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Antología De Novelas De Anticipación I
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 16:58

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Автор книги: Varios Autores



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Y luego, sorprendentemente pronto, le fue posible a Duncan decirse a sí mismo: «Dos naves más, y se habrá terminado». Y todavía más sorprendentemente pronto llegó el día en que, de píe en el exterior de la cabaña, contemplando cómo se alejaba una nave, pudo decirse: «¡Ésta es la última vez que veo despegar una nave de aquí! Cuando despegue la próxima, yo estaré a bordo de ella, y luego... Oh, luego!»

Dio medía vuelta, para entrar en la cámara reguladora de la presión... y encontró la puerta cerrada.

En cuanto hubo llegado a la conclusión de que el asunto de Halan Whint no iba a tener consecuencias, abandonó la costumbre de mantener abierta la puerta con una cuña de piedra. La dejaba abierta, sencillamente, ya que en el satélite no había vientos ni nada que pudiera moverla. Agarró el tirador y empujó, impacientemente. La puerta no se movió.

Duncan lanzó una maldición y se dirigió hacia una de las ventanas de la cabaña, impulsándose a sí mismo hasta que pudo mirar a través de ella. Lellie estaba sentada en una silla, al parecer sumida en sus pensamientos. La puerta interior de la cámara reguladora de la presión estaba abierta de par en par, de modo que la exterior no podía moverse. Además del cerrojo automático de seguridad, la presión del aire de la cabaña la mantenía cerrada.

Creyendo que la muchacha se había distraído, Duncan golpeó el recio cristal de la doble ventana para llamar su atención; desde luego, era imposible que hubiera oído el sonido: seguramente fue el movimiento lo que impresionó su retina y la hizo mirar hacia arriba. Volvió la cabeza y se quedó mirando a Duncan, sin moverse. Duncan a su vez, miro a Lellie. llevaba el pelo como cuando la conoció, y las cejas y el colorete, todos los detalles que él la había obligado a adoptar para que se asemejara lo más posible a una mujer terrestre, habían desaparecido. Sus ojos le miraron fijamente duros como piedras y con su eterna expresión de inocencia sorprendida.

La súbita comprensión hirió a Duncan como un golpe físico. Durante algunos segundos, todas las cosas parecieron detenerse.

Trató de fingir que no había comprendido. Señaló con la mano la puerta interior de la cámara reguladora de la presión. Lellie siguió mirándole fijamente, sin moverse. Luego, Duncan vio el libro que ella tenía en la mano, y lo reconoció. No era ninguno de los libros que la Compañía había incluido en la biblioteca de la estación. Era un libro de versos, encuadernado en azul. Había pertenecido a Alan Whint...

El pánico se apoderó repentinamente de Duncan. Inclinó la mirada hacia la hilera de pequeños discos que cruzaban su pecho y exhaló un suspiro de alivio. Lellie no había tocado su proveedor de aire: disponía de presión suficiente para unas treinta horas. El sudor que había empezado a brotar de su frente se enfrió mientras recobraba el dominio de sí mismo. Tenía que pensar con calma.

¡Vaya una zorra! Todo aquel tiempo le había hecho creer que se había olvidado de todo. Haciéndose la tonta. Dejando que pasara el tiempo mientras maduraba su plan. Esperando hasta el último momento, cuando su contrato estaba a punto de finalizar, para ponerlo en práctica. Pasaron unos minutos antes de que la mezcla de ira y de pánico que invadía a Duncan se calmara un poco, permitiéndole pensar.

¡Treinta horas! Había tiempo para hacer muchas cosas. Y si en el plazo de veinte horas no conseguía volver a entrar en la cabaña, le quedaría aún el último y desesperado recurso de catapultarse a sí mismo a Callisto en una de las canastas.

Aunque Lellie hablara más tarde del asunto Whint, ¿qué podía suceder? Duncan estaba completamente seguro de que la muchacha ignoraba cómo había ocurrido la cosa. Sería la palabra de una marciana contra su propia palabra. Lo más probable era que la creyeran afectada de locura espacial.

