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Antología De Novelas De Anticipación I
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 16:58

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Dejando atrás la primera granada, el monstruo siguió avanzando para ser cogido de lleno por la segunda explosión. Por un instante pareció colgar suspendido —un cuadro de completa sorpresa—. Luego, brazos, piernas y cuerpo salieron proyectados al aire y cayeron separadamente.

Sin pérdida de tiempo, el doctor Jackson se volvió hacia la semiesfera metálica. Otros dos monstruos sin cabeza habían aparecido, y estaban dedicados a montar un extraño aparato.

Entretanto, el capitán Harper había continuado avanzando hacia el blanco a toda velocidad. Cuando estuvo a menos de trescientos metros detuvo repentinamente el tractor y se encaramó a la torreta. Sin perder tiempo en apuntar, apretó el pulsador del cohete de lanzamiento.

El disparo resultó demasiado alto. Cincuenta libras de explosivo de gran potencia volaron inofensivamente por encima del objetivo. Pero, mientras volvía a cargar a toda prisa el cohete de lanzamiento, Harper vio con el rabillo del ojo que Jackson se había puesto en movimiento.

El geólogo avanzó unos pasos, arrojó otras dos granadas y se dejó caer al suelo. La primera no hizo explosión, aunque la cosa no tuvo demasiada importancia, ya que quedó treinta metros corta. La segunda, en cambio, cayó a unos ocho metros de los dos monstruos. En el preciso instante en que uno de ellos alzaba en su mano la extraña y reluciente arma, la granada hizo explosión, alcanzándole de lleno, lo mismo que a su compañero, y aplastando su aparato.

Lejos de quedar mortalmente heridos, los dos monstruos se recobraron con increíble rapidez. Uno de ellos corrió en busca de su arma, que había quedado sobre el lecho de lava, a unos metros de distancia, en tanto que el otro trataba de recomponer rápidamente su pequeño trípode con su cilindro de aspecto siniestro.

Pero, para entonces, el capitán Harper no sólo había vuelto a cargar el cohete de lanzamiento, sino que se había obligado a sí mismo, mediante un supremo esfuerzo de voluntad, a apuntar lenta y cuidadosamente... intuyendo, quizá, que el resultado final dependía por completo de su próximo disparo.

Cincuenta libras de explosivo de gran potencia volaron en línea recta hacia la semiesfera. Durante unos terribles momentos, pareció que la carga no iba a estallar. Luego se produjo un silencioso resplandor, y el tractor se estremeció violentamente. La repentina nube de polvo cayó casi tan rápidamente como se había levantado.

Al aclararse, el capitán Harper vio que la semiesfera metálica y sus extraños ocupantes estaban completamente destrozados. Todo lo que quedaba de ellos era un humeante montón de metal retorcido.

Durante unos instantes, los dos supervivientes permanecieron completamente inmóviles. Luego, el doctor Jackson se puso en pie y echó a andar con paso inseguro hacia los restos del doctor Holt. El capitán Harper, a su vez, descendió de la torreta para ir a reunirse con su compañero. Súbitamente se desplomó. El doctor Jackson dio media vuelta y corrió hacia él.

–Creo... que se trata... de un pequeño... escape —balbuceó Harper a través de su radio individual—. ¡Lléveme al tractor!

Jackson le arrastró hasta el vehículo. Una vez allí le izó hasta la torreta y luego trepó él mismo hasta ella.

En cuanto estuvieron dentro del tractor, el capitán se recobró de su pasajero desmayo. El escape debió ser infinitesimal.

–Gracias —murmuró Harper con voz temblorosa—. Es una sensación terrible, ¿verdad?

–No se han inventado aún las palabras para describirla —asintió Jackson—. Debió usted quedarse en el tractor hasta que nosotros regresáramos.

–¡Y un cuerno! Lo que siento es no haber podido hacer nada por el pobre Holt... ¿Alguna sugerencia, Jackson?

–Ninguna que valga la pena... ¿Vio usted lo que sucedió?

