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Antología De Novelas De Anticipación I
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 16:58

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–Desde luego —convino Hank.

–Usted pretende poseer un arma invisible más poderosa que la mía, y pretende que soy yo quien está a merced suya. Por mi parte, creo que está mintiendo. Pero, por la seguridad de mi pueblo, no puedo exponerme a cometer un error. Si obrara de acuerdo con lo que yo creo y resultaba que estaba equivocado, sería responsable del desastre.

–Sí, desde luego —dijo Hank.

–Sin embargo, en mi cerebro queda una zona de duda. Si está usted tan convencido de la superioridad de su arma, ¿por qué ha vacilado en hacerme su prisionero?

–¿Por qué había de preocuparme? —Hank soltó sus rodillas y se inclinó hacia adelante confidencialmente apoyando ambos pies en el suelo—. Para ser absolutamente sincero le diré que es usted inofensivo. Además, voy a establecerme aquí.

–¿Establecerse? ¿Quiere decir que va a fijar su residencia aquí?

–Exactamente. Este planeta es mío.

–¿Suyo?

–Entre mi gente —dijo Hank, altanero—. cuando uno encuentra un planeta que le gusta y que no ha sido reivindicado por otro de su propia especie, tiene derecho a quedárselo.

La pausa que hizo esta vez el desconocido fue muy prolongada.

–Ahora sé que es usted un embustero —terminó por decir.

–Bien, tómelo como quiera —dijo Hank apaciblemente.

El desconocido le contempló fijamente, con expresión desconcertada.

–No me deja usted ninguna alternativa —dijo finalmente el desconocido—. Voy a hacerle una proposición. Yo le daré a usted una prueba de que he destruido mi cañón, si me da usted una prueba de que ha destruido su arma. Entonces podremos discutir la situación en igualdad de condiciones.

–Desgraciadamente —dijo Hank—, esta arma mía no puede ser destruida.

–En tal caso —el desconocido retrocedió un paso y empezó a darle la vuelta a su traductor para llevarlo de nuevo a su nave—, tengo que descartar la posibilidad de que usted no sea un embustero y hacer todo lo posible por destruirle.

–¡Eh! ¡Espere un momento! —dijo Hank. El desconocido se detuvo y retrocedió—. No corra tanto —Hank se puso en pie y flexionó sus músculos. Los dos eran de la misma estatura, pero era evidente que Hank le llevaba al desconocido una ventaja de unas cincuenta libras, en peso terrestre—. Si quiere usted solucionar esto de hombre a hombre, estoy dispuesto a ello. Nada de armas, nada de trucos. Es una propuesta completamente deportiva.

–No soy un salvaje —replico el desconocido—. Ni un loco.

–¿Mazas? —inquirió Hank, en tono esperanzado.

–No.

–¿Cuchillos?

–Desde luego que no.

–De acuerdo —dijo Hank, encogiéndose de hombros—, haga lo que le parezca. Camine usted hacia su propia destrucción. Yo he hecho cuanto estaba en mi mano para encontrar un modo de evitárselo.

El desconocido se quedó inmóvil, como si estuviera pensando.

–Voy a hacerle una segunda proposición —dijo al fin—. Todas las alternativas que usted propone son aquellas que le conceden una ventaja. Modifiquemos los puntos de partida. Le propongo que cambiemos las naves usted y yo.

–¿Qué? —exclamó Hank.

–¿Se da cuenta? Usted no está interesado en un encuentro leal.

–¡Desde luego que lo estoy! Pero, cambiar las naves... ¿por qué no me pide simplemente que se la regale?

–Porque sé que no lo haría.

–¡No existe ninguna diferencia entre eso y pedirme que cambiemos las naves! —gritó Hank.

–¿Quién sabe? —dijo el desconocido—. Posiblemente aprenderá usted a manejar mi cañón antes de que yo aprenda a manejar su arma.

–¡Usted no podría nunca... hacer funcionar la mía, desde luego! —exclamó Hank.

–Estoy dispuesto a correr el riesgo.

–Eso es ridículo.