De todos modos, el fango no dejaría de alcanzarle; era preferible arreglarlo con ella aquí y ahora. Además, la idea de catapultarse en una canasta era muy arriesgada, y sólo debía pensar en ella en último extremo. Disponía de veinte horas para ensayar otros medios.

Duncan reflexionó unos minutos más, y luego se dirigió a la más pequeña de las cabañas. Una vez allí, desconectó las líneas que proporcionaban la energía desde las principales baterías cargadas por la dimano solar. Se sentó a esperar un poco. La aislada cabaña tardaría en perder todo su calor, pero no pasaría mucho tiempo sin que se notara un descenso de la temperatura, apreciable en los termómetros. Las baterías de emergencia de pequeño voltaje que había en la cabaña no le servirían de mucho a Lellie, suponiendo que se le ocurriera conectarlas.

Esperó una hora, mientras el lejano sol se ponía y el brillante arco de Callisto empezaba a surgir por el horizonte. Luego regresó a la ventana de la cabaña para observar los resultados. Llegó a tiempo de ver a Lellie poniéndose precipitadamente el traje espacial a la luz de un par de lámparas de emergencia.

Duncan murmuró una maldición. El proceso de congelación no iba a servir para nada. Además de que el calorífero traje espacial protegería a Lellie contra el frío exterior, la muchacha disponía de una reserva de aire muy superior a la suya... y en el interior de la cabaña había muchas botellas llenas que no se verían afectadas aunque el aire libre se helara hasta convertirse en sólido.

Esperó hasta que la muchacha se hubo colocado el casco, y entonces puso en funcionamiento su propio transmisor. Vio que Lellie se detenía al oír el sonido de su voz, pero no contestó. De pronto, desconectó deliberadamente su receptor. Duncan lo mantuvo conectado, preparado para el momento en que la marciana recobrara el juicio.

Duncan volvió a examinar mentalmente la situación. Su intención había sido la de abrirse paso hacia la cabaña sin causar daños en ella, a ser posible. Pero, si Lellie no experimentaba los efectos del frío, aquello parecía difícil. Lellie tenía sobre él la ventaja del aire. Y aunque era cierto que embutida en su traje espacial no podría comer ni beber, lo mismo, desgraciadamente, le sucedía a él. La única solución que parecía posible era forzar la cabaña.

A regañadientes, se dirigió de nuevo a la cabaña pequeña y conectó el soplete eléctrico. El cable se arrastró como una serpiente detrás de él mientras se dirigía una vez más hacia la cabaña grande. Al llegar junto a la curvada pared metálica, se detuvo a pensar en lo que iba a hacer... y en las consecuencias; En primer lugar tenía que abrir un boquete en la plancha exterior; luego, el material aislante: éste no presentaría ningún problema, ya que se derretiría como la mantequilla, y sin oxígeno no ardería. La parte más difícil sería atacar la plancha interior. Lo más prudente sería empezar dando unos pequeños cortes, para dejar que escapara lentamente el aire a presión del interior de la cabaña. Si permitía que saliera de golpe, la fuerza del impacto podía lanzarle a una distancia considerable. Y, ¿qué haría Lellie? Lo más probable era que intentara tapar los agujeros a medida que él los iba abriendo... una tarea bastante difícil. Las dos planchas podían ser soldadas de nuevo antes de que Duncan airease de nuevo el interior de la cabaña por medio de los cilindros... La pequeña pérdida de material aislante no importaba... De acuerdo, manos a la obra...

Levantó el soplete y apretó el gatillo. Volvió a apretarlo, y lanzó una maldición entre dientes, recordando que había desconectado la energía.

Tuvo que regresar a la cabaña pequeña y conectar de nuevo la línea a las baterías. La luz que brotó repentinamente de las ventanas de la cabaña grande iluminó las rocas. Se preguntó si el restablecimiento de la energía sugeriría a Lellie lo que estaba haciendo. ¿Y qué? De todos modos, no tardaría en saberlo.