Harper asintió.

–Nuestro amigo sin cabeza le atacó con algo comparado con lo cual nuestros proyectiles h/v parecen armas de juguete. Deberíamos echarle una ojeada.

–¿Cree usted que será prudente? —inquirió Jackson.

–¿Se refiere usted a la radioactividad?

–Entre otras cosas.

–Entonces, ¿qué me dice de examinar los restos de su refugio? Llevaré el tractor lo más cerca posible. No creo que la H.E. haya dejado ninguna concentración suficientemente peligrosa. ¿Qué opina usted?

–Creo que vale la pena arriesgarse. Podemos enterarnos de algo útil acerca de ellos.

Harper puso en marcha el tractor y lo hizo avanzar lentamente hacia la zona destruida. A unos veinte metros de los restos de la semiesfera paró el motor.

–¿Sabe una cosa? —dijo Jackson, mientras se disponía a pasar por la cámara reguladora de la presión—. En un sentido, estamos de suerte. Este es el segundo fragmento de la historia que hemos tenido el privilegio de escribir.

–¿A qué se refiere?

–El individuo que mató a Holt y me atacó a mí —dijo Jackson– era algo muy raro. Yo estaba más cerca de él que usted. Y le vi caer en pedazos.

–¿Qué es lo que trata de insinuar?

–Únicamente que no estaba hecho de colas de rana —respondió Jackson en tono irónico—. Verá, capitán, creo que somos los primeros seres humanos que se han enfrentado con una banda de robots asesinos. El hecho de que hayamos puesto fuera de combate a esos tres es bastante significativo, creo yo.

–¡Dios mío! —exclamó Harper.

El doctor Jackson se volvió y pasó a través de la cámara reguladora de la presión. Poco después estaba hurgando entre los restos bañados por el implacable sol.

La crisis estaba superada, pero en la Base Número Uno transcurrió algún tiempo antes de que decreciera la atmósfera de alta tensión. Dos hombres de la primera expedición habían muerto, y todo el proyecto lunar había estado al borde del fracaso. Sólo después de una lenta y minuciosa investigación en toda la zona de la base y en las faldas de las colinas de Tycho, los cuatro supervivientes quedaron convencidos de que no existía ningún otro peligro inmediato. Paulatinamente, sus actividades volvieron a la normalidad.

Varios días terrestres más tarde, el profesor Jantz aprovechó la oportunidad que le brindaba la ausencia del doctor Jackson, que había salido para efectuar un recorrido de exploración, para entregarse a una tarea particular en el pequeño laboratorio subterráneo. Estaba absorto en el análisis de ciertas cantidades de polvillo negro.

Cuando el capitán Harper entró en el laboratorio, el profesor se ocupaba en calentar electrónicamente hasta la incandescencia un pequeño montón de aquel polvillo.

–¿En qué está trabajando usted ahora? —preguntó Harper, por decir algo.

El profesor Jantz manifestó el placer de un chiquillo que ha descubierto algo maravilloso dentro de los zapatos que dejó en el balcón la noche de Reyes.

–Es la tercera muestra de la caverna número catorce —explicó volublemente.

–¿De qué se trata?

–Mi querido Harper, esto es una muestra indiscutible de carbón bituminoso, del tipo conocido como fusain. Existe una maravillosa abundancia de microsporas y macrosporas. Mis teorías, ahora ya puedo decirlo, han quedado confirmadas de cabo a rabo. Cuando regrese a la tierra, procuraré...

–¿Qué significa eso, en lenguaje corriente? —le interrumpió Harper.

–Significa, sencillamente, que la luna estuvo llena, en una determinada época, de marismas estuáricas. Significa que hace billones de años la luna era un hervidero de formas vitales en pleno desarrollo. En resumen, hemos acumulado pruebas más que suficientes para sacudir en sus cimientos las modernas teorías astrofísicas.

–¿Por qué no hay ninguna evidencia de todo esto en la superficie lunar?

