afectados por los efectos de nuestra bomba. El oído interno...
La discusión no se interrumpió, pero yo dejé de prestar atención a ella. Empecé a hacer cábalas acerca de lo que sería mi trabajo si aquellos venusianos eran el equivalente de nuestros pueblos más primitivos. Había contribuido a desarrollar el sistema Krase de reducir los lenguajes primitivos a una especie de lengua básica que facilita enormemente la educación. Existían un par de tribus brasileñas cuyos lengua es parecían no responder al método Krase, y yo estaba muy ansioso por comprobar qué resultados daría aplicado a los venusinos.
–Vamos —les dije a los polemistas—, dejen de discutir. ¿Creen que podremos bajar ahí?
Rossi se echó a reír.
–Como no nos salgan alas, no veo cómo podremos civilizar a esos niños.
Pudimos comprobar que nuestro túnel se abría, igual que todos los demás que estaban a la vista, a un centenar de pies sobre el suelo, encima de una pared cortada a pico, y que allí no había escalones ni ninguna clase de mecanismo para bajar. Pero, mientras estábamos mirando, vimos deslizarse entre las estalactitas, como una lancha sobre un tranquilo lago, el medio de transporte: una especie de esquife poco profundo que flotaba en el aire. En él había dos venusianos; lo dirigieron hacia otra abertura de túnel, lo colocaron en posición y luego empujaron su carga dentro. Era una pantalla como la que nosotros habíamos desintegrado. Uno de los hombres desapareció con la pantalla, empujándola, y el otro se marchó con el esquife. No sabíamos qué hacer.
Nuestra táctica y estrategia nos habían sido enseñadas a conciencia durante varios años; si encontrábamos seres inteligentes (tal como había ocurrido ahora, evidentemente) teníamos que aislar a un pequeño número de ellos, enterarnos por su mediación de la mayor cantidad posible de detalles acerca de su sistema de vida, de su educabilidad y de los recursos naturales del planeta, y mostrarnos absolutamente sinceros acerca de nuestras intenciones, aunque no acerca de nuestros poderes; pero, por encima de todo. no debíamos confiar en nadie.
Nuestro problema, en consecuencia, era: ¿cómo llegar al suelo sin confiarnos a uno de aquellos pequeños barqueros? Bertel sugirió que llamáramos a uno, que le obligáramos a enseñarnos cómo funcionaba el esquife y luego le arrojáramos por la borda. Pero los demás estuvimos de acuerdo en que sería un procedimiento demasiado arriesgado. No veíamos más alternativa que la de confiarnos, al menos para un viaje. De modo que cuando otro esquife se acercó para depositar su carga, gritamos y agitamos los brazos hasta que el conductor nos vio y se dirigió hacia nosotros.
Llegó sonriendo y con los brazos abiertos hasta la boca de nuestro túnel, emitiendo unos guturales ruiditos con la garganta, y sin asombrarse para nada ante nuestra apariencia. Antes de que pudiera darse cuenta de que no aceptábamos sus buenas disposiciones, nos había tocado ya infinidad de veces, tratando de abrazarnos. Pero, finalmente, comprendió: dejó de sonreír y nos permitió entrar en el esquife. Señalamos hacia abajo, y empezamos a descender trazando graciosas espirales.
El esquife era metálico y no había en él ningún mando visible. El venusiano no parecía hacer nada para conducirlo. Estábamos todos desconcertados (y seguimos estándolo) en lo que respecta a su funcionamiento. El doctor Pound, que era capaz de poner a cualquiera en un apuro, murmuró que quizá lo que lo movía era sólo un grano de fe. Creo que Rossi en aquel momento, hubiera cambiado al doctor Pound por un trago de buen whisky; y sé que yo lo hubiera hecho. Cuando nos posamos en el suelo, descargué uno de mis depresores sobre el barquero, a fin de asegurarnos el viaje de regreso. Bertel, que había estado observando el suelo de la caverna, nos advirtió que debíamos prepararnos contra un ataque. Los venusinos se acercaban a nosotros rápidamente, saltando y gritando. Allí no había ninguna clase de refugio para nosotros, únicamente las fláccidas y húmedas plantas de color verde pálido, con sus enormes hojas. Y no disponíamos de tiempo: los venusianos se acercaban procedentes de todas las direcciones, sin la menor señal de vacilación. Algunos de ellos iban armados con algo que tenía el aspecto de palas y azadones.