–Muy bien. —El desconocido dio media vuelta—. Veo que no me queda más alternativa que la de hacer todo lo posible por destruirle a usted.

–Un momento, un momento —dijo Hank—. De acuerdo. Vamos a cambiar. Permítame subir un instante a mi nave para recoger algunos objetos personales...

–No. Ninguno de nosotros puede correr el riesgo de que el otro le tienda una trampa en su propia nave. Cerramos el trato ahora mismo... sin que ninguno de los dos vuelva a entrar en su nave.

–Bueno, ahora. mire... —Hank dio un paso en dirección al desconocido.

–No se mueva —dijo el desconocido—. En este momento estoy conectado con mi cañón por un mando a distancia.

–La cámara reguladora de la presión de mi nave está abierta. La suya no lo está.

El desconocido apretó un pulsador de su caja negra. Detrás de él, la cámara reguladora de la presión de su nave se abrió de par en par, revelando una abierta puerta interior más allá de la cual reinaba la oscuridad.

–Abandonaré mi traductor a la entrada de su nave —dijo el desconocido—. ¿Trato hecho?

–¡Trato hecho! —asintió Hank.

Echó a andar hacia la nave desconocida, mirando atrás por encima de su hombro. Su adversario empezó a arrastrar su caja negra hacia la nave de Hank. A medida que la distancia entre ellos se hacía mayor, aumentaban la velocidad de su marcha. A medio camino de la nave desconocida, Hank echó a correr. Llegó jadeando a la entrada de la cámara reguladora de la presión y miró hacia atrás a tiempo para ver que el desconocido arrastraba su caja negra a través de la cámara reguladora de la presión de la nave de Hank.

–¡Eh! —aulló Hank, furioso—. Usted prometió...

El golpe de la puerta exterior de la cámara reguladora de la presión de su propia nave al cerrarse, le dejó con la palabra en la boca. Se reclinó contra la puerta de entrada a la nave desconocida, tratando de recobrar el aliento. En aquel instante se le ocurrió la extraña idea de que estaba construido para desarrollar fuerza, en vez de velocidad.

–Tenía que haber andado —le dijo a la nave desconocida—. Esto no hubiera significado ninguna diferencia. —Miró su reloj de pulsera—. Voy a concederle tres minutos. Seguramente no perderá el tiempo tratando de encontrar los mandos de la cámara reguladora de la presión.

Contempló el minutero de su reloj mientras daba la vuelta a la pequeña esfera de los segundos. Cuando hubo dado dos vueltas y media empezó a andar hacia su propia nave. Llegó ante la cerrada puerta de la cámara reguladora de la presión y hurgó con los dedos por debajo del marco en busca del pulsador que hacía funcionar la cerradura. Lo encontró y lo apretó.

La puerta se abrió de par en par. Salió un chorro de humo, seguido inmediatamente por una avalancha de agua. Flotando encima de aquel oleaje apareció un desconocido de aspecto muy maltrecho. Se estremeció débilmente, le glugluteó algo a Hank y perdió el conocimiento. En el interior de la nave espacial un pequeño aguacero torrencial parecía ir en aumento.

Hank agarró con su enorme mano al desconocido por el cuello y le arrastró al interior de la nave. A continuación cerró los mandos del rociador automático apaga-fuegos. El aguacero cesó. Hank aventó el humo que cegaba sus ojos, se acercó a la cafetera y la desenchufó. Apretó los pulsadores que ponían en marcha el sistema de ventilación y cerró las puertas de la cámara reguladora de la presión. Luego ató concienzudamente al desconocido al camastro.

Cuando el desconocido empezó a moverse, estaban ya en pleno espacio, en la primera etapa del viaje de tres días de duración que había de devolverles a la Tierra. El desconocido abrió los ojos; y Hank, que en aquel momento estaba arreglando la cafetera. se dio cuenta de que el otro le miraba fijamente.

–¡Oh! —exclamó Hank.

Interrumpió su trabajo, y se dirigió al lugar donde estaba la caja negra, arrastrándola hasta ponerla al alcance de las atadas manos del desconocido. Este colocó las manos sobre la caja, que empezó a hablar, traduciendo su glugluteo.