–Debido a que cuando la luna empezó a perder su atmósfera, el aumento del calor solar generó una combustión espontánea. Lo que hasta ahora ha sido llamado polvo meteórico, son las cenizas de lo que en otra época fueron enormes cementerios humeantes.

Harper sonrió burlonamente.

–De modo que va usted a sacudirles fuerte a los astrónomos de salón...

–Desde luego. He reunido suficientes datos para hacer que la mayoría de mis ilustres colegas consideren llegado el momento de ingresar en una clínica mental.

El capitán Harper sacó de su bolsillo un par de cuartillas mecanografiadas.

–En realidad, había venido a enseñarle el informe que voy a enviar al Cuartel General de la Organización. Si hay algo que desee usted añadir, puede decírmelo. Voy a enviarlo dentro de una hora.

El profesor Jantz cogió las cuartillas y las leyó rápidamente:


INFORME NÚMERO SIETE

De: Harper, Capitán De La Expedición Lunar, Base Número Uno,

A: Consejo Ejecutivo; Cuartel General De La Expedición, Tierra.

Después de la destrucción del refugio de los robots Jackson y Pegram han efectuado una minuciosa exploración del terreno, en un radio de cien millas alrededor de la base. No han descubierto más huellas extrañas, aparte de las procedentes de la semiesfera, ni señales de actividad de ninguna clase. Estamos convencidos, por lo tanto, que la segunda nave lunar puede emprender viaje en condiciones de seguridad.

Hemos examinado los restos del refugio de los robots, y hemos extraído las siguientes conclusiones:

1) Los robots no son indígenas de la luna, dado que su construcción exigiría recursos y una forma de vida sumamente desarrollada, de los cuales no existe ninguna prueba.

2) Su construcción está por encima de las posibilidades actuales de la ciencia humana.

3) Dado que el refugio no estaba regulado para la presión, los tres llamados ataúdes parecen haber sido las cámaras de hibernación y lechos de carga eléctrica de los robots durante la noche lunar. Antes de que el refugio fuera destruido, se obtuvieron pruebas de su potencial eléctrico.

4) Suponiendo que las tres hipótesis anteriores sean correctas en sus puntos esenciales, creemos que en algún momento la luna recibió una expedición extraterrestre, la cual dejó los robots con fines de observación y de investigación científica.

5) Dado que los robots tomaron la iniciativa de atacarnos, es probable que sus creadores adaptaran sus mecanismos para que reaccionaran agresivamente ante cualquier fenómeno que pudiera ser interpretado como interferencia.

6) Teniendo en cuenta que los robots estaban aparentemente equipados con radios especiales, es probable que procedieran de nuestro propio sistema solar.

Estos argumentos ampliatorios en apoyo de estos puntos de vista serán expuestos en el Informe Número Ocho. Sólo me resta añadir nuestra unánime creencia de que la expedición extraterrestre regresará a la luna para enterarse de la suerte corrida por sus instalaciones. Es de esperar que, en esa época, los seres humanos establecidos en la luna dispongan de elementos suficientes para hacer frente a las necesidades de interferencia o de cooperación, alternativamente.

El profesor Jantz apartó la vista de las cuartillas mecanografiadas.

–Creo que ha resumido usted admirablemente nuestras principales conclusiones —dijo—. El resto puede esperar hasta que dispongamos de tiempo para preparar un informe más completo. En cuanto haya terminado con esas muestras, pondré en orden mis propias notas para usted.

–Ya es hora de que Jackson y Pegram estuvieran de regreso —observó Harper, volviendo a meterse las cuartillas en el bolsillo—. Voy a llamarles por radio.

Salió del laboratorio, dejando al profesor Jantz entregado a su trabajo. Durante otras dos horas Jantz pudo continuar su análisis de las muestras de la caverna número catorce sin ser molestado.

Pasado aquel tiempo, el capitán Harper volvió a entrar en el laboratorio.

–Han regresado sin novedad —anunció.

–Bien, bien. Ahora podremos descansar durante unas cuantas horas.