Apoyando nuestras espaldas en la pared de la caverna, formando un semicírculo contra su semicírculo, gritamos para que se detuvieran, pero no se detuvieron. Entonces abrimos fuego. Con la primera descarga eliminamos a unos cincuenta, pero no creo que los que les seguían comprendieran lo que había ocurrido, ya que continuaron avanzando. Disparamos de nuevo: todas nuestras armas eran eficaces contra ellos. Otra vez. Y esta tercera vez los que quedaban se detuvieron a unos cincuenta pasos de distancia.
Todos menos un chiquillo, que avanzó hacia nosotros con paso vacilante, sin ayuda de nadie, golpeando una con otra sus diminutas garras y profiriendo grititos. Su madre salió corriendo detrás de él. El doctor Pound le apartó con la punta de su fusil ametrallador; la madre lo cogió entre sus brazos y le consoló dándole el pecho; luego, sonriendo, extendió un brazo terminado en una garra brutal (NO CONFIAR EN NADIE), intentando arañar al doctor Pound. Este disparó contra ella; al igual que el primer venusino que había matado, la mujer murió dirigiéndole una sonrisa. Todos los demás salieron corriendo. Supusimos que se habían asustado con el ruido; el niño, sin prestar atención a su madre caída, corrió detrás de ellos tapándose los oídos con sus diminutas garras.
Desintegramos a los muertos, reanimamos a algunos de los que habían caído bajo el efecto de los depresores, y dimos comienzo al largo y tedioso proceso de garantizar nuestra seguridad, comunicarnos con ellos y explorar los recursos materiales de su mundo. Rossi se marchó con el conductor del esquife y el Murdlegatt y regresó a las 150 horas con unos informes fantásticos acerca de depósitos minerales. Yo me dediqué a establecer una especie de relación telepática con los venusinos, aunque no podíamos estar seguros de que nos comprendieran. El doctor Pound no obtuvo el menor éxito en sus intentos por convertirlos, y Bertel está tratando todavía de darle un sentido coherente a los datos obtenidos a través de los experimentos de psicognosis que llevó a cabo con los venusinos.
Sin embargo, por motivos de Seguridad Nacional, no estoy autorizado a explicar con detalle ninguno de aquellos aspectos de nuestra expedición. Lo que puedo decir es que aquel borrascoso y poblado planeta contiene una cantidad tal de riquezas que sólo pueden ser expresadas por medio de estadísticas, y un enemigo equivalente a una epidemia de sarampión. Pero no conseguimos descubrir a satisfacción nuestra si están lo bastante desarrollados para poder apreciar las ventajas de tener libros, y vestidos, y máquinas, y guerras... en una palabra, si pueden ser elevados a un nivel decente de civilización.