Una vez más Duncan se instaló al lado de la pared metálica de la cabaña grande. El soplete funcionó ahora perfectamente. Sólo tardó unos minutos en cortar un círculo de unos dos pies de circunferencia. Sacó el trozo de chapa, y examinó la abertura. Luego, cuando alzaba de nuevo el soplete, oyó un chasquido en su receptor: la voz de Lellie resonó en su oído:

–Será mejor que no trates de cortarlo. Estoy preparada para ello.

Duncan vaciló, con su dedo índice apoyado en el gatillo del soplete, preguntándose cómo demonios había podido adivinar lo que estaba haciendo. El tono amenazador de la voz de la muchacha le intranquilizó. Decidió acercarse a la ventana para ver lo que estaba haciendo Lellie, si es que estaba haciendo algo.

Lellie estaba de pie junto a la mesa, embutida aún en su traje espacial, entretenida con un aparato que había puesto encima. De momento Duncan no consiguió adivinar lo que estaba haciendo.

Había allí un saco de plástico, medio hinchado, y atado de algún modo al tablero de la mesa. Lellie estaba acoplando una placa de metal a un pequeño intersticio. A un lado del saco había conectado un alambre. Los ojos de Duncan recorrieron aquel alambre hasta llegar a una batería, una bobina, y un detonador unido a un manojo de media docena de cartuchos de dinamita...

Duncan quedó desagradablemente informado. Era algo muy sencillo, aunque tremendamente eficaz. Si la presión del aire en el interior de la cabaña disminuía, el saco se hincharía: el alambre establecería contacto con la placa: la cabaña volaría...

Lellie terminó su tarea, y conectó el segundo alambre a la batería. Luego se volvió a mirar a Duncan a través de la ventana. Resultaba endiabladamente difícil creer que detrás de aquella estúpida falta de expresión de su rostro, la muchacha pudiera darse perfecta cuenta de lo que estaba haciendo.

Duncan trató de hablar con ella, pero Lellie había cerrado su receptor y no dio la menor muestra de querer abrirlo otra vez. Se limitó a permanecer allí de pie mirando fijamente a Duncan, mientras él se sentía roído por la ira. Al cabo de unos instantes Lellie se acercó a una silla y se sentó a esperar.

–De acuerdo —gritó Duncan debajo de su casco—. ¡Pero tú volarás con ella, maldita seas!

Lo cual, desde luego, era una tontería, ya que no tenía la menor intención de destruir la cabaña ni de destruirse a si misma.

Duncan no había aprendido a conocer lo que había detrás de aquel estúpido rostro: Lellie podía estar fríamente decidida, o podía no estarlo. Si se hubiera tratado de darle a un interruptor que ella tuviera que apretar para destrozar la cabaña, Duncan podía haber corrido el peligro de que los nervios de la muchacha fallaran. Pero, de este modo, sería él quien apretaría el interruptor, en cuanto hiciera un agujero para que saliera el aire.

Una vez más, se dedicó a reflexionar sobre la situación. Tenía que existir algún medio de entrar en la cabaña sin hacer salir el aire... Se estrujó el cerebro durante unos minutos, pero si existía tal medio, él no era capaz de descubrirlo. Además, no existía ninguna seguridad de que Lellie no hiciera estallar la carga si se asustaba demasiado...

No, no se le ocurría ningún medio. Tendría que utilizar la canasta para catapultarse a Callisto.

Alzó la mirada hacia Callisto, que ahora colgaba, enorme, del cielo, con Júpiter más pequeño, pero más brillante, detrás. Lo que le preocupaba no era el vuelo, sino el aterrizar allí. Tal vez si pudiera rellenar la canasta con toda la guata que consiguiera encontrar... Más tarde, podría pedir a los hombres de Callisto que le acompañaran en su viaje de regreso al satélite; y entre todos encontrarían algún medio para entrar en la cabaña. Y Lellie lamentaría amargamente su actitud. La lamentaría amargamente...