–¿Cuál ha sido mi error?

Hank señaló la cafetera con un gesto. A continuación volvió a su trabajo en la estropeada máquina. La avería era importante, y había sido producida por una fuerte explosión.

–Hace cosa de un año —explicó Hank—, instalé una pequeña conexión de modo que al cerrar las puertas de la cámara reguladora de la presión quedara automáticamente enchufada la cafetera. Lo hice para ganar tiempo. Pero hoy había sacado la última taza de café antes de salir de la nave. En la cafetera sólo había quedado la humedad suficiente para provocar una explosión de vapor.

–Pero, ¿y el agua? ¿Y el humo?

–El rociador automático —siguió explicando Hank—. Reacciona ante el menor aumento peligroso de la temperatura. Cuando estalló la cafetera. la oleada de calor fue muy intensa. Y el rociador empezó a inundar la nave.

–Pero, ¿y el humo?

–Unos libros que yo había puesto encima de la cafetera. Tal como había calculado. Los libros cayeron dentro del calentador. —Palmeó cariñosamente a la cafetera y se volvió a mirar al desconocido—. Temo que va usted a pasar un poco de hambre, durante los próximos tres días. Pero en cuanto lleguemos a la Tierra, podrá decirles a nuestros técnicos en alimentación lo que come y ellos lo sintetizarán para usted.

El desconocido se agitó dentro de sus ataduras.

–Tómeselo con calma —le recomendó Hank—. Cuando nos conozca, se dará cuenta de que los humanos no somos tan difíciles de soportar.

El desconocido cerró]os ojos. De la caja negra surgió algo parecido a un suspiro de derrota.

–De modo que no tenía usted ningún arma.

–¿Qué quiere decir? —exclamó Hank, dejándose caer en la butaca situada delante del tablero de mandos, con expresión indignada—. Desde luego que tenía un arma.

Los ojos del desconocido se abrieron de par en par.

–¿Dónde está? —gritó—. Envié a unos robots aquí. Examinaron esta nave de cabo a rabo. Y no encontraron ninguna. Y yo tampoco la he encontrado.

–Es usted mi prisionero, ¿no es cierto? —inquirió Hank.

–Desde luego. ¿Y qué? Lo que quiero es ver su arma. Yo no pude encontrarla; pero usted dice que todavía la tiene. Enséñemela. ¡Le digo a usted que no la he visto!

Hank sacudió la cabeza tristemente; antes de hablar, comprobó si los mandos del Andnowyoudont estaban en la posición correcta. Entonces dijo:

–Hermano, si después de todo lo que ha ocurrido no ha visto usted el arma... compadezco de veras a su pueblo cuando mi pueblo entre en contacto con él. Es todo lo que puedo decirle.

Monumento


Lloyd Biggle, Jr.





I

O’Brien intuyó repentinamente que se estaba muriendo. Descansaba sobre una hamaca tejida con fuertes tallos de enredadera, casi al alcance de las salpicaduras producidas por las olas al romper contra las rocas. La cálida caricia del sol se filtraba a través de las ramas de los sao. Los gritos de los muchachos que pescaban al otro lado del promontorio llegaban a él en alas de la perfumada brisa. Una calabaza llena colgaba de su codo. Había estado dormitando, sumido en una agradable somnolencia, cuando la idea tomó forma concreta a través de sus ociosos pensamientos y sacudió su modorra.

Se estaba muriendo.

El hecho de la muerte le inquietaba menos que el darse cuenta que debió pensar antes en ella. La muerte era inevitable a partir del instante del nacimiento, y O’Brien había vivido muchos años. Se había preguntado, a veces, los años que tenía. Seguramente cien, quizá ciento cincuenta. En aquella tierra de ensueño, donde no existían estaciones, donde las noches eran húmedas y los días cálidos y soleados, donde los hombres medían la edad por la sabiduría, resultaba difícil mantener un dedo vigilante sobre el engañoso pulso del tiempo. Era imposible.