–Jackson y Pegram desean que subamos a la superficie —dijo Harper—. Dicen que hay algo que vale la pena ver.

–¡Más muestras! —exclamó el profesor, con infantil entusiasmo—. ¿Dónde diablos habré puesto mi capuchón?

Los dos hombres no tardaron en pasar por la cámara reguladora de la presión y en trepar por la escalerilla metálica adosada a las paredes de la grieta. Al llegar a la superficie, vieron a Jackson y a Pegram de pie junto al tractor.

–¿Han encontrado ustedes algo interesante? —preguntó Jantz en tono esperanzado a través de su radio individual.

–Sí —respondió Jackson, levantando su brazo—. Mire a su alrededor.

Por todas partes, las sombras iban espesándose, y las llanuras de lava, suavizadas ahora por la claridad de los oblicuos rayos del sol, empezaban a apropiarse los oscuros perfiles de un crepúsculo lunar. La escena era desoladora, grotesca, pero, al propio tiempo, de una rara belleza.

Lentamente, muy lentamente, el sol empezó a hundirse detrás de los picos dorados de las montañas. Lentamente, la enorme bola verde de la Tierra se hizo más y más visible contra un telón de fondo de absoluta oscuridad.

El capitán Harper y sus tres compañeros permanecieron silenciosos en medio de una semioscuridad verdosa cada vez más intensa, contemplando el inexorable curso del sol sobre el áspero paisaje.

Era una escena que recordarían mientras vivieran: el sutil cambio que se operaba en un paisaje petrificado; el lento, impresionante final de su primer día lunar.

Un Problema De Tiempo


Edmond Cooper

Una delgada franja de luz descendió silenciosamente del negro cielo hacia la llanura de lava casi sin forma y la zona de aterrizaje marcada por un amplio círculo. El cohete permaneció como en suspenso durante un momento, apoyándose en su cola de llama verde. Luego, se cerró el contacto y la llama se apagó.

Los pasajeros y la tripulación, vistiendo trajes especiales contra la presión, descendieron del cohete por una escalerilla de nylon. El tractor les estaba esperando. Cuando se hubieron instalado cómodamente en su largo remolque a prueba de presión, el tractor dio media vuelta y avanzó por encima de un racimo de burbujas de plástico de una milla de extensión.

Cinco minutos después, en el espaciopuerto, ante unas tazas de humeante café, los pasajeros entregaban sus permisos de entrada al oficial de control para ser enviados a sus definitivos destinos.

Entre los pasajeros había un hombre alto, de pelo blanco, cuyo aspecto y edad parecían en desacuerdo con la fotografía y los datos que figuraban en su pasaporte. El oficial de control estaba francamente intrigado.

–Un momento, profesor Reigner. Aquí dice que tiene usted cuarenta y cinco años. Esto...

–Es absolutamente cierto —respondió Otto Reigner con una leve sonrisa—. Anticipándome al posible escepticismo, me he traído también mi partida de nacimiento y una carta que acredita mi personalidad. Aquí están.

El oficial de control cogió los documentos y los examinó cuidadosamente. No cabía duda de que eran auténticos, pero el oficial no quedó satisfecho.

–¿Es reciente esta fotografía?

–Me la hicieron hace tres meses.

–Sin embargo, en ella parece usted veinte años más joven.

–Es cierto —convino Reigner tranquilamente, mientras volvía a introducir los documentos en su cartera de mano. No parecía dispuesto a ofrecer ninguna explicación.

–Pero...

–Si cree usted que soy un impostor, le recomiendo que establezca comunicación con la Tierra. Le sugiero que se ponga en contacto con el Departamento de Cultivos sin Tierra Sección Polar.

El oficial de control no las tenía todas consigo. El nombre de Reigner era bastante conocido en el mundo científico, y no tenía el menor deseo de cometer una torpeza.

–No creo que sea usted un impostor —protestó con evidente apuro—. Pero tengo la obligación de comprobar que los hechos coinciden con los datos.