Al otro lado de la cabaña estaban alineados los tres cilindros, cargados y listos para emprender el vuelo. A Duncan no le importaba admitir que aquel vuelo le asustaba: pero, asustado o no, si Lellie no se decidía a conectar su receptor para escucharle, aquella sería su única oportunidad. Y retrasarlo no serviría más que para disminuir la carga de su provisión de aire.

Ya decidido, se dirigió hacia el lugar donde estaban alineados los cilindros, La práctica hizo que para él fuera un juego de niños situar el más próximo de los cilindros sobre la rampa. Otra ojeada a la inclinación de Callisto contribuyó a tranquilizarle; al menos podría llegar allí directamente. Si el poste de señales de Callisto no funcionaba, podría establecer comunicación con ellos a través de su transmisor individual cuando estuviera más cerca.

En el cilindro había muy poca guata. Duncan recogió la de los otros dos y la metió en el primero. Mientras estaba entregado a esta tarea se dio cuenta de que empezaba a sentir frío. Inclinó la mirada hacia el contador que llevaba en el pecho... y al instante supo lo que sucedía: Lellie imaginó que cargaría botellas de aire nuevas y que las comprobaría; de modo que lo que había estropeado había sido la batería, o, mejor dicho, el circuito. El voltaje había descendido hasta un punto en que la saeta apenas oscilaba. El traje espacial había estado perdiendo calor desde hacía ya algún tiempo.

Se dio cuenta de que no sería capaz de resistir largo rato... quizás unos cuantos minutos. Tras la primera impresión, el miedo le abandonó bruscamente, para dejar paso a un impotente furor. Lellie le había privado también de su última posibilidad de salvación, pero él le demostraría quién era. Se estaba muriendo, pero abriría un pequeño agujero en la cabaña y no moriría solo...

El frío se estaba apoderando rápidamente de él, como si unas agujas de hielo le pincharan todo el cuerpo a través del traje espacial. Sus pies y sus dedos fueron los primeros en quedar helados. Con un inmenso esfuerzo pudo acercarse de nuevo a la pared metálica de la cabaña. El soplete seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Luchó desesperadamente para cogerlo, pero los dedos no le obedecían ya. Blasfemó y sollozó en su intentó de moverlos, y a causa de la angustia del frío ascendiendo por sus brazos. Y, de repente, sintió un agudísimo, insoportable dolor en el pecho. Sus sollozos se hicieron más intensos. Abrió la boca... y el aire sin calentar penetró en sus pulmones, helándolos.

En el interior de la cabaña, Lellie seguía esperando. Había visto la figura embutida en un traje espacial que se acercaba a la pared metálica a una velocidad anormal. Comprendió lo que aquello significaba.

Su artefacto explosivo estaba ya desconectado; ahora, Lellie estaba en pie, alerta, con un recio felpudo de goma en la mano, dispuesta a tapar cualquier agujero que pudiera aparecer.

Esperó un minuto, dos minutos... Cuando hubieron transcurrido cinco minutos, Lellie se acercó a la ventana; aplastando su rostro contra el cristal y mirando oblicuamente, pudo ver toda una pierna de un traje espacial, y parte de la otra. Colgaban allí, horizontalmente, a unos pies de distancia del suelo. Lellie las contempló por espacio de varios minutos. Su convulsivo temblor fue haciéndose cada vez menos visible...

Finalmente, cesó del todo.

Lellie se apartó de la ventana y soltó el felpudo de goma, que empezó a flotar por el interior de la cabaña. Durante unos segundos, Lellie permaneció en pie, completamente inmóvil, pensando. Luego se dirigió al armario de los libros y cogió el último tomo de la enciclopedia. Volvió sus páginas, hasta encontrar la palabra «viuda».

A continuación, buscó un trozo de papel y un lápiz. Durante unos instantes vaciló, tratando de recordar lo que le habían enseñado. Luego empezó a componer cifras, y se absorbió por completo en aquella tarea. Finalmente alzó la cabeza y contempló el resultado: 5.000 libras anuales durante cinco años, al 6 % de interés compuesto, representaba una bonita suma... Para un marciano, en realidad, una pequeña fortuna.