Pero O’Brien no necesitaba un calendario para saber que era un hombre viejo. Los cabellos rojos como una llama de su juventud se habían agrisado. Sus miembros acusaban más cada mañana la humedad nocturna. El promontorio en que había edificado su cabaña se había convertido en un poblado; sus hijos, y nietos y biznietos, y ahora los hijos de sus biznietos, habían construido sus propios hogares con sus esposas. Era el poblado de langru, el poblado de los hombres de cabeza de fuego, famoso ya, convertido en una leyenda. Las vírgenes ansiaban unirse a los jóvenes de fuego, tanto si su pelo era rojo como si tenía el rubio nativo. Los robustos jóvenes acudían a cortejar a las hijas de fuego, y muchos de ellos desafiaban a la tradición y se establecían en el poblado de sus esposas.

O’Brien había disfrutado de una existencia feliz. Sabía que había vivido muchos más años de los que hubiera vivido entre la agitación de un país civilizado. Pero se estaba muriendo, y el gran sueño que había crecido hasta dar forma a su vida entre aquellas gentes estaba por encima de sus posibilidades.

Se puso en pie, y mirando al cielo, gritó roncamente en un idioma que hacía mucho tiempo que no había utilizado:

–¿A qué esperas? ¿A qué esperas?

En cuanto O’Brien apareció en la playa, una docena de muchachos corrieron hacia él.

–¡Langri! —gritaron—. ¡Langri!

Se agruparon a su alrededor, excitados, mostrándole los peces que habían capturado, agitando sus arpones, riendo y gritando. O’Brien señaló a la playa, a una larga canoa varada en la arena.

–Al Anciano —dijo.

–¡Ju! ¡Al Anciano! ¡Ju! ¡Al Anciano!

Corrieron delante de él, tratando de adelantarse unos a otros, ya que la canoa no disponía de espacio, para todos. O’Brien tuvo que poner paz, escogiendo a los seis que deseaba llevarse como remeros. Los otros se echaron al agua y nadaron a ambos lados de la embarcación, hasta que los remeros adquirieron velocidad.

Los muchachos entonaban una canción mientras manejaban los remos: una canción seria, ya que se trataba de un asunto serio. El Langri deseaba ver al Anciano, y tenían la solemne obligación de darse prisa.

O’Brien se reclinó perezosamente hacia atrás y contempló la espuma que danzaba debajo de los bordones. Ahora que le pesaban los años, había perdido la afición a los viajes. Resultaba más agradable permanecer tumbado en su hamaca con una calabaza de jugo de frutas fermentado al alcance de la mano, representando el papel de un venerable oráculo, respetado, incluso venerado. Cuando era más joven, había vagabundeado a lo largo y a lo ancho de este mundo. Incluso había construido una pequeña embarcación a vela, y había navegado con ella sin obtener más resultado tangible que el descubrimiento de algunas islas remotas. Había recorrido, incansablemente, el solitario continente, levantando mapas y calculando sus recursos.

Sabía que era un hombre sencillo, un hombre de acción. El temor de los indígenas hacia su supuesta sabiduría, le alarmaba y le molestaba. Se vio llamado a resolver complicados problemas sociológicos y económicos, y gracias a que había visto muchas civilizaciones y recordaba algo de lo que había visto, alcanzó un loable éxito.

Pero O’Brien sabía que el implacable dedo del destino estaba señalando directamente a este planeta y a sus moradores, y él había meditado y discutido consigo mismo durante el curso de largos paseos por la orilla del mar, y había paseado arriba y abajo en su cabaña en las horas de humedad nocturna, mientras planeaba estratagemas, y finalmente había quedado satisfecho. Era el único hombre de todo el cosmos que tenía posibilidades de salvar al mundo que tanto amaba, y a esa gente a la que tanto amaba, y que estaba dispuesto a hacerlo. Podía hacerlo, si vivía.

Y se estaba muriendo.

La tarde declinó y llegó la noche. El cansancio hizo presa en el rostro de los muchachos y los cánticos se convirtieron en murmullo, pero siguieron remando incansablemente, manteniendo el mismo ritmo. Ante sus ojos desfilaron millas y millas de costa y docenas de poblados, cuyos moradores, al reconocer al Langri, corrieron a la playa para saludar su paso.