–Entonces, hágalo rápidamente —dijo Reigner—. Debo presentarme con urgencia en Lunar City.

El oficial de control vio un camino abierto.

–¿Quién le espera allí?

–El Coordinador de Investigaciones Espaciales.

–¿El C.I.E.? Permítame un momento Voy a comunicar con él para decirle que está usted en camino.

Se volvió hacia un pequeño despacho.

–Quedarán muy sorprendidos —dijo Reigner secamente, mientras la sonrisa desaparecía de su rostro– al oír que soy un viejo.

El oficial de control desapareció con un encogimiento de hombros con el cual parecía disculparse. Un par de minutos después salió del despacho con un aire más confiado.

–Le están esperando, profesor Reigner. Hay un taxi lunar aguardándole en la cámara reguladora de la presión ¿Quiere usted acompañarme, por favor?

El cohete-taxi aterrizó en la cámara reguladora oriental de Lunar City. Había recorrido las cincuenta millas que la separaban del espaciopuerto en seis minutos, exactamente.

Al descender del vehículo, Reigner encontró un enviado que le estaba esperando. Fue conducido al cuartel general administrativo por una ancha avenida bordeada de edificios de hiduminio. De pronto se encontró en un vestíbulo, mirando a una puerta que indicaba COORDINADOR INVESTIGACIONES ESPACIALES, mientras su acompañante hablaba con el hombre que había al otro lado.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Reigner oyó que despedían a su acompañante, y luego vio aparecer por la puerta la cabeza del Coordinador.

–¿Quiere usted pasar, profesor?

Tomó asiento en frente de la mesa escritorio del Coordinador y rechazó el cigarrillo que le ofrecía. Reigner se dio cuenta de que estaba siendo sometido a un minucioso escrutinio, y observó al mismo tiempo que el Coordinador Jansen disimulaba admirablemente su sorpresa.

–Es un placer recibir a tan distinguido bioquímico —dijo Jansen amablemente—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Reigner fue directamente al grano.

–Probablemente, está usted tan ocupado como lo estaba yo antes de considerar absolutamente necesario venir a verle. De modo que no voy a perder tiempo en circunloquios ¿Cuándo oyó usted hablar por última vez a la Base Estrella Número Tres?

Jansen frunció el ceño.

–¿La Base Estrella Número Tres? En realidad, estamos esperando una llamada en cualquier momento. No hemos recibido noticias en los últimos tres días... cosa nada extraña, desde luego, en período de pruebas. Espero...

–¿Ha tratado usted de establecer contacto desde esta terminal? —le interrumpió Reigner.

–Sí, aunque sin ninguna urgencia. Que yo sepa, no hay ningún motivo para alarmarse. Copérnico tiene cincuenta y seis millas de anchura, y existen instalaciones alrededor de todo el cráter, con una docena de hombres —incluyendo a su hermano—, para manejarlo todo... Ahora, dígame: ¿qué le preocupa?

El profesor Reigner se echó hacia atrás en su asiento.

–Ya no existe la Base Estrella Número Tres —dijo—. No hay allí ningún vehículo espacial... No me pregunte cómo lo sé. Se lo diré a usted cuando hayamos inspeccionado los restos del naufragio.

Jansen no era hombre que reaccionara lentamente. Pulsó un dictáfono y dio órdenes de que prepararan un cohete de inspección. Luego se encaró de nuevo con Reigner.

–¿Qué hay acerca del personal?

–Muerto —respondió Reigner sin la menor emoción—. Han muerto todos. Le mostraré a usted dónde están los cadáveres.

–¿Y su hermano?

–Sí, Max está muerto. Pero no le encontraremos... todavía.

Lo que más impresionó a Jansen fue el tono de absoluta seguridad con que hablaba Reigner. Sin embargo, el Coordinador estaba enterado de que era la primera vez que el profesor visitaba la Luna. ¿Qué podía saber de esta catástrofe de la cual no sabían absolutamente nada en Lunar City?