Pero luego vaciló otra vez. Seguramente, un rostro capaz de expresar alguna emoción hubiera fruncido ligeramente las cejas en aquel momento, porque, desde luego, de aquella suma había que restar una cantidad: 2.360 libras, exactamente.

La Expulsión


John Christopher

El agua escaseaba siempre entre planeta y planeta, incluso en un buque como el Ironrod.Al llegar a Forbeston, mi primera visita era siempre a la piscina. Me sumergía en sus aguas teñidas de verde y, después de nadar un rato, me tumbaba de espaldas, flotando. En lo alto, más allá de la casi invisible cúpula protectora, relucía el terciopelo púrpura del cielo marciano, moteado, ahora que el sol estaba bajo en el horizonte, con las mayores estrellas. Una de ellas, estática y enorme, era verde.

De la piscina al club; la rutina habitual. El Club de Oficiales Decanos estaba en la confluencia de las calles 49 y X, en frente del edificio del Departamento de Comercio. Hacía dos años que pertenecía al club, y a los 34 no era ya el oficial más joven. Un prodigio de 31 años había obtenido su carnet de miembro dos o tres meses antes.

Desde su pequeño cubículo, Steve me reconoció, lo cual era evidentemente un honor. Sacó el correo de mi casilla: media docena de facturas, dos vococartas de un primo lejano, y un montón de vocoanuncios.

Steve dijo:

–¿Dónde ha estado usted, capitán Newsam?

El citar el apellido era otra parte de su técnica: me había dado cuenta de que a las personas a las cuales conocía desde hacía años se limitaba a saludarlas con el nombre de capitán, comodoro, o lo que fueran.

–En Venus... en Mercurio —le dije—, en Clarke's Point... en Karsville... en Mordecai... Lo de siempre.

–Usted dando vueltas por ahí —dijo—. Yo estoy clavado aquí.

No era la primera vez que oía aquella queja; se la había oído al propio Steve, y a otros hombres de Forbeston y de otros lugares. Aunque la mayoría de ellos parecían bastante satisfechos de su suerte.

–Un lugar es igual que otro.

–Sí —dijo—. Así parece. Uno se acostumbra a un sitio, y... ¿Va usted a comer?

–Desde luego. —Dejé caer los vocoanuncios en un vertedero—. ¿Quiere hacerme un favor, Steve?

–Con mucho gusto.

–Localíceme al capitán Gains.

Su vacilación duró apenas un segundo, pero estoy acostumbrado a observar los pequeños detalles y a extraer consecuencias de ellos. Obtuve mi diploma con una tesis sobre el estudio psicológico de la conducta. Noté el parpadeo de los ojos de Steve, y el involuntario movimiento de sus manos.

–Trataré de localizarle, capitán. Últimamente no le he visto por aquí. —Dijo.

Dije, rápidamente:

–¿Cuánto tiempo hace que no le ha visto?

Sus maneras volvían a ser tranquilas.

–Bueno, ya sabe usted lo que pasa. Con los oficiales de servicio, uno no sabe nunca si están aquí o de viaje. Y cuando están en Forbeston, no siempre vienen al club. Se dedican a hacer excursiones, y todo eso.

–Tiene usted muy buena memoria, Steve. ¿Cuándo vio al capitán Gains por última vez?

Fingió reflexionar.

–Hará un par de meses, quizá. ¿Cuánto tiempo ha estado usted fuera?

–Unos dos meses.

–Sí. Más o menos, ése es el tiempo.

–Gracias. De todos modos, trate de localizarlo. Voy a comer.

Encontré una mesa vacía junto a la ventana y encargué la comida. La ventana permitía ver el patio de recreo de la Forbeston Junior School; mientras comía, contemplé la generación que iba a relevarme cuando hubiera completado mis veinte años de servicio espacial y estuviera dispuesto a retirarme a la plantación de las colinas. No me di cuenta de que alguien se acercaba a mi mesa. El recién llegado dio unos golpecitos en el respaldo de mi silla.