El crepúsculo oscurecía el lejano mar y suavizaba los contornos de la tierra firme cuando penetraron en una bahía poco profunda, llena de canoas. Los muchachos saltaron al agua y arrastraron la canoa hasta la playa. Luego se dejaron caer en la arena, exhaustos, para levantarse casi inmediatamente, radiantes de orgullo. Aquella noche serían huéspedes de honor en cualquiera de las chozas del poblado. ¿Acaso no habían traído al Langri?

Avanzaron en procesión que fue haciéndose más numerosa a medida que pasaban por delante de las cabañas. Respetuosos adultos y asustados chiquillos echaban a andar solemnemente detrás de O’Brien: La cabaña del Anciano estaba apartada de las demás, en la cumbre de la colina, y el Anciano estaba esperando allí, de pie, con una sonrisa en su arrugado rostro y los brazos alzados. Cuando estuvo a diez pasos de distancia, O’Brien se detuvo y levantó sus propios brazos. Los habitantes del poblado miraban en silencio.

–Te saludo —dijo O’Brien.

–Tu saludo es tan bien recibido como tú mismo.

O’Brien se acercó al anciano y los dos hombres se estrecharon la mano. No era una forma indígena de salutación, pero O’Brien la utilizaba con los ancianos que eran amigos suyos de toda la vida.

–He ordenado una fiesta en la esperanza que vendrías —dijo el Anciano.

–He venido con la esperanza que hubiese una fiesta —replicó O’Brien.

Cumplidos así los formulismos de rigor, los habitantes del poblado empezaron a marcharse, murmurando frases de aprobación. El Anciano tomó a O’Brien por el brazo y le condujo a una pequeña arboleda que se alzaba más allá de la choza. De los árboles colgaban las hamacas. Los dos hombres se quedaron en pie, uno frente a otro.

–Han pasado muchos días —dijo el Anciano.

–Muchos —asintió O’Brien.

Contempló a su amigo. Su corpachón parecía tan robusto como siempre, pero su pelo era ahora plateado. Los años habían trazado surcos en su rostro, y más años los habían hecho profundos, y apagado el brillo de sus ojos. Lo mismo que O’Brien, era viejo. Estaba muriéndose.

Se instalaron en las hamacas, uno en frente de otro. Una muchacha les llevó unas calabazas; sorbieron la bebida y descansaron en silencio mientras la oscuridad se hacía más intensa.

–El Langri no viaja desde hace mucho tiempo —dijo el Anciano.

–El Langri viaja cuando apremia la necesidad —dijo O’Brien.

–Entonces, vamos a hablar de esa necesidad.

–Más tarde. Cuando hayamos cenado. O mañana..., será mejor mañana.

–Mañana, entonces —dijo el Anciano.

La muchacha volvió a presentarse con dos pipas y un brasero encendido, y los dos hombres fumaron en silencio mientras las hogueras parpadeaban en la oscuridad y la brisa nocturna transportaba los sabrosos olores del festín que se avecinaba, mezclados con el salobre aire del mar. Los dos hombres terminaron sus pipas y ocuparon solemnemente sus puestos de honor.

Por la mañana, pasearon juntos a lo largo de la playa y se sentaron en una loma que dominaba el mar. A su alrededor se erguían unos capullos de delicada fragancia, dulcemente agitados por el viento. La luz matinal centelleaba sobre las onduladas aguas. Las velas de vivos colores de las barcas pesqueras parecían flores prendidas en el horizonte. A su izquierda, el poblado reposaba soñoliento sobre la ladera de la colina, y de sus tejados sólo se alzaban al cielo tres delgadas columnas de humo. Unos muchachitos paseaban tímidamente a lo largo de la playa, para contemplar de lejos al Anciano y al Langri.

–Soy un hombre viejo —dijo O’Brien.

–El más viejo de los hombres viejos —asintió prestamente el Anciano.

O’Brien sonrió débilmente. Para los indígenas, viejo significaba sabio. El Anciano le había dirigido el mayor de los cumplidos, y él sólo se sintió fracasado..., cansado.