A pesar de todo, Jansen no dudó ni un solo momento del profesor. Y repentinamente recordó un hecho muy interesante acerca de los hermanos Reigner: eran gemelos idénticos.

El Coordinador tuvo una súbita imagen mental de Max Reigner, un hombre alto, vigoroso, de pelo negro, que aparentaba menos de cuarenta y cinco años. Luego miró con expresión de incredulidad al hombre que estaba sentado al otro lado de su mesa, un hombre de pelo blanco y rostro arrugado; alto, desde luego, pero muy delgado.

Otto Reigner pareció adivinar sus pensamientos.

–Hace tres días —dijo—, yo era veinte años más joven. Le hablaré también de eso. Pero más tarde.

A través del dictáfono llegó una voz:

–El cohete de inspección está listo.

–Gracias. —Súbitamente, Jansen pensó que no se estaba mostrando demasiado hospitalario con un hombre que había recorrido doscientas cuarenta mil millas para verle—. ¿Desea usted descansar un poco antes de que emprendamos la marcha, profesor? ¿Quiere comer algo? Copérnico se encuentra a unas mil doscientas millas de aquí...

Reigner sacudió la cabeza.

–¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó.

–Unos cuarenta y cinco minutos.

–Estoy viviendo de café y de sedante —dijo el profesor—. Y puedo tomarlos por el camino. Esto es lo que pasa al saltar veinte años de la noche a la mañana.

El cráter ecuatorial de Copérnico estaba bañado en una luz verde. Mientras miraba a través del visor de su capuchón, en tanto que el cohete daba vueltas en círculo a unos mil pies de altitud, el profesor Reigner se congratulaba mentalmente de que aquel resplandor verdoso difuminara los ásperos contornos de las montañas y el desolado paisaje rocoso rodeado por ellas.

Jansen le habló al piloto:

–Aterrice en el campamento principal... o en lo que ha quedado de él.

El cohete descendió, se inclinó hacia adelante como una bailarina y se posó graciosamente sobre su cola. Jansen empezó a bajar la escalerilla casi antes de que los motores cesaran de rugir. Reigner le siguió torpemente, ya que no se había adaptado aún a la falta de gravedad.

Avanzaron en silencio hacia un pequeño cráter, muy reciente, rodeado por algunas vigas retorcidas y unas planchas de metal que aparecían arrugadas como si hubiesen sido de papel.

Jansen habló a través de su radio portátil.

–Por su aspecto, parece una granada atómica —dijo—. Pero no tenían ninguna.

–No, era una unidad desechada por Azimov —dijo Reigner—. Max la tomó de uno de los cohetes pilotos y modificó el cronometraje. Deseaba asegurarse de que todos los archivos estaban efectivamente destruidos.

–Comprendo. —El Coordinador recogió un trozo de metal y lo examinó—. ¿Qué es lo que sabe usted acerca del viaje espacial de Azimov?

–Únicamente lo que Max me contó.

–¿Mucho?

–Temo que no lo suficiente para que nos sea de alguna utilidad. Me dedico a la bioquímica, no a la física subespacial.

Jansen paseó lentamente alrededor del pequeño cráter contemplándolo con intensa concentración. Reigner se mantuvo a su lado en silencio.

–¿Cree usted que estaba loco? —preguntó súbitamente el Coordinador.

–Deme usted una definición objetiva de la locura, y se lo diré a usted.

La voz de Jansen apenas fue audible, como si estuviera hablando consigo mismo.

–Cinco años es demasiado tiempo. Nadie hace un viaje de cinco años de duración sin sentirse afectado por él. Pero el muy imbécil no quiso regresar a la Tierra, ni siquiera por un par de meses. Siempre estuvo reclamando sobre la obtención de una transición más dos... Y así acabó...