Puedo decir también que a eso de la hora 200 habíamos sometido a una docena de ejemplares típicos de venusianos a todos los experimentos que el ingenio había previsto de antemano y que la necesidad nos imponía en el momento. Cuando señalaba a mis ojos —los venusianos tienen ojos como los nuestros—, mi cerebro (lo mismo que los de Bertel y del doctor Pound) se llenaba con la imagen de una cadena de lagos bajo un cielo sin nubes, o de un jardín de rosas en flor. Cuando me rascaba la piel y me la pellizcaba, mi cerebro quedaba invadido por la sensación de un baño caliente o de unas sábanas limpias y suaves. Señalé a mi estómago, y empecé a pensar en pavos asados (desde luego, en Venus no hay pavos); a mis oídos, y escuché el canto de los pájaros al amanecer (allí no hay pájaros, ni amaneceres). Era como si aquellos seres hubiesen vivido anteriormente en un mundo como el nuestro, y hubiesen sido empujados después a la vida subterránea por unos invasores, conservando sin embargo el recuerdo de aquella agradable existencia. Bertel, que es más realista que yo, dice que ellos operaban sobre nuestras emociones, y nuestros propios cerebros formaban las imágenes específicas. Cuando me encontré llorando después de haber señalado mis dedos, Bertel dijo que aquello demostraba la compasión que les producía el hecho de que careciéramos de garras. A veces nos sentíamos invadidos por el deseo de abrazarles amistosamente (nos vimos obligados a descargar los depresores sobre ellos una vez más a fin de poder dominar aquel impulso); y a veces nuestros cerebros se llenaban de imágenes tan voluptuosas que no sé cómo pudimos reprimir el deseo de desintegrarlos a todos definitivamente.
Los venusianos eran o increíblemente estúpidos o extremadamente listos. En realidad, si hubiesen pertenecido a la especie homo sapiens, Bertel les hubiera calificado de peligrosamente neuróticos. Nada de lo que hacíamos conseguía despertar su hostilidad; o, para ser más exactos. Hiciéramos lo que hiciéramos no manifestaban su hostilidad. Aprendieron a correr cuando les perseguíamos. A uno de ellos le dejamos sin comer se limitó a morirse. A otro le vendamos los ojos y lo metimos cabeza abajo en un agujero: después de luchar durante un rato se quedó quieto, canturreando en voz baja hasta que le sacamos de allí.
Rossi al regresar de su expedición sugirió que golpeásemos a uno de ellos. Me mostré partidario de hacer la prueba, a pesar de la oposición del doctor Pound que opinó que puede descubrirse mucho acerca del nivel cultural de un ser viendo cómo reacciona ante el dolor: un ser de orden inferior se limita a gritar o a soportarlo, en tanto que un tipo altamente desarrollado ser capaz de extraer algún beneficio de su dolor.
Empezamos engañándole. Le manifestamos nuestra amistad y nuestro afecto que siempre se mostraba dispuesto a aceptar. Y luego cuando estaba preparado para recibirlos le abofeteamos. Así una y otra vez, sin que se aprendiera nunca la lección. Le abrumamos con pensamientos hostiles: creo que fueron proyectados con éxito, ya que el sujeto parecía experimentar una especie de aturdimiento y de pesar al recibirlos. Le sometimos a tortura física. v entonces ocurrió algo monstruoso. Al principio gritó de dolor, pero poco después pareció comprender que aquel tratamiento era lo que le estaba reservado nos sonrió, débilmente pero sonrió, mientras le quemábamos las plantas de los pies. Aquella débil sonrisa nos transmitió a todos su ternura y su afecto, en mí, adquirió la forma de desear que me perdonara.
Estábamos desconcertados y derrotados. ¿Cómo puede esperarse civilizar a unos seres tan incapaces de reaccionar al dolor como aquellos sonrientes individuos? ¿Qué realizaciones de algún valor pueden ser esperadas de ellos? Estábamos a punto de dar por terminado el experimento cuando nos acometió el mayor de los peligros.
Caímos de rodillas.
No sé cómo ni por qué, pero repentinamente caímos de rodillas en un transporte de júbilo. Los cuatro experimentamos la misma sensación: Una desmesurada alegría por poder respirar el oxígeno de nuestras cápsulas, por sentir el roce de nuestras manos en el interior de sus guanteletes, por estar de rodillas y horrorizarnos de nosotros mismos Creo que el doctor Pound estuvo en lo cierto: lo que sentíamos era temor. Yo no estoy seguro. Sé muy poco acerca del temor.