–Soy un hombre viejo —repitió– y me estoy muriendo.

El Anciano se volvió rápidamente.

–Ningún hombre vive eternamente —dijo O’Brien.

–Cierto. Y el hombre que teme a la muerte muere de temor.

–Yo no temo por mí mismo.

–El Langri no tiene ninguna necesidad de temer por sí mismo. Pero tú hablaste de una necesidad.

–Vuestra necesidad. La necesidad de todo tu pueblo, y de mi pueblo.

El Anciano asintió lentamente.

–Como siempre, nosotros escuchamos cuando el Langri habla.

–Recordarás —dijo O’Brien—, que llegué aquí desde muy lejos, y que me quedé porque la nave que me había traído no podía volar más. Llegué a esta tierra por casualidad, porque había perdido mi camino, y porque mi nave tenía una grave enfermedad.

–Lo recuerdo.

–Vendrán otros hombres. Y luego otros, y luego otros más. Habrá hombres buenos y hombres malos, pero todos tendrán extrañas armas.

–Lo recuerdo —dijo el Anciano—. Yo estaba allí cuando mataste los pájaros.

–Extrañas armas —repitió O’Brien—. Nuestro pueblo estará indefenso. Los hombres del cielo tomarán esta tierra, lo que deseen de ella. Tomarán las playas e incluso el mar, el padre de la vida. Empujarán a nuestro pueblo hacia las montañas, donde no sabrá vivir. Traerán extrañas enfermedades a nuestro pueblo, de modo que poblados enteros arderán con el fuego de la muerte. Los extranjeros pescarán y nadarán en nuestras aguas. Construirán cabañas más altas que el más alto de los árboles, y los extranjeros que pulularán por las playas serán más numerosos que los peces que corren por debajo del promontorio. Nuestro pueblo desaparecerá.

–¿Sabes que eso es verdad?

O’Brien inclinó la cabeza.

–Puede que no suceda hoy, ni mañana, pero sucederá.

–Es una terrible necesidad —dijo el Anciano en voz baja.

O’Brien volvió a inclinar la cabeza. Pensó: «Esta tierra virgen y encantadora, este maravilloso, generoso y hermoso pueblo.»

Un hombre está indefenso cuando se está muriendo...

Permanecieron sentados en silencio durante largo rato dos hombres viejos bajo la radiante luz del sol, esperando la oscuridad. O’Brien tomó uno de los capullos que se erguían junto a él y aplastó su frágil blancura entre sus manos.

El Anciano volvió un rostro muy serio hacia O’Brien.

–¿No puede el Langri impedir eso?

–El Langri podría impedirlo —dijo O’Brien—, si los hombres del cielo llegaran hoy o mañana. Si tardan más, el Langri no podrá impedirlo, porque el Langri se está muriendo.

–Ahora comprendo. El Langri tiene que enseñarnos el medio.

–El medio es extraño y difícil.

–Haremos lo que tengamos que hacer.

O’Brien sacudió la cabeza.

–El medio es difícil. Nuestro pueblo puede ser incapaz de ponerlo en práctica, y el camino escogido por el Langri puede ser un camino equivocado.

–¿Qué necesita el Langri?

O’Brien se puso en pie.

–Envíame los jóvenes, cuatro manos cada vez. Escogeré a los que necesito.

–Los primeros vendrán a ti hoy mismo.

O’Brien estrechó la mano y se alejó rápidamente. Sus seis tataranietos le estaban esperando en la playa. Izaron la vela, ya que en el viaje de regreso el viento soplaría a sus espaldas. O’Brien miró hacia atrás mientras la canoa salía lentamente de la bahía. El Anciano estaba de pie en la loma, completamente inmóvil, con las manos levantadas, y así permaneció mientras estuvo al alcance de la vista de O’Brien.