–Acabó con una transición más diez —dijo Reigner tranquilamente—. Pudo haber obtenido más, pero el transmisor se apagó. Entonces comprobó que Azimov, al construir la unidad original, no había tenido en cuenta las consecuencias de romper la barrera de la luz. Según Max, lo único que Azimov se proponía era la obtención de un vehículo que llevara a los hombres a un espacio sin astros dentro del período de tiempo que comprende la vida de un hombre. Hubiera quedado satisfecho con una transición de menos cinco. Al parecer, no se le ocurrió pensar que si podía realmente alcanzarse un tipo de transición con signo más, quedaba abierto el camino para una serie indefinida. Cuando Max alcanzó el más diez, comprendió que el intervalo de transición podía ser alargado hasta convertirse en instantáneo en el infinito... de hecho, hasta que regresaran señales desde todas las partes del cosmos simultáneamente. De este modo, una nave espacial podía viajar alrededor de las galaxias... Literalmente en ningún tiempo.

–¡Diez veces más rápidamente que la luz! —exclamó Jensen—. ¡Desde luego, tenía que estar loco! Suponiendo que lo consiguiera, ¿para qué diablos iba a servirle? ¿Qué puede experimentarse a la velocidad de diez años luz por año?

–La duración absoluta —dijo Reigner—. Sólo puede ser descrita como una inmovilidad dirigida. En efecto, podría caerse a través de la estructura del espacio hasta encontrar un punto de desaceleración previamente establecido. Mientras se descendía de velocidad hasta alcanzar la de la luz, podría emergerse de nuevo al espacio-tiempo. Es decir, se podría regresar al mundo de la realidad, tal como aparece a los que existen a las velocidades por debajo de la de la luz. En el proceso de retorno, podría adquirirse orientación: de hecho, podría escogerse el astro que se deseara y utilizar su velocidad por debajo de la de la luz como una especie de barrera rompedora. El efecto sería como el de un cohete que viera disminuida su velocidad por una atmósfera muy densa... sólo que en aquel caso la atmósfera sería una serie de campos electromagnéticos. Esta era la teoría de Max. Y demostró que era cierta.

El rostro de Jansen estaba completamente oculto por su capuchón, pero su voz tembló de excitación.

–Sólo podía demostrarlo efectuando un viaje a un astro, y aunque hubiera escogido el más cercano, Centauro, no hubiera podido regresar con la prueba antes de un año. A menos que la transición fuera superior a más diez.

El profesor Reigner permaneció silencioso unos instantes. Luego dijo:

–El viaje alrededor de Proción tendría una duración, según creo, de veintiún años-luz. Calcule la transición necesaria para realizar el viaje en cuatro días.

–¿Está usted sugiriendo que...?

–Lamento desempeñar el papel de hombre misterioso, Coordinador; pero tenía que demostrarle a usted que la Base Tres está destruida y que no había en ella ninguna nave espacial, antes de poder confiar en que usted aceptara mi explicación. La verdad es demasiado fantástica para poder exponerla sin pruebas.

Jansen contempló las destruidas instalaciones.

–Me sorprendería que la verdad no fuera fantástica —dijo secamente—. A propósito, ¿dónde están los cadáveres?

Reigner extendió el brazo. A un cuarto de milla del lugar donde se encontraban, junto a los restos de una unidad-vivienda, había un tractor lunar.

–Sabían demasiado. Ayudaron a perfeccionar la nave de Azimov. Vieron cómo alcanzaba una transición más diez en el cohete piloto. De modo que Max tuvo que matarles.

–¡Santo cielo! ¿Por qué?

–Usted mismo ha sugerido la locura, pero la cosa no es tan sencilla. Durante cinco años, Max no pensó en las posibles consecuencias del éxito. Luego, cuando la teoría se convirtió en un hecho, cuando tuvo en sus manos la posibilidad de dar a la humanidad los medios Para conquistar el espacio interestelar —de dominar las galaxias, incluso—, se dio cuenta repentinamente de que el hombre no estaba aún preparado para enfrentarse con tan enormes posibilidades. Desgraciadamente, la nave de Azimov era un secreto que compartía con otros hombres. Si destruía la nave y los cohetes piloto quedaban unos hombres que podrían construir otras. Por eso decidió matarlos. Mientras Reigner hablaba, los dos hombres habían echado a andar hacia el tractor.