–¿Le importa que me siente aquí?

Era Matthews, del Firelake.Había viajado con él varias veces, a diversos lugares, y me era bastante simpático. Hice un gesto de asentimiento.

–¿Acaba usted de llegar?

–Hace unas tres horas.

Asintió.

–Yo llevo aquí una semana. Ahora hacemos la ruta de Uranio. Un viaje muy pesado. Me tiene más que harto. En el último recorrido perdimos el Steelback.Es una ruta endiablada.

–Un lugar es igual que otro —dije. Era la frase convencional.

Matthews me miró.

–Me alegro que piense usted así.

–¿Qué otra cosa podría pensar?

–La gente tiene ideas, a veces —dijo, vagamente—. ¿Pasa cerca de la Tierra su ruta actual?

–Por la Luna. Clarke's Point. ¿Por qué?

–Nosotros pasamos por Tycho. Tienen un telescopio bastante bueno. Acostumbro a ir al observatorio. Pueden verse pequeños grupos de edificios, cuando el tiempo es bueno.

La conversación estaba haciéndose embarazosa. Mencionar la Tierra era ya malo de por sí; hablar del «tiempo» era algo peor. Miré a Matthews. Su aspecto era completamente normal, pero me pareció notar una expresión de alerta detrás de la placidez de su rostro.

–Nunca pienso en ello. —Dije, deliberadamente:

–A veces, la gente resulta divertida —dijo Matthews—. A bordo teníamos un segundo oficial que llevaba con nosotros tres o cuatro años. Se le metió en la cabeza la idea de que la Tierra estaba organizando una flota de combate. Se pasaba el tiempo libre en la pantalla de observación, esperando ver acercarse a los cruceros enemigos.

Me eché a reír.

–¿Qué hicieron con él?

–Le expulsaron. Supongo que a estas horas estará mejor informado.

–Si es que está vivo.

Matthews hizo una breve pausa.

–¿Ha pensado usted alguna vez en los motivos de que expulsemos a la Tierra a los inadaptados?

Le miré de nuevo.

–No creo que haya que pensar en ello. El motivo es evidente. Dado que se promulgó una ley contra la lobotomía prefrontal, es la única alternativa que existe para librarse de ellos. A no ser que se opte por recluirlos en instituciones a nuestro cargo.

Matthews apuró su café.

–Sé que algunos dicen que nunca debimos abandonar la Tierra. Es más rica en recursos naturales que todos los planetas juntos.

Añadí:

–Y está poblada por unos mil millones de salvajes. No hubiésemos podido disponer de aquellos recursos, ni hubiésemos podido evitar la contaminación de habernos quedado a vivir entre aquella gente. El motivo que empujó a los de nuestra raza a trasladarse a los planetas fue el de poder desarrollar nuestra personalidad superior en paz y sin interrupción. Nuestro proyecto Sirio está en marcha. Dentro de un par de siglos, podemos estar juntos en un sistema distinto.

–O podemos no estar en él —dijo Matthews—. No sería el primer proyecto que fracasara, empezando por el Próximo Centauro. Esto fue hace doscientos años.

–Es usted muy pesimista —dije.

–Consecuencias del viaje a Uranio —dijo. Sonrió—. Olvídelo. Un lugar es igual que otro. ¿Tiene algún plan para esta noche?

–Poca cosa. Estoy tratando de localizar a un amigo mío.

–Sí —dijo—. Es lo que me imaginaba.

La observación resultó algo enigmática para mí. Pero Matthews se marchó antes de que pudiera hacerle más preguntas.

Al salir del club pasé por el cubículo de Steve.

–¿Ha localizado al capitán Gains? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

–Bueno, déjelo correr. Voy a llegarme a su casa. Si no está allí, habrá algún mensaje suyo.

Steve asintió. Al marcharme vi que conectaba el vidifono que tenía en frente de él.