O’Brien desconocía el nombre oficial del planeta, y ni siquiera sabía si tenía un nombre oficial. Él era sólo un simple mecánico, aunque muy bueno, y había estado volando por el espacio desde que tenía doce años. Se había cansado de ser el peldaño inferior de la escalerilla, de modo que había comprado una nave que el gobierno destinaba a chatarra, la había arreglado, invirtiendo todos sus ahorros en la reparación y en la compra de provisiones y combustible.

No tenía licencia para pilotar una nave espacial ni otra clase de nave, pero había volado a bordo de ellas el tiempo suficiente para creer que poseía los conocimientos fundamentales. La nave era tan caprichosa como él mismo. Por tanto, tuvo que agotar su repertorio de juramentos y propinar unos cuantos puntapiés al tablero de mandos antes que la nave se decidiera a obedecer. Encararla en la dirección correcta era algo totalmente diferente. Probablemente, cualquier buen alumno de una escuela superior sabía más de navegación de lo que él sabía, y su única ayuda fue una anticuada «Astrogación simplificada para profanos». Anduvo perdido el noventa por ciento del tiempo, y sólo tuvo una vaga conciencia del lugar donde se encontraba el otro diez por ciento, pero la cosa carecía de importancia.

Deseaba visitar algunos lugares que estaban fuera de las habituales líneas espaciales, y tal vez explorar un poco de terreno, disfrutando de la sensación de ser su propio dueño mientras durasen los suministros. No podía detenerse en ninguno de los puertos regulares, ya que las autoridades podrían darse cuenta que él no tenía licencia y retenerle indefinidamente. Pero algunos de los puertos más pequeños de propiedad particular, estaban siempre necesitados de un buen mecánico, y O’Brien podía aterrizar de noche en uno de ellos, trabajar un par de semanas hasta ganar lo suficiente para reponer sus provisiones, y regresar al espacio sin buscarse complicaciones.

Efectuó también sus exploraciones, visitando docenas de asteroides y pequeños planetas que estaban por descubrir o que habían, sido olvidados. De un modo bastante inexplicable, se hizo rico. Llenó su pequeña nave de mineral de platino y se dispuso a regresar a la civilización para convertirlo en dinero.

Como de costumbre, no encontró el rumbo, y vagó por el espacio durante un mes, sacando el máximo partido a su combustible y a sus usados motores. Este planeta le había parecido su mejor oportunidad, y casi resultó ser su última oportunidad, ya que un escape en el depósito le dejó sin combustible y se vio obligado a realizar un aterrizaje forzoso, estrellándose contra el suelo.

Los indígenas le dispensaron una buena acogida. Se convirtió en un héroe al disparar su pistola contra unas aves de gran tamaño que a veces atacaban a los chiquillos. Gastó todas sus municiones, pero consiguió extinguir la especie. Exploró el solitario continente, y encontró depósitos de carbón y algunos metales..., insignificantes, pero suficientes para situar inmediatamente a los nativos en una edad de bronce. Luego se dedicó al mar, les enseñó a construir canoas a remos y velas, y continuó sus exploraciones.

En aquella época había perdido ya todo interés en ser rescatado. Era el Langri. Tenía sus esposas y sus hijos. Su poblado iba creciendo. Pudo haber sido el Anciano a una edad relativamente joven, pero la idea que él, un forastero, tuviera que gobernar a aquella gente, no le gustó. Su negativa hizo aumentar el respeto que los indígenas le profesaran. Era feliz.

También empezó a preocuparse. El planeta era tan pobre en recursos naturales, que nadie se sentiría atraído hacia él con miras de tipo económico. Pero tenía otra condición que lo hacía muy valioso.

Era un mundo maravilloso. Sus playas eran lisas y arenosas, sus aguas eran cálidas, su clima admirable. Para los habitantes de las miríadas de mundos inhóspitos cuyas riquezas naturales atraían a grandes masas de gente, mundos secos, mundos estériles, mundos sin atmósfera, sería un paraíso. Los que pudieran abandonar por unos días sus cúpulas de atmósfera artificial, o sus cavernas subterráneas, para trasladarse a este otro mundo de atmósfera rica en oxígeno, vivirían unas vacaciones que les permitirían reanudar su existencia normal con renovados bríos.