–Esto confirma mi suposición de que estaba loco —dijo el Coordinador inflexiblemente—. Un hombre no puede tomar por sí mismo decisiones como esa. No Puede nombrarse a sí mismo juez supremo para decidir lo que es bueno para toda la raza humana... Ha mencionado usted a Proción. ¿Debo entender que tomó la nave para un viaje de prueba? Esto no tiene sentido.

–La última prueba —dijo Reigner—. Por encima de todo, Max era un científico. Tenía que saber sin ningún género de duda que el hombre podía sobrevivir a la transición... y que no había asesinado inútilmente a sus colegas.

–Tenía que saberlo él —gruñó Jansen furiosamente—. Los demás no importábamos nada.

–Esto no es absolutamente cierto —replicó el profesor—. Max tomó un testigo, alguien que podía tener grandes posibilidades de sobrevivir. No deseaba dejarle a usted con un misterio sin resolver.

–¿A qué testigo se refiere?

–A mí —dijo el profesor Reigner.

Habían llegado junto al tractor. En su compartimiento a prueba de presión había once cadáveres, pero la cámara reguladora de la presión estaba abierta. Jansen se asomó al interior y examinó los cadáveres. No presentaban la menor señal de violencia.

–Es conveniente que mueran once hombres para salvar a la humanidad. —Su voz era amarga—. Pero, incluso en el caso de que así fuera, no creo que esos muchachos hubieran apreciado la perspectiva histórica. ¿Cómo lo hizo?

Reigner contempló los cadáveres con expresión sombría.

–Monóxido de carbono —dijo—. Esto fue antes de que Max y yo entráramos en contacto. No creo que sufrieran.

Jansen salió del tractor, cerrando la cámara reguladora detrás de él. Dirigió una mirada preocupada al profesor, pero la luz terrestre, reflejada en el visor de su capuchón, velaba la expresión de Reigner.

–Vamos a aclarar todo esto, profesor. No ha estado usted nunca en la Luna, pero efectuó usted un viaje de prueba en la nave de Azimov. No estuvo usted nunca en la Base Tres, pero lo sabe usted todo acerca de su destrucción. Tiene usted cuarenta y cinco años, pero aparenta más de sesenta. Creo que ha llegado el momento de entrar en detalles...

La espantosa risa de Reigner resonó a través de su radio portátil como un horrible cloqueo.

–Hay otra cosa, Coordinador. La nave espacial tiene que regresar dentro de unas veinte horas. Y se ha previsto que se estrelle aquí, en Copérnico.

A Jensen ya no podía sorprenderle nada.

–Naturalmente que va a estrellarse... ya que de otro modo tendríamos la nave de Azimov perfeccionada. Pero, ¿por qué ha escogido Copérnico? ¿Por qué tiene que regresar aquí?

Reigner habló lentamente.

–¿Puede usted imaginar lo solitario que resulta morir entre los astros? Max no era hombre despiadado, como usted sabe. Los hombres a los cuales mató eran sus amigos, los hombres con los cuales trabajaba y cuyo mundo compartía. Este será su modo de regresar a ellos, de hacer el mismo sacrificio. Y, ¿quién sabe? Puede ser su modo de obtener el éxito.

–Locura total —dijo el Coordinador—. Es la única explicación posible... Y ahora, será mejor que me lo cuente usted todo, desde el principio.

–Es una larga historia. Si ha quedado algo de café a bordo del cohete, creo que me sentará bien. Y usted podrá escucharme más cómodamente.

Los dos hombres dieron media vuelta y regresaron lentamente al cohete de inspección, andando sobre un suelo rocoso y polvoriento a la vez. Las huellas de sus pasos cubrieron las de unos hombres que estaban ya muertos, y de otro cuya distancia sólo podía ser medida en años-luz.


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