La vivienda de Larry se encontraba a unos siete u ocho kilómetros en las afueras de la ciudad. Recogí mi automóvil en el West Lock y me puse en camino. El sol se había puesto cuando salí de la ciudad, pero Phobos había salido ya, de modo que no necesité encender los faros del coche. Un cuarto de hora después me encontraba ante la casa de Larry. Pude verla iluminada por la claridad de la luna, pero en su interior no brillaba ninguna luz.

Aparqué el automóvil y me dirigí hacia la casa. Empujé la puerta, que estaba abierta. El saloncito estaba razonablemente limpio. Pero los muebles tenían una capa de polvo, lo cual demostraba que hacía algunas semanas, por lo menos, que nadie había habitado allí. Me acerqué al vidifono y lo conecté. La pantalla no se iluminó.

El hecho resultaba sorprendente. Larry debió dejar algún mensaje. Husmeé por toda la casa en busca de alguna pista. Pero no pude encontrar nada.

Larry Gains y yo habíamos ido juntos a la escuela, habíamos ingresado juntos en la Universidad de Tycho y nos habíamos graduado juntos. Nuestros primeros cuatro años en el espacio los hicimos a bordo de la misma nave —el Greylance,del Circuito Asteroides—, y cuando sobrevino la inevitable separación, con mi nombramiento de capitán del Ironrod,continuamos viéndonos todo lo que las circunstancias nos permitían. Afortunadamente, las dos naves tenían su base en Forbeston. Seis meses antes, el viejo Greylancehabía dado su última vuelta alrededor del Cinturón; un trozo de roca con un peso de más de veinte toneladas lo había abierto en dos. Larry había sido uno de los supervivientes, pero con heridas lo bastante graves como para mantenerle un año, como mínimo, fuera de servicio. Entonces había comprado la casa, y yo había pasado aquí con él un par de permisos. Ahora, el lugar estaba desierto. ¿Le habrían enviado de nuevo al espacio en una nave especial? En tal caso, hubiera dejado un mensaje, aunque también pudo ocurrir que pensara estar ausente menos tiempo... Ésta parecía ser la única explicación posible. Pero había el hecho de la espesa capa de polvo, y había el hecho de la extraña expresión de los ojos de Steve cuando mencioné el nombre de Larry. Di otra vuelta por la casa, con una sensación de desconcierto. Encontré una cinta de la edición de Forbeston de la Tycho Capsule.La hice deslizar por la pantalla: 24 del VII... Era una cinta atrasada. Más de dos meses.

No oí ningún ruido en el exterior de la casa. Oí que se abría la puerta detrás de mí y me volví en redondo, pensando que iba a encontrarme ante el propio Larry. Pero, en vez de Larry, vi a dos hombres que llevaban el uniforme médico. Uno de ellos dio un paso hacia adelante.

–¿Capitán Newsan? —Sonó como una pregunta, pero en realidad era una afirmación.

Asentí.

–Le necesitamos a usted para una comprobación —dijo—. No le retendremos mucho tiempo.

–Ya he pasado la revisión. Esta tarde. Cuando llegué en el Ironrod.

–Lo sé, lo sé —dijo el médico—. No le retendremos mucho tiempo.

–No me retendrán ustedes absolutamente nada —dije—. He pasado mi revisión. Si quieren algo de mí, diríjanse a la Base Venus.

Me dispuse a marcharme. El hombre que había hablado no hizo nada. El otro alzó su mano izquierda y la agitó suavemente. Arodato venusino, desde luego, contra el cual estaban inmunizados. Vi el polvillo dorado avanzar hacia mí, y sólo pude dar un par de pasos antes de sentir que se paralizaban mis músculos. Perdí el conocimiento.

Desperté en el edificio Médico de Forbeston. Mis músculos estaban aún rígidos. Me encontraba en una camilla, debajo del Comprobador. Los dos médicos estaban allí, y un capitán médico. Era un hombre bajito y rechoncho, de largas patillas, con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

–Lamento haber tenido que utilizar estos procedimientos. Incidentalmente, puedo asegurarle que estábamos autorizados para actuar de este modo. Se lo digo por si se le ocurre la idea de presentar una querella contra nosotros. —Dijo.