A lo largo de las playas se alzarían los hoteles de lujo. Y más al interior, junto a los bosques, se edificarían hoteles de menos categoría, casas de huéspedes y villas de veraneo. Los millonarios se disputarían los mejores trozos de playa para construir en ellos sus mansiones. Las playas quedarían infestadas de turistas. Los buques ofrecerían cruceros marítimos de descanso. Las naves submarinas iniciarían a los turistas en las maravillas de la vida en el fondo del mar. Se establecerían industrias para atender a las necesidades de los turistas. Sería un negocio permanente, ya que el clima era igualmente delicioso durante todo el año. Un negocio fabuloso.

Los indígenas, desde luego, serían hacinados en un rincón del planeta. Exterminados. Existirían leyes para proteger a los indígenas, y una impresionante oficina colonial para hacerlas cumplir, pero O’Brien conocía demasiado bien cómo eran aplicadas aquellas leyes: en su aspecto punitivo a los indígenas, y en su aspecto favorable a sus expoliadores.

Y un par de siglos más tarde, a los escolares les hablarían de la desaparición de la población indígena. «Tenían una espléndida civilización. Fue una verdadera lástima.»

Los jóvenes llegaron de todos los poblados. Llegaron navegando alegremente a lo largo de la costa, entonando sus mejores canciones. Llegaron en grupos de veinte, altos, bronceados, con los cabellos rubios descoloridos por el sol. Alinearon sus canoas debajo del promontorio y se presentaron al Langri con respetuoso temor.

Las preguntas del Langri les sobresaltaron. Se esforzaron por asimilar unas ideas extrañas. Lucharon por reproducir extraños sonidos. Fueron sometidos a pruebas de fortaleza y de resistencia. Se marcharon, y otros ocuparon sus lugares. Finalmente O’Brien escogió un centenar.

Detrás del bosque, O’Brien construyó un nuevo poblado. Se trasladó allí con sus cien alumnos, y empezó su magisterio. Contaban con pocos días y éstos eran demasiado cortos, pero trabajaron desde el amanecer hasta el crepúsculo, y, con frecuencia, durante la noche, mientras los otros indígenas se encargaban de procurarles comida, y los poblados enviaban mujeres para condimentarla. Toda la población observaba y esperaba.

O’Brien enseñó lo que sabía e improvisó cuando fue necesario. Enseñó idiomas y leyes de ciencias. Enseñó economía, sociología y disciplina militar. Enseñó guerra de guerrillas y procedimiento colonial. Enseñó la historia de los pueblos de la galaxia, y los jóvenes indígenas se sentaron bajo las estrellas por la noche y contemplaron con la boca abierta los cielos, mientras O’Brien les hablaba de las guerras del espacio, de seres fantásticos y de mundos situados detrás de otros mundos.

Transcurrieron los días, y se convirtieron en un año, y en dos años, y en tres. Los jóvenes llevaron a sus esposas al poblado. Las jóvenes parejas llamaban padre a O’Brien, y le llevaban a los recién nacidos para que los bendijera. Y la enseñanza continuó, y continuó.

Las fuerzas de O’Brien empezaron a menguar. La humedad de las noches le dejaba enfebrecido, y sus túmidos miembros le atormentaban. Pero seguía trabajando, y empezó a enseñar el Plan. Ordenó prácticas de alarma contra la invasión, y su inflexible severidad arrancó a los indígenas de otros poblados de su alegre indolencia. El Plan fue tomando forma lentamente.

Cuando O’Brien estuvo demasiado débil para abandonar su hamaca, reunió a su alrededor a los jóvenes más inteligentes y las lecciones continuaron.

Una tarde radiante, O’Brien perdió el conocimiento. Fue trasladado a su poblado, a su rincón favorito, cerca del mar. La noticia corrió a lo largo de la costa: el Langri estaba muriéndose. Llegó el Anciano, y los jefes de todos los poblados. Colocaron un dosel trenzado encima de su hamaca, y O’Brien vivió toda aquella noche, inconsciente y respirando trabajosamente, mientras los indígenas aguardaban en actitud humilde, con las cabezas inclinadas.


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