El estar debajo del Comprobador explicaba lo del aerodato, pero no explicaba por qué. Estuve a punto de decir algo, pero decidí mantener la boca cerrada. Colocaron los electrodos detrás de mis orejas. El globo del Comprobador se encendió, con su color rosado normal.

El capitán dijo:

–Me llamo Pinski. Ahora, capitán Newsan, dígame: ¿es usted comandante de navío del Ironrod,de la línea Venus-Mercurio?

–Sí.

–¿Aterrizó usted hace cinco horas?

–Si llevo aquí media hora... sí.

Las preguntas continuaron, la mayor parte de ellas pura rutina. Pinski miraba de soslayo el globo del Comprobador. Luego empezó a formular unas cuantas preguntas menos «normales».

–¿Ha estado alguna vez en los otros planetas?

–¿Más allá de los Asteroides? No.

–¿Conoce usted al comandante Leopold?

–No.

–¿Y al comandante Stark?

–No.

–¿Qué opina usted de la lobotomía?

–Nunca he pensado en ella. Ahora no se utiliza, ¿verdad? Se recurre a la expulsión.

–¿Y sobre el proyecto Sirio?

–No estoy demasiado interesado en él.

–¿Sueña usted en amplias extensiones de agua?

–No he vuelto a soñar en ellas desde que era niño.

No tenía ningún motivo para temer lo que pudiera señalar el Comprobador, de modo que no me puse nervioso. El globo seguía proyectando su luz rosada, mientras iban brotando las preguntas.

Pinski dijo:

–¿Qué estaba usted haciendo en el lugar donde le encontraron los médicos?

–Tengo la impresión de que lo sabe usted perfectamente. Estaba buscando al capitán Gains. Tal vez pueda usted decirme dónde le encontraré —dije.

Pinski sonrió.

–No soy yo quien está bajo el Comprobador, capitán Newsam. —Dio un paso atrás—. Creo que todo está en regla. Lamento haberle molestado. Dentro de un par de minutos podrá usted marcharse por su propio pie. Al salir, pase por el bar. La tercera puerta a la derecha, siguiendo el pasillo. Me encontrará allí. Tendré mucho gusto en invitarle a una copa.

Le encontré en el bar, tal como me había dicho. Estaba sentado ante una mesa, con dos vasos delante de él. Alguien debió decirle que yo bebía ginebra de endrina. Me senté en la silla vacía.

–Me alegro de conocerle en circunstancias más «normales», capitán Newsam —dijo Pinski—. Beba, por favor.

Cogí el vaso.

–Ahora, dígame por qué...

Alzó una mano.

–Siento decirle que no puedo darle a usted ninguna información acerca de los motivos por los cuales ha sido usted sometido al Comprobador.

–De acuerdo —dije—. Entonces, ¿sabe usted dónde puedo encontrar a Gains?

Vaciló un brevísimo instante.

–La respuesta tiene que ser no —dijo.

Apuré el contenido del vaso.

–Le agradezco mucho su hospitalidad. Buenas noches, capitán Pinski.

–Permítame darle un consejo puramente médico —dijo—. Váyase directamente a la cama y procure dormir.

–¡Gracias! —dije. Y me marché.

Forbeston, al igual que todas las estaciones de tránsito de las rutas interplanetarias, tenía su lado menos respetable. Me dirigí directamente al East Side, en la confluencia de las calles 90 y J. El «Persépolis» es un pequeño club situado al final de la calle 90. Soy un antiguo cliente del club, pero cada vez que voy allí me siento menos satisfecho de ello. Me tomé un par de ginebras de endrina en el bar. Estaba terminando con la segunda cuando se me acercó Cynthia.

–¡Hola! Cuanto tiempo sin verte...

–Lo mismo digo. Oye, ¿has visto a Larry por aquí?

–¿Larry? No he vuelto a verle desde la última vez que estuvisteis aquí los dos. Pero he estado una temporada fuera, viajando por el Gran Canal. Espera, se lo preguntaré a Sue